Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2005, 21, recensión 04 · http://hdl.handle.net/10481/7213 Versión HTML · Versión PDF 

Publicado: 2005
Nathan Wachtel:
Dioses y vampiros. Regreso a Chipaya.
México, Fondo de Cultura Económica, [1992] 19972.

Por: Juan Javier Rivera Andía

Este libro, escrito por el notable andinista Nathan Wachtel, pequeño y con un lenguaje y trama muy accesibles, trata sobre los habitantes de Santa Ana de Chipaya (parte de los argumentos desarrollados aquí, que son de nuestra entera responsabilidad, fueron discutidos en un seminario de maestría dirigido por Rodolfo Cerrón-Palomino en la Pontificia Universidad Católica del Perú). Como se sabe, este pueblo, ubicado en territorio boliviano y muy cerca de Chile, conserva una valiosísima variante de una lengua hoy casi extinta en otras regiones andinas el uro. Sin embargo, el trabajo de investigación etnográfica que se ha realizado es aun relativamente escaso. 

Este libro constituye, pues, más que una etnografía relevante, una buena oportunidad para contrastar algunas de las perspectivas recurrentes que los investigadores sociales han adoptado acerca de los Chipaya. Queremos contrastar la visión de Chipaya en este libro con la de los trabajos etnográficos publicados por los colaboradores de la revista Eco Andino y con la de las investigaciones lingüísticas de R. Olson, un miembro del Instituto Lingüístico de Verano (que pasó cerca de diecisiete años visitando Santa Ana de Chipaya con una avioneta particular hasta que fue acusado de colaborar para el servicio de inteligencia norteamericano).

Uno de los argumentos implícitos del libro de Wachtel parece decirnos que, a pesar del relativo aislamiento de esta región de frontera, Santa Ana de Chipaya es un escenario más de la mayoría de los cambios e influencias que afectan a todo el mundo andino. Las transformaciones más notables abarcan el mundo material, la organización de la comunidad y las prácticas cotidianas y rituales. Los cambios materiales involucran la infraestructura - la construcción y disposición de las casas adoptando los materiales manufacturados y un trazo urbano de la villa (Wachtel 1997: 84) -, la indumentaria - los hombres dejan sus ropas tradicionales por productos manufacturados, de procedencia urbana -, y la desaparición de las tierras dedicadas a fines religiosos -los terrenos de las "capillas" o cofradías son abandonados o expropiados con fines utilitarios y fundamentalmente económicos, como los "invernaderos" de vegetales-. 

Los cambios en la organización de Chipaya producen fenómenos comunes a todas las comunidades donde la población incrementa su movilidad espacial, la emigración resta jóvenes dispuestos a quedarse, y el incremento demográfico vuelve escasas las tierras que podrían ayudar a los nuevos integrantes de la comunidad. "…los alcaldes empezaban a encontrar dificultades para establecer la lista de pasantes, ya que los voluntarios escaseaban cada vez más" (1997 [1992]: 38). Wachtel nos brinda otros datos en los que hubiese sido interesante que profundizara más. Es el caso del sistema de rotación de tierras, que mantiene en Chipaya la misma pauta que en otras regiones andinas (los terrenos son de propiedad comunal y de usufructo familiar, deben dejarse "en descanso" durante un lapso de tiempo prolongado, y siguen un sistema de alternación) a pesar de las notabilísimas particularidades ecológicas de Chipaya.

La fuerte salinidad del suelo exige, para el cultivo de la quinua, la inundación de una parte del territorio durante más de seis meses, de este modo la sal de la tierra es lavada por el agua, que luego es evacuada. El viejo lago se transforma entonces en campo cultivado, en el que cada jefe de familia recibe cierto número de lotes. Sin embargo, al término del año agrícola el suelo se empobrece al subir la sal, y el cultivo se transfiere a otro terreno preparado con anterioridad para una nueva fase de inundación. Se trata, pues, de un complejo sistema de rotación, a la vez del campo y del agua, ya que los lagos artificiales deben alternarse de tal modo que esté listo un terreno cada año. Mientras que el uso de los lotes cultivados es individual, los trabajos de riego y drenaje se ejecutan mediante faenas colectivas que reúnen a los hombres de cada aillu en sus respectivos territorios (Wachtel 1997: 22-23).

Pero quizá lo más interesante sean las anotaciones respecto a los cambios en las prácticas cotidianas y rituales. En primer lugar, la parquedad en las manifestaciones afectivas públicas entre adolescentes parece estar dejándose de lado (en contraste con lo observado por los investigadores interesados en el tema; cf. Ortiz Rescaniere: La pareja y el mito. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2001): "una escena de carácter idílico: de un lado y otro de un bajo muro a lo largo de la calle, un joven sentado en su bicicleta y una muchacha de pie en su patio conversan con ternura en voz baja" (Wachtel 1997: 14). Además, el mundo ritual de Chipaya está marcado por un cambio muy común en las comunidades campesinas de los Andes: la aparición de fiestas nacionales. Los emblemas y las celebraciones relacionadas con las naciones andinas cada vez tienen más presencia en la sociedad rural. Así, en Chipaya, el "día de la raza" y sus representaciones teatrales han comenzado a conmemorarse a partir de 1990. Sin embargo, algunos interesantes párrafos sobre un ritual de exhumación -del que no conocemos otras referencias etnográficas- en el libro parecen contradecir lo anterior. Wachtel nos cuenta como el alma de una difunta, enterrada en una fosa común hace ya varios años, atormenta al viudo. Éste se arrepiente de no haber buscado una mejor tumba para su mujer, y decide reparar el error. El ritual, protagonizado por un especialista, es el siguiente:

"[en el cementerio] degüella un borrego negro sobre la fosa, cuya sangre derrama en libaciones hacia el oeste (donde se encuentra la morada de los muertos). Después comienza a excavar el suelo en el sitio del sacrificio, con la ayuda de un asistente... Después enciende un cigarrillo a fin de que el humo aleje los efluvios peligrosos y recoge los restos, que coloca poco a poco sobre un pedazo de tela... No solamente extrae los huesos, también los tritura, los soba y los acaricia con afecto. Se reconocen, con manifestaciones de ternura, las trenzas de la difunta perfectamente conservadas. El cráneo y la osamenta se limpian... y finalmente Martín retira el frasco de alcohol con que el cuerpo fue enterrado... la pieza de tela es replegada y se la coloca con las ofrendas en una caja de madera, que se instala en la tumba donde se planta una cruz en el momento preciso en que el sol desaparece tras de la montaña" (1997: 29-30).
 

A pesar de estos parágrafos, los cambios resaltados por Wachtel parecen inspirarle un cierto pesimismo. En "Dioses y Vampiros", Wachtel ve a los pobladores de Santa Ana de Chipaya inmersos en un mundo grotesco, un mundo que, por ejemplo, los aficiona al uso generalizado de "una horrible gorra de fabricación coreana" (1997: 11). Se trata de un mundo en asombrosa transformación. No es sólo un cambio en las condiciones materiales (la contaminación, la escasez de agua y de tierras) y sociales (el antiguo sistema de cargos se desmorona por la ausencia de nuevos integrantes). Se trata, ante todo, de un cambio religioso, un cambio en las ideas y los valores que animan y orientan la vida de los Chipaya. Wachtel, como un historiador preocupado por el paso del tiempo, nos dice una y otra vez que este es el cambio fundamental: los Chipaya se han convertido multitudinariamente a las nuevas religiones llegadas al pueblo y que, hasta hace poco, era cosa de minorías. Catequistas y protestantes priman sobre los católicos paganos, sobre los que aun siguen las costumbres antiguas y, ahora, son una franca minoría. 

Las mismas permanencias culturales de los habitantes de Chipaya son utilizadas por Wachtel para ejemplificar el cambio. Gran parte del libro está dedicado al tema de los kharisiris. El hilo argumental de este tema son las desventuras de un hombre acusado por el pueblo de ser un degollador o una suerte de vampiro. ¿Qué motiva esta exacerbación de las creencias más tradicionales de los Chipaya? La respuesta de Wachtel es similar a la de otros autores que han tocado el tema de los míticos degolladores (pishtakuq, nakaq o "sacaojos" en otras regiones andinas). La intensificación de estas creencias es asociada a la desestabilización, al desequilibrio de un mundo sumido en la explotación y la pobreza, a la excesiva marginalidad de un mundo explotado. Wachtel afirma lo mismo cuando nos dice que en Chipaya existe una especie de desesperanza frente a las transformaciones, un desconcierto que se manifiesta en las nuevas búsquedas religiosas y en las supuestas apariciones de kharisiris.

"La interiorización de la otredad, dado que el Kharisiri, aunque ligado a las amplias redes del mundo exterior, surge en esta ocasión del mundo indígena. Esto es, sin duda, síntoma de una profunda crisis: la intrusión de la modernidad en el corazón de las comunidades andinas amenaza hasta las raíces mismas de su identidad" (Wachtel 1997: 82).

Por otro lado, los investigadores de Eco Andino (en especial G. Pauwels, Santiago Condori y Orlando Acosta) presentan un mundo pleno de tradiciones, de rituales y narraciones míticas. Como etnógrafos preocupados por lo exótico, muestran las obsesiones y las preocupaciones fundamentales de los habitantes de Chipaya como fundadas en una visión mítica del mundo (el celeste, el subterráneo y el de los hombres) y del tiempo. Aquí también el campo de las ideas (y el de los gestos, los ritos que estas animan y dan sentido) es el privilegiado para mostrar las permanencias de las antiguas tradiciones de Santa Ana de Chipaya.

En cierto modo, la diferencia entre ambas posturas es análoga a la oposición entre el cambio y la permanencia. Mientras Wachtel enfatiza y sólo ve cambios; el equipo de la revista de Oruro privilegia la observación de las tradiciones y omite los cambios en Chipaya. Al mismo tiempo, ambos puntos de vista encontrados tienen dos aspectos en común (además de su énfasis común en los aspectos ideológicos de los habitantes de Chipaya). Por un lado, ambas posturas dejan de lado la cuestión lingüística, no la toman como un punto relevante dentro de sus argumentaciones a favor del cambio o la permanencia. Por otro lado, ambas posturas, consideran que la "tradición" era muy fuerte en la historia pasada de Chipaya, sea para negarla (como hace Wachtel) o para afirmarla (como hacen en Eco andino) en el presente.

Este último punto en común nos ayudará a comprender la perspectiva adoptada por otro de los estudiosos más notables de Chipaya: R. Olson, traductor de la Biblia al uro-chipaya y de varios libros de cuentos en ediciones bilingües. En el trabajo de este lingüista y pastor norteamericano, la tradición oral Chipaya no aparece ni como muy distinta ni como muy lejana. Los cuentos que compila y traduce son los más cercanos a su propia tradición. Cuentos como los del gato que caza ratones haciéndose pasar por muerto, la gallina laboriosa que no desea compartir el fruto de sus trabajo con los animales holgazanes, parecen haber sido escogidos con el afán de mostrar a los Chipaya como un pueblo cercano a la tradición occidental, como un pueblo no exótico. Un pueblo cuya cultura indígena es, por tanto, fácilmente asimilable a la tradición religiosa protestante (su objetivo final). Vemos, pues, que, en este caso y en oposición al punto en común de las dos perspectivas anteriores, las investigaciones de Olson dejan de lado la tradición indígena en Chipaya: no discute su permanencia o pérdida, porque simplemente no la considera relevante, no se interesa en su diferencia. En suma, Wachtel nos ha entregado un libro con una tendencia bastante popular en las ciencias sociales de hoy, y que es promovida por aquellos que temen ser acusados de "exotismo". Nos preguntamos si evitar tal acusación vale la omisión de una descripción tan detallada como los rituales funerarios o la organización del cultivo de tierras en Chipaya.


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