LA FUNCIÓN DE LA CONSTITUCIÓN EN EL CONTEXTO CONTEMPORÁNEO

 

Miguel Azpitarte Sánchez

Profesor Titular de Derecho constitucional. Universidad de Granada.

 
resumen - abstract
palabras claves - key words

 

 

 

 

 

  Homenaje a Peter Häberle (II).

 

SUMARIO

 

1. El contexto contemporáneo del derecho constitucional

2. La función de la Constitución en el nuevo contexto

  

 

 

La obra del homenajeado irrumpió cuando gran parte del derecho constitucional europeo recomponía sus elementos fundacionales. Su primer trabajo sobre el contenido esencial puso directamente en cuestión los argumentos dominantes en el entendimiento de los derechos fundamentales. Desde aquel entonces, su obra fue extendiéndose a través de los temas claves de nuestra disciplina siempre con la intención última de dotar al derecho constitucional de un magma democrático irrenunciable. Al día de hoy, sin abandonar la comprensión de la Constitución como un proceso abierto y del derecho constitucional como disciplina cultural, las preocupaciones del profesor Peter Häberle iluminan ese punto de cruce histórico que supone el derecho constitucional europeo. Este trabajo quiere ser un modesto tributo a su obra, pero, sobre todo, a su persona, capaz de un magisterio sutil, que abre caminos sin cerrar ninguno. En la primera parte del ensayo ofrezco lo que considero los elementos distintivos del contexto en el que las Constituciones estatales han de desarrollar su normatividad. En la segunda parte, planteo las dificultades de la Constitución normativa dentro de ese contexto y las posibles transformaciones de su función.

 

 

1. El contexto contemporáneo del derecho constitucional.

 

Existe una evidente línea de continuidad entre el derecho público que emerge tras la Segunda Guerra y el del Siglo XXI[1]. Interesa, sin embargo, evaluar el contexto en el que se desenvuelven las cuestiones compartidas entonces y ahora, ya que el entorno sitúa el conjunto de problemas en un escenario completo que podría ofrecer algunos rasgos distintivos pese a la coincidencia en los asuntos estudiados. De manera tentativa, se podría aventurar que el contexto contemporáneo se caracterizaría al menos por una serie de hitos, que no estaban presentes o no eran tan relevantes durante las primeras décadas de la segunda parte del Siglo XX: la globalización jurídica, la fragmentación del proceso político, el tránsito del Estado social a la teoría de la regulación y la dimensión preventiva del Estado.

La globalización jurídica es hoy presupuesto del Estado y no simple consecuencia de una estatalidad incompleta. Primero, porque el cambio de organización política de los Estados requiere de una homologación jurídica de corte supranacional. Basta pensar en la función que cumplió el Convenio Europeo de Derechos Humanos durante la democratización de los países del bloque comunista o en la propia transición española. En segundo lugar, porque el poder público estatal es hoy limitado externamente por poderes públicos supranacionales capaces de crear un derecho que condicione a la ley estatal. Se hace evidente en la organización económica –en la construcción de los mercados internacionales-, pero más aún en el ámbito de la Unión Europea, cuyo derecho es límite jurídico y además en muchas ocasiones verdadero motor de la acción política estatal y, por tanto, impulso de su producción jurídica.

Nos encontramos así con un derecho supranacional que da un lugar propio a la norma allí donde hasta ahora primaba la razón de estado y, a la vez, convierte al individuo en titular de derechos en casos en los que tan sólo poseía el estatus de extranjero. En estas circunstancias es inexorable una nueva reflexión por parte del constitucionalista, que se topa con “otros” poderes públicos organizados jurídicamente más allá de la Constitución y del Estado. ¿Merecen un análisis desde la perspectiva del derecho constitucional? ¿Son los conceptos del derecho constitucional las herramientas adecuadas para comprender los nuevos fenómenos jurídicos? ¿Vive, en definitiva, el derecho constitucional una época de expansión o de regresión? Si tras la Segunda Guerra el derecho constitucional abordó la nueva estatalidad, ahora toca pensar si el derecho constitucional es suficiente para entender las realidades jurídicas paraestatales.

La globalización jurídica anuncia en parte otro de los datos distintivos del contexto en el que hoy se mueve el derecho constitucional, a saber, la fragmentación del proceso político de decisión. En la restauración jurídica de la segunda mitad del Siglo XX, el derecho público se define esencialmente a través de la ley. Es ésta el epicentro donde el pluralismo halla su punto de encuentro, la síntesis de la dialéctica. Preocupa especialmente la unidad del proceso político y con ella la del ordenamiento. Y es aquí donde encontramos diversas alternativas. Un sector importante de la academia germana defiende en torno a la Ley Fundamental que la unidad del Estado y del ordenamiento no se construye exclusivamente a partir de la norma suprema –de la ley constitucional-, sino que requiere también una esencia previa, radicada en el Pueblo alemán, cuya organización unitaria responde a su vez a las decisiones constitucionales fundamentales. Otro sector, liderado por K. Hesse, rechaza de plano esta argumentación, pero es consciente de que al subrayar la primacía de la política en la comprensión del Estado y la Constitución, necesita nuevos anclajes con los que atar el devenir constante de la realidad social. El primer punto será la Constitución, que expresa ya un acuerdo de mínimos y hace factible un proceso político integrador. El segundo será la ley, ahí donde el pluralismo de una determinada sociedad encuentra sus límites dentro del juego de la mayoría y la minoría. La ley –el proceso político regulado por la Constitución- es así expresión de la mayoría, cierre coyuntural de las posibilidades constitucionales y construcción de la unidad contingente del ordenamiento.

La funcionalidad de la ley, sin embargo, está hoy en entredicho a consecuencia de la fragmentación del proceso político. Los motivos no por conocidos deben dejar de ser señalados. Es un lugar común destacar la tarea capital de los partidos en la racionalización del proceso político; la distribución de poderes fijada en la Constitución sólo se comprende una vez que es ajustada al régimen de partidos que emerge condicionado sólo parcialmente por el derecho electoral y el propio derecho de partidos. Fruto de la lógica partidista, en ocasiones, el procedimiento legislativo sirve tan sólo para estilizar los argumentos que sostienen el texto legislativo y que se han forjado fuera de la sede parlamentaria. En la democracia parlamentaria, sea por los gobiernos de mayoría absoluta o los gobiernos en minoría que buscan el acuerdo parlamentario, el sentido del procedimiento legislativo queda aminorado[2].

Las dificultades reconstructivas de la ley no acaban en el alicaído debate parlamentario, pues la ley también quiebra a la hora de aportar los cimientos de la unidad del ordenamiento. Y es que junto a la ley concurren otras fuentes fuera de la lógica de una única ley (de la ley-código). Evidentemente, el derecho comunitario, que ocupa espacios tradicionalmente reservados a la ley y que en ocasiones da sentido a la propia ley, impulsándola y dotándola de los principios esenciales. Pero también una suerte de concurrencia de reservas de ley en los Estados territorialmente compuestos, como es el nuestro, donde ya no es la ley, sino que son las leyes, las que han de darnos el panorama normativo completo.

Aún hay más, pues la ejecución de la ley aparece igualmente fragmentada, lo que dificulta a su vez que la unidad jurídica se logre en el tramo administrativo. La fragmentación de la ejecución es clara cuando compete a los poderes periféricos en el marco de un Estado compuesto o cuando corresponde paralelamente al poder central y a los poderes periféricos. Sin embargo, la división en la ejecución no acaba ahí. El derecho administrativo contemporáneo nos ha indicado sobradamente la incidencia de los organismos autónomos, que relativizan la jerarquía administrativa y componen un programa de ejecución que incluye amplias potestades normativas, concurrentes casi a la par con el programa normativo definido en la ley. Y, finalmente, también se ha de destacar la incidencia de la tan señalada autorregulación, que pone en manos de los destinatarios de la norma la facultad para aplicarla o consensuar su aplicación. E incluso en algunas ocasiones es el propio destinatario quien define la regulación de un mercado determinado, de modo que el legislador y la administración simplemente certifican el resultado.

La centralidad de la ley se ve asediada en su funcionalidad política de integración de mayorías y minorías, y en su operatividad jurídica encaminada a construir la unidad del ordenamiento a partir de los principios fijados en la Constitución. La ley se concibe más bien como un programa normativo que resulta de un proceso que no agota el debate político y que proyecta su normatividad junto a otras fuentes para e infralegales. Dado este contexto, el constitucionalista se enfrenta esencialmente a dos dilemas. Si la ley no es el centro del sistema político, urge preguntarse sobre la existencia de nuevas claves, más allá de la dicotomía mayoría-minoría, que conceden unidad al sistema, o bien aceptar que éste sólo se puede explicar como una realidad difusa. Por otro lado, en tanto que la ley no logra reconstruir la unidad del ordenamiento, entonces es necesario cuestionar en qué medida la fase de producción normativa aporta elementos para esa unidad y dónde radica ahora su configuración, o si tan sólo es necesario aceptar que tal unidad ya no es un rasgo distintivo de nuestro derecho, que puede actuar en un marco voluble en su cúspide.

Las dificultades de la ley para concretar y desarrollar el marco constitucional, dando plenitud de este modo a la unidad del ordenamiento y del sistema político, es trasunto a su vez del tercer rasgo que caracteriza el contexto contemporáneo. Se trata de la evolución política e intelectual que sustituye las preocupaciones sobre el Estado social –su justificación, sus características y sus límites- a favor del análisis de la teoría de la regulación, que versa sobre las ocasiones y la forma en que el Estado regula los mercados. En la segunda mitad del Siglo XX, se reactiva el debate clásico sobre la separación entre el Estado y la Sociedad; un sector doctrinal que pretende rescatar el sentido mínimo de la distinción de ambas categorías y trazar límites inexorables que garanticen espacios de autonomía individual inaccesibles al Estado; otro prefiere situar en el centro de su análisis la relación entre el Estado y la Sociedad, esto es, el principio democrático y sus consecuencias en la creación de un determinado sustrato material para el desenvolvimiento de la libertad. Es conocida la relevancia que a partir de este momento cobra el estudio del Estado social, especialmente de sus posibilidades jurídicas, que oscilan entre la extensión normativa de los derechos fundamentales o el recurso a nuevas técnicas de administración, como, por ejemplo, la planificación.

Nadie se sorprenderá si se afirma que el debate sobre los términos jurídico-constitucionales del Estado social es hoy una cuestión minoritaria[3]. Los embates políticos-económicos que ha padecido el Estado en las décadas de los ochenta y noventa trasladaron el análisis jurídico al estudio de los fallos del mercado como criterio definitivo en la identificación de los supuestos que justificarían la intervención pública en ámbitos económicos. Este contexto conlleva interesantes transformaciones que no se pueden pasar por alto en la comprensión de la actividad estatal.

Llama la atención, en primer lugar, cómo actividades que tradicionalmente se han considerado bastiones estatales –por ejemplo, la sanidad- se tratan ahora, y aquí la influencia del derecho europeo es fundamental, al modo de actuaciones que inciden en la libre prestación de servicios y que, por tanto, para ser jurídicamente lícitas necesitan una justificación[4]. Igualmente, la constitucionalización del factor productivo trabajo mediante el derecho fundamental a la huelga y la negociación colectiva pierde gran parte de su significado en la explicación de la realidad constitucional contemporánea[5]. De la sociedad industrial y su impacto constitucional, pasamos a una sociedad de consumo donde el acceso a los servicios y mercancías, así como la calidad de los mismos se convierte en el eje de la actividad jurídico-económica[6]. No extraña así que la jurisprudencia europea muestre ejemplos en los que la libre prestación de servicios se impone sobre el derecho a la negociación colectiva[7]. Finalmente, en el centro de todas estas cuestiones late el dilema en torno a las posibilidades de ordenar jurídicamente los fundamentos económicos. Los años ochenta y noventa ofrecieron un esfuerzo intelectual mayúsculo destinado a identificar los límites jurídicos de la acción política en materia económica[8]. Basta recordar el Pacto de estabilidad y las leyes de estabilidad presupuestaria. Pero en esta tendencia también se habría de incluir la eclosión en las últimas décadas del derecho de la competencia o la sustitución de conceptos aquilatados como el de servicio público por otras categorías que dan un lugar menor al Estado, como serían las de servicios económicos de interés general o servicios universales[9].

El contexto actual es así bien distinto al que condicionó la reconstrucción del derecho público. El Estado se ha ido apartando paulatinamente de la intervención directa en la producción y prestación de bienes y servicios, en manos ahora de los agentes privados y de la dinámica del mercado. Con todo, no desaparece el Estado y el derecho público económico, pero su función es diversa, al dejar de estar orientada por una actuación finalista –aviada a la producción de bienes y servicios-, y tratarse más de una tarea medial o de garantía, en la que el Estado y su derecho –la regulación- garantizan la existencia y el funcionamiento de un tipo de mercado determinado –transparente y competitivo-, que se convierte en la institución básica para la producción de bienes y la prestación de servicios. ¿Qué lugar corresponde al constitucionalista en este escenario? ¿Está abocado a abandonar el estudio de estos fenómenos dada la irrelevancia de los derechos fundamentales? ¿Debe seguir siendo la ordenación de la economía, especialmente de los mercados, una cuestión menor para el constitucionalista?

La función estatal de garantía sobre la existencia y el funcionamiento de los mercados revela una tarea de control y prevención de los riesgos que ha ido extendiéndose a otros ámbitos, hasta el punto de que es factible señalar como un elemento distintivo de nuestra realidad política la exigencia de que el Estado responda frente a las amenazas latentes. Sin embargo, en los inicios del constitucionalismo contemporáneo, el Estado es, sobre todo, una institución transformadora de la que se espera que dirija y moldee la sociedad y la economía, que construya, ya lo hemos dicho, las condiciones materiales para una efectiva libertad. Actualmente, sin embargo, el problema de la igualdad social ha pasado a ocupar un lugar menor en la teoría del estado y en la teoría de la constitución[10]. Esto explica en parte que la ambiciosa función social que se reclamaba del Estado haya experimentado en ocasiones una sustancial reconfiguración, de modo que al igual que en la organización de los mercados, la intervención estatal en la política social cumple una función preventiva o de garantía mínima.

Es en el ámbito de la tecnociencia, sin embargo, donde el Estado que previene riesgos ha tomado en los últimos años una relevancia especial que ni siquiera se atisbaba en el discurso constitucional posbélico[11], por más que fuese este el escenario de su razón de ser. La amenaza atómica, como ha señalado con brillantez Ulrich Beck, marca el rumbo de una nueva reflexión política[12]. Nunca antes había existido un riesgo de aniquilación total, pero, sobre todo, es a partir de ese momento cuando se hace evidente la “dialéctica de la ilustración”[13] y se muestra en toda su crudeza que los riesgos mayores surgen precisamente de la capacidad tecnológica del ser humano y no del devenir de la naturaleza. La idea del riesgo de un daño provocado por la actuación lícita del Estado o de los particulares y que se manifiesta en ocasiones mucho después de ser causado, ha traspasando esta primera reflexión para alargarse a otros campos jurídicos.

La responsabilidad del Estado en la detección del riesgo y su gestión conlleva a su vez importantes consecuencias jurídicas. La primera tiene que ver con la introducción de la técnica en los procesos políticos de decisión[14], que causa una confusión recíproca. La decisión parlamentaria y administrativa se despolitiza por la necesidad de la ciencia para valorar el riesgo y contenerlo, y de otro lado la ciencia se politiza –se hace conflictiva y argumentativa- por sus limitaciones cada vez mayores para ofrecer certezas. La segunda consecuencia tiene que ver con las propias limitaciones de la dogmática jurídica en el tratamiento del riesgo. El derecho se ha construido esencialmente sobre la idea de causalidad: una voluntad propicia un acto con relevancia jurídica que irradia diversas consecuencias, una de las cuales puede ser un daño, querido o no. Es la existencia del daño el punto clave que explicaría la imputación de la responsabilidad y la organización de las medidas de tutela, que sólo muy excepcionalmente se articulan como medidas de tutela cautelar. En este sentido, la respuesta jurídica obliga a replantear algunas categorías dogmáticas, pues la actuación estatal frente al riesgo trabaja fuera de la lógica del daño. Encontramos así ocasiones en las que simplemente la amenaza sustancial se considera ya en sí lesión, por ejemplo, en los amparos constitucionales que reconocen el derecho a la integridad física frente a riesgos[15]. O bien, se construyen entramados procedimentales que tienen la responsabilidad de valorar la existencia y la relevancia de los riesgos, como ocurre en los casos de investigación y práctica biomédica.

La transformación de las funciones del Estado, con la disminución de algunas –la intervención en la economía, la política social-, pero, sobre todo, con el surgimiento de la novedosa tarea de prevención, plantean interrogantes que no estaban presentes en el origen de nuestra dogmática. En el centro emerge la pregunta sobre el concepto de libertad. ¿Sigue vigente la premisa que imputa al Estado la responsabilidad para crear las condiciones que hacen factible una libertad efectiva? ¿Bastaría, por el contrario, que el Estado se limitara a garantizar el funcionamiento de aquellas instituciones –por ejemplo, el mercado- que ofrecen los bienes necesarios para esa libertad? ¿Es el derecho público capaz de establecer presunciones que identifiquen las amenazas? ¿Es posible organizar y regular mediante el derecho la respuesta adecuada a los riesgos? ¿Qué lugar ha de ocupar la ciencia en la determinación de la decisión política?

 

 

2. La función de la Constitución en el nuevo contexto.

 

En el horizonte contemporáneo, dominado por la globalización jurídica, con un proceso político fragmentado, una inclinación intelectual hacia la teoría de la regulación y la responsabilidad del Estado ante amenazas latentes, cabe preguntarse si la Constitución aún puede comprenderse desde su función encaminada a la organización del pluralismo y, a su vez, merece la pena examinar si la singularidad de la estructura de su texto, que abre y cierra posibilidades, continúa siendo relevante.

Podría afirmarse que los elementos de apertura constitucional presionan actualmente con una intensidad tal que resulta extremadamente difícil identificar los criterios de cierre que aporta la norma suprema. La integración europea es un buen ejemplo. Como es sabido, la Constitución estatal habilita la incorporación del derecho europeo, pero en ese mismo momento de conexión a un nuevo ordenamiento, la norma suprema cede sus ambiciones de normatividad, pues gran parte del flujo jurídico encuentra la lógica de producción y aplicación en los Tratados y al margen de la Constitución[16]. Este fenómeno tiene algo de paradójico en la medida que es la propia Constitución la que prevé la reducción de su eficacia jurídica a favor de otras normas. No cabe entonces, por parte del constitucionalista, un juicio simplemente peyorativo que descalifique en términos generales esta habilitación constitucional que socava la normatividad de la Constitución, sino que más bien, esta fuente de perplejidad le exige un intento de respuesta. Las soluciones han oscilado entre varios extremos. De un lado, aquellas que han situado los Tratados constitutivos en la cúspide del sistema normativo, de tal modo que en verdad se habría producido una suerte de revolución legal en la que la máxima jerarquía se habría desplazado desde las Constituciones estatales al derecho europeo. De otro lado, existen esfuerzos destinados a preservar núcleos indisponibles de las Constituciones estatales, sea reivindicando la preeminencia de los Estados –el viejo lema de los «Herren der Verträge»- o con la apuesta en pos de unos contralímites que funcionan como barrera infranqueable. Sin olvidar el intento de la fallida Constitución europea, que supuso el rescate de instrumentos clásicos, adaptados ahora a la realidad política supranacional. Sea como fuere, e independientemente de la mayor bondad de una u otra solución, el hecho indiscutible es que ninguna de las tesis adopta una posición de repliegue absoluto sobre la Constitución estatal. Quizá no sepamos cuál es la solución, pero sí sabemos que la solución no es esperar que la Constitución estatal regule y ordene todo el proceso de integración.

Este fenómeno paradójico de apertura desde la propia Constitución, provocando así el aminoramiento de su fuerza normativa, se halla también en los modelos territoriales de organización compuesta, entre los cuales el Estado autonómico español ofrece un ejemplo especialísimo. En los Estados descentralizados, el texto constitucional habilita un mecanismo de reforma de la norma periférica separado del poder de reforma constitucional. Es bien cierto que la primacía jurídica de la Constitución[17] se actualiza en el control de constitucionalidad de la Constitución periférica, ahora bien, se trata de un control «sui generis», necesariamente ceñido a las llamadas cláusulas de homogeneidad[18]. Al igual que en la integración europea, la Constitución delega la función de organización de un determinado proceso político –en este caso aquel que se desenvuelve en un espacio territorial inferior al estatal-, por lo que su normatividad ya no expresa la totalidad de la realidad política. De nuevo, no cabe aquí un juicio negativo, pues es la propia Constitución la que causa y motiva este fenómeno. Y, del mismo modo, tampoco parece posible aventurar soluciones defensivas que postulen un regreso a una normatividad única de la Constitución central.

La capacidad de la Constitución en la regulación del proceso político también disminuye si atendemos a los fines que ha de lograr el Estado para crear un sustrato material adecuado. Un ejemplo clarísimo son los derechos subjetivos de naturaleza social, que apenas tienen presencia en el texto constitucional. Es verdad que las Constituciones de la segunda mitad del Siglo XX –entre las que destaca la española- atienden ya decididamente al problema de la legitimidad funcional y no dejan de prescribir algunos fines de la acción de los poderes públicos que justificarían la intervención estatal en los espacios de libertad[19]. Pero estos contenidos no expresan la concreta dimensión social del Estado constitucional, en la que algunos pivotes –educación, sanidad, seguridad social- concentran la atención ciudadana y el debate político. Las Constituciones contemporáneas siguen trazando su eje en los derechos individuales que emergen con la ideología liberal del diecinueve y apenas reconocen derechos subjetivos ligados a las dinámicas políticas y sociales contemporáneas. Más allá del derecho a la huelga, la negociación colectiva, el medio ambiente o la función social de la propiedad, la dimensión social que ha caracterizado al Estado de la segunda mitad del Siglo XX se encuentra fuera de la Constitución.

Algo parecido ocurre con la distinción de lo público y lo privado. Las explicaciones que se han dado sobre la Constitución económica sirvieron para desterrar cualquier intento de encontrar un mandato a favor de un modelo económico determinado[20]. En definitiva, se quiso subrayar que las Constituciones de la segunda mitad de siglo permitían una posición activa del poder público en la economía. Pero tal conclusión siempre ha sido más prolija en detallar las distintas posibilidades, que en marcar los límites a la acción económica, sea pública o privada. Es útil a la hora de fijar lo permitido, pero da pocos mimbres cuando se quiere hallar lo constitucionalmente prohibido.

Esta descripción, sin embargo, no conlleva una reivindicación de derechos sociales constitucionales o la exigencia de la clarificación constitucional de la distinción entre los espacios públicos y privados. Ni siquiera está claro si la Constitución, en cuanto que marco de posibilidades, podría soportar esta densidad de contenidos. La única intención es subrayar cómo, para bien o para mal, la dimensión social del Estado corre fuera del texto constitucional, que apenas nos dice nada sobre la geografía de la legitimidad funcional de nuestra comunidad política.

La pérdida de normatividad de la Constitución no acaba, sin embargo, en aquellos puntos en los que la norma suprema subraya su apertura, sino que se manifiesta también en algunos apartados en los que, en principio, se habría de esperar un mayor significado del texto constitucional. Me refiero concretamente a la interpretación y aplicación de los derechos fundamentales. El uso dominante del principio de proporcionalidad para determinar el contraste del contenido constitucional de los derechos fundamentales frente a la normativa que los regula o frente a su aplicación, facilita una tarea jurisprudencial contenida, sensible a los matices y de evolución paulatina[21]. Sin embargo, esta técnica oscurece la narrativa de la interpretación, que se formula de modo fragmentado, con un lenguaje casi burocrático y destinado a un auditorio especializado. Las dificultades de los intérpretes supremos para ofrecer un discurso amplio e ilustrativo sobre el contenido de los derechos fundamentales[22], pese a garantizar una aplicación sostenida, empobrece significativamente el discurso político. La conversación sobre los derechos fundamentales no es hoy una charla evocadora, sino un intrincado conjunto de decisiones jurisprudenciales que sólo tomadas en su totalidad ofrecen algunos matices[23]. Esta sublimación técnica de los derechos fundamentales, curiosamente mina la normatividad de la Constitución en la medida que su contenido más político, destinado a definir los límites y la esencia de la comunidad, transcurre a través de un discurso que apenas ofrece guías tangibles para la organización de la sociedad.

La apertura de la Constitución a otros ordenamientos jurídicos, en los que pierde pregnancia normativa, y la tecnificación de la aplicación de los derechos fundamentales, que oscurece su sentido político, parece reducir la normatividad constitucional a su clásico objeto orgánico. La fuerza vinculante de la Constitución mostraría todo su vigor en la regulación de los procedimientos de creación de derecho, en la distribución de competencias para la producción y aplicación de derecho, y en la estipulación de órganos. Sin embargo, también aquí merece la normatividad de la Constitución una lectura matizada. Es bien sabido cómo la actuación de los partidos políticos –que paulatinamente han ido ganando su oportuna presencia en la Constitución- obliga a realizar una comprensión dinámica del texto constitucional, que no es entendible en su parte orgánica sin tener en cuenta la interpretación que de ella realizan los partidos, esto es, sus actores políticos principales. Seguramente no es necesario explayarse en esta idea. Basta con recordar la distancia que existe en la exposición normativa de las relaciones Gobierno-Parlamento y su realidad operativa, que sólo se deja aprehender desde la dicotomía mayoría-oposición[24]. O qué decir del derecho parlamentario (cuyos creadores, aplicadores y destinatarios son el mismo sujeto), entendible únicamente a la luz del juego negociador de los partidos.

Esta exposición de las debilidades normativas de la Constitución parece avocar necesariamente a un discurso melancólico. Sin embargo, la realidad político-constitucional ofrece curiosamente una intensa reivindicación de “constitucionalidad”, tanto por parte de las élites políticas como de la ciudadanía[25]. La Constitución pierde paulatinamente su contenido normativo y, sin embargo, cada vez se requieren más soluciones desde el derecho constitucional. ¿Cuál es la función de la Constitución en este escenario tan contradictorio? Desde hace algunos años, principalmente por la influencia del derecho europeo, viene aventurándose una respuesta en la que se destaca la función de la Constitución como norma sobre la aplicación del derecho. Este punto de vista acepta que la Constitución estatal ya no puede ser la norma suprema llamada a determinar la unidad del ordenamiento con la fijación de los productores de derecho, de los contenidos materiales intangibles y de los órganos competentes para realizar la aplicación última del derecho. Las dos primeras variables –la producción del derecho y los parámetros materiales- se difuminan en un baile plural, donde emergen diversos productores y parámetros concurrentes. Es la tercera variable –la aplicación del derecho- la que vendría a cerrar el sistema, al facilitar en último término la identificación de la aplicación con valor de cosa juzgada. Un buen ejemplo de esta perspectiva lo ofrece la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español. En la Declaración 1/2004 invita a que trabajemos con la distinción entre primacía y supremacía, de modo que la primera se desenvolvería en el ámbito de la aplicación y la segunda principalmente en el de la producción (FJ 4). Tal distinción hace así posible que la supremacía de la Constitución conviva con regímenes de aplicación que dan preferencia a las normas de otro ordenamiento. Y una reflexión similar encontramos en la STC 247/2007, que nos anima a trabajar con un tipo de normas –las que reconocen derechos estatutarios- cuya vigencia y validez no tendría reparo alguno, pero cuya eficacia dependería de la intervención de una norma de inferior rango –la ley autonómica- (FJ 15). Estos ejemplos pueden ser completados con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia que aspira a ordenar las relaciones entre el derecho europeo y el derecho constitucional o el derecho internacional. En el primer caso, la sentencia Centro Europa[26] muestra la creación por parte del Tribunal de Justicia de unos parámetros de constitucionalidad mínimos que sirven para controlar el derecho estatal[27]. Y en el segundo, la decisión Kadi[28] también da una imagen clara del empeño del Tribunal de Justicia por elaborar criterios materiales de naturaleza constitucional destinados a determinar cuándo se impone o cede la aplicación del derecho internacional.

No extraña así que haya sido en el ámbito del derecho europeo donde las llamadas tesis pluralistas han encontrado el terreno más fecundo. Desde estas posiciones, la pérdida de normatividad de la Constitución estatal y el nacimiento de nuevos focos normativos, obliga a trabajar con una visión «multinivel» del sistema jurídico, donde no existe un centro al que pueda reconducirse de manera lógica la validez de toda norma. No merece la pena ya hablar de Constitución, sino de un derecho materialmente constitucional con retales normativos fluctuantes en su fuente y en su contenido. Al constitucionalista le correspondería identificar quiénes son los llamados a determinar el derecho aplicable en cada caso y cómo se han de relacionar estos aplicadores cuando confluyen en la solución de una misma controversia. Así, de la aplicación suprema de la Constitución hemos pasado a una aplicación relacional del derecho constitucional.

Esta interesante aproximación a los problemas contemporáneos de la organización jurídica del poder público, pese a todo lo que tiene de certero, es una construcción eminentemente técnica y destinada a los profesionales del derecho. No daría cuenta, sin embargo, de esa demanda social de “constitucionalidad” que surge en todos aquellas cuestiones de especial relevancia que han atravesado nuestra sociedad en los últimos años. Cabría aquí una segunda posición (complementaria y no excluyente de la anterior) que destacaría esencialmente la función simbólica o integradora de la Constitución. Es verdad que la Constitución, por su contenido, cada vez tiene menos oportunidad de proyectar su normatividad, de condicionar el efectivo funcionamiento del poder público y de la sociedad. Pero esto no merma las expectativas de los actores políticos y de los ciudadanos, que esperan que la Constitución, a través de su intérprete supremo, dé una última respuesta a las cuestiones que dividen y con ella, tanto por su contenido como por su proceso de formación, recomponga la división. Esta función simbólica –simbólica en cuanto que se desenvuelve al margen del texto- se proyecta al menos en dos campos. Primero en el de los resultados. Al ciudadano le basta con saber que la Constitución habilita el gobierno de la mayoría y que posibilita el cambio de mayorías a través del momento electoral. Dada esta circunstancia principal, la capacidad de la acción de gobierno para crear un contexto socio-económico generalmente satisfactorio sería razón suficiente para creer que “la Constitución funciona”. Si la norma suprema pretender regular la acción de gobierno y ésta crea un resultado óptimo, entonces, en una suerte de silogismo inverso, la Constitución simboliza ese bienestar. En segundo lugar, la función simbólica de la Constitución se actualizaría en el propio disenso constitucional. La posibilidad de discutir sobre el sentido de la Constitución significa que el destinatario es un intérprete más cuya visión constitucional tiene un espacio de expresión –la opinión pública o el proceso-. Esta posibilidad de forjar la interpretación constitucional –y que resulta especialmente importante para la minoría- es en sí mismo un acto de reconocimiento de la funcionalidad de la Constitución, de su capacidad para dar respuestas.

Tras la Segunda Guerra Mundial, se cifró la función de la Constitución en su competencia para reconducir el pluralismo a la unidad política. Tal función dependía esencialmente de la normatividad de la Constitución. Hoy, la Constitución carece de contenidos suficientes para regular y ordenar los fenómenos políticos y sociales más relevantes. Esta pérdida de normatividad pone en cuestión la capacidad de la Constitución para forjar la unidad de una comunidad política. O, al menos, hace evidente que la Constitución es uno más de los elementos materialmente constitucionales que se proyectan sobre la organización del Estado y la sociedad. Es el momento de explorar la funcionalidad actual de la Constitución. Quizá su capacidad para determinar la norma aplicable en una paleta cada vez más amplia o su función simbólica sean las sendas que todavía ofrecen una oportunidad a la Constitución.

 

Resumen: Este trabajo, en su primera parte, propone un contexto general en el que evaluar la función de la Constitución. En este sentido destacan las transformaciones que pueden derivarse de los procesos de globalización, la fragmentación del proceso político, la sustitución del Estado social por la teoría de la regulación y, finalmente, la función contemporánea del Estado orientada a la tutela del riesgo. En la segunda parte, el ensayo valora cómo el texto constitucional pierde capacidad para ordenar la realidad normativa, subrayando la paradoja político-constitucional por la cual, pese a la pérdida de densidad normativa de la Constitución, son mayores las demandas de respuestas constitucionales a los problemas actuales.

 

Palabras clave: Constitución, derecho constitucional, globalización, Estado social, teoría de la regulación, riesgo.

 

Abstract: This paper in its first part tries to develop a general context able to evaluate the function of the Constitution. It is important to underline the transformations due to the process of globalization, the fragmentation of the political process, the sutitution of the social state by the theory of regulation, and the new responsabilities of the State before the society of risk. In the second part, the paper analyzes how the Constitution is loosing its normativ density, but this situation does not cut the popular demands of constitutional answers to the contemporary problems.

 

Key words: Constitution, constiutional law, globalization, political process, social state, regulation theory and risk.

 

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[1] No se produce un corte temática tan relevante como en el tránsito desde Weimar, en este sentido son esclarecedores los trabajos de O. LEPSIUS, “El redescubrimiento de Weimar por parte de la doctrina del derecho político de la república federal”, trad. I. Gutiérrez Gutiérrez, Historia Constitucional, 9, 2008; y, C. MÖLLERS, “Der Methodenstreit als politischer Generationenkonflikt”, Der Staat, 43, 2004.

[2] V. MEHDE, “Kooperatives Regierungshandeln. Verfassungsrechtslehre von der Herausforderung konsensorientierter Politikmodelle”, AöR, 127 (2002).

[3] En nuestra doctrina, se defiende incluso su falta de relevancia jurídica, A. FERNÁNDEZ MIRANDA, “El Estado social”, Rev. Española de Derecho Constitucional, 69, 2003. Sin embargo, un sector de la doctrina analiza con contundencia las consecuencias generales de la crisis del Estado social sobre el conjunto del derecho constitucional, C. DE CABO MARTÍN, “Democracia y derecho en la crisis del Estado social”, Sistema, 118-119, 1994.

[4] En este sentido es paradigmática la sentencia al asunto C-36/02, Omega, de 14 de octubre de 2004, donde entran en colisión la libre prestación de servicios y la dignidad humana.

[5] G. MAESTRO BUELGA, “Globalización y constitucionalismo débil”, Teoría y Realidad Constitucional, 7, 2001.

[6] J.Q. WHITMAN, “Consumerism Versus Producerism: A Study in Comparative Law”, Yale Law Journal, 117:340, 2007.

[7] Por ejemplo, la Sentencia al asunto C-341/05, Laval, de 18 de diciembre de 2007.

[8] El cálculo del consenso y el artículo sobre la gobernabilidad de la economía.

[9] Sobre la incidencia general de la teoría de la regulación véase J. ESTEVE PARDO, “La regulación de la economía desde el Estado garante”, en Actas del II Congreso de la Asociación de Profesores de Derecho Administrativo, Thomson, 2007.

[10] Al respecto de la crisis de la igualdad económica como problema político, véase R. RORTY, Forjar nuestro país, trad. R. del Castillo, Paidós, 1999.No obstante, paulatinamente se recobra un nuevo impulso al estudio de la igualdad económica en el centro de la teoría política, donde destaca el éxito de L. BARTELS, Unequal Democracy, Princeton University Press, 2008.

[11] Tiene su origen en el discurso filosófico, véase H. JONAS, Das Prinzip Verantwortung, Suhrkamp, 1984, en especial el primer capítulo.

[12] U. BECK, Risikogesellschaft. Auf dem Weg in eine Moderne, Shurkamp, 1986, en especial la primera parte.

[13] M. HORKHEIMER/T. W. ADORNO, Dialektik der Aufklärung, Fisher, 13ª ed.

[14] J. ESTEVE PARDO, El desconcierto del Leviatán. Política y derecho ante las incertidumbres de la ciencia, Marcial Pons, 2009, en especial capítulos IV, V y VI.

[15] Por ejemplo, STC 62/2007, FJ 3“… En particular, desde la perspectiva constitucional que nos compete, tal actuación u omisión podría afectar al ámbito protegido por el art. 15 CE cuando tuviera lugar existiendo un riesgo constatado de producción cierta, o potencial pero justificado ad casum, de la causación de un perjuicio para la salud de la trabajadora o del feto, es decir, cuando se generara con la orden de trabajo un riesgo o peligro grave para la salud de aquélla o para el del hijo en gestación. Precisamente por esa razón, para apreciar la vulneración del art. 15 CE en esos casos no será preciso que la lesión de la integridad se haya consumado, lo que convertiría la tutela constitucional en una protección ineficaz ex post, bastando por el contrario que se acredite un riesgo relevante de que la lesión pueda llegar a producirse (en este sentido, STC 221/2002, de 25 noviembre, FJ 4, y 220/2005, de 12 de septiembre, FJ 4,entre otras), factor que, como razonaremos en breve, resulta decisivo en el presente caso.”.

[16] “Producida la integración debe destacarse que la Constitución no es ya el marco de validez de las normas comunitarias, sino el propio Tratado cuya celebración instrumenta la operación soberana de cesión del ejercicio de competencias derivadas de aquélla, si bien la Constitución exige que el Ordenamiento aceptado como consecuencia de la cesión sea compatible con sus principios y valores básicos.”, FJ 2, Declaración 1/2004.

[17] Esta primacía de la Constitución, en España está acompañada de la primacía de la soberanía nacional sobre la legitimidad democrática territorial, pues la Constitución impone la intervención de las Cortes Generales en el procedimiento de reforma. Quizá esto hecho explique el porqué de la oportunidad política de la preeminencia lógica de reforma de la Constitución sobre la de los Estatutos tenga una relevancia menor.

[18] Distinto es el control de las normas periféricas no constitucionales sometidas entonces a un control más amplio apoyado, por ejemplo, en los derechos fundamentales federales y en la distribución competencial.

[19] La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión se podría leer como una síntesis entre las Constituciones que surgen inmediatamente después tras la Segunda Guerra, y que cristalizan el elemento de legitimidad funcional mediante el principio Estado social y las Constituciones del último tercio del Siglo XX, que recogen ese elemento social de una forma más compleja, dando cuenta de los ámbitos sociales –vivienda, seguridad social, trabajo, etc.- donde se proyecta con mayor intensidad el fenómeno social.

[20] Por todos, H. EHMKE, “Wirtschaft und Verfassung”, en el libro del mismo autor Beiträge zur Verfassungstheorie und Verfassungspolitik, Athenäum, 1981 y M. BASSOLS COMA, Constitución y sistema económico, Civitas, 1985.

[21] Aquello que M. SUSTEIN identificó como “constitucionalismo minimalista” –no decidir más de lo necesario-, “The Supreme Court 1995 Term: Foreword: Leaving Things Undecided”, 110 Harv. L. Rev, 6 (1996). Síntoma que es compartido en la doctrina alemana y que ha abierto todo un debate sobre la posibilidad de una nueva dogmática de los derechos fundamentales, W. KAHL, “Neuere Entwicklungslinien der Grundrechtsdogmatik”, AöR, 131, 2006.

[22] Es aquí donde cobra sentido una “demojurisprudence” que por su estructura y forma hace posible el diálogo constitucional más allá de las élites jurídicas, L. GUINER, “The Supreme Court 2007 Term. Foreword: Demosprudence Through Dissent”, 122, Harv. L. Rev., 4 (2008), en especial, p. 31 y ss, p. 48. Se abre así una vía que analiza el derecho constitucional a partir de la tensión entre el “rule of law” y la “self governance”, en especial, la función de la participación ciudadana en el proceso interpretativo. Al respecto de este asunto asoma como un trabajo imprescindible la obra de Peter Häberle, discípulo de Konrad Hesse, con su lema “la sociedad de los intérpretes constitucionales” que recoge todos sus frutos en su libro Verfassungslehre als Kulturwissenschaft, segunda edición, Duncker&Humblot, 1998. Pero es una línea que paulatinamente se va abriendo en el derecho constitucional de los Estados Unidos, véase R. POST, “Foreword: Fashioning the Legal Constitution: Culture, Courts, and the Law”, 117, Harv. L. Rev. 4 (2003); y, B. ACKERMAN, “The living Constitution”, 120, Harv. L. R. 7 (2007).

[23] Un ejemplo paradigmático en este sentido lo sería el uso de los derechos fundamentales en la jurisprudencia del TJ, donde la mayoría de las veces funcionan como límite a las libertades económicas fundamentales antes que como parámetro autónomo de contenidos privilegiados.

[24] Así se ve en el reciente monográfico dedicado a la división de poderes por la Revista Fundamentos 5/2009, en especial el trabajo de M. PRESNO, “Pluralismo de partidos, no separación de poderes”.

[25] El ejemplo español es claro. Prácticamente todas las acciones políticas de calado durante la octava legislatura han desembocado en la jurisdicción constitucional, esto es, se ha decidido adoptar la retórica constitucional como clave de cierre en la dinámica política. Pensemos, sin duda, en las reformas estatutarias, cuya discusión constitucional no sólo se centró en el producto final, sino que atravesó toda su tramitación. Qué decir del proceso de integración europea, que recibió una importante declaración del Tribunal Constitucional antes de la autorización estatal. En lo atinente a los derechos fundamentales bastaría con recordar la sentencia del Tribunal Constitucional sobre los profesores de religión en la escuela pública, donde laten las relaciones Iglesia-Estado; las sentencias que confirman la constitucionalidad de algunos aspectos de la igualdad de género; o el recurso frente a la ley que reconoce el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo.

[26] Asunto C-380/05, de 31 de enero de 2008, con especial interés de las Conclusiones del Abogado General Maduro.

[27] Nota de la sentencia

[28] Asuntos C-402/05 y 415/05, de 3 de septiembre de 2008, también con Conclusiones de Maduro.