Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2001, 17, artículo 17 · http://hdl.handle.net/10481/7477
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Publicado: 2001-06
Trabajo y representaciones ideológicas de género. Propuesta para un posicionamiento analítico desde la antropología cultural
Work and the ideological representations of gender: proposal for an analytic position from cultural anthropology

Anastasia Téllez Infantes
Profesora asociada en la División Departamental de Antropología Social y Cultural. Universidad Miguel Hernández. Elche (Alicante).
atellez@umh.es
 
RESUMEN
En este artículo presento una propuesta antropológica de análisis de la relación entre trabajo e ideología, pues defendiendo que en todo trabajo se producen bienes materiales, relaciones sociales e ideología, y se manifiestan las divisiones sociales que se dan en la sociedad. Me centro especialmente en el género y la división sexual del trabajo, para demostrar que las cualidades que se adscriben a cada género y los trabajos que se les atribuyen como propios de hombre y mujeres en cada cultura son resultado de la socialización y no están determinados de forma innata por su diferente sexo biológico.

ABSTRACT
In this article I present an anthropological proposal for the analysis of the relationship between work and ideology, defending that all jobs produce material goods, social relationships and ideologies, and that the societal social divisions are manifested. Particular focus is given to gender and sexual division of the work, in order to demonstrate that the qualities and jobs that are attributed to each gender in each culture are aspects of socialization, rather than innate biological characteristic.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
trabajo y sexo | representación ideológica | división sexual del trabajo | feminismo | work and gender | ideological representation | sexual division of work | feminism


I. Introducción

El posicionamiento antropológico y analítico que presento se centra en el estudio del trabajo desde un enfoque holístico y cultural, entendiendo que en tal actividad humana existe una doble producción: la de bienes materiales y servicios y las de ideas y representaciones en torno a tal actividad. Considero que el trabajo es una esfera social donde se genera un producto material y un producto ideático, y donde los agentes intervinientes establecen relaciones en las que se manifiestan las divisiones sociales que se dan en la sociedad, tales como las originadas a partir de la diferencia de género, clase social, etnia o edad.

Los principios de desigualdades estructuran a su vez el mercado laboral (1), pues la estratificación de éste encuentra en tales uno de los pilares básicos para la acumulación capitalista. Afirmo así que la pertenencia a uno u otro género, a una u otra clase social, y a uno u otro grupo étnico o generacional son los componentes fundamentales que actúan en la estructuración selectiva de los mercados de trabajo, siendo pues los elementos que clasifican la participación de los sujetos dentro de los mismos (E. Aguilar 1998: 30-31). Esta clasificación se basa en que tales elementos o categorías, condicionarán la distinta naturaleza del acceso a conocimientos, recursos y oportunidades de participación y elección en el mundo laboral, que darán como resultado la jerarquización laboral y la estratificación organizada del mercado de trabajo.

De este modo, género, clase, etnia y edad, se convierten en los elementos sustantivos de las desigualdades sociales y de la desigualdad laboral, y el mercado de trabajo está por tanto dividido por estas categorías, pues son tales principios clasificatorios los que segmentan a los trabajadores dentro de la estructura laboral. 

Entre las posibles divisiones sociales sobre las que se construyen las bases de la desigualdad me interesa de forma especial la que se establece en relación a la diferente fisiología de los sexos, es decir, las categorías culturales de género. Porque defiendo que el género, es una de las grandes divisiones sociales que existe en toda sociedad que se refleja de forma directa en el mundo laboral, al constituir una de las bases sobre la que se estructura la división del trabajo. Considero así que las desigualdades basadas en el sexo deben entenderse en el proceso general de creación de otras desigualdades y jerarquías sociales, la mayoría de ellas sustentadas sobre diferencias biológicas.
 

II. Deconstruyendo el concepto de "trabajo"

El concepto de trabajo tiene diversos significados dependiendo del contexto donde se analice, y es un constructo social y cultural que debe ser estudiado en función de la propia historia y de los diferentes factores que lo determinan en cada tiempo y realidad social. Numerosos han sido los estudios que desde la antropología cultural han demostrado esta afirmación, evidenciando con múltiples ejemplos etnográficos que, tanto lo que se considera trabajo como el valor social que a tal actividad se confiere, varía sustancialmente de una sociedad a otra.

El trabajo es una actividad propiamente humana porque sólo los humanos inscriben las actividades de subsistencia en un marco social y simbólico que amplía las capacidades individuales y las dota de capacidad transformadora (Comas 1995: 33-34). Esta idea, de considerar el trabajo como una actividad exclusiva de los seres humanos, en la que se producen bienes necesarios para su permanencia, relaciones sociales y que se carga de aspectos simbólicos y representaciones ideológicas, me parece fundamental a la hora de analizar los procesos productivos concretos donde actúan los colectivos. En los procesos de producción se crean objetos, utillajes, servicios, técnicas, saberes, lenguajes, relaciones sociales y valoraciones e ideología.

Es a través del trabajo como los sujetos de una comunidad adquieren un reconocimiento determinado, un status y prestigio, se les permite participar en el ámbito de lo compartido socialmente y se les otorga unos rasgos definidores de su propia identidad. Y es que los grupos humanos, definen una parte de su identidad a través del trabajo, porque por muy instrumentales o impersonales que puedan ser las tareas que se realicen, para el trabajador se trata de una experiencia personal, de una forma de relacionarse con la realidad en que vive, de identificarse y de ser identificado.

El trabajo es un elemento central de la vida social, pues no sólo contribuye desde su aportación material, a la existencia del grupo cubriendo las necesidades socialmente determinadas (de producción y reproducción) y a garantizar los modelos de acumulación, sino que además, desde las formas que adopta su representación ideática y simbólica (Palenzuela 1996: 11-18) aporta argumentos de legitimación de la estructura social, cooperando decisivamente a su reproducción. Y para deconstruir lo que se entiende por trabajo debo detenerme en el análisis de conceptos relacionados con él, tales como empleo, profesión, actividad laboral, trabajo, oficio, etc., que en muchas ocasiones se utilizan como sinónimos y con una pretendida objetividad neutral, cuando en realidad, han de diferenciarse por la carga ideológica y subjetiva que contienen. Porque como antropóloga, otorgo una especial relevancia a los discursos sociales y al empleo del propio lenguaje, como eficaz instrumento de afianzar y reproducir ideas y valores de una determinada sociedad; así, el cómo se utilicen conceptos, como los anteriormente relacionados, vendrá a demostrar la valoración ideológica y las representaciones ideáticas que los sujetos de un grupo cultural comparten, en este caso, en relación al trabajo.

En la reconstrucción que ciertos sociólogos hacen de los estudios sobre "el trabajo de las mujeres" (Borderías 1994: 46-47), podemos ver la diferencia entre los que abordan la problemática en términos de empleo y los que atienden fundamentalmente al trabajo. Y mientras que unos autores hablarán de empleo para referirse a las formas de acceso al mercado de trabajo (actividad, inactividad, precariedad, estabilidad, paro, trabajo a tiempo parcial, etc.), otros optarán por la denominación de trabajo cuando se ocupen de aspectos tales como sectores de actividad, cualificaciones, carrera profesional, salarios, condiciones de trabajo, formas de organización laboral, de control del trabajo y relaciones sociolaborales. Categorías éstas, que tienen por su parte una inserción distinta en las diferentes disciplinas sociales, tales como la economía, la sociología y la historiografía que han utilizado el concepto de trabajo referido exclusivamente a la producción asalariada. Y en la medida en que se han desarrollado desde un prisma androcéntrico, sus teorías, categorías, metodología y conceptos, construidos a partir del análisis del empleo y del trabajo masculino, aunque pretendidamente universales, resultan difícilmente aplicables a las experiencias de trabajo de las mujeres. Los estudios feministas (Borderías 1994), especialmente desde los años 80 se han centrado en una revisión de esas disciplinas y en un esfuerzo de reconceptualización de las categorías de actividad, empleo y trabajo.

Si bien éstas han sido algunas de las categorías con las que en las últimas décadas se han referido los estudios que se han ocupado del mundo laboral, quiero resaltar el hecho de que en la actualidad, estamos asistiendo a una continua redefinición del propio concepto de trabajo. 

Hoy en día existe un cuestionamiento del empleo asalariado formal como modelo explicativo central del trabajo en la sociedad y de los objetivos de individuos y grupos sociales. El trabajo se ha convertido en un bien escaso el cual en ocasiones se plantea que hay que repartir, alternar o sumergir. Porque cada vez más, se enfatiza el concepto de recursos de vida que tiende a centrarse en la perspectiva reproductiva de individuos y grupos domésticos y en la variedad de recursos a los que pueden recurrir para sobrevivir, vivir o mejorar su situación (desde el empleo estable y protegido, trabajo temporal formal, diversos tipos de subvenciones estatales, trabajo sumergido remunerado, intercambios de trabajo, trabajo doméstico, bricolage, etc.) (Narotzky 1995: 152). Esta situación actual referente al empleo a la que asistimos en sociedades como la nuestra, viene a demostrarnos que los diferentes contextos sociolaborales harán que cada grupo cultural redefina lo que entiende por trabajo y la valoración que al mismo se le da.
 

III. Deconstruyendo el concepto de "género"

De igual manera, las categorías de género se han presentado como una construcción social en la que determinados símbolos e ideas han conformado unos modelos de representación ideológica, y como ocurre con el concepto de trabajo, en cada cultura que analicemos encontraremos un sistema de género particular. El género, desde mi punto de vista, es una construcción cultural que basa su existencia en las diferencias objetivas que se dan entre los sexos, y es a partir de estas diferencias sobre las que cada cultura determina tanto las categorías de sexo como las de género.

Las categorías culturales del género son fundamentales para descubrir la relación entre las distintas funciones asignadas a hombres y mujeres en los ámbitos de la producción y de la reproducción social en cada momento histórico (Aguilar 1993), y es a partir de dicha relación, como se elaboran las premisas culturales que definen a ambos géneros en nuestra cultura (2). Porque el género es un elemento estructurante de la realidad, y por tanto presente en otros ámbitos de la misma, puesto que define las relaciones entre los seres humanos asignándoles diversos papeles que, al ser construidos como desiguales, sitúan a hombres y mujeres en distintas posiciones. 

Con esta noción de género se hace posible analizar los roles y trabajos asociados a hombres y mujeres, porque entendido de esta forma, esta variable se conforma junto a otras como la clase social, la etnia y la edad de los sujetos, en elementos con los que podemos abarcar el análisis de la realidad social y la identidad de los individuos. 

La incorporación de la categoría género al proceso de producción del conocimiento hace que los autores de muchos trabajos cuestionen modelos de análisis que fueron característicos de las ciencias sociales. Así por ejemplo, ciertos conceptos como las dicotomías naturaleza y cultura, reproducción y producción, privado y público, social y político, familia y trabajo, se perciben como construcciones etnocéntricas y androcéntricas que justifican los procesos de desigualdad.

Me detendré en la diferencia que algunos estudiosos del tema establecen entre sexo y género, pues en numerosos casos, la ambigüedad de sus definiciones o, lo que resulta más problemático, sus opuestas definiciones, hacen que los estudios que utilizan la perspectiva de género sean inadecuados. 

La distinción entre sexo y género ha sido extraordinariamente eficaz para resaltar que los roles, atributos y comportamientos de mujeres y hombres, es variable, heterogéneo y diverso, porque dependen de factores eminentemente culturales. Son algo adquirido y no innato, son fruto de la articulación específica entre maneras de representar las diferencias entre los sexos y asignar a estas diferencias un estatuto social" (Comas 1995: 40). Creo que es la cultura de un grupo determinado la que adscribe a hombres y mujeres, unas ciertas destrezas y aptitudes referidas al mundo del trabajo, entre las que, en sociedades como la nuestra, asigna al género femenino y al género masculino unas diferentes cualidades, supuestamente innatas a su respectiva condición de sexo, que, son conformadas con discursos artificialmente construidos desde un punto de vista cultural. 

El concepto de sexo, por su parte, para muchos autores, es un concepto biológico mientras que el de género se refiere al carácter social y cultural de los roles asociados a hombres y mujeres. Refiriéndome al ámbito laboral concretamente, de acuerdo con uno de estos investigadores (García 1990: 252) "conviene precisar que el enfoque de género va más allá de la simple descripción de la división sexual del trabajo. En efecto, el término género se refiere a las diferencias organizadas social y culturalmente entre lo femenino y lo masculino mientras que el término sexo, en cambio, se refiere a las diferencias biológicas entre hombre y mujer. Así pues, los estudios con enfoque de género no tienen porqué centrarse exclusivamente en las mujeres, muy al contrario, las perspectivas más prometedoras y recientes hacen hincapié en el estudio comparativo de los roles de género asignados tanto a hombres como a mujeres y en el análisis de las relaciones de género".

El sexo, si bien hace referencia a las diferencias fisiológicas de hombres y mujeres, es, del mismo modo que el género, una construcción cultural, y por lo tanto, socialmente elaborada otorgándosele en cada cultura distintos rasgos y características.

Otros autores opinan que la noción de género supera a la de sexo social y supone un proceso ambivalente donde se incluye la jerarquía, interdependencia y complementariedad entre hombres y mujeres. Además de eso, esta noción permite recuperar la dimensión dinámica, continuamente cambiante de lo que se llama diferencia y, principalmente, interrelacionar la formación de las identidades sexuales, de las normas dominantes y de una conciencia de opresión en sus múltiples caras (Varikas 1992: 56). O sea, y dicho de otro modo, permite desvelar cómo las normas son internalizadas individual y colectivamente por hombres y mujeres, dirigiendo sus prácticas sociales.

Sobre esta distinción, autores como J. Scott (1991:187) definen las relaciones de género a partir de dos proposiciones que comparto: de un lado el género es el elemento constitutivo de las relaciones sociales fundadas en las diferencias percibidas entre los sexos, y por otra parte, el género es la primera forma de percibirse las relaciones de poder que son representadas, de un modo general, como naturales e inmutables. 

Es a partir de las características contrapuestas que culturalmente se otorgan a hombres y mujeres establecidas sobre su diferente fisiología, como se establecen un tipo de relaciones sociales basadas en las categorías de género, y estas relaciones, obviamente, se manifiestan en todo grupo humano, en tanto en cuanto, existen dos sexos biológicos. El ser mujer o el ser hombre, son del mismo modo categorías construidas que se corresponderán, a nivel ideológico, con lo que una sociedad, como la nuestra considera como "femenino" o "masculino". Esta dicotomía establecida sobre ambos sexos, dará como resultado que un género sea considerado inferior al otro, o al menos, dotado de valores que lo diferencien minusvalorándolo, estableciéndose de este modo unas relaciones de poder no igualitarias, que en el ámbito laboral, se manifiestan de forma evidente.
 

IV. El trabajo y las representaciones ideológicas

Uno de los aspectos que centran mi atención son las representaciones ideológicas sobre el género y cómo éstas, a partir de los procesos de socialización y aprendizaje, están en la base de la participación laboral de hombres y mujeres. Porque las representaciones ideológicas influyen en la forma en que las personas se integran en el mercado de trabajo modelando sus preferencias (3) por determinadas ocupaciones; pues a pesar de las afirmaciones de que el mercado de trabajo es libre existe todo un conjunto de condicionamientos y limitaciones a las selecciones de los trabajadores (Comas 1995: 69-73). Y estos condicionamientos encuentran en la ideología sobre el género y el trabajo uno de sus principales soportes.

El análisis de la ideología no puede separarse del proceso del trabajo, como si uno formase parte exclusivamente del mundo de las ideas y el otro de la realidad económica (Comas 1995: 55), pues la ideología, es una experiencia vivida y no algo impuesto, está incrustada en el proceso de trabajo mismo y no es sólo una derivación de él (Thompson 1983: 154). Por ello las ideas no constituyen simplemente una dimensión subjetiva del trabajo: se trata más bien de estructuras objetivas, que forman parte de la propia sustancia y característica del trabajo. Son su armadura interna e íntima, según reza la expresión de M. Godelier (1990: 9) y, por tanto, un componente objetivo que debe analizarse como tal. Porque, como señala este antropólogo "ninguna acción material del hombre sobre la naturaleza, entiéndase ninguna acción intencional, querida por él, puede realizarse sin recurrir, desde sus albores en la intención, a las realidades ideales, a las representaciones, los juicios y los principios del pensamiento que en ningún caso serían únicamente reflejos mentales de las relaciones materiales originadas fuera del entendimiento, anteriores y ajenas al entendimiento" (Godelier 1990: 28).

En el trabajo, como en cualquier esfera de interacción humana donde se establecen relaciones sociales, existe y se produce ideología (4). Ideología que actúa en los sujetos dirigiendo y matizando actitudes y pautas de comportamientos, organizando por lo tanto el propio funcionamiento de la sociedad. Así, "toda relación social, cualquiera que sea, incluye una parte ideal, una parte de pensamiento, de representaciones. Estas representaciones no son únicamente la forma que reviste esa relación para la conciencia, sino que forman parte de su contenido" (Godelier, 1990: 157). Y en el ámbito del trabajo, en el que se dan relaciones sociales de diversos tipos, tales como las de producción, las de sexo-género, las étnicas y las de edad, las representaciones ideológicas siempre están presente interactuando y retroalimentándose, estructurando en definitiva la propia organización laboral. Porque las fuerzas productivas no se ponen en práctica mas que en el marco de las relaciones sociales que impone una determinada forma de división del trabajo que otorga tal valor a tal tarea y vincula cada tarea a una categoría social (hombres/mujeres, jóvenes/adultos, amos/esclavos, etcétera). Estas asignaciones y estos vínculos contienen igualmente una parte ideal compuesta de representaciones que legitiman los valores que se conceden a las distintas actividades sociales (Godelier, 1990: 165).

Debo aclarar que las representaciones ideológicas no son fijas y estáticas, sino que pueden variar extraordinariamente entre unas sociedades y otras y pueden también cambiar con la mudanza del contexto social que les da forma y sentido. Las imágenes culturales son un producto histórico, y por lo tanto, deben analizarse los cambios en las representaciones del trabajo. Y más aún en un periodo como el actual de masiva reestructuración del trabajo en todas las esferas, porque cada vez resulta más evidente, que los análisis del trabajo no pueden separarse del análisis de sus representaciones (Beechey 1994: 446). Sirva de ejemplo, el que en las sociedades agrarias tradicionales la división sexual del trabajo en la esfera productiva es muy variada (Segalen 1980), y esta flexibilidad en la asignación de las tareas es una prueba más de que la división del trabajo no es algo "natural" ni algo que viene "dado", sino que las formas de la organización del trabajo, tanto en la unidad familiar como en el ámbito extradoméstico, están muy determinadas por las condiciones materiales y sociales de cada periodo histórico (Pahl 1988). 
 

V. El género y las representaciones ideológicas en relación al trabajo

Las representaciones de género están presente en toda sociedad, pues forman parte de sus elementos ideológicos de reproducción social, y como tal se transmiten de generación en generación, mediante un proceso de socialización (Aguilar 1998: 26). El género asigna los papeles y las funciones que se consideran más apropiados para cada sexo, determinándose pues la configuración de la propia identidad femenina o masculina en una cultura. Estas categorías de género actuarán en todas las realidades sociales de los sujetos, y por lo tanto también en el mundo de la producción, es decir, en el mundo del trabajo. Se hace preciso pues profundizar en el nivel de lo ideático, y su función y protagonismo a la hora de guiar, reproducir y justificar las prácticas de los actores sociales en relación al trabajo en función del género.

Llegados a este punto considero necesario reflexionar primeramente sobre cómo se establecen diferentes funciones sociales para cada sexo en sociedades como la nuestra, para posteriormente entender el porqué de la minusvaloración del trabajo femenino y los presupuestos ideáticos sobre los que tal realidad se sustenta.

Con frecuencia, "se identifica la división sexual del trabajo con una división por la cual las mujeres se quedan en la unidad doméstica y los hombres trabajan fuera de la esfera doméstica; la mujer es identificada con la unidad y ésta con la mujer" (Harris1986: 216). Dicho de otro modo, lo que los hombres hacen es producción, mientras que la responsabilidad principal de las mujeres es la esfera de la reproducción, es decir, las tareas domésticas. El problema de esas identificaciones es que sirven directamente para confirmar el dualismo presente ya en la división sexual.

Es evidente que hay una base empírica de ese dualismo, pero enfocarlo de esa forma es, en el mejor de los casos, dar una visión puramente descriptiva del modo como las actividades de las mujeres típicamente están confinadas en la esfera doméstica (Maher 1974). Pero, a menudo, esas identificaciones superan lo descriptivo para caer en lo tautológico: lo que las mujeres hacen es tratado pordefinición como perteneciente a la esfera doméstica, simplemente porque lo hacen las mujeres. Un efecto de esto es hacer invisible cualquier actividad a la que se dediquen las mujeres que manifiestamente no pueda ser tratada como doméstica, por ejemplo el trabajo asalariado. Por ello el trabajo de las mujeres en sociedades capitalistas como la nuestra se vuelve invisible en muchas ocasiones. 

A nivel de las representaciones ideológicas el lugar de la mujer es el de la casa y su obligación principal será por lo tanto la de ejecutar el trabajo doméstico, y esta opinión, no se olvide, es compartida tanto por hombres como por mujeres (5). Y es que el espacio social propio de la mujer sigue siendo, al menos en el marco de las representaciones sociales, el espacio doméstico (casa, hijos), frente al espacio laboral-exterior masculino, y el orden tradicional en sociedades rurales occidentales coloca a la mujer en el marco del grupo familiar y relacionada de forma muy especial con el trabajo doméstico.

Junto a ello considero que en toda cultura la esfera de la producción (6) se asocia a los hombres, por cuanto sobre ellos recae el papel de adquirir bienes de subsistencia de forma continuada para su grupo social, mientras que sobre las mujeres descansa el de la reproducción (Aguilar 1998: 27). Y esta vinculación de funciones con cada sexo revierte en los espacios sociales en que ambas acciones se realizan de forma preferente: la producción queda unida a la esfera pública y la reproducción a la esfera doméstica. Aunque me consta que tal separación de funciones es una construcción social, es decir artificial (7), puesto que en realidad ambas esferas, la de la producción y la de la reproducción forman parte indisoluble de la reproducción social (8) en sí misma de toda sociedad, ambas funciones son valoradas socialmente de forma diferente, en detrimento de la reproducción (Aguilar 1998: 27-28).

Es aquí donde las concepciones sociales y las representaciones ideológicas entran en actuación en la desvalorización social que la esfera doméstica de la reproducción tiene en sociedades capitalistas como la que estudiamos. Y esta desvalorización está basada en la consideración de que todo trabajo tiene un valor de cambio, y desde el momento que las actividades que se realizan en el ámbito doméstico no poseen tal característica, quedan directamente secundarizadas frente a las entendidas como realmente productivas. Porque creo poder afirmar que en sociedades como la nuestra, cuanto no se integra en el mercado, es decir, cuanto no funciona como mercancía, con valor de cambio, está devaluado (9) socialmente o no se percibe siquiera su existencia: así ocurre con el trabajo de las "amas de casa" que -"no trabajan sino que hacen sus labores"- (Moreno 1997: 17). Esto es debido a que el trabajo doméstico no es convertible en dinero, se lleva acabo en solitario dentro del recinto del hogar, siendo por tanto esencialmente privado; y socialmente sólo adquieren prestigio aquellos trabajos que son remunerados, y que se realizan en el ámbito público. Así pues, dado que el trabajo doméstico, a pesar de su importancia fundamental para la reproducción ideológica, cultural y de la fuerza de trabajo, no reúne estas características, carece por completo de reconocimiento por parte de la sociedad, ya que, el primer patrón de reconocimiento social de las personas, es el trabajo remunerado.

Las actividades femeninas retribuidas suelen ser una extensión de las tareas domésticas y estas actividades dependerán de factores como la clase social y la edad, el ciclo de vida de la trabajadora y las necesidades económicas de su grupo doméstico; y más genéricamente estas actividades femeninas remuneradas también estarán en estrecha relación con la forma y los sectores en que se da la inclusión de la mujer en los mercados de trabajo. Estas condiciones de inserción laboral reafirman en el plano ideológico la menor valoración social del trabajo de la mujer, quedando así cuestionado de alguna forma el valor emancipador del salario, pues la consideración social del trabajo femenino, como subsidiario del masculino repercute en el ámbito familiar, legitimando la vocación exclusivamente doméstica de la mujer y justificando de alguna manera su dedicación prioritaria a las tareas domésticas. Como en nuestra cultura son las mujeres a las que socialmente se les asigna el ámbito doméstico, otorgándoseles ser "amas de casa", es fácil comprender que sus actividades estén infravaloradas.

Diversos son "los discursos que puntúan la dimensión sexual presente en las relaciones de trabajo, dando sentido social a las oposiciones entre mujer, casa y trabajo; actividad doméstica y asalariada; y la dicotomía entre producción y reproducción. Todos condenan el trabajo femenino asalariado realizado fuera de casa como un mal en sí mismo, a pesar de ser necesario para complementar la renta familiar. Las mujeres parecen fuera de lugar, cuando se encuentran en la producción o en el mundo público" (Da Silva Blass 1995: 56-57). Porque los valores que han caracterizado y siguen haciéndolo en gran medida, el mundo de la mujer, valores que condicionan y orientan su comportamiento, gira en torno a la familia y todo lo que se relaciona con ella. De esta forma la mujer considera que por encima de cualquier tipo de actividad que pueda realizarse fuera de la casa, está lo que corresponde al marco doméstico: organización del hogar y bienestar de la familia, incluso la actividad que pueda llevar a cabo en el mundo laboral, estará fuertemente influenciada por esta valoración de lo doméstico y será vista, como una extensión de sus actividades dentro del hogar, como algo opcional y secundario. No se olvide que hombres y mujeres adecuan sus comportamientos a un modelo ideal dominante que, como vengo exponiendo, percibe el trabajo femenino como coyuntural, como algo temporal que contribuya a las necesidades del grupo doméstico, en determinados momentos. Algo que no puede ni debe entrar en contradicción con "sus obligaciones" por oposición al caso masculino, sobre el que recae, como inherente a su propia condición de hombre, el aportar de forma continuada los ingresos para mantener a la familia, lo cual significa, el trabajo permanente (Aguilar 1998: 30).

El trabajo doméstico no sólo se desvaloriza al negársele su función productiva sino que se percibe además como "no trabajo" (Seccombe, 1980). Este presupuesto es elemental para entender la no valoración del ama de casa y así la naturaleza de la participación de las mujeres en los mercados de trabajo (Aguilar 1998: 29). Ante este no reconocimiento del trabajo doméstico como un trabajo "real" señalan algunos antropólogos que "el problema consiste en averiguar las razones por las que hay ciertos tipos de trabajo que se consideran dentro de la esfera del mercado, mientras que otros se colocan dentro de la esfera de la vida material" (Martínez Veiga 1995: 13-14). Para este autor, esto se debe al hecho de que estas actividades son catalogadas como infraeconómicas, infraestructurales, absolutamente básicas, y que por tanto escapan al mercado, a la conversión de la actividad en mercancía que es lo que determina lo que es trabajo o no.

Algo que quiero resaltar de forma especial, es la relación entre la no consideración del ama de casa como trabajadora y la consideración de determinadas actitudes propias de ese trabajo como necesariamente femeninas, pues ello explica las características de la inserción laboral de la mujer. Dirán ciertos antropólogos (Narotzky 1988) que el estereotipo según el que las mujeres son pacientes, detallistas, emocionales y serviciales, las hace que se consideren apropiadas para trabajos rutinarios, en los que es importante la habilidad manual y la presentación final más que la creatividad (tales como la costura, limpieza, mecanografiado, etc.) y son estos mismos estereotipos los que han alejado a las mujeres tradicionalmente de las ocupaciones que suponen el ejercicio de la autoridad dentro del ámbito laboral (Comas, 1995: 66-67).
 

VI. Los trabajos realizados por mujeres: trabajos "femeninos"

Parto cuestionando qué hace que ciertos tipos de trabajos sean considerados como "femeninos" y otros como "masculinos" y diversas serían las respuestas que se pueden dar. Como acabo de exponer, las actividades que se relacionan con la esfera de la reproducción son consideradas como "femeninas" y de esta forma los trabajos que tengan que ver con el ámbito doméstico serán conceptualizados como "cosas de mujeres", aun en los casos en los que éstos sean actividades laborales, insertadas formalmente en el ámbito de la producción, como ocurre en numerosas ocasiones estudiadas. 

Por otro lado, la sobrerrepresentación de un sexo u otro en una actividad hace que se la considere como "femenina" o "masculina"; aunque, mientras que para el caso primero, donde la sobrerrepresentación viene de la mano de los hombres, esto no significa que se desvalore socialmente el trabajo que ellos realizan, por el contrario, los trabajos considerados "femeninos" por la mayoritaria presencia de mujeres en los mismos, serán considerados inferiores a los "masculinos", y es en esta desigual valoración donde actúan las representaciones ideológicas en torno a la relación género-trabajo.

Diversos son los aspectos que caracterizan el trabajo femenino en nuestra sociedad, tales como naturalización, descualificación, opcionalidad, eventualidad, y minusvaloración, y sobre ellos voy a detenerme a continuación. A nivel de las representaciones ideológicas, existen unas actividades que se consideran "naturalmente" como propias de mujeres mientras que otras se presentan como de hombres. Y resalto lo de "naturalmente" porque se entenderá que en ambos sexos hay unas aptitudes específicas que les vienen dadas innatamente y que les capacitan para tipos de trabajos distintos. Diferencias que se convierten en desigualdad, como en otras muchas ocasiones, en detrimento del género femenino.

Me interesa incidir en aquellos aspectos que aportan un conocimiento de la forma cómo se genera desigualdad dentro del lugar de trabajo, y por ello presto especial atención a la "naturalización" de las diferencias y la construcción de la justificación ideológica de la desigualdad. Por naturalización entiendo el proceso ideático por el cual unas aptitudes, destrezas y habilidades se consideran adscritas a uno u otro sexo de forma biológica. 

Así pues, hay ciertas aptitudes -tales como la paciencia, el detallismo, el cuidado, etc.- que son vistas como naturales a cada sexo, es decir adquiridas de forma innata al nacer, y esto determinará que unos tipos de trabajo sean ejercidos por hombres y otros por mujeres; dicho de otro modo, la supuesta adscripción natural de unas habilidades, destrezas, cualidades, etc. no consideradas "aprendidas por adiestramiento cultural" sino "dadas" como "un don de la naturaleza", establecerá, de forma unas veces más rígidas que otras, la división sexual del trabajo, clasificando una serie de trabajos como femeninos o masculinos.

Considerando estas supuestas cualidades naturales, tanto físicas como psíquicas, determinadas de forma biológica y no aprendida, se entenderá el porqué de la existencia de toda una masa de trabajadores técnicamente "no cualificados" pero cuya destreza "natural" es precisamente la que se necesita para trabajos manuales que requieren habilidad, paciencia y minuciosidad (Elson y Pearson 1981: 150), como sucede en muchas industrias agroalimentarias (10). Son estos trabajos los que utilizan mano de obra femenina, por lo que es fácil deducir que una de las causas de la adscripción de no cualificación al trabajo de la mujer está relacionado, por tanto, con la forma de su adiestramiento en el ámbito privado y natural de la familia.

Es así como llego a la segunda de las características que vengo exponiendo del trabajo femenino, su "descualificación". Descualificación que responde a la no consideración de aptitudes en las mujeres aprehendidas a través de un proceso de socialización y un periodo de aprendizaje, al adquirirse éstas en muchas ocasiones en el seno de la familia y al ser percibidas como cualidades "innatas" al género femenino, como ya he comentado. Autores como Phillips y Taylor (1980: 85) en un estudio sobre cualificación laboral y sexo, llegan a la conclusión de que es el sexo de los que efectúan el trabajo, más que su contenido, lo que acarrea su identificación como cualificado o descualificado; esta afirmación requiere matizaciones. En primer lugar el concepto de "cualificación" va ligado a un adiestramiento explícito y social, realizado con vistas a su aprovechamiento dentro del campo de la producción, del trabajo social. El hecho de que el adiestramiento de la mujer -en general su habilidad y minuciosidad en el trabajo manual así como su resistencia a la monotonía- ocurre en el ámbito privado en relación a las tareas domésticas, hace que este adiestramiento no sea considerado como tal, sino como un "don de la naturaleza". 

A pesar de los cambios que se han introducido en la actividad laboral de las mujeres apenas se han modificado las percepciones ideológicas respecto a la relación de los hombres y mujeres con el trabajo remunerado (Comas 1995: 90). Si para el hombre se considera una obligación, para las mujeres, en cambio, es una opción, algo que se puede realizar, pero que no es prioritario. Mientras que el salario de los hombres se entiende como la base principal de sustento de la familia, el de las mujeres, por su parte, se valora como una ayuda. Estas percepciones contribuyen a asignar un carácter secundario y complementario al trabajo de las mujeres respecto a las aportaciones que se consideran necesarias y prioritarias, las suministradas por el hombre. Y estas percepciones tienen efectos muy directos en la lógica laboral.

Me parece importante este aspecto valorativo que defiende que el trabajo femenino no debe amenazar al del hombre, pues el trabajo remunerado que realicen las mujeres será entendido como una "ayuda" al de su padre, esposo, hermano, hijo, etc.; es decir, independientemente de la cantidad y la importancia de su contribución económica en la casa, su trabajo será siempre considerado como algo "optativo","circunstancial" y por lo tanto "prescindible". Llego así a la tercera característica del trabajo femenino: "la opcionalidad". Esto influye en la consideración de que el trabajo remunerado de las mujeres es secundario respecto al de los hombres y que se intente, además, que no interfiera en los ritmos y actividades domésticas, ya sea mediante jornadas laborales más cortas, horarios más flexibles, o bien, incluso, mediante tareas que puedan efectuarse en el propio domicilio. Y el hecho de vivir el rol profesional como algo parcial, provisional y opcional respecto al conjunto de la existencia, constituye otra de las actitudes que determinan de manera específica la relación con el trabajo de la mujer (Bianchi 1994: 493-499).

Otra de las características de los trabajos "femeninos", relacionada igualmente con la consideración de que el lugar de la mujer está dentro del hogar y que la principal obligación adscrita a su sexo es la de la producción y la reproducción del grupo doméstico, es la de ser actividades "eventuales", es decir temporales y/o intermitentes. Se tratará de trabajos donde el ama de casa no tenga que ausentarse del hogar más de un cierto tiempo, y por lo tanto estoy hablando de ocupaciones o bien temporales, como el caso de los trabajos eventuales agrícolas o de envasado de productos agroalimentarios, o intermitentes, y de igual modo compatibles en horarios alternados o superpuestos con las "faenas" del hogar. Porque suele ocurrir que las actividades de las mujeres en el mundo laboral son en su inmensa mayoría compatibles con su función de reproducción, y a más crianza de hijos, menor movilidad espacial tienen. Por ello los trabajos "femeninos" tienden a desempeñarse o dentro del propio hogar o en ámbitos cercanos al mismo, es decir, el lugar de trabajo donde una mujer desarrolle su actividad extradoméstica o laboral, tenderá a ubicarse en las proximidades de su casa, siempre que sea posible. 

Es por todo lo anteriormente expuesto por lo que se puede evidenciar fácilmente la última de las características del trabajo femenino que estoy presentando, su "minusvaloración". Minusvaloración que por lo tanto discrimina el trabajo de las mujeres frente al realizado por los hombres y que se manifiesta en la realidad de muy diversas formas. Porque se ha de tener en cuenta que la posición de la mujer en el ámbito laboral es el resultado de múltiples factores, que a la vez que la matizan, está condicionada por otros rasgos o categorías, a través de los que el colectivo femenino manifiesta su identidad común, y las diferencias que se operan dentro de ella.

Considero que el modelo de representación basado en la oposición trabajo-familia expresa los distintos roles asignados a hombres y a mujeres y sus posiciones desiguales en el conjunto social. Esta diferenciación de roles y su jerarquización se integran en la lógica de funcionamiento del mercado de trabajo. Así, las obligaciones domésticas son el principal argumento por el que las mujeres son objeto de discriminación en el ámbito laboral, de manera que cuando participan en él acceden en general a trabajos peor considerados y retribuidos que los de los hombres. Y ello muestra cómo el discurso dominante a nivel social reproduce literalmente el que corresponde a la lógica del mercado de trabajo. Es el rasero por el que se miden las actitudes y comportamientos y se atribuye la valoración social a las personas (Comas 1995: 51-51).

Por otra parte el acceso diferenciado de hombres y mujeres en la estructura ocupacional está condicionado tanto por obstáculos formales como informales, explícitos e implícitos, ocultos o manifiestos. Dicho de otro modo, el acceso de una mujer a un puesto de trabajo determinado en sociedades como la que nos ocupa, en la que supuesta y legalmente existen condiciones de igualdad en el trabajo para ambos sexos, se topa en la realidad con una serie de impedimentos por parte de los empleadores en los que entran en juego las representaciones ideológicas. Impedimentos entre los que debo mencionar las creencias culturales, la socialización en relación al trabajo, la cualificación laboral, los obstáculos informales y la propia estructura ocupacional (Reskin y Hartmann 1986); impedimentos todos ellos que discriminan y segregan al género femenino en relación al masculino en el ámbito laboral.

Otra de las manifestaciones de la segregación laboral en la estructura ocupacional es la sobrerrepresentación de un grupo de personas en determinadas ocupaciones o categorías. Cuando esto ocurre, tales ocupaciones pasan a sustentar los atributos del segmento social que las ocupa, en los que se proyectan las normas y estereotipos en que se basa la construcción social de la categoría que los integra. Así, por ejemplo, las ocupaciones en que las mujeres se encuentran sobrerrepresentadas se consideran femeninas, como ya he señalado anteriormente, porque se asimilan a las mismas funciones que, sin ser pagadas y sin requerir de especialización hacen las mujeres en casa, o porque se relacionan con determinadas cualidades de la mujer, que por el hecho de creerse innatas y no adquiridas no se consideran meritorias. Estas asimilaciones pueden conllevar la desvalorización de las ocupaciones que resultan tipificadas como femeninas o gitanas, o negras, por ejemplo, con repercusiones a nivel retributivo y de consideración social (Comas, 1995: 74-75). 

El análisis de los elementos que vengo presentando permite pues entender los presupuestos sobre los que se sustentan las representaciones ideológicas sobre la relación del género y el trabajo en sociedades como la nuestra. Y son estas representaciones las que actúan en la realidad y mantienen la división sexual del trabajo que estoy exponiendo y las que minusvaloran el trabajo femenino frente al masculino. Porque soy consciente que en el momento presente las condiciones de inserción laboral de las mujeres no son satisfactorias ni se encuentran en situación de igualdad con respecto a las de los hombres. Es más, puedo decir que en los últimos años estas condiciones se han visto agravadas por la disminución general del empleo y la precariedad laboral, fenómenos que aunque han afectado de forma general a todos los trabajadores, para el caso de las mujeres sus efectos han sido más acusados y negativos. 

Junto a esto se debe tener en cuenta que la mayor parte de mujeres se concentran en ocupaciones fuertemente feminizadas y son pocas las que acceden a cargos directivos o a categorías laborales elevadas. Las mujeres en paro tienen muchas dificultades para salir de esta situación, especialmente si se trata de mujeres casadas (Casas 1987). Y es que en el terreno laboral se muestra claramente una fuerte disimetría entre hombres y mujeres, ya que las oportunidades ocupacionales no son equivalentes, resultando más abiertas y flexibles para los hombres, más rígidas y restringidas para las mujeres.

Me consta que en los casos en que existe una legislación que impide la discriminación salarial de la mujer, se produce de todas maneras, la acumulación de mano de obra femenina, en los niveles peor pagados de la escala laboral. En otros casos se trata de trabajos que son diferentes y se estipula inferior paga para los que son tipificados como femeninos. Esto es muy habitual en los países en que, teóricamente, la legislación protege a las mujeres (Juliano 1993: 16). Se hace preciso destacar que en muchas ocasiones la feminización de un empleo es un índice de su proletarización, ya que la diferencia de salario entre hombres y mujeres no se deriva tanto de una discriminación directa sobre el salario como de una discriminación sobre el tipo y cualificación del trabajo (Barthez 1982).

Quiero adevertir que aunque en los últimos años hemos asistido a una creciente incorporación de mujeres al mercado de trabajo, esta incorporación se ha realizado en las posiciones más desventajosas, en trabajos que no requieren cualificación, que en su mayoría son temporales y rutinarios y que suelen estar menor retribuídos que el de los hombres. Junto a esto, un elevado porcentaje de los empleos actuales de mujeres reflejan los estereotipos tradicionales femeninos.

Todos estos elementos que he ido presentando y que caracterizan al trabajo femenino, hacen que exista desigualdad tanto en los aspectos formales como en los informales, y así por ejemplo en salarios y valoración social, es decir, se manifiesta de muy diversas formas que se da una segregación sexual en detrimento de las mujeres.

Por último, y ante la realidad que intento exponer sobre la minusvaloración del trabajo femenino, quiero plantear algunas reflexiones finales. Si, como he ido argumentando, esta situación de desigualdad entre los géneros en el mundo del trabajo viene sustentada por las representaciones ideológicas existentes en la actualidad, y si, como también he advertido, tales representaciones son constructos culturales que varían en cada momento histórico, cabe esperar, siquiera a modo de esperanzadora hipótesis, que estas representaciones ideológicas cambien cuando lo haga el contexto sociolaboral y cultural en el que se dan.

Aunque soy consciente que el trabajo remunerado de las mujeres fuera del hogar (Apaolaza 1993: 28-29), la obtención de ingresos económicos, no lleva siempre consigo de forma directa una redefinición de los lugares ocupados por las mismas en ámbitos como la familia o los grupos de parentesco, ni de las construcciones ideológicas acerca del papel de la mujer, al no modificar significativamente en la mayoría de los casos el sistema de valores relacionado con la tradición imperante en nuestra sociedad, considero que la incorporación de la mujer al mundo laboral puede llegar a ser un factor de cambio importante. Porque a pesar de todas sus contradicciones, el hecho de tener un marco más amplio de relaciones, una participación en el ámbito público y un salario propio, le permite ampliar su campo de actividades y decisiones. Aunque esto no significa que por el hecho de realizar un trabajo asalariado quede superado su papel subordinado, y asuma la igualdad de papeles con el otro sexo, posibilita al menos que la mujer ponga en cuestión el rol que la sociedad le ha obligado tomar.



Notas

1. Se hace preciso apuntar que el trabajo se realiza en contextos sociales específicos y en él se expresan las relaciones sociales existentes, porque el trabajo se relaciona con las distintas formas de desigualdad siendo una clave básica para entenderlas (Comas 1995: 13-14).

2. Hago esta aclaración, porque defiendo que en otras culturas existen más de dos géneros, al igual que también se consideran más de dos sexos, lo cual viene a reafirmar que ambos son categorías construidas culturalmente.

3. Creo que la importancia de las ideas no procede únicamente de lo que son, sino de lo que hacen, mejor dicho, de lo que hacen hacer en la sociedad sobre esta misma o sobre el mundo exterior (Godelier 1990: 175).

4. Para algunos autores, "la ideología puede considerarse como un lenguaje en que se expresa y representa lo que una sociedad dada considera como las relaciones más importantes que hay entre los individuos y sus condiciones de existencia" (Edholm 1979: 205).

5. Me interesa resaltar que los modelos de representación ideológica son compartidos tanto por las propias mujeres como por sus esposos, padres, empleadores, etc., están en la base misma de las relaciones sociales y como tales influyen en comportamientos y actitudes condicionados culturalmente (Narotzky 1988). Y la percepción básica es que las ocupaciones de las mujeres pueden ser de menor entidad y remuneración que las de los hombres y pueden intensificarse o interrumpirse según convenga.

6. Entiendo producción como la secuencia de actos que todo grupo humano desarrolla para cubrir sus necesidades de subsistencia.

7. Esta opinión la proponía también K. Marx (1975: 703-704) para el cual es imposible separar en la realidad la distinción que a menudo se hace de forma analítica entre producción y reproducción, proponiendo pues este autor una visión integradora.

8. Me refiero al concepto de reproducción social del sistema que distinguen F. Edholm, O. Harris y K. Young (1977). Harris y Young llegarán a distinguir tres significados distintos del término reproducción: la reproducción humana o biológica, la reproducción del trabajo y la reproducción social o sistémica, de esta última es de la que hablamos.

9. Es obvio que el trabajo doméstico no está remunerado y por lo tanto es considerado un "no trabajo", pero otra cosa es que siempre se infravalore. Pues en ocasiones, me consta que no todo lo que se hace en el ámbito doméstico esta minusvalorado. Pensemos por ejemplo en las actividades de bricolage que realizan mayoritariamente los hombres en el hogar en la última década: no tiene remuneración pero sí una alta valoración social.

10. Sobre este tema consultar A. Téllez (2000): "La fabricación de mantecados en Estepa: una industria con tradición local", Anuario Etnológico de Andalucía 1998-1999. Edita la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía. Sevilla. Edición Nacional: 231-246. Y A. Téllez (2001): "Una industria alimentaria generadora de identificación local: el caso de Estepa y la fabricación de mantecados", Zainak, Cuadernos de Antropología- Etnografía. Nutrición, alimentación y salud: confluencias antropológicas. Edita Eusko Ikaskuntza Sociedad de Estudios Vascos,  San Sebastián. Nº 20: 91-106.



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Este artículo forma parte del marco teórico y conceptual que presenté en mi tesis doctoral titulada "Procesos productivos y representaciones ideológicas: trabajo, género e identificación local en Estepa" defendida en la Universidad de Sevilla en 1999. Tal investigación se inserta en las líneas del grupo de investigación "Patrimonio Etnológico: Recursos Socio-Económicos y Simbolismo (PERSES)" (Plan Andaluz de Investigación. HUM-0398. Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía), y ha sido parcialmente financiado por los siguientes proyectos de investigación:

- "Desarrollo endógeno, procesos productivos y representaciones ideológicas: trabajo, género e identidad local en la comarca de Estepa" (Plan de Investigación Etnológica, 1999. Dirección General de Bienes culturales, Consejería de Cultura, Junta de Andalucía).

- "Territorio, recursos y políticas de desarrollo local" (28441131-98-191) Plan Propio de la Universidad de Sevilla, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía).

- "El estudio del patrimonio cultural como factor de desarrollo sostenible. Una propuesta de actuación" (DGICYT, PB97-0708).


 Gazeta de Antropología