Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2003, 19, artículo 02 · http://hdl.handle.net/10481/7317
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Publicado: 2003-01
Antropología y nacionalismo. ¿Imaginación o fantasía?
Anthropology and nationalism: imagination or fantasy?

Pablo Méndez Gallo
Escuela Superior de Ciencias Crimonilógicas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

ijpm@arrakis.es


RESUMEN
La nación representa la gran piedra de toque de la modernidad política en occidente, el espacio en el que se tejen los nudos de las relaciones más fundamentales del estar en común: sangre, tierra y ley. A partir de la aparición de la nación, el linaje de los occidentales otorga una nueva forma al tótem de la tribu, en forma de un estado abstracto que a todos integra. Sangre, tierra y ley siguen representando, al igual que en la antigua Grecia, los elementos centrales para la gestación del 'nosotros'. Sin embargo, característico de nuestra modernidad es el énfasis depositado en el 'ellos' para la conformación de la comunidad de pertenencia, haciendo dudar si podemos hablar realmente de la nación como el producto de una imaginación colectiva o bien de un delirio o fantasía colectiva.

ABSTRACT
The concept "nation" represents the cornerstone of Western political modernity, the space where the most basic relational ties for being together are knitted: blood, land and law. Since the emergence of the nation the lineage of Western populations gives new shape to the tribal totem, in the form of an abstract and all-embracing State. Blood, land and law still represent, just as in the Ancient Greece, the central elements for the birth of the group: “us”. However, characteristic of our modernity is the emphasis placed in the “them” for the conformation of the membership group, introducing a doubt: can we actually see the nation as the result of a collective imagination or should we look at it instead as a collective delirium or fantasy?

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
nación | nacionalismo | estado moderno | pertenencia | ideología | fantasía colectiva | Nation | nationalism | modern State | membership | ideology | collective fantasy


Desde que Benedict Anderson escribiera su ensayo titulado 'Comunidades Imaginadas', sobre los orígenes y desarrollo del nacionalismo, resulta ya un lugar común argüir que el nacionalismo conforma una comunidad políticamente imaginada (Anderson 1991: 6-7). Y es imaginada como inherentemente limitada y soberana. Primeramente, es comunidad (en un sentido laxo) puesto que en su seno, y a pesar de las situaciones de desigualdad y explotación de unos sobre otros que de hecho existen, se concibe como formando parte de una camaradería profunda y horizontal: la fraternidad. Es política en tanto que limitada y soberana puesto que incluso la más grande de las naciones se va a delimitar con unas fronteras, elásticas, pero finitas; dentro de esos límites, y a partir de la pérdida de legitimidad que en la época moderna sufren los reinos dinásticos de emanación divina, es esta comunidad delimitada la soberana sobre sus propios destinos -el Estado será emblema y medida de esta soberanía-. Y, finalmente, es imaginada en el sentido de que en cada uno de sus miembros existe la imagen de una comunión en tanto que miembros de una misma condición -a fin de cuentas, ni la más pequeña de las naciones posibilita que todos sus miembros lleguen, en algún momento de sus vidas, a encontrarse-:
En realidad, -dice Anderson- toda comunidad más amplia que los pueblos primordiales de contacto cara-a-cara (quizá incluso estos) es imaginada. Las comunidades deben ser distinguidas, no por su falsedad/autenticidad (1), sino por el estilo en que son imaginadas (Anderson 1991: 6).
Cómo los diferentes nacionalismos -el fenómeno político quizás más decisivo de la modernidad occidental- imaginaron su ser-en-el-mundo será, por tanto, el elemento central de este artículo. De alguna manera, pretendemos una inmersión en la respuesta hipotética a esa sutil pero decisiva pregunta que plantea Salman Rushdie en Imaginary Homelands (1982): "¿Cómo vamos a vivir [en] el mundo?". De alguna manera, seguimos todavía con la cuestión de estilo, no entendido según la concepción renacentista de emergencia de la subjetividad (Marín, 1997), sino en tanto que plasmación singular de una concepción compartida. Así, podemos hablar del nacionalismo como un 'estilo de vida' que toma la cultura, en sentido vasto y objetivable, como elemento generador de unas comunidades imaginadas en torno a alguna o algunas de las variables (inter-)dependientes que la conforman: lengua, raza, religión, territorio, tradiciones o, simplemente, cultura en un vago sentido tayloriano. Una cultura objetiva y compacta que no permite fisuras ni dobles interpretaciones puesto que, de alguna manera, ésta nos viene revelada y de manera natural.

No debemos olvidar que el nacionalismo, ideología que da lugar -o precede (Gellner 1997)- a la idea de nación moderna (nación-estado), es fruto de la modernidad concebida sobre dos ideas centrales que la caracterizan: naturaleza y estado (Châtelet 1989: 367-8). Dos condiciones inherentemente unidas y que serían elevadas a los altares de la filosofía política por el gran pope de la modernidad, como lo fuera G. W. Hegel. Es decir, podemos afirmar que el nacionalismo, como ideología política o como estilo de vida, implica una transgresión de la distancia diferenciadora entre naturaleza y cultura -entendida ésta como creación humana que representa una determinada mediación para el encuentro con la alteridad-, diferencia que desde la antigüedad clásica venía conformando lo propiamente humano en su manera de relacionarse con el mundo.

Ahora, perdida dicha distancia posibilitadora de la emergencia intersubjetiva, el estado se convierte como la única verdad evocadora de una existencia humana, extensión social de una única realidad natural. La confluencia perfecta entre un territorio geográfico, dotado de caracteres específicos en base a las variables (inter-)dependientes arriba apuntadas, y un estado gestor de la vida de sus habitantes, se convierte en esa concepción compartida que da sentido a la nueva forma de comunidad nacional que llamamos estado-nación (2).

Sin embargo, cuando hoy en día hablamos propiamente de nacionalismo nos olvidamos de ese primer momento nacionalizador, que coincide con la disgregación de los sacros imperios medievales unidos y enfrentados bajo el signo de la cruz, donde la emergente burguesía mercantil europea busca una redefinición del territorio, no ya concebido como espacio para la oración y la cruzada, sino como espacio de intercambio comercial. Como decía, pasado este primer momento donde se forman los grandes estados, translaciones más o menos directas de esos imperios perdidos, surge en el siglo XIX una segunda oleada de movimientos nacionalizantes que ya no han de luchar contra un estilo de vida aparentemente tan antagónico como lo fuera el aristocrático medievo, sino que es en el seno de los propios estados nacionales donde empieza a surgir la reivindicación nacionalista, en tanto que reivindicación de un estado que de sentido a un territorio (menor o disgregado), pretendidamente más homogéneo que aquél contra el que van a luchar. La misma vernacularización europea que posibilitó, en un primer momento, la imaginación de una comunidad nacional que rompiese con las viejas ataduras del sagrado latín, ve cómo ahora el revival de las 'lenguas menores' (gaélico, catalán, vasco…) pone en entredicho esas primeras formaciones que, amparados en la misma naturalización de su existencia comunal, se resisten a ceder terreno. Sin embargo, y a pesar del origen común, es de esta 'segunda oleada' nacionalizante (Anderson 1991) de la que hablamos cuando hagamos referencia al nacionalismo.
 

Nacionalismo y diferencia

Siguiendo con la cuestión del estilo de la que hablábamos más arriba, podemos continuar diciendo que el nacionalismo es un movimiento esteticista (3), en su sentido de exclusivo predicamento por las formas, dejando un lugar muy secundario para los contenidos. Desprendidos de esa distancia y/o diferencia humana -entre lo natural y lo cultural-, tenemos que también desaparecen toda suerte de diferenciaciones o distinciones como la doble acepción etimológica que nos encontramos en el término griego kosmeo, que da lugar tanto a un orden (ética) como a una forma (estética). Ahora, todo en uno, el orden es la forma -o 'el medio es el mensaje', que decía McLuhan-, con su ejemplo paradigmático en la democracia formal. No es en vano, y ya hemos hecho antes referencia a Hegel, que la modernidad se caracteriza, entre otras cosas, por la síntesis de los opuestos.

Fruto de esta transgresión que supone la eliminación de las diferencias, nos encontramos con el vacío, o tal vez la nada sartriana, como elemento característico de nuestra occidentalidad. Sin espacio que de lugar a un adentro y un afuera, todo deviene monolítico, unidimensional (Marcuse 1994). Una unidimensionalidad que encuentra en el gueto (ghetto) su principal imagen social, tal y como lo describía el rabino berlinés Joachim Prinz, en el año 1935:

El ghetto es el 'mundo'. Fuera también es el ghetto. En el mercado, en la calle, en la taberna, todo es ghetto. Y tiene una señal. Esa señal es la falta de vecinos. Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar; la vida sin vecinos… (Bauman 1998: 16).
Desaparición de la alteridad, esos 'otros' que ahora, convertidos en fantasmas, devienen amenaza omnipresente: la paranoia social. Es la sociedad del riesgo, que diría en otro contexto Ulrich Beck (1998), donde la desaparición de la distancia entre interior y exterior implica la desaparición de todo posible refugio, condenándonos a residir en la intemperie, en el inhóspito desierto. Pero un desierto psicológico que en el imaginario nacionalista, heredero del romanticismo decimonónico, se disfraza de bucólicos paisajes -verdes valles, impolutos ríos, mitológicas rocas… (4)- que el insaciable enemigo pretende arrasar. Es decir, tenemos, junto a la paranoia, la proyección como característica añadida, donde la transposición de escenarios cumple la vez de compensar la falta (5) propia.

En este contexto de faltas, de indiferenciación, de unidimensionalidad, surge un debate central en torno al nacionalismo: la cuestión de los derechos como condición individual o colectiva (Ignatieff, 2001). No me interesa aquí, sin embargo, debatir esta cuestión que, por otro lado, puede resultar capciosa. Es el mero planteamiento lo que me parece sintomático de una situación más general, donde la imposibilidad de una síntesis (dialéctica) hegeliana es fuente de una colisión entre dos objetividades -que es una y la misma- erigiéndose como dos monolitos que apuntan paralelamente hacia un cielo que no posibilita el encuentro. De alguna manera, y como planteaba Bauman, la única salida que quedaba a los habitantes de los guetos de la Alemania nazi era, precisamente, "hacia arriba, en forma de humo" (Bauman 1998: 137). Y es que una de las características de nuestra modernidad es la pérdida de dimensión: desaparecida la distancia entre interior y exterior (Beck 1998), entre público y privado (Arendt 1998: 49), ya todo es lo mismo, esto es, nada: el gobierno de todos, es decir, la democracia, se ha convertido en el gobierno de nadie (Arendt 1998: 51). Como vemos en Las uvas de la ira, de John Steinbeck (1997):

Pero, ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre.
No sé. Quizá no hay nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata en absoluto de hombres. Como usted ha dicho, puede que la propiedad tenga la culpa. Sea como sea, yo le he explicado cuáles son mis órdenes.
Y aquí volvemos a encontrar una ausencia que emula la del gueto, esto es, la ausencia de hombres, de vecinos, de personas… la pérdida de la alteridad que permita una verdadera humanidad, esa pérdida de la que nos habla Jon Juaristi en El Bucle Melancólico (1998). Un bucle que se repite mecánicamente en ausencia de esa dimensión perdida que es el otro. Así, anclado en su melancolía, no queda sino invocar a los fantasmas, esas voces ancestrales (Cruise O'Brien 1994) que despierten del ensordecedor silencio a un personaje nacionalista que, desaparecido el vecino, no se tiene sino a sí mismo para la conversación. De esta manera, son los fantasmas los que justifican una acción, la nacional, que siempre impele a la muerte purificadora:
En el nombre de Dios y de las generaciones de muertos de donde ella recibe su vieja tradición de nacionalidad [nationhood, el carácter de lo nacional], Irlanda, a través nuestro, convoca a sus hijos/as a su bandera y rompe una lanza por su libertad (McLoughlin 1996: 41-2).
Una invocación que, en este caso, hace referencia a la Rebelión de Pascua de 1916, en la colonizada Irlanda que luchaba para desprenderse del yugo británico. Un baño de sangre que, de manera simbólica, daba nacimiento a la nación irlandesa - en tanto que acontecimiento fundamental para la construcción de una conciencia nacional diferenciada- y anticipaba la formación del Estado Libre de Irlanda: "Ha nacido una terrible belleza", escribió W. B. Yeats en un célebre poema (Cruise O'Brien 1994: 117). Aunque no menos claro lo dijo Patrick Pearse, uno de los líderes del levantamiento: "No hemos venido aquí para vencer, sino para morir". Algo que, junto a Manuel Vicent, nos hace plantearnos: "¿Cualquier estado se funda en un asesinato?" (2001: 72).

Probablemente, el psicoanálisis respondería afirmativamente, por referencia al mito de Edipo: sólo mediante el asesinato del padre (Rey déspota) es posible que los hermanos (ciudadanos) lleguen a un pacto (ley/tótem), cuya transgresión acarrearía penas incomparablemente peores que los beneficios inmediatos (orden). Y es que, grosso modo, esta es la historia que la modernidad occidental se ha contado para la creación y pervivencia de un sistema dado: el cálculo racional de costes/beneficios (6), donde la inevitabilidad de un mal menor -asesinato del padre- acarrearía grandes beneficios para todos -ideal de estado-. Esta misma lógica que, llevada a su máxima expresión, según nos dice Bauman, posibilitó que el régimen nacional-socialista de Adolf Hitler creara esa 'industria de la muerte' que fue el Holocausto, siempre 'por el bien de la humanidad', esto es, la idea de la Gran Alemania. Todo un ideal estético, el de la pureza, que imagina necesario la eliminación de todos aquellos seres que pudieran mancillarlo. Un ideal que invoca directamente a la naturaleza como auténtica madre generadora de una 'terrible belleza' - compacta, sin mezcla, aislada. Historias que pretenden dar sentido a su ser-en-el-mundo y que pretenden responder a esa pregunta existencial de 'cómo vamos a vivir en el mundo'.
 

Lengua y paternidad

En la confusión que vive lo nacional, producto de la indiferenciación, tenemos que lo fundamental aparece en lo objetivo, lo mensurable, lo cierto y lo inmediato. Así, no son importantes las historias que se cuentan, sino en qué lengua se cuentan; el idioma como ideal de la nación, auténtico representante de aquello que se perdió -la lengua paterna (Poliquin 2001)- y que en la posesión de la lengua se alberga la ilusión de su recuperación. La lengua como representación de la patria -tierra del padre- perdida y que en su mantenimiento resta la esperanza de su restitución. 'Tiochfaid ar lá' [pronúnciese choki ar-lá], dice el eslogan republicano; 'nuestro día llegará' (7) que, sólo por decirlo en la lengua gaélica, casi inexistente, es por lo que adquiere sentido su enunciación. 'Cúpla focal' (dos palabras), nos recuerda O'Brien, ese fenómeno de quien no habla la lengua que debiera -el gaélico, por ejemplo- pero que, mediante la introducción de breves elementos, apacigua los fantasmas de su desaparición: "Las cúpla focal son introducidas cada cierto tiempo de cara a sanear el uso habitual del lenguaje que el hablante está supuestamente determinado a reemplazar" (Cruise O'Brien 1994: 88).

Según Juaristi, la melancolía -imperial y nacionalista- viene derivada por la pérdida de la patria. En el caso de la melancolía imperial, hace referencia a una pérdida real, histórica, de la patria que es el imperio. A diferencia de la melancolía nacionalista, donde la pérdida es a todas luces imaginaria, pues "la nación no preexiste al nacionalismo" (Juaristi 1998: 31). Mas mi idea es que el objeto perdido al que se aferra el nacionalista, sin ser la patria, es tan real como la referente al imperialista, aunque su naturaleza pueda no ser manifiesta, apareciendo la patria como metáfora o síntoma de tal pérdida. Una ausencia, la idea de algo o alguien que, resultando vital, no estuvo ahí. Es la ausencia de aquel elemento mediador, necesario para adquirir la concepción del otro, aquél que inicia al orden social, el otro orden, garantizando la separación con el orden maternal. El puente entre el sustento biológico de la madre y el orden social del padre. Es entonces cuando se produce el vacío. En referencia a la figura de Unamuno, nos dice Juaristi: "Lo que le faltó fue la presencia paterna, el orden del padre, la ley de la que es prolongación la patria histórica" (Juaristi 1998: 100). Por eso que Unamuno se buscó un padre sustitutivo en Vicente de Arana quien, casualidades de la vida, también murió joven, dejando nuevamente huérfano a Don Miguel:

¿Pudo, con la muerte de Arana, aflorar en Unamuno el recuerdo de la ya lejana muerte de un padre contra el que no había tenido ocasión de ir definiendo su propia individualidad durante la adolescencia? (Juaristi 1998: 85)
De ahí, probablemente, ese sentimiento ambiguo de amor y odio hacia su padre simbólico, probablemente la cólera que sentía contra su propio padre (biológico) y proyectada en la figura de Vicente de Arana. Una cólera que, según la medicina antigua, es la melancolía (gr. Melagkholia), es decir, la bilis negra, el humor negro: la tristeza, el tedium vitae. "Hoy os apasionáis por lo que nace y mañana por lo que muere; pero más inclinados sois a enamoraros de todo lo ruinoso por melancólico", escribía Jacinto Benavente en Los intereses creados.

Así entendido, la patria creada por el nacionalismo no es sino una búsqueda, un intento fallido de creación de una figura paterna, el modelo del 'otro' que siempre ha estado ausente. In the name of the father [En el nombre del padre] titula Daniel Poliquin su ensayo sobre el nacionalismo québecois, al igual que Jim Sheridan su película sobre Irlanda del Norte. El mismo padre ausente al que canta una canción muy popular en Irlanda, aunque de autor extranjero, probablemente emigrado:

Han pasado muchos años; Sonny está viejo y solitario. Su padre, el marinero, nunca volvió a casa. A veces se plantea lo que su vida habría podido ser. Pero desde la tumba, mamá todavía hechiza sus sueños (Sonny's Dream, Ron Hynes).
La nación no es más que la metáfora sustitutiva, creada a imagen y semejanza de ese modelo idolatrado que existe en el imaginario del nacionalista: la proyección (narcisista) de uno mismo, por la carencia de un modelo externo. Una construcción hecha desde sí y para sí, es decir, un bucle irreflexivo: un relato con principio y fin en uno mismo pero que no alterna con el 'otro', por inexistente. La vida en el mundo de lo ideal y no de lo real, de ahí que no se produzca el duelo con el objeto perdido, puesto que la inexistencia del mismo lo imposibilita (Freud 1987: 214 y ss) . Por eso el 'sacrificio' -en realidad suicidio, auto-inmolación- que lleva a la muerte por el ideal, por la imagen construida en el imaginario. A ese sacrificio al que constantemente impele el padre del joven Frank McCourt: Morir por Irlanda. También la iglesia: Morir por la fe (McCourt, 1996). Y el joven Frank ya no entiende nada:
Quiero preguntar por qué hay tanta gente mayor que no ha muerto por Irlanda o por la fe, pero sé que si pregunto una cuestión como esta, te llevas un coscorrón en la cabeza o te mandan fuera a jugar. (McCourt 1996: 124).
Y la cuestión que tal vez el joven McCourt no veía es que el nacionalismo siempre viene impulsado por el exterior, una fuerza ajena a la voluntad propia que se sitúa en la utopía (en su sentido etimológico de 'no lugar'). Desaparecida la distancia entre interior y exterior, decíamos más atrás, ahora todo es uno y lo mismo, y así el nacionalismo deviene una idea ubicua que nos viene dada por revelación cuasi-espontánea y semi-divina. Pero siempre ajena a nosotros; es la idea de Anderson (1998) sobre el origen de todo nacionalismo en el exilio, en el exterior. Pues sólo perdiendo la patria es posible idealizarla, producto de una desconexión; igual que el niño huérfano fantaseará sobre sus padres, los ideales, no los que le abandonaron. Y así el protagonista podía ver vacas en los verdes y tranquilos prados ingleses… ¡en Massachusetts! (Anderson 1998).

Y es que el relato nacionalista está construido sobre la imagen fragmentada del narcisismo, que piensa que el trozo del espejo roto nos da el reflejo de la totalidad (Rushdie 1982). Incapaz de concebir una pluralidad de miradas, permanece anclado en la plena identificación del que mira con lo que es mirado, en una suerte de confusión y prolongación umbilical. Es la identificación perfecta con la madre, el orden de lo natural, como lo auténticamente generador de 'terribles bellezas'. 

En la representación y escritura inglesa e irlandesa, Irlanda es alegorizada frecuentemente como una mujer, y las alegorías son unas en donde las relaciones de familia o género son metáforas de las relaciones políticas y económicas con una Inglaterra masculina (C. L. Innes, en Smyth 1997: 55).
De donde podemos comprender la tendencia a la naturalización por parte del nacionalismo: la construcción de paisajes bucólicos, femeninos, de verdes valles y ríos con aguas puras. Paisajes siempre atacados por toscos enemigos extranjeros que vienen a violentar la auténtica naturaleza de lo puro. Vikingos, normandos o británicos, muy masculinos ellos, todo brusquedad en la apacible Irlanda. Una Madre Irlanda que tiene que enviar a sus hijos en sacrificio, a pesar del dolor que eso le provoca. La Madre Irlanda, como la Virgen María (como muchas veces se representa a la primera), o la 'vieja (de Beare) que pasó llorando', que escribiera WB Yeats, son todas ellas mujeres que se ven obligadas a entregar a sus hijos en sacrificio, hijos llamados a cumplir grandes gestas. Cuchulain, auténtico paradigma mítico de la lucha irlandesa, lo ejemplifica claramente:
Todos sabían que este niño [Cuchulain], el hijo de Lugh, estaba destinado a ser un gran héroe, por lo que se prestaron consejo entre todos para ver cómo sería criado (…) Este niño está destinado para la grandeza (…) Será un héroe para muchos. Será el campeón del Ulster y vengará sus errores. ¡Defenderá sus ríos y remansos, luchará sus batallas! (Heaney 1994: 71-2).


La manía nacional

El gran tema de la modernidad nacionalista viene constituido por la idea de la identidad, aquello por lo que supuestamente uno llega a saber quién (y de quién) es, de donde viene y a dónde se encamina. Gracias a la identidad, creemos poder reducir la incertidumbre que provoca la idea de estar solos en el universo -el nacionalismo se convierte en el paradigma moderno de negación de la incertidumbre inherente a la condición humana-. Pues gracias a ella nos reconocemos como idénticos a nuestros ancestros, a nuestros congéneres, a nuestros correligionarios, a nuestros compatriotas -siempre en función de la dirección hacia la que orientemos nuestra imaginación comunitaria-. Pero más importante, y esto es lo novedoso y característico de la orfandad moderna (gobierno de nadie, paternidad ausente…), nos imaginamos idénticos a nosotros mismos: «Idéntico a lo mismo, idéntico a lo autóctono» canta Javier Krahe. Una identificación que muestra el carácter narcisista de lo nacional, lo moderno (Sennett, 1977), donde uno se convierte en su propia comunidad, de referencia y destino, -'yo' como medida de todas las cosas-, además de la dimensión proyectiva de la que es portador: lo autóctono, o la comunidad, configurándose como prolongación del 'yo':

Las utopías modernas (…) coincidían en que el «mundo perfecto» sería uno que se mantendría siempre idéntico a sí mismo, un mundo en el que la sabiduría adquirida hoy continuaría siendo sabia mañana y pasado mañana y en el que el savoir-faire cotidiano alcanzado conservaría por siempre su valor (Bauman 2001: 21).
Un monotonía vital que parece reflejar el carácter mortecino y melancólico de la modernidad nacional, en su desprecio hacia todo lo que se sale de los límites de lo propio (impurezas, radicales libres…). Antes hablábamos del acto patriótico por excelencia, esto es, el soldado o revolucionario que se auto-inmola en aras de un bien supremo -la nación-. Gesto que coincide con la propia consideración que atribuye Walter Benjamin a la modernidad, afirmando que ésta había nacido bajo el signo del suicidio; o el caso de Freud, quien la concibe impulsada por Thanatos (Bauman 2001: 21). Su mejor representación colectiva la podemos encontrar en cualquier monumento al Soldado Desconocido, alumbrando el carácter anónimo de la aportación particular al vivir en común, además de la vertiente racional-economicista, con su ahorrativa condensación de todos aquellos que dieron la vida por la patria en uno solo: Sociedad Anónima.

El citado carácter narcisista, fundado sobre la fragmentación (no confundir con pluralidad y/o intersubjetividad), fantasea (8), a modo de compensación psicológica, una construcción rígida, hermética, sin fisuras, esto es, sin posibilidad de mezcla. De donde se desprende el interés del nacionalismo por la pureza -convertida ésta en monomanía-, pues sólo es legítimo convivir entre idénticos.

La monomanía, nos recuerda Castilla del Pino (1998: 127) es como en el siglo XIX se conocía al delirio, la locura por excelencia: manía, del griego, significando 'locura'.

"El delirio constituye el fenómeno fundamental que caracteriza la locura (psicosis)" (Castilla del Pino 1998: 18). Un término -la manía- que, en otras acepciones, se relaciona con la obsesión, la pasión o gusto excesivo por algo, el hábito ridículo. Como lo es la patria para el nacionalista: "Lo de esos [Batasuna] es una auténtica manía", me decía un camarero murciano. Por seguir en el ámbito de la hostelería, Sánchez Ferlosio nos dice que el patriotismo supone un "delirium tremens, una borrachera de conciencia histórica" (2002: 134), añadiendo que la memoria histórica no es sino un "delirio" (2002: 157). Fijación obsesiva por una sola cosa, ciertamente la única -monomanía-, sobre la que su vida se construye y adquiere un atisbo de sentido. En realidad, la historia que se cuenta -historia monotemática- es una que sólo tiene sentido para él mismo, sin generar audiencias; no permite sino adeptos condescendientes que participan de la grandeza del delirio: "Toda fantasía es fantasía de grandeza, al hacer posible en ella la máxima satisfacción del deseo" (Castilla del Pino 1998: 46). Pues en realidad, el delirante, como el nacionalista, no cuenta con el otro, no existe en su mundo. Como lo expresara en cierta ocasión el antropólogo Mikel Iriondo, el nacionalista es un 'nacionanista'.

Su construcción narrativa es sólida, más bien rígida o compacta, sin fisuras. Como la naturaleza de Lavoissier, la historia nacional no permite vacíos. Su fe es la del converso, un verdadero creyente con una sola misión en la vida, esto es, la preservación de la nación: 

En verdad, el señor Lessieur es un creyente. Sólo eso, pero eso por encima de todo. Suya es la fe serena y sencilla que no conoce dudas. Lo que es perfecto, pues el nacionalismo es una religión, con sus dogmas, sus cruzados, sus curas y sus herejes (Poliquin 2000: 17).
Pero fuera de esta historia, confrontado con el principio de realidad, el nacionalista se convierte en "un niño a la deriva" (Azurmendi 1998: 147). Como lo expresara un mural republicano de Belfast: "Para aquellos que comprenden no hace falta una explicación; para aquellos que no comprenden, no hay explicación posible" (Alonso 2000: 17). Es decir, hablamos de un mundo donde la palabra no es necesaria o resulta inexistente, más allá del cliché o palabra combativa, no dialogante (Arendt 1995: 30); un mundo infantil (del latín in fans, sin voz), el niño nacional que sólo avanza si va hacia atrás, como decía un poema norirlandés: "Al infierno con el futuro y vivamos en el pasado: que Dios en su misericordia se apiade de Belfast" (Maurice James Craig). Una característica, la de identificación con el objeto perdido, propia del narcisismo y la melancolía tan característicamente nacionalistas, como ya nos recordara Jon Juaristi (1998), y que Freud nos puntualiza: "La peculiaridad más singular de la melancolía es su tendencia a transformarse en manía" (1987: 225). En este caso hablaríamos de la manía nacional, de "la insania y delirio congénitos de todo patriotismo" (Sánchez Ferlosio 2002: 183).



Notas

1. Por referencia a Ernest Gellner (1997) Naciones y nacionalismos. Madrid, Alianza, cuando habla de la nación como un 'invento' del nacionalismo, en contra de la idea de la nación como preexistente al nacionalismo. 

2. Y puesto que hemos mencionado la desaparición de esa distancia diferenciadora, ahora Estado y Nación deben ir unidos por un guión a modo de cordón umbilical. 

3. Aquí definiremos "esteticismo" como una apariencia de orden vaciada de contenido. 

4. Como reza una popular canción irlandesa, "sólo nuestros ríos corren libres". 

5. "Falta" digamos que en su doble sentido de carencia o ausencia, y error o defecto. 

6. El propio ideal kantiano, expresado en La paz perpetua, va orientado en esta dirección mercantil(-ista). 

7. Como para las demás ideologías -incluyendo religiones- escatológicas, el verdadero disfrute sólo es posible en un momento final verdadero: la muerte (Sánchez Ferlosio 2002: 157). 

8. La fantasía, a diferencia de la imaginación, implica un repliegue sobre sí mismo; la fantasía la construye el sujeto para verse in mente como protagonista de ella; toda fantasía es una fantasía de grandeza. La imaginación, por su parte, es un proyecto orientado hacia la realidad (Castilla del Pino 1998: 46-7).



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