Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2002, 18, artículo M10 · http://hdl.handle.net/10481/7413
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Publicado: 2002-11
La historia de Miguel y las marginalidades sociales
Miguel's history and the life on the margins of society

José Luis Anta Félez
Profesor titular de Antropología Social. Área de Antropología Social. Universidad de Jaén.

jlanta@ujaen.es


RESUMEN
Este trabajo se mueve bajo la doble perspectiva de mostrar, primero, una historia de vida de un joven transeúnte y, luego, el análisis de la marginalidad urbana. Si bien la primera parte no trata nada más que de mostrar las vivencias, recorridos y situaciones de un hipotético movimiento al margen, la segunda se enfrenta con la idea de lo urbano como ejercicio total y en constante movimiento: en una suerte epistemológica de insistente marginalidad. De la síntesis de ambos recorridos se concluye en la idea de movimiento como elemento definitorio de ciertas situaciones reales, interesantes y ejemplificadoras.

ABSTRACT
This work has the double perspective of showing, first, a life history of a young man who is a temporary resident and, then, the analysis of the life on the margins of urban society. The first part tries to show only the experiences, journeys, and circumstances of a hypothetical social movement on the margins, while the second part confronts the idea of the urban sphere as a total exercise, something in a constant movement: also on the margins of epistemology. A synthesis of both journeys leads to the idea of movement like the determining factor of certain real, interesting, and illustrative situations.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
historia de vida | marginación social | antropología urbana | life history | social marginalization | urban anthropology


Introducción

Hay un cuento breve de Samuel Beckett (1987: 9-26), El expulsado, en que su protagonista se ve en la constante tesitura de vagar, una especie de pulsión movilista que le lleva de un lugar a otro, siguiendo de una manera un tanto extraña el curso del sol, cuando amenace va hacía él, en el atardecer lo sigue; quizás este efecto haga que se encuentre siempre en el mismo punto, pero en constate movimiento. Este relato es prácticamente lo que aquí presento como hilo de mi trabajo: la historia de Miguel, un joven transeúnte, definido por los parámetros de la marginación, aunque su constante movimiento tienda a resistirse a una simplificación a este respecto. De hecho, el propio Beckett nos avisa en la última frase que la historia del expulsado es la historia de muchos y que, por lo tanto, es tan válida como cualquier otra historia, o cualquier otra vida. Podemos estar de acuerdo, en lo aquí nos toca, en que el movimiento en los márgenes no es ni una novedad, ni algo que nos sea desconocido: nada es tan marginal, tan innombrable, como para que no forme parte de algún tipo de centralidad. En este sentido hay dos tipos de marginalidades que mantienen una centralidad vinculativa, aquellas que viven de la recreación en el espectro de los objetos de las ciencias sociales y la de los malditos. De estos últimos no quedan, o tenemos que esperar cien años para saberlo. De los primeros se puede afirmar que son legión, pues en última instancia son el leiv motiv de la antropología, la sociología y los trabajadores sociales, entre otros. En este sentido, la historia de Miguel responde a esos cánones: es marginal, aprehensible, ejemplar, educativa y, sobre todo, reconstituible. Es la historia que sirve de objeto de manera singular al estudio de la marginalidad. En este trabajo, como quizás no podía ser de otra manera, se presenta, primero, la historia de Miguel, y, segundo, un comentario crítico al hilo de la historia de vida (1). Esta última parte no es tanto una contextualización, cuanto más otro trabajo que trata de resituar qué es la marginación en función del movimiento en el marco de la ciudad.

Para legitimar el objeto de estudio que supone La historia de Miguel diré que fue grabada en la ciudad de Jaén, por María de Mar Aguilar Rojas, durante los últimos meses de 1994 y primeros de 1995. Ella -y, por empatía y amistad, yo mismo- llegó a tener un conocimiento muy íntimo de Miguel, que murió a mediados de ese mismo año en el Hospital de Jaén, en la única compañía de María de Mar (en ese momento, aunque estuve presente, actúe más como un observador que como cualquier otra cosa). Su historia, por consiguiente, no debería ser ejemplo -más allá de lo puramente formal- de la propia marginalidad que aparenta. Esta historia, con su retórica y forma de presentarse, fundamenta ciertas explicaciones con las que, casi seguro, el propio Miguel no estaría de acuerdo, pues no habría accedido a que la vida -y la muerte- de nadie, incluída la suya, fuera un mero ejemplo (o un ejercicio de investigación en el mejor de los casos). De cualquier otra manera no tener esto presente significaría que habríamos traicionado su confianza, su vida y, por extensión, estaríamos rompiendo con la realidad ética que siempre nos ha de preceder.
 

La historia de Miguel

Siempre digo que soy uno de esos tipos que tienen como techo el cielo. Tengo veintiséis años y desde los dieciséis me encuentro tirao en la calle, buscándome la vida como puedo. Por las mañanas me levanto, me busco la vida, consigo el calimocho y me voy donde paro. Cuando se me acaba el tema me vuelvo a buscar la vida, me compro el calimocho y vuelvo de nuevo donde paro. Aparte de esto, de vez en cuando leo alguna que otra novela del Oeste. Es un género que, la verdad, me gusta mucho. Como verás tengo una vida supervariadísima. A veces la gente te ve y piensa: «¡Fíjate, ese tío ahí borracho!», y es que no saben na. Es así como está ahora mismo la sociedad, que ven a un tipo tirao en la calle, borracho, y te miran por encima del hombro, procuran mantenerse al margen y ni siquiera te conocen, simplemente porque te ven con la botella de vino en la mano, y si la tienes es porque tienes que soportar el frío, porque cuando vives en la calle lo único que te importa es no pasar frío. Eso es lo que más me molesta, que una persona sin conocerte te mire con mala cara, que te consideren mala gente porque llevas malas pintas, sin pensar que eso puede ser por algo.

Soy una persona que procuro ser lo más sociable posible, y a pesar de que vivo en la calle, y a pesar de mis malas pintas (sucio, melenas, barbas y siempre con la botella de vino en la mano), creo que atraigo a la gente, y no lo digo por vanidad, porque siempre y donde quiera que vaya me encuentro rodeao de gente, y es que soy el pañuelo de lágrimas de muchas personas que se acercan a mí y me cuentan sus penas, y lo mejor es que se lo cuentan a una persona que vive en la calle ¿no? Y es que no todos los que vivimos en la calle somos mala gente. Yo no puedo calificarme a mí mismo, pero creo que soy una persona con buen corazón, aunque, eso sí, he cometido mis errores delictivos. He conocido ya tres cárceles y una de ellas quizás vaya a conocerla por segunda vez, pero nunca he hecho daño a nadie.

Creo que mi principal defecto, el mayor, es que soy un vago de aúpa. Creo que ese es el que más destaca, y es que soy más vago que la chaqueta de un guardia. Aparte de esto creo que soy una persona cobarde ante la vida. No me gusta vivir porque no le encuentro sentido, porque sólo vivo para el tema. No me importaría acostarme un noche y ya no amanecer. ¿Qué más da si vives en la calle? Y es que hay muy pocas cosas ya que me importen, por no decir ninguna. Soy un cobarde ante la vida, porque no me atrevo a..., pero bueno, es igual. Hay mucha gente que viene y me pregunta: «Oye, Miguel, y tú ¿por qué vives en la calle?, ¿por qué llevas este tipo de vida?». Está claro que yo tengo culpa, pero sólo en parte, porque creo que casi toda la culpa la tiene mi madre, el tipo de educación que me ha dado no ha sido la adecuada. También a lo largo de mi vida me he encontrao con una serie de problemas, problemas con la justicia..., que hacen que me haya visto y me vea así, tirao en la calle.

Soy el pequeño de tres hermanos, dos hermanas y yo el único varón. Mis padres son los dos andaluces: mi padre, de un pueblo de Jaén y mi madre de Cádiz. Los dos se fueron a Madrid con sus familias, en busca de trabajo. Tanto mis hermanos como yo hemos nacido en Madrid y nos hemos criao en el pueblo de Vallecas. El caso es que empecé a darme cuenta de la vida a partir de los cuatro años, entre tres y cuatro que estaba viviendo yo con mi abuela Rafaela. Yo vivía con mi abuela, la madre de mi madre, porque mi vieja [madre] se fue a Alemania a trabajar, ella dice que a un restaurante, pero no sé, yo creo que trabajaba en otra parte..., en un antro. Estuvo tres años en Alemania y con el dinero que ganó compró la casa en el pueblo de Vallecas. Mi viejo [padre] no se fue con ella, porque era algo vago, por eso tengo yo a quien parecerme, y porque ¡hombre!, ¡joder!, alguien se tendría que quedar para asistirnos, ¿no? Él entonces estaba en casa de su madre, con mi otra abuela, y cuando podía nos asistía, o sea, nos venía a ver y nos traía algo de comida o a mí a casa de mi abuela o a mis hermanas que estaban las dos en un colegio interno, en la Sagrada Familia. Ellas estaban en la Sagrada Familia porque mi abuela no nos podía tener a los tres en su casa. El viejo tampoco podía hacerse cargo, alcohólico, y la vieja, pues ya ves, en Alemania, por supuesto poniéndole los cuernos al viejo, me apuesto la vida, porque en tres años que estuvo allí no va a estar sin..., sin una..., en una palabra, sin un buen pene que se tenga que meter ¿no? Yo sé que mi viejo tiene más cuernos..., que si ahora mismo estuviera aquí mi padre y pasara un ciervo, el ciervo le envidiaría en ese aspecto. La vieja le ha tenío que poner los cuernos al viejo un puñao, pero el viejo a la vieja también. Estoy seguro que él no perdió el tiempo.

Cuando vino mi madre de Alemania compramos la casa en el pueblo de Vallecas, bueno, compramos... compró, que la casa era suya, que le había costao mucho trabajito ganarla en Alemania y allí no quería borrachos. Yo tendría por aquel entonces cinco años, mi hermana la mayor, catorce y la mediana, seis. Ya por aquellos días la situación en casa era difícil. Se liaban unas tremendas cada vez que el viejo llegaba borracho a casa, y es que la vieja no lo aguantaba, lo que yo no sé es el por qué, porque él bebía y ya está. Tenía una borrachera que no se metía con nadie. A lo mejor llegaba y le daba por barrer la casa, porque siempre ha estao obsesionado con la limpieza, o se acostaba y ya está, pero no se metía con nadie. Bueno, pues ella no veas las que montaba. Muchas veces lo dejaba durmiendo en la calle, incluso días fríos de invierno, días en que había caído una helada de aúpa lo dejaba fuera. Mis hermanas empezaron pronto a buscarse la vida fuera de casa, y es que allí no se podía estar. Si nunca ninguno de los tres nos hemos sentío bien en casa ha sido por la vieja. El viejo era un tío auténtico, sólo tenía un fallo y es que le gustaba darle al alpiste [a la bebida], pero ya está. En cambio la vieja es lo peor que te puedas imaginar: mal hablada, mal pensada, criticona..., mala.

Imagínate que tienes una madre que te engancha de los pelos porque se te ha caído la olla de las lentejas e intenta meterte la cabeza en el hornillo del gas pa quemarte toa la cara. Bueno, pues eso se lo hizo a la mayor. Imagínate que tienes una madre que te da un empujón y con el picaporte de la ventana te da en la espalda y te deja la columna vertebral jodía, eso a mi hermana la mediana. Todo esto, más una largo etcétera, etcétera, etcétera. Además no veas si es guarra, tiene una casa que ni los cerdos vivirían en ella, vamos, que si yo llamo ahora mismo a los de Sanidad seguro que la encierran. Recuerdo perfectamente cómo con nosotros convivía una rata muy grande y vieja. De tanto como se paseaba por mi casa un perro que tenía, Charlie, se acostumbró a ella. Al principio sí que salía detrás de ella a morderla, pero después a lo mejor Charlie estaba tumbao en el suelo la rata pasaba al lao de él y él ni se inmutaba. Un día dejé de verla y al tiempo se lió un olor asqueroso. Miré detrás de frigorífico por si Charlie había escondío algún trozo de carne y se había descompuesto, pero qué va, lo que me encontré fue la rata muerta. En una ocasión, con mi hermana la mayor, me escapé de casa, o, mejor dicho, me llevó de casa. Estuvimos por Madrid, rulando [dando vueltas] por ahí y durmiendo en los portales hasta que la Guardia Civil nos localizaron. Los dos éramos menores de edad, yo tenía cinco años y ella catorce, y a mí me llevaron a la Sagrada Familia, igual que como habían estado mis hermanas antes, pero yo en el de chicos. En este colegio estuve solamente un año y de aquí me trasladaron a Tiermes, un pueblo cercano a Madrid. Allí estuve un mes, hasta que una tía mía, hermana de mi padre, me sacó. Con mi tía estuve viviendo hasta los ocho años. Mientras vivía con ella iba al colegio, hice hasta 2º de EGB y ahí lo dejé, porque mi madre me llevó de nuevo a casa y con ella tenía que buscarme la vida limpiando los cristales de las tiendas con la raqueta, el cubo y el jabón, con lo que me pasaba to el rato callejeando por ahí.

Con diez años entré nuevamente en la Sagrada Familia, esta vez porque unas asistentas sociales me metieron. Allí hice 4º de EGB, 3º no lo llegué a hacer, ya que de 2º me pasaron a 4º debido a la edad, y de 4º me pasaron a 6º, también por la edad. 6º lo repetí tres veces, la última lo aprobé todo menos el inglés. Las otras veces que repetí fue porque era un vago de aúpa. Ya con quince años me tiraron y me llevaron a Buytrago de Lozoya, un colegio de FP. Allí hice cocina y cerámica, porque yo tengo hechos varios cursillos: cocina y cerámica, que los hice aquí, y también imprenta, peluquería y mecánica, que los hice en la Sagrada Familia. Con dieciséis años estaba de nuevo en mi casa. Mis hermanas ya se habían ido hace tiempo. La mediana estaba viviendo en Alicante y la mayor estaba ejerciendo de lumiasca [prostituta] aquí en Madrid. Bueno, eso es otra cosa, ¿no?, y es que la vieja se pasaba los días na más que criticando a la mayor, y eso a mí me daba mucha rabia, porque con ella siempre me he llevao muy bien y, además, la criticaba y luego es que pasaba totalmente de ella: «porque la puta de tu hermana..., que es una puta» y pacá y pallá... A mí eso me hacía mucha gracia ¿no? «¿Pero qué puta?, ¿qué estás hablando tú?, cuanto tú te casaste, cuando la mayor tenía cuatro años y embarazá de la mediana...» Y eso la ponía enferma ¿no?, e iba a pegarme y yo le ponía la mano en el pecho y entonces, como tiene los brazos tan cortos, no llegaba, ¿sabes? «¡M'as pegao!, ¡m'as pegao!», me decía, por ponerla la mano en el pecho, ¿sabes? E iba a toas las vecinas y les decía: «M'a pegao el sinvergüenza éste, drogadito...», me llamaba «drogadito», no drogadicto. Bueno, en aquellos tiempos a lo mejor llevaba razón, tuve bastantes problemas con el pegamento. Total, que ya las cosas se pusieron muy mal, ¿no? No podías decirle nada ni criticarla nada porque siempre decía que lo que querías era darle el día. Si se le rompía algo a ella o se le olvidaba algo, yo era el culpable de todo. Y no hicieras algo mal, porque te vendía como el pescao en la plaza, se enteraba to el barrio. ¡Ah!, y, por supuesto, no se te ocurra llegar tarde a casa, porque en una ocasión, por llegar tarde a casa, cogió un hierro cuadrado de esos de las obras, macizo, y empezó a darme con él en la cabeza, sólo porque llegué tarde a casa.

Y bueno, por to esto, un día cogí y me fui de casa. Justo el día que me fui pasó una cosa, ¿no?, y es que yo tenía un gato que se llamaba Yaki, un gato por el que me daban un cuarto de millón de pesetas, porque el animal era, partido por la mitad a lo largo del cuerpo, la mitad blanco y la mitad negro, y esa noche se me escapó y se metió en casa de una vecina. Yo fui detrás de él y creyeron que iba a robar, y yo sólo iba detrás del gato, porque quería a ese gato un puñao. Y na, esa misma noche me fui. Dormí en la calle, me llevé una manta y me llevé a mi perro Charlie. Al día siguiente me presenté en la comisaría de Entrevías y hablé con el inspector de guardia, el señor Buendía, no olvidaré a ese hombre, y le dije: «¡Eh, agente!, que me voy de mi casa. Es que yo tengo problemas con el pegamento, anoche corrí [pasó] esto», le fui sincero, «va a venir la vecina..., mi madre es como es...», y tal.

Y a partir de aquí es cuando ya empezó todo, todo lo que en realidad es la aventura de mi vida, desde los dieciséis a los veintiséis que tengo ahora. El caso es que, bueno, me fui. Cogí al perro, lo monté en un tren de cercanías de Entrevías a Atocha. En Atocha hablé con el Jefe de Estación: «Oiga usted, perdone, mire, me tengo que ir para Alicante y no tengo un céntimo». Yo sabía que mi hermana estaba allí, porque una amiga mía de Vallecas había estao en Alicante. Allí se encontró con mi hermana, que le dio las señas a mi amiga para que ella, si me veía, me las diese y yo me pudiese ir para Alicante con ella si quería. El Jefe de Estación me dijo: «Mira, chaval, yo no puedo hacer nada porque los trenes para Alicante no salen de aquí, salen de Chamartín». Cogí al perro otra vez, cogemos el tren en Atocha, siguiente estación: Recoletos; siguiente estación: Nuevos Ministerios; siguiente estación: Chamartín. Estuve por allí rulando, no salía el tren hasta las tantas, buscándome la vida, comida para mí, comida para el perro, y creo que a las once o así salía el tren para Alicante. Me voy al Jefe de Estación, le cuento to el tema [toda la historia] y me manda al interventor, al que pica el billete. Me voy hacia él, que, por cierto, tenía una cara renegao que ya le vale, y le digo:

- Mire usted, pasa esto, esto y esto. He hablado con esta gente y me han dicho que el único que puede hacer algo es usted.

- ¿Yo?, pero yo ¿qué quieres que haga?, yo no puedo hacer nada ¡hombre!, y menos con un perro. ¿Tú no ves que este es un tren de coches camas?

A mí me dio rabia del tono en que me habló y en un acto de ira le dije:

- Mire, oiga, ¿sabe usted una cosa?, que en este tren me monto.

- ¿Qué te montas tú en este tren? Cuando vaya pidiendo billetes voy a mirar con la linterna por debajo de las camas... y como te pille, te tiro en marcha.

- Pues sabe que le digo, que me tire donde quiera, pero yo me monto, al menos estaré más cerca de Alicante, pero me monto.

Eso se lo dije ya, como he dicho antes, en un acto de ira, yo no tenía ya ilusión de na. Como era un tren muy largo, vi que en los últimos vagones transportaban automóviles, me arriesgué y me monté en el último coche del último vagón, debajo de un Seat 850, tumbao, con el animal a mi lao y con el macuto que llevaba en la cabeza. Vi que a lo lejos había un chaval con una linterna revisando los vagones. Pensé que ya la había cagao, porque según se ponía el tren en marcha él iba alumbrando el primer vagón, el segundo..., pero qué va, al llegar al tercero apagó la linterna, ¿sabes?, ¡deabute! Pero no veas qué rollo, porque el caso es que aunque recuerdo que era verano, el tren iba a alta velocidad y encima las dos o las tres de la noche el aire que te daba era fresquito, ¿no?, y encima la protección que tenían los coches ¡pues ya ves!, unos cuantos barrotes y ya está. Total, que me salgo debajo del coche, miro a los vagones de alante, a ver si había algo para protegerse del frío, y me quedo mirando el coche y veo que es un Seat 850, y ese coche tienes la uña un poquito larga y lo abres ¿no? Encima yo llevaba las llaves de mi casa, pensé: «¡Pero qué gilipollas eres, Miguel!» Metí la puntita de la llave y clac, abierto. Siempre he sido un profesional con las cerraduras. Si no me dedico a ladrón es porque no me da la gana, ¿entiendes?, porque en un momento dao ya verás...

Así que fui tan a gusto. A la mañana siguiente veo que el tren se para en una estación, y un problema que había es que, como era tan largo el tren, cuando se paraba en una estación no podías leer el cartel que te decía en qué estación estabas. Yo que vi que allí se paró un puñao de gente y veía palmeras por toas partes, así que cogí a Charlie y le dije: «¡venga, vamos!, nos bajamos aquí. Total, si no es Alicante nos faltará muy poco». Nos bajamos del coche, me pongo a andar por el andén y veo "Alicante". ¡Qué debute!, ¿no? Ya me disponía a salir de la estación, pero pegué media vuelta y volví otra vez los pasos atrás, hasta los vagones de pasajeros, buscando al pica, ¿sabes?, al interventor. En esto que le veo en un vagón hablando con otro tío y le doy un toque en el cristal. El menda, al verme, se quedó..., y yo a grito limpio empecé a decirle: «¿Ha mirao bien debajo de las camas?, idiota, y en los servicios ¿ha mirao?, porque en los servicios a lo mejor no has mirao. ¿O no ha mirao usted dentro de las camas?, porque a lo mejor podía ser yo uno de los que estaban durmiendo». Fue decir eso y puerta, salir corriendo. Llego a Alicante y me voy a la dirección que le dio mi hermana a esa chica, pero mi hermana se había ido ya de esa pensión. Dejó una dirección por si yo iba, pero el de la pensión la perdió. Estuve tres días durmiendo en la pensión, por supuesto con el perro dentro y sin pagar un duro, por haberme perdido la dirección, si no que no se hubiese hecho responsable de ella.

Me acordé que antes de irme de mi casa, cuando estuve hablando con el señor Buendía, el agente de policía, éste me habló de un cura. Un cura que es famoso ya no solamente en Madrid, sino muy conocido en España, un cura que se mueve mucho y que recoge a delincuentes, a gente marginada joven, gente que tiene problemas con la familia, con las drogas, que está tirá en la calle. Así que me fui de nuevo a hablar con el señor Buendía. Después de contarle toda la historia, desde que yo me fui de mi casa hasta ese momento, me dio la dirección de ese cura, Enrique de Castro, y a partir de aquí estuve viviendo con dos curas: con Ricardo y con Alfonso. Después de hablar con Enrique, de contarle to, de contarle que me encontraba tirao en la calle, éste me mandó a vivir con Ricardo, un cura de las Descalzas. Con Ricardo estuve viviendo desde los dieciséis hasta los diecisiete o dieciocho. Con él podías ponerte a trabajar o a estudiar, pero yo la verdad es que no hice nada. Recuerdo que con Ricardo estábamos viviendo yo, mi colega Rafa, Felipe y Jesús.

Con Ricardo me pasó una cosa, y es que morirse es superdifícil, y es que una vez me inyecté lejía en la vena y no me pasó nada. Sólo sentí un ligero calor desde donde empieza el antebrazo hasta el hombro, pero nada más. El motivo fue porque siempre he tenido curiosidad hacia la muerte. De la muerte me llama la atención el descanso, era curiosidad y, bueno, también estaba un poco harto de vivir. Se convirtió en una obsesión, porque a mí, por ejemplo, me gusta más estar dormido que despierto, sobre todo porque estar sintiendo la vida duele mucho. En cambio si estás muerto, pues estás muerto y ya está, sin problemas. A mí para nada me asusta la muerte, ¡hombre! me asusta la forma de morir, pero la muerte no. La muerte la veo como estar dormido, dormido pero sin soñar, y no me importaría no despertar, porque cuando me acuesto por la noche lo que me fastidia es despertarme. Otra cosa que me pasa es que, a la hora de soñar, prefiero soñar cosas malas antes que soñar cosas buenas, sobre todo porque si sueñas una cosa mala y te despiertas te entra un placer enorme al ver que sólo era un sueño, y te alegras de despertarte, pero, sin embargo, si sueñas una cosa buena y te despiertas te duele mucho despertarte. Duele esto último más que el hecho de estar soñando una cosa mala, porque al fin y al cabo soñando nunca sientes dolor, sientes vértigo, sientes miedo, pero dolor, nunca. Así que, sobre todo, era curiosidad por la muerte, y, además, es que nunca le he encontrao sentido a la vida. He intentando buscárselo, lo que pasa es que a lo mejor soy un payaso que no sabe ni buscarlo. Así que un día me dio el punto y me inyecté, pero no pasó nada. Yo ya sabía inyectarme en la vena. Inyectarse es una cosa que aprendes a la primera, es como montar en bici. Aprendí porque estando con Ricardo él nos daba los fines de semana mil pesetas a los cuatro chavales que estábamos viviendo con él.

Una baza [vez] le dije que no me diese el dinero durante tres fines de semana y que después me diese las tres mil pesetas juntas, porque me apetecía gastarme ese dinero a manos llenas. Era una de esas locuras que le da a uno, ¿no? Bueno, resulta que un colega mío que estaba con mono, con síndrome de abstinencia, al verme el dinero me dijo que le diese mil pelas [pesetas] pa ponerse. Yo le di dos mil pelas y le dije: «Toma, pide dos raciones [dos papelinas], una para ti y otra para mí». Yo entonces no me ponía, esa fue la primera vez que me puse heroína. Nunca me he enganchao, pero la he probao. Y bueno, él fue el que me enseñó a inyectarme. Recuerdo que me dijo, antes de ponerme el pico, algo así como que con ese pico no me iba a enganchar, pero que era posible que a partir de entonces el dinero me hirviese en el bolsillo y que todo el que pillase me lo gastase en eso. Bueno, con palabras no se puede definir el efecto de esa droga. No hay músculo, ni arteria, ni vena, ni tendón, ni nervio ni na que no se te quede relajao. Está muy bien, ¿sabes?, por eso mismo la cogí miedo, por gustarme demasiao, y encima siendo yo como soy una persona tan viciosa, chungo, ¿sabes? Durante las siguientes semanas cada vez que pillaba un duro salía corriendo pa gastármelo rápidamente, pero no en drogas, sino en tonterías, porque lo primero que me venía a la cabeza era la heroína y pasaba de estar siempre igual con la mierda de droga esa. Y así es como he estado hasta ahora, a veces cuanto tengo algo de pasta digo: «¡Bueno!, hoy me voy a poner un picotazo», pero hoy, y a lo mejor hasta dentro de cinco o seis meses no me pongo otro. Yo soy una de esas personas que la droga no se ha aprovechado de mí, me he aprovechado yo de ella, aunque, eso sí, tuve una temporada muy baja con las pastillas: reynold, tranxilium, valium, y por eso tengo problemas con la justicia, porque cuando me las tomo me da por robar, sobre todo con el reynold.

Con Ricardo estuve poco tiempo, porque es un tío muy desmadrado, hacía las cosas a lo loco, como cuando nos fuimos a vivir a Pamplona. Si uno es un tipo que está acostumbrado a Madrid, a la capital, y de pronto te llevan a Villafranca, encima un pueblecito de Pamplona, pues ya ves tú qué chungo. ¿Tú sabes lo que es pasarte así de golpe de una gran ciudad a un pueblecito? Sí, los primeros días dabute, me tiré a medio pueblo, no es por vanidad, y pillaba borracheras casi tos los días, pero en seguida me harté. Además, fue en un tiempo en que no sé por qué motivo, pero no podía estar sin Madrid, me atraía mucho. Así que me fui de Pamplona rápidamente para Madrid. Una vez de nuevo en Madrid fui a hablar otra vez con Enrique Castro y éste me mandó a vivir con el otro cura, con Alfonso, que era misionero del Verbo Divino, así que me puse a vivir con él. Con Alfonso estábamos viviendo yo, Paco, Ángel, el Ignacio y ya está. Con Alfonso estuve viviendo un par de años: desde los dieciocho, más o menos, hasta los veinte, más o menos. Mi vida era la misma que con Ricardo, solo que Alfonso nos controlaba un poquitín más. Además, con Alfonso fue más guay porque por él conozco un puñao de laos: Vigo, Palma de Mallorca, Málaga, Sevilla, y países de Centroamérica como Guatemala, Panamá, El Salvador y Santo Domingo. Cuando vine de este viaje por Centroamérica, mi padre estaba ya en la agonía, en el hospital, a punto de pasar a mejor vida, y, efectivamente, a los pocos días murió de un cáncer. Eso sí, al menos ya está descansando. Mi padre yo no sé cómo no se ha muerto antes. Yo creo que ha durao demasiao porque empeño a mi madre no le ha faltao. Y es que, te digo una cosa, lo mejor que le puede pasar al diablo es que mi madre no se muera, porque como se muera le quita el puesto. Mi madre es que se muere ahora mismo y ya está subiendo rápidamente el diablo para el cielo diciéndole a Dios: «¡Oye!, ésta o te la quedas tú o la devuelves a la vida, pero yo allí abajo no la quiero, porque me va a quitar a mí el puesto, y que no, no quiero yo a esa tía allí abajo».

Bueno, el caso es que con Alfonso tampoco duré mucho. A los veinte años le dejé por un mosqueo, no recuerdo por qué, pero sí sé que la culpa tuvo que ser mía, seguro. Él, después, se marchó de misionero a Guinea Ecuatorial y después a Brasil y ya le he perdío el rastro. A partir de dejar a Alfonso es cuando ya me he visto, cuando realmente me he encontrao en plena calle. Llevo seis años ya desparramao. Con veintiún años empecé a parar en el barrio de Salamanca, en Madrid, durmiendo debajo de la Torre de Valencia, en un subterráneo. Allí nos juntábamos unos cuantos carrilanos [transeúntes] y dormíamos allí, ¿no? Luego ya la vieja me localizó. Se enteró que estaba allí y un día se presentó con mi hermana la mayor a buscarme. Yo, en el momento en que fueron, no estaba, y al otro día apareció mi hermana sola. Se quería quedar conmigo, pero yo le dije que no, que se fuese.

- Pero, tía, ¿cómo te vas a quedar tú aquí?, una tía sola con un puñao de tíos, y encima tíos que llevan siglos sin estar con un mujer..., que te vayas

- Que no, que me quedo aquí.

Como ella es tan cabezona... ¡a ver qué hago! Pues tuve que cogerla y nos fuimos a otro subterráneo. En aquél subterráneo, a los ocho días de estar allí, me enrollé por primera vez con la que hoy es mi mujer. Bueno, no estamos casados, pero para mí es mi mujer, yo la considero así. A los ocho días nos dimos un simple morreo, pero al noveno ella estaba acostada, yo, que estaba observándola, note cómo por debajo de la manta se estaba acariciando. Ella me miró y me dijo: «Ven». Me provocó. Pero hay algo que quiero decir y que quede muy claro, algo que le quede muy claro a todo el mundo: esa mujer se llama Paqui, y a la que yo llamo mi mujer es mi hermana mayor, y yo he tenido relaciones con ella, sexuales, la he deseado desde que era muy pequeño. No estoy en contra de las relaciones incestuosas. Seguro que quizás estás oyendo esto y te impresiona, lo que yo no sé es el por qué, porque la Biblia dice: «creced y mutiplicaos y llenad la tierra», y también dice «amaros los unos a los otros como yo os he amado». Pero no dice ¡entre hermanos no!, ¡eh! eso no lo dice, y tampoco dice la forma en que hay que amarse, y, además, entre los sentimientos el cerebro no puede, ni el corazón tampoco. Yo desde muy pequeño estaba enamorado de ella, me gustaba verla, siempre ha sido muy bonita, me gustaba su cuerpo, siempre la he deseado. Tiene unas piernas muy bonitas, preciosas, y los tacones se las hace muy pero que muy hermosas.

Pero quiero que quede claro una cosa, yo no me entregué a ella, se entregó ella a mí. Ella me provocó aquella noche en el subterráneo, yo no hice nada. Y es verdad, cuando dicen que cuando deseas demasiado algo ese algo viene a ti. Sin insinuarle nada vino a mí. A partir de entonces hemos estao juntos y juntos hemos recorrío un puñao de laos. Todo el mundo en Madrid, que no nos conocía de antes, cree que somos matrimonio, sobre todo porque yo en Madrid por una busca y captura iba dando nombre falso. Una busca y captura por la causa que me estoy presentando ahora los cinco y los diecinueve de cada mes, y es que robé en una tienda de Santiveri. Así muchas veces llegaba la policía y nos pedía documentación; ella daba su nombre y yo, que no llevaba ningún papel, daba uno falso. Por esta causa conocí Carabanchel, aunque, bueno, fue durante doce horas. También he conocío la cárcel de Toledo, porque estando una baza [vez] allí con Paqui me paró la Nacional, me pidieron la documentación y como no tenía le di mi nombre verdadero, pensando que yo no tenía nada, pero qué va, tenía una busca y captura, porque una baza en Madrid, intentando coger una manta que había en un coche abandonao, se paró la Municipal y me metieron cuatro meses y veintiún días por intento de robo, pero me metieron al cabo de los meses, en Toledo, porque la busca me bajó cuando yo estaba allí.

La verdad es que no me arrepiento nada de haber estao en esa cárcel, porque me pilló un momento en que yo con Paqui estaba muy mal, y es que a ella la bebida le sienta fatal. Yo no sé por qué, pero a las mujeres en general la bebida les sienta muy mal. Así que no me arrepiento de haber estao allí, al contrario. Si yo ahora mismo no tuviera nada, ni gente a la que aprecio ni nada, y la antigua cárcel de Toledo no la hubieran tirao, yo estaría cometiendo ahora mismo delitos en Toledo para que me metieran otra vez, porque he estado muy a gusto en esa cárcel. Una cárcel pequeñina, con dos mil pesetas tos los viernes, que me daba la propia cárcel, unos cuantos amigos en el módulo dos, que es el mejor, podías ver la tele hasta la hora que te diera la gana, apagabas la luz cuando querías, no que en la mayoría de las cárceles grandes te la apagan. Eso era como un colegio. Bueno, y podrías decirme ¿y no te falta lo principal, la libertad? Pues qué va, ¿tú crees que esto es libertad...? La vida que llevo es que no te queda remedio, porque un cosa es tener libertad porque la tienes y otra cosa es que tengas demasiada, demasiada, demasiada libertad, te llega a agobiar también, ¿sabes?, y, sobre todo, cuando es demasiado el tiempo. Cuando salí de la cárcel de Toledo, ya a Paqui le había perdío el rastro. La estuve buscando por Madrid, pero no la encontré por ningún lao. En Madrid, me apunté a un centro de desintoxicación de Retiro, porque yo me veía muy mal. Estaba bebiendo mucho, porque estaba muy preocupao por ella y la bebida hacía que me olvidara un poco, pero bueno, en Retiro estuve un día y medio y me fui porque allí no dejaban fumar.

He hablado antes del pasado, ahora voy a hablar del presente, de mi presente. Muchas personas me han dicho: «Oye, pero teniendo un curso de peluquería, mecánica, cerámica, imprenta y cocina y que estés así». Bueno, pues así me encuentro por debido a tener que estar huyendo de la justicia o esquivándola, ya me ha hartado. Ahora tengo un juicio pendiente, que lo más seguro es que no salga bien, por la causa de que robé en la tienda aquella de Santiveri. Así que ¿para qué cambiar, si en cualquier momento me pueden meter en la cárcel? Lo que me gustaría dar a entender a la gente es que no todo el que vive en la calle es mala gente, eso sí, he tenido mis errores, pero creo que soy un tipo con buen corazón, sólo que no he sabido escoger el camino adecuado, he tenido mis oportunidades pero, bueno, es igual, ahora ya no tiene solución.
 

Y las marginalidades urbanas

No hace tanto tiempo se asumía por parte de las ciencias sociales que la marginación, la pobreza y la exclusión social estaban localizadas, generalmente, en las áreas rurales. Los índices de analfabetismo, desnutrición y enfermedades crónicas, por ejemplo, decían en las mediciones estadísticas que eran mayores en el campo que en la ciudad (López 1994: 327-356). La ciudad era, por ende, un espacio utópico. Un lugar que concentraba imágenes artificiales, artificiosas-- que habrían de resolver los problemas nacidos del apego a ciertas tradiciones y usos que no cuadraban en la agenda de la modernidad. Así se puede ver en el largometraje español Surcos (José Antonio Nieves Conde 1951 (2)), donde se muestra una familia que emigra del campo al Madrid más castizo, la España desolada de la postguerra se veía como un mundo de oportunidades, de constante movimiento. Al final la marginalidad rompía con la propia quietud de un mundo tradicional separado en géneros y edades. La ciudad de esta película muestra que el emigrante sólo tiene oportunidades en el mundo marginal de la delincuencia, el trapicheo, el mal vivir en una constante hacinación de chabolas verticales, la falta de recursos y, cómo no, en la prostitución. Así, pues, el campo era parte de la historia --tiempo-- frente a la ciudad como tropo futuro --espacio--. Nada queda al día de hoy de esto, la ciudad como proyecto parece un lugar caótico, desordenado e impersonal y creador de exclusiones jamas imaginadas. Incluso la llamada arquitectura moderna hace de la ciudad un lugar de individuales urbanizadas en torno a un proyecto de espacio colectivo, que no comunitario (Bohigas 1970). Hay, sin duda, una consecuencia directa de todo esto, el viejo sueño de ser todos ciudadanos (habitantes de la ciudad) no es más que una imagen que no pasa de que seamos únicamente urbanistas, es decir, seres localizados en el espacio de la ciudad (Delgado 1997: 6-18). Pero también hay una consecuencia indirecta: no fue tanto que hubiera un desplazamiento unidireccional del campo a la ciudad, que evidente se dio en algún momento, pero que no está resuelto en qué forma y con qué sentido, bajo qué presiones y qué ideales, sino que han sido, sobre todo, los investigadores los que se han desplazado y con ellos se ha desplazado la episteme y la empiria que les justifica.

La ciudad se ha mostrado, consecuentemente, como el nuevo y privilegiado lugar para el estudio de la marginación. Por lo tanto, en la ciudad todos sus moradores parecen vivir al margen de algo, en la incapacidad de ser el centro de un discurso urbano predominante. Esto conlleva problemas teóricos y metodológicos importantes, no del todo resueltos, que están desbordando el propio ideal de unas ciencias sociales inocuas y aideológicas. En última instancia, para los antropólogos sociales que la ciudad sea un lugar privilegiado para el estudio de la marginación no quiere decir que estén preparados para hacerlo, pues muchas de sus premisas (las herramientas basadas en el holismo, lo intensivo y la diferencia) no parecen ajustarse a esta nueva realidad (García 1995: 59-60). Pero no hablo sólo de lo que ocurre hoy en día, sobre todo me refiero a lo que ocurrió ayer, cuando la antropología colonial y exótica se reformulaba en una suerte de carnicería: si bien el trozo que te podía tocar a la hora de investigar era sabroso, no podía decirse que fuera toda la vaca (3). Ya no se podía estudiar todo, principal impedimento de una antropología en la ciudad, porque había muchos actores diferenciados, algunos nuevos (mujeres, ancianos, pobres), demasiados con discursos no pensados (consumidores, políticas culturales) y otros tantos problemas que no parecían encajar en ese modelo antropológico de la "tienda de campaña" en la mitad de una isla del pacífico.

En efecto, la conocida diferenciación de Clifford Geertz (1990: 19-40), dentro de la descripción densa, que determinaría que el antropólogo estudia en la ciudad, frente a otros científicos sociales que estudian la ciudad, ponía el acento en algún tipo específico de estrategia metodológica que le privilegiaba. No es, sin duda, tan fácil. De hecho, la ciudad entendida como un todo en donde campa el antropólogo, para colmo de males (propios), plantea una ruptura, cuando menos, con tres de los esquemas principales de la antropología: por un lado, quiebra con la idea de trabajo de campo intenso en un lugar diferenciado y exótico y, por añadidura, lejano, basándose en la idea dual de residencia y viaje; por otro, rompe con la idea de cultura como un elemento mistificado de carácter teocrático; y, por último, con la idea de una clara conexión, negociación y dialogo con otras ciencias sociales (geografía, historia y sociología). Es evidente que desde estos "nuevos" puntos de vista, con estas rupturas en la mano, es difícil plantearse como un investigador privilegiado y pierde mucho de su sentido primario, más allá del tropo, plantear que la antropología es "especial" porque estudia en la ciudad, en vez de hacerlo sólo de la ciudad. Aún así se podría plantear algo así si entendemos la antropología social como un método en sí misma o, lo que quizás es más peligroso, si se trata como una disciplina entre disciplinas (como le gustaba definir la antropología a Eric Wolf 1964).

Para la antropología social más reciente la ciudad se contrapone a la idea, evidentemente más intelectual, de urbe y sus consiguientes derivados (urbanidad, urbanitas, urbano, etc.). No se trata de algo gratuito o un simple ejercicio de retórica provocativa. La ciudad quizás sólo puede ser entendida como un aglomerado de procesos interactivos en un marco de referencias múltiples, donde los nexos, conexiones y líneas no están siempre claras, y donde la única realidad patente es la constante movilidad. La ciudad entendida como un ejercicio dinámico de diferencias de movimiento le hace singular como proyecto y, sin duda, establece una forma de ser mirada que está más cerca de las visiones de la nueva agenda de los antropólogos que de cualquier otra disciplina. En última instancia, la ciudad es, desde esta perspectiva, una entidad física de interacciones que requiere de una mirada donde lo exótico, lo diferente, los pactos, las diversidades queden encuadrados en algún tipo de mirada que lo haga desde lo intuitivo, lo móvil y lo provisional. La idea, si cabe, no es ni nueva ni muy original, de hecho, Manuel Delgado (1999: 120 y ss) lo ha explicado de forma más contundente. Al entender la ciudad como un lugar de movimientos constantes, caóticos en conjunto, de lugares para el anonimato, de interacciones no ejemplificadas y de un cierto sin sentido ésta se revela como un lugar donde lo central y lo periférico parecen confundirse, hasta el punto de que sólo desde el ejercicio de la periferia tienen lugar los ejercicios que la modernidad había reclamado para sí. El antropólogo que se monta en el metro para ir a hacer trabajo de campo a un barrio estaría reclamando para sí la auténtica observación participante reclamada por Malinowski. De hecho, no sólo estaría en el ejercicio liminal de confundirse, sino que, ante todo, se encontraría con las claves de un mundo donde si acaso cabe la explicación estaría definida dentro de lo caótico, diferenciado, móvil, provisional.

Parece como si el trabajo de campo hubiera sido un lugar central de la antropología social cuando, ciertamente, nunca ha sido tan valorado como hoy en día (Clifford 1999: 71-119). La cuestión es que lo que ha dejado de tener sentido es el trabajo viajero, que hoy en día realizan profesionales de este menester recreando guías, libros y folletos que parecen tener más sentido que el trabajo profesional de los antropólogos. Porque, seguramente, el auténtico sentido de la antropología actual es desvelar sentidos de poder, a lo más ejercicios de marginalidad, y para ello no hay que ir necesariamente con la tienda de campaña al Pacífico Sur sino bastaría con tomar el metro o, como mucho, salir a la calle. La calle se ha revelado como ese espacio de cronotropos diferenciales, de ejercicios fractales que se resuelven en lo que podrían parecer lógicas culturales, y que está cercano a ser una constante catástrofe de representaciones. De ahí la importancia que tiene el habitar la calle, el que alguien se haga visible en un colectivo que basa su regla en el anonimato. En el tan interesante como, parece, olvidado libro de William White (1971) Street Corner Society se plantea una doble distinción, por un lado, la enorme separación entre las estructuras de pobreza y las clases medias, y, lo que desde mi punto de vista es un tema clave, el entendimiento de una sociedad de las esquinas, que es siempre una sociedad de seres anónimos y marginales, donde nunca sabes lo que hay al otro lado. Pero al plantear la calle como ejercicio de lugares de encuentros inesperados, de interacciones pactadas, pero banales, aleatorias y convencionales, en definitiva, de esquinas, el que cualquier elemento tome forma es particularmente interesante, intrigante y, cómo no, desconcertante. En este sentido, repito, la antropología social parece estar en su salsa. La marginación en la calle se torna inversa de lo que ocurría en la idea de urbanidad, porque mientras que en esta última todo tiene un sentido, una funcionalidad, una historia y un contexto, en la ciudad como suma de calles todo es marginal y sólo aquellos empeñados en tomar forma (el vendedor ambulante, el transeúnte, el carterista, el policía…) parecen tener un sentido central. Ellos toman la calle a la fuerza, frente al caos y el anonimato, y nos devuelven la moneda de la marginación. Ellos son, parecen repetirnos, los únicos que han entendido el juego caótico que se adivina tras la enorme uniformidad multplícativa de los fractales y el sinsentido de hacer de la calle algo más que el lugar donde todo es movimiento y flujo.

A la antropología en particular, y a las ciencias sociales en general, no le interesa tanto el tema de la marginación, en su sentido de exclusión social, sino cuanto más los propios marginados y, en su defecto, el fenómeno marginal. De hecho, a la antropología le interesa poco el a priori que supone contestar un por qué global sobre la marginación. Incluso puede afirmarse que mucho del sentido originario que ha tenido la antropología era y es luchar contra el estereotipo del marginado. Como disciplina fronteriza su interés ha sido siempre los grupos en el límite, incluso --y es lo que el trabajo de campo ha potenciado-- los que se encuentran en el otro lado, pero ha luchado por verse involucrada en el interés por los marginados en sí mismos, que se ha establecido representan de alguna manera formas culturales no sistémicas y sistematizables. Se trataba, en pocas palabras, de estudiar --casi con un sentido generado por los modelos de las ciencias naturales-- a los que están fuera de los límites, pero también a esos mismos que tienen algún tipo de centralidad cultural. Esto suponía dos cosas que han servido como tabla de salvación en los momentos más embarazosos: por un lado que existe algo que se podría definir, encontrar y plasmar por sí mismo como cultura y, por otro, que la gente que reconoce el antropólogo social forma comunidades más allá de que sean simples formas comunitarias. En este sentido, los marginados, al estilo de La historia de Miguel, desconcertaban, cuando no eran simplemente obviados, en detrimento de los grupos organizados y comunitarios. Es más, en cuanto la antropología se encontraba con este tipo de casos le recreaba un ejercicio histórico comunitario (los homeless, pongamos por caso). Se rompía así, desde una posición academicista y universitaria, el trabajo que desde los años treinta estaban realizando, sobre todo en Estados Unidos, los grupos de asistencia social (Álvarez-Uría 1995: 18-19).

El ejercicio académico de la llamada Escuela de Chicago es, seguramente, fundamental para entender la triple vertiente del trabajo posterior realizado tanto con transeúntes como los de otros grupos de excluidos sociales. Primero, porque ellos replantean una metodología nueva, el estudio de casos (case-work), que habría de dar excelentes frutos, casi determinantes a la hora de hacer ciencias sociales en el medio urbano. Segundo, porque su trabajo ofrecía una visión nueva de las políticas sociales y, consecuentemente, daba lugar a la creación de unos nuevos mediadores: los trabajadores sociales. Y, tercero, porque trasladaban el problema de la marginación a un entendimiento y explicación que partía de posiciones puramente académicas e ideológicas. La escuela de Chicago recrearía, ante todo, la idea del movimiento como parte definitoria y definitiva de la realidad que hay que abordar. Por medio de sus excelentes monografías, muchas de ellas realizadas con la apropiación del material de campo realizado por las primeras trabajadoras sociales que recreó el Estado Norteamericano en los años 30 (Deegan 1988), se cambió la perspectiva de la exclusión social de una visión estática, uniforme, en forma de fotos fijas, a procesos, sistemas y carreras vitales. Al recrear la historia de vida como principal ejercicio metodológico, la Escuela de Chicago planteaba que la exclusión social, las formas de vida marginales eran lo que más tarde Goffman (1993) llamaría carrera. Es decir, recorridos vitales que marcan diferenciaciones de situación con respecto al origen y el final de aquello que un individuo es a lo largo de su vida. Así, pues, los grupos humanos se veían constantemente en un devenir, en un constante movimiento de un punto vital a otro.

Esta idea de movimiento vital, en forma de carrera, está en íntima conexión con la calle, el espacio natural en que habrían de desarrollar su vidas los sujetos de estudio de la Escuela de Chicago. De esta manera, la calle como ejercicio de movimiento, caos y anonimato toma de forma radical el propio movimiento de ciertos grupos de excluidos que, por medio de su vida como forma móvil, plantean una nueva y violenta frente al medio. En última instancia, su empeño sistemático de tomar forma ante el anonimato de la calle les hace, si cabe aún más, más invisibles, a lo sumo llegan a ser parte del paisaje ciudadano. El tema se hace más absoluto, si cabe, cuando lo centramos en los transeúntes, pues su última forma de estar es bajo el ejercicio ontológico del movimiento. Tanto su propia vida en un momento dado, como su carrera vital, se plantean de forma drástica como desplazamiento. La calle es para ellos no sólo flujo, sino, ante todo, una forma anexionada de su propia vida. La calle es el positivo de su vida, no sólo porque es su nicho natural, sino, sobre todo, porque se plantea la calle en movimiento como el último reducto de su ejercicio moral. El transeúnte ha sido, por lo tanto, una figura mítica de la modernidad, un ejercicio cercano al estereotipo de libertad asumida, y sin embargo, sabemos que las vidas en forma de tránsito y carencia tienen más de patético que de ejercicio ético. La mitopoiesis del transeúnte es compleja y no siempre está en relación con los elementos de exclusión social que se pueden plantear desde los servicios sociales, aun cuando estos trabajen muchas veces en el límite del propio mito.

Esta doble dinámica de los transeúntes, por un lado, como parte del folklore más tópico del mundo urbano, y, por otro, como parte de las exclusiones sociales encuadradas dentro de las pobrezas extremas, no hace que el enfrentamiento con el tema sea fácil. Como de la misma manera no se pueden hacer cuadros sociales donde los transeúntes encajen con facilidad. De hecho, los propios recorridos de los transeúntes mantienen está doble lógica de forma absolutamente dual y sus vidas, más allá de la construcción teórica que se pueda realizar a la hora de mostrarlas en forma de historia de vida (como es mi caso), se conforman en un juego de exclusión y, a la vez, de libertad. De hecho, en muchos casos estos elementos se plantean de forma unitaria, como ha ocurrido con la mítica generación beat americana, lo que está unido al propio mito nacional de la frontera Oeste del país. Incluso, al plantear el doble ejercicio del transeúnte, en este sentido se recrea, sin duda, algún tipo de ética cuasi natural, cercana a una visión primigenia de la libertad y la justicia social, sin duda obsoleta y fuera de los criterios actuales de ciudadanía (Berger 1974). De hecho, el transeúnte parece reclamar algún tipo de evanescencia de conceptos que la ciudadanía liberal y postmoderna demanda para sí. En este sentido habría que plantear un antes y un después en torno a la ruptura, sobre todo económica, de los servicios sociales en Estados Unidos y el abandono del modelo de sociedad del bienestar en Europa, lo que sin duda ha recrudecido ciertas realidades y que el modelo social de ciudadano, como una vieja aspiración de la modernidad, esté aún más distanciado de la realidad de las marginalidades urbanas. El transeúnte, en su doble lógica de marginado libertario y mítico y marginado social y económico, se contrapone al ciudadano, que parte de la idea de orden y consenso cívico (Offe 1990: 223-242). Thomas Bridges (1994) ha realizado el intento más descaradamente liberal en este sentido, independientemente de su enorme popularidad e impacto académico. Para él, sólo desde la crítica, propiciada por la postmodenidad, hacia la falta de ejercicio moral y pérdida de identidad en occidente recobrando la cultura propia, frente a los criterios de una sociedad multicultural y diversa, pueden significar el encuentro con la auténtica razón de ser del ciudadano: la cultura cívica. Es obvio que este discurso ni es nuevo, ni, dicho así, recrea un sentido de justicia y solidaridad --lo que sin duda se ha venido entendiendo en los mundos católicos contemporáneos como solidaridad y caridad--, ya que contrapone lo cívico a la sociedad civil. Sin embargo, todo ello reclama la atención sobre ciertos ejercicios sociales que pueden parecer, y de hecho lo son, obsoletos.

Sin embargo, los mismos transeúntes parecen reclamar para sí algún tipo de lógica que les explique, más allá del cuadro de exclusión en que les introducen los servicios sociales con sus diferentes tonos e ideologías (véase, al respecto, el ya clásico trabajo de Bailey 1977), incluso parecen recrear una cierta idea de familia, de historia familiar que podría parecer a los ojos de la «progresía» (o lo que conocemos como la izquierda «bien pensante») de un tono un tanto tradicional. Porque en el mundo de los transeúntes constantemente se estipulan juegos duales que desde cualquier posición que se quiera tomar parecen contradictorios. Su identidad, su pertenecer a algún sitio es negada, a la vez que reclaman su pertenencia a un ejercicio nacional. Viven en libertad, pero están sujetos a las disposiciones sociales; no tienen casa, pero reclaman lógicas familiares; no tienen familias, pero explican su realidad desde un ejercicio de ruptura familiar; viven en la calle, pero no la habitan; etcétera. Un doble juego constante que se ve reforzado cuando en todo momento intentan ser visibles, formas concretas, y sólo son paisaje en su sentido más formalista y construido. La marginación, en este contexto, es una recreación de varias partes que no siempre están en consonancia: por un lado la vida del transeúnte como carrera, por otro, la conciencia de la sociedad del anonimato y, por otro, las apreciaciones expertas de los políticos, los servicios sociales y los científicos sociales. Ninguna de estas partes es inocente e inocua, ninguna de ellas expresa con acierto el ejercicio social del ser transeúnte en una sociedad de ciudadanos.

La antropología, en este sentido, ha intentado dar contenido y forma a ejercicios sociales de anonimato, aun cuando simplemente lo que ha hecho es ofrecer más información codificada a la academia (Williams 1995: 40-41). Pero no sólo la antropología pactaba su agenda según intereses propios, también los políticos, los servicios sociales que alientan y la cosmología popular han hecho del tema algo ideológicamente propio. En este sentido, la parte más blanda es, sin duda, el propio transeúnte, que, a pesar de la carga mítica que asume, no ve ni reforzada, ni privilegiada su posición en el mantenimiento de un determinado discurso, al contrario que cualquiera de las otras tres partes. De hecho, y aquí habría que cargar las tintas, la vivencia de los transeúntes es una forma excluyente de vida urbana, que mantiene un origen en las rupturas biográficas y que, más allá del simple concepto de pobreza en que pueden vivir, son entendidas como pozos sin fondo, como túneles sin salida, ni retorno. Lo que además se ve reforzado por un encuentro vivencial fuera de los márgenes simbólicos de origen, generalmente una familia en un barrio obrero, lo que si cabe aún más depauperiza su ya de por sí mermada experiencia. El transeúnte, el ser un transeúnte, requiere de un neoaprendizaje vivencial en un medio caótico y deformado como es la calle, lo que redefine, recodifica experiencias, valores, roles sociales y símbolos que no son aprehendidos más que es este medio y por estas únicas razones. Hay, evidentemente, un sistema de lo que los antropólogos llamamos pasages, pero, que a diferencia de ciertos rituales sociales asumidos tradicionalmente, en el transeúnte es para llegar y quedarse sólo en la parte liminal, en ultima instancia el pasar de un ejercicio social a otro conlleva en la vida del transeúnte un constante moverse. La calle, una vez tomada como ejercicio social de la existencia, ya no permite otro juego que el de estar repitiendo infinitamente el mismo juego de pasar inciáticamente de un sitio a otro (véase Martínez 1991, sin duda uno de los mejores estudios que existen sobre los jóvenes transeúntes, por lo que es una pena que ciertas cegueras académicas lo mantengan aún inédito y corriendo por los despachos en forma de fotocopias).

La disolución de los movimiento del transeúntes en el flujo de la calle les convierte en actores sociológicos de una experiencia vital en insistente devenir. El transeúnte, en este sentido se diferencia claramente de las situaciones de clase de los colectivos sin hogar (4), incluso de situaciones sociales de movimiento, como los jornaleros y los inmigrantes transnacionales. No quiere decir que el transeúnte no sea un elemento dentro de las exclusiones sociales, sino que más bien es un ejercicio sociológico de elementos folklóricos urbanos. No tiene ese sentido de incógnita sociológica, de ahí que exista la doble dificultad de plantearlos sólo como sujetos empíricos (lo que resuelve el tratamiento que se les da en forma de historias de vida). En la calle, en su movimiento, todos los seres que la ocupan parecen ser sólo y exclusivamente transeúntes, el sentido es o aparenta el constante ir de un sitio a otro, en la calle no hay forma de simplemente estar, pero para algunos la calle es además su propio espacio, luchan constantemente por apropiarse de sus significados y sentidos, entre estos se encuentran aquellos que también la consideran su único hogar, un espacio de habitación que parece como si fuera su última manera de estar en la sociedad. Pero la calle impone sus normas, en forma de ejercicios fractales, por lo que tomar ésta como habitación es recrearse en un constate vivir reinventando el tiempo y el espacio. Así lo entendió Nels Anderson, que, tras estudiar a los vagabundos como formas sociológicas de gente sin hogar (Anderson 1975), de aquellos que no tenían capacidad de acceder a una «casa» en propiedad y mantenían una ausencia constante de bienes raíces, terminó reconociendo (Anderson 1940) que en una sociedad del movimiento tomar como opción la calle era imposibilitarse para tener algo que no fuera puramente provisional y, a su vez, olvidable y reaprendible. Vivir en la calle no es sólo una marginación social es, también y ante todo, una marginalidad de los circuitos sociales, un enfrentamiento radical que asume una realidad que, como en la vida del transeúnte, como en la vida de todos nosotros, es puramente arbitraria y provisional.



Notas

Este trabajo se realizó con la colaboración de María del Mar Aguilar, en la historia de vida que presento en primer lugar. A ella, mi más sincera gratitud y amistad. De mucha ayuda me han sido los comentarios de José Luis Solana al que le estoy, también, especialmente agradecido.

1. El aparato conceptual, bibliográfico y metodológico sobre las historias de vida es realmente amplio y de sobra conocido. Mi interés aquí es otro muy diferente que el de mostrar la validez de esta forma de presentar los datos de una investigación, incluso de llegar a una ejemplificación de lo que pueda llegar a concluir, por lo que, consecuentemente, el lector habrá de realizar un trabajo de abstracción, interpretación y síntesis de las dos partes del trabajo.

2. En ningún caso estoy proponiendo que esta, o cualquier otra, película sea un documento etnográfico, sino, por el contrario, que son textos cercanos a la antropología (Asch 1992), haciendo recuerdo de lo que también Timothy Asch (1991) llama los conceptos intelectuales. Sobre Surcos, véase Heredero 1993.

3. La metáfora toma sentido antropológico cuando se reconoce el trabajo de Georges Condominas (1991), y que de alguna manera es el sentido último de la película Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), donde el descuartizamiento del búfalo entre los mnong rlân es, a la vez que un ritual propio, el sacrificio de lo exotización que hace la cultura occidental de lo ajeno. De hecho, en la citada película, mientras se nos muestra el sacrificio del búfalo, tras una conversación de los protagonistas al estilo peripatético, se puede observar entre los objetos contextuales una Biblia y La rama dorada, de Frazer.

4. El tema sociológico de la gente sin hogar ha producido una rica y abundante literatura que corre desde los estudios más clásicos de los hoboes norteamericanos (Anderson 1975) y los penner alemanes (Simmel 1977: II, 479-520), hasta llegar a los hiperconglomerados actuales de Homeless. El trabajo de Rossi (1989) es, al día de hoy, el trabajo global más interesante que se puede encontrar al respecto, aunque las políticas sociales de los años 1990 han propiciado nuevas visiones a tener en cuenta.



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