Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1997, 13, artículo 09 · http://hdl.handle.net/10481/13568
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Publicado: 1997-10
Ciencia, ideología y comunicación en el trabajo social. Una alternativa dialéctica
Science, ideology, and communication in social work. A dialectic alternative

José Luis Moreno Pestaña
Sección Departamental de Psicología. Escuela Universitaria de Trabajo social. Universidad de Jaén. Linares (Jaén).



RESUMEN
Las disciplinas de intervención social (y todo el campo de las ciencias sociales con más o menos virulencia) no salen nunca de su crisis de fundamentos. En esas crisis se ofrece la relación existente entre debilidad epistemológica y dependencias extracientíficas, en el fondo, políticas. En trabajo social la pérdida de credibilidad de los horizontes políticos transformadores ha producido una huida hacia adelante de reafirmación cientificista a veces tan furiosa como intelectualmente endeble. Nuestra aportación pretende reivindicar una cierta concepción de la dialéctica como referente para comprender la relación y la tensión existente entre compromiso científico y político en la práctica del trabajo social huyendo a la vez de la inflación ideologizadora en sus versiones politicista y positivista.

ABSTRACT
The disciplines of social intervention (and the whole field of social sciences with more or less virulence) are never free from their fundmential crises. In these crises we find the relationship among epistemological weakness and extrascientific reliances that are basically political. In social work the loss of credibility of the transforming political horizons has led to a flight away from scientific reafirmation, at times as furious as intellectually feeble. Our contribution proposes a certain conception of dialectics which constitutes a reference point for the understanding of the relationship and tension between scientific and political commitments in social work practices, while avoiding ideologizing conceit in its politizing and positivist versions.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
ciencia e ideología | trabajo  social | intervención social | ciencia y política | dialéctica | science and ideology | social work | social intervention | science and policy | dialectics


El objetivo de este artículo de inspiración epistemológica no es establecer si el trabajo social merece reconocimiento como ciencia. Tampoco es proporcionar pautas acerca de cómo deben conocer los trabajadores sociales. En él se pretende proporcionar ciertas claves para ejercitarse reflexivamente en la interrogación sobre los esquemas de extracción, clasificación de conocimiento y actuación que suelen formar parte de la cultura profesional y, en menor medida, de la cultura académica nucleada en torno al trabajo social. Pretendemos demostrar que no tiene sentido separar el proceso del conocimiento del proceso de actuación y que el aspecto más sensible de la intervención social se juega en el momento que solemos denominar diagnóstico. De él no sólamente resultan los enunciados que nos van a servir de referente en nuestro análisis de la realidad, sino que la misma se construirá en buena parte desde éste. Nietzsche solía referirse de la siguiente forma al conocimiento y a sus «hallazgos»: «si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento» (Nieztsche 1990: 28). Sin asumir el subjetivismo extremo que parece rodear semejante caracterización de la ciencia, sí defenderemos que al menos en el trabajo social la «resolución» de una situación depende de la manera en que se haya perfilado previamente ésta en el proceso de conocimiento.

Este texto tiene carácter de debate. Pudiera ser que hubiera elegido un interlocutor polémico inexistente. En ese sentido sería superfluo. Es posible que algunos consideren que no es capaz de alumbrar zonas emergentes de interrogación en la práctica teórica que realiza todo trabajador social. Sería ineficaz. Algo que sería un fracaso a la luz de los criterios normativos que segregan nuestras tesis. Pero nadie que escribe puede comenzar su labor con estos ánimos. Una vez dejada constancia de nuestras precauciones pasemos a intentar explicarnos.


1. La ciencia como deseo

A fines de milenio todavía sigue despertando interés el deseo de construir una teoría del trabajo social que merezca el nombre de científica. En uno de sus primeros textos, Foucault se interrogaba por la extraña constancia con que la psicología quería ganarse el atributo de científica a fuerza de golpes de voluntad. Resulta paradójico, nos decía nuestro autor, querer construirse como ciencia no mediante la recogida de un perfil racional constatable en el caminar cotidiano de una disciplina, sino con la instauración de nuevas piedras fundacionales que acotan el sendero por el que la práctica futura recorrerá el camino seguro de la ciencia (Foucault 1994). Curiosa situación en que la buena voluntad kantiana pretende garantizar el campo de la razón pura.

En nuestros planes de estudio y en nuestros textos recientes aún se encuentra explícito ese deseo. Cabría preguntarse cómo sostenerlo después de los formidables ejercicios de autocrítica seguidos por las ciencias «duras», que han devaluado el capital simbólico de la denominación ciencia. Pero eso ha sucedido sobre todo en los círculos de especialistas. Cierto es, que el trabajo social se encuentra a menudo minusvalorado por su falta de supuesto nivel científico. Efectivamente, esa situación de hecho presenta con claridad meridiana las cuestiones de jerarquía social que se encubren con el señuelo de posesión de la verdad. En cualquier manera no parece muy correcto criticar la ideología (en el sentido marxista de falsa conciencia) y ponerse a practicarla. Solamente advertir que con esfuerzos de localización taxonomizadora de nuestra disciplina no atestiguamos que estemos pensando en ella, por más bibliografía que contenga referencias a la misma, y que utilicemos, y que no la defendemos mejor por más lustre que le proporcionemos. Pero merece recordarse que no hay camino seguro a la ciencia fuera del trabajo científico cotidiano. Y que el rigor no lo proporciona mágicamente ningún método.

Eso es algo común en filosofía de la ciencia desde la crisis del paradigma positivista. De ahí que resulten ociosos debates acerca del método, el objeto u otras entelequias inamovibles de la cual la referencia a el trabajo social en singular no es muestra menor. El debate entre historiadores y epistemólogos de la ciencia hace tiempo que se ha saldado con una conclusión: todo intento de construir una epistemología al margen de los plurales procesos históricos en que se incardina el saber es inútil. La historia de las disciplinas científicas es inagotable por ningún concepto universal de ciencia (Rossi 1990: 56-88). A ello se une la conciencia creciente de que las ciencias sociales se encuentran escindidas más por teorías distintas acerca de cómo es el mundo que por las separaciones disciplinares de carácter tradicional. En ciencias sociales se construye lo que se está explicando a partir de un paradigma determinado. Y es que las ciencias sociales nunca adquieren esa estabilidad que les permiten su demarcación definitiva de formas precientíficas de conocer. Se encuentran en continua crisis de fundamentos. De ahí que por ejemplo se entiendan mucho más en el análisis de una zona marginal un economista y un trabajador social marxistas que ambos con uno de sus colegas de tradición neoclásica o sistémico (Ovejero 1987). Sencillamente, no ven las mismas cosas. De ahí el hartazgo por cada nueva corriente que para ganar un lugar al sol anuncia ofrecer la constitución definitivamente científica si se asegura su hegemonía (Foucault 1994: 143; Ovejero 1987: 93-95; Politzer 1965: 41). Y de alguna manera, la ofrece pero por las razones que argüía Nietzsche: constata a la perfección el objeto que ha puesto para encontrar. Como explicaremos al referirnos a la problemática del lenguaje performativo, en ese mundo imaginario no sólo hay una constatación sino también una elección acerca de los rasgos que se desean que tenga. El uso de imaginario se vincula a la acepción de ideología inconsciente; también a la de imaginado: proyecto implícito.


2. El discurso del método

En primer lugar, intentaremos poner en solfa alguno de los supuestos con que la gente que realiza trabajo social quiere dar cuenta de su práctica. Supuestos que además ayudan a configurarla. Esa crítica, no impugna la globalidad del trabajo social sino que intenta potenciar el grano que lleva irremediablemente unida la paja.

Nuestro primer candidato al cuestionamiento es la pretensión de que nuestra profesión puede construirse a partir de metodologías de intervención estándar que proporcionen resultados seguros.

Resulta oportuno aclarar que cuando se utiliza la palabra método se hace con dos acepciones no siempre conciliables: nuestra asunción de la segunda acepción rechazará, como se verá, la primera. Ésta última define al método «como una sucesión normada de pasos tales que cualquier profesional competente los puede repetir en el mismo orden y en el mismo resultado» (Sacristán 1987: 114). Es evidente que esas metodologías existen y que multitud de profesionales en el campo del trabajo social las emplean con más o menos éxito. Claro está, con un previo: el que los individuos, grupos o comunidades en los que intervienen se adapten al marco de intervención con el que pretenden operar en su vida. Algo que se logra a veces sí y a veces no: lo cierto es que lograrlo implica el discutible precio de conducir a los individuos a unos determinados espacios --los espacios artificiales desde los que se extrae la información del diagnóstico (la entrevista, al encuesta...)-- y amoldarlos a unos determinados recursos --que se asumen como entidades dadas, emanadas de la única distribución política posible-- que exigen su previa conversión en individuos conducidos. Las leyes estándar sólo se pueden utilizar en una relación de ayuda a condición de que la gente permanezca pasiva dentro del plan de acción delineado por el técnico o el concienciado de turno. Y es que pese a sus pretensiones cientistas la condición de inteligibilidad del éxito de tales metodologías son las relaciones de poder. Muy a su favor las debe de tener el técnico social para que sus intenciones se puedan convertir en predicciones. El nivel de medida y de previsión de una realidad es mucho más poderoso cuanto más intenso es el poder de regularización de la misma. En palabras de Jesús Ibáñez: «tomar medidas a es un momento de tomar medidas sobre... A medida que el nivel de medida es más fuerte, es más fuerte el dispositivo de represión o de constricción del que la medida forma parte» Ibáñez (1988b: 52-53)(2).

Nada de esto debe escandalizar: el trabajo científico no consiste en proporcionar una copia exacta y precisa de la realidad. Cualquier hipótesis científica no es más que una forma de aclimatar un área de nuestra experiencia futura (3). Eso supone varias cosas. La primera que ese intento aclimatador se identifique con posibilidades reales (de ahí su objetividad). Se verá más claro al centrarnos en nuestro campo específico: podemos establecer que la lectura concienzuda de Platón ocuparía tanto tiempo en la vida de los criminales que estos dejarían de cometer sus tropelías. Pero ni el número de los mismos ni el trabajo que costaría introducirlos en el interés por los excitantes escarceos del Fedón parecen encontrarse dentro de lo realizable en una sociedad como la nuestra (con lo cual no podríamos imponer las relaciones de poder necesarias --aunque quizá tendríamos el apoyo de los licenciados de filosofía en paro--). La propuesta terapéutica es además notablemente absurda (por supuesto que no para los criminales: Juan de Mairena aclaró definitivamente que sólo los señoritos se ríen de Platón). No sólo no entra pues dentro de lo factible sino que tampoco parece que dentro de lo deseable. Al exponer una hipótesis científica un trabajador social no constata tanto una realidad sino que articula un deseo (si el deseo no es articulable es un delirio)(4).


3. Constatativos y performativos

Vamos a intentar precisar qué hace que los deseos no se transformen en delirios, consiguiendo que la situación se aclimate a la respuesta implícita que lleva toda pregunta diagnóstica.

El filósofo inglés John Austin (1990) consideró que había dos tipos de enunciados: constatativos y performativos (5). Los primeros responden a modelos del siguiente tipo: la cabeza del autor de este artículo tiene un diámetro considerable. Los segundos podrían ser descritos de la siguiente manera: serás madre cuando crezcas. En esta afirmación se está conformando algo: he aquí los enunciados performativos.

Para ver claro que este enunciado sea performativo tenemos que considerar si cumple lo que J. Austin llama «condiciones de felicidad» (6). Esas condiciones son las que permiten que un enunciado performativo pueda un día ser recogido por un enunciado constatativo en pasado (7).

La primera de esas condiciones es que la persona que establezca esas predicciones tenga un cierto papel institucional que permita que las palabras tengan el efecto deseado (que sea su madre, un educador...). La segunda condición es que las personas y circunstancias particulares sean las adecuadas para cumplir esa predicción (si se lo estamos diciendo a un varón, o si es una persona sin influencia alguna en la chica el enunciado no tendrá éxito (8)). En tercer lugar, el procedimiento debe llevarse a cabo por los participantes de forma correcta (si la predicción se lleva a cabo en broma o sin la solemnidad necesaria para que la niña lo interiorice como un destino), en todos sus pasos. Añade además dos subcondiciones para que el performativo pueda ser un día un constatativo: los participantes en el escenario configurado en torno a un enunciado deben de tener los pensamientos y los sentimientos que comprometen en su acción o, en nuestro caso, que les conducirán de ese modo (imaginemos que la madre o el educador no tienen influencia alguna en la cría porque esta tiene más edad que la que exige la eficacia socializadora --puede ser que pertenece al colectivo de feministas lesbianas de su barrio con lo que la cosa se afea aún más--). Y por último, los personajes tendrían que comportarse así en su oportunidad (algo que dependerá de la potencia con que se han realizado las condiciones anteriores). La persona que realizó esa predicción tendrá una razón que le permitirá años después utilizar el constatativo «predije con precisión que serías madre». Sólo que esa predicción no sólo delataba un deseo sino que exigía los raíles que las relaciones sociales dominantes disponen para su constatación: «se dice 'lo predije', sin recordar que se quería estuprar a la niña cuando tenía cuatro años, con la convicción de que ya entonces sería madre» (Gramsci 1993: 137). La eficacia de un performativo depende pues de la autoridad legítima que lleva incorporada la persona que lo formula y de su correspondencia con ciertas características objetivas del espacio social sobre el que se formula, que así se destacan frente a otras, se potencian y se convierten en la esencia diferencial de la realidad (9). En las palabras del enunciado performativo «se vehicula la potencia de sus decisiones» (Foucault 1990: 187)(10). Potencia decisional performativa que abrigada en la capacidad de sanción legal o moral produce tanto normas de comportamiento como escenarios para desarrollarlas (11) (von Wrigth 1979: 173-177).

El carácter productivo del enunciado performativo es fruto de la constitución ontológica peculiar de la realidad social. La realidad social no son sólo símbolos, pero esa realidad es sensible a la influencia simbólica. Al modificar o sostener nuestras formas de recepción y clasificación social toda acción con efecto tiene interés desde el punto de vista de su concurso al mantenimiento o la destrucción del orden social. Toda acción con efecto social se apoya o disloca en su origen y en su destino unos supuestos. La responsabilidad política del investigador pasa pues a primer plano (Ibáñez Gracia 1992: 23-26). Incluso la propuesta de reeducación platonizante puede, de ser formulada por alguien con más legitimidad que el que escribe, cobrar una solidez más allá de la estupidez (12). Resumiendo con certeras palabras de Muguerza --que redundan en otras traídas a colación de Neurath o Bourdieu--: «la prognosis científico-social guarda una estrecha relación con la programación política en cuanto que las predicciones del economista o el sociólogo, a diferencia de las del meteorólogo, son a menudo autoconfirmatorias o autorrefutatorias, esto es capaces de incidir en nuestra praxis y de ser afectadas por esta última» (Muguerza 1977: 190-191).

La introducción de cuestiones de filosofía del lenguaje puede parecer a algunas gentes del trabajo social una sofisticación absurda. No lo es, en la medida que rondamos en una profesión que legitima a menudo su actividad en la mística de una comunicación pura o, como le gustaba decir a la recuperada Richmond, en la acción de «mente a mente» (Gaviria 1995: 12). Nuestra demostración pretende destruir la buena conciencia que se deriva de esos esquemas, aparentemente inocentes, mediante la insistencia en que la acción empática no tiene por qué regular inmediatamente la vehiculación esencial y prístina de los individuos comunicantes. Como hemos visto en nuestro ejemplo, quizá chusco, de la niña-mamá la comunicación mediante palabras y lenguaje es también transmisión inconsciente de ideología. Permítasenos recordar las siguientes palabras de Herbert Marcuse: «la frase hablada es una expresión del individuo que la habla, y de aquéllos que le hacen hablar como lo hacen, y de toda tensión o contradicción que puedan interrelacionar. Al hablar su propio lenguaje el individuo habla también el lenguaje de sus dominadores, benefactores y anunciantes. No sólo se expresan a sí mismos, a su propio conocimiento, sentimientos y aspiraciones, sino también algo que está más allá de ellos mismos. Describiendo 'por sí mismos' ... nuestros amores y odios, nuestros sentimientos y resentimientos, tenemos que usar los términos de nuestros anuncios, películas, políticos y libros de éxito. Tenemos que usar los mismos términos para describir nuestros automóviles, comidas y muebles, colegas y competidores, y nos entendemos perfectamente (sic). Esto tiene que ser así, porque el lenguaje no es privado y personal, o más bien lo privado y personal es mediatizado por el material lingüístico disponible, que es material social» (Marcuse 1987: 221).

Marcuse señala que el significado de nuestras palabras está cargado por una pila sociopolítica desarrollada por las fuerzas sociales y culturales hegemónicas en nuestra sociedad. Que hablar significa actualizar una red de relaciones que conceden a las palabras una evidencia material. Claro resulta en el ejemplo acerca de la profecía sobre maternidad. Pero también en los diagnósticos sobre necesidades, alternativas, futuro para las gentes, etc.

La comprensión de que en las ciencias sociales los enunciados no sólo describen sino que a menudo prescriben (o ambas cosas a la vez) debe dirigir la manera en que los trabajadores sociales se representan su tarea epistemológica. La inconsciencia respecto a la función performativa produce la naturalización de ciertos itinerarios sociales (Bourdieu 1984: 77, 104), olvidando las marcas del dominio que encarrilaron su desarrollo. Más tarde nos referiremos a ello cuando expongamos el componente historizador de nuestra propuesta dialéctica. Ahora nos interesa insistir en que si el enunciado del trabajador social es el enunciado de una institución social (validada académicamente, administrativa e imaginariamente ante la población con la que trabaja) la preocupación por el sentido de su potencia performativa debe conducir a un reflexión sobre sus condiciones de posibilidad, con la inevitable valoración crítica de las mismas. Olvidar ésto, supone enfangarse en la matriz disciplinar de la ideología burguesa: «La imagen definitiva, la clave de bóveda de toda esta sistemática ideológica clásica, consiste, pues, en la idea de que el funcionamiento (como el «origen») de cualquier estructura social consiste en la puesta en relación entre dos (o más) sujetos que entran en relación intercambiando sus «deberes-derechos» (contrato político), sus «mercancías» (contrato económico: circulación y cambio) o, en última instancia, su «trabajo» a cambio de «dinero»... (Rodríguez 1994: 63). Sus consecuencias en trabajo social las ha puesto certeramente de manifiesto Vicente de Paula: «el modelo ideal de un contrato entre cliente y profesional no considera las desigualdades concretas de las partes en interacción, esto es, sus situaciones desiguales de dominación en los aparatos institucionales. En la perspectiva parsoniana cliente y profesional estarían en una relación de equivalencia, con bases en un fetichismo de igualdad institucional entre los actores: el profesional actuando por desinterés y por el bienestar público y el cliente actuando para corresponder a las expectativas sociales «inherentes a su papel» (de Paula 1983: 139). En ese contexto comunicativo, concluye de Paula, sólamente hay conclusiones a la altura del espacio epistemológico que se ha configurado: el desorden procede de los individuos y, aunque se diagnosticara procedente de la sociedad, no habría posibilidades pragmáticas de abordar desde tal situación artificiosa del diálogo aislado acciones consecuentes con el diagnóstico.

Pasemos ahora a ofrecer los efectos de poder que incorpora el trabajo social desde dos ángulos. El primero tiene que ver con el registro en el que ansiamos incluir nuestro discurso. Lo que sigue es un recorrido por el tipo de condiciones generales que actualiza el trabajo social al sostener enunciados con pretensión científica. Estas condiciones son las mismas que las de todas las instituciones sociales con pretensión científica. Posteriormente describiremos los efectos sociopolíticos inducidos por los acercamientos habituales en trabajo social. Veremos como cientificismo y desproblematización de las estructuras sociales se reclaman uno a otro. Y cómo forman una combinación particular de violencia simbólica que nuestra profesión comparte con otros representantes de la terapeutocracia. La violencia simbólica consiste en que los dominados perciban su existencia desde el punto de vista ideológico del dispositivo dominante (Bourdieu 1997: 21; Castel 1980: 98-124). Nuestro desarrollo ha mostrado cómo se encuentra allí la posibilidad ontológica de realización de las propuestas de existencia que el dispositivo dominante presenta como descripción de la realidad. Esos concursantes inconscientes a la construcción de la realidad pasan a ser especificados en lo que al trabajo social se refiere.

-- Efecto de poder basado en la retórica de la verdad científica: Foucault caracterizaba la voluntad de verdad de Occidente por su interés en radicar la verdad fuera de los rituales establecidos por su contexto de proferencia. Según Foucault efectivamente, mientras en la Grecia del siglo VI antes de Cristo, el discurso verdadero era el discurso del sofista con su conciencia de poder institucional como clave de validación: «un siglo más tarde la verdad superior no residía ya más en lo que era el discurso o en lo que hacía, sino que residía en lo que decía: llegó un día en que la verdad se desplazó del acto ritualizado eficaz y justo de enunciación hacia el enunciado mismo: hacia su sentido, su forma, su relación con su referencia» (Foucault 1987: 16). Desde entonces un discurso verdadero enajenado por su forma del deseo y liberado del poder (si bien deseo y poder pueden formar parte de aspectos no fundamentales de su proceso de creación), se eleva sobre un nuevo espacio donde la verdad y el referente adquieren características específicas.

Ibáñez Gracia (1995: 33-40) ha analizado con detenimiento esa potencia impositiva del cientificismo. Se apoya en cuatro supuestos que se actualizan cada vez que se produce la afirmación esto es científico. Cada vez que un enunciado es reconocido como científico acumula el poder de ser considerado:

a) Detentador de la verdad única: el resto de argumentos sólo tiene sentido como preludio del argumento científico o falsedad delimitada de él.

b) Que sea absoluta: en el sentido aseverado por Foucault, el deseo y el poder pudieron jugar un papel en su nacimiento pero nunca en su configuración definitiva.

c) Ideológicamente legitimada: ese efecto de construir un umbral de la razón científica por debajo del cual todo tiene valor decreciente no lo ha realizado la propia razón científica. Es un efecto ideológico perverso de la lucha de la ilustración contra la superstición.

d) Suprahumano: ¿De quién puede nacer un conocimiento no contaminado por el deseo, el poder y de una veracidad que no admite competencia? De Dios.

Compartamos o no la genealogía de Foucault y el análisis de Ibáñez Gracia, tiene interés seguirlos para desvelar la pretensión ideológica que guía al reclamo científico en las ciencias sociales. La estructura que nos describen es la de un acto institucional que desconoce su origen social y que se vivencia legítimo, natural e indiscutible. Conviene reconstruir brevemente la creación en Occidente de estructuras sociales y discursivas que obligan a las teorías sobre la vida social a pelear por ser científicas, con el objetivo de acumular una potencia simbólica obtenida del usufructo exclusivo del ámbito que en otros tiempos no les perteneció: el de la ordenación política de la realidad.

Recurramos --también con obligada brevedad-- a una génesis históricamente diferente a la de Foucault, pero creemos que teóricamente solidaria, que Habermas realiza del proceso de cientifización de la política.

La era burguesa se caracteriza por su progresiva consideración de la realidad humana como algo de lo que cabe hacer un discurso regulado por leyes desde una posición absolutamente objetiva. Para Aristóteles la política era distinguible tanto de la episteme como de la techné. La política en tanto doctrina de la vida buena y justa no podía aspirar por el carácter mudable de su objeto de estudio a la estabilidad ontológica y la necesidad lógica privativa del conocimiento epistémico. Tampoco se trataba de una forma habilidosa de producir técnicamente un determinado estado de cosas. Eso supondría convertir la política en una capacidad instrumental y amoral. La política no podía aspirar a conocimiento estable sino a la acción prudente y sabia éticamente dependiente y efectualmente responsable. Es con Hobbes, nos dice Habermas, cuando se empieza a constituir una filosofía social de pretensión atemporal, que concibe la regulación social como un problema técnico, y que considera su misión articular el campo de posibilidades en el que se ha de mover la conducta de los hombres: «los ingenieros del orden correcto pueden prescindir de las categorías del trato moral y limitarse a la construcción de circunstancias bajo las cuales los hombres, en tanto que objetos naturales, están forzados a una conducta calculable. Esa separación de la política respecto de la moral reemplaza la conducción hacia una vida buena y justa por la posibilitación de una vida holgada en un orden correctamente elaborado» (Habermas 1990: 51). Foucault explicó de un modo mucho más preciso que Habermas cómo esa gestión científica de la política se trasladó de los grandes asuntos de Estado a los microprocesos sociales que constituyen la red de nuestra cotidianeidad. Se configura una red de relaciones de poder pendientes de un detalle que al acumularse constituirá el lugar desde el que se levantará el capital científico de las ciencias sociales. En ese punto, siempre movible y en conflicto, nos encontramos los trabajadores sociales. No hay vuelta atrás. En cualquier caso, salir de nuestro pecado original implica advertir el señuelo ideológico que despiden los que persiguen el método como una aplicación regularizada que conduzca a situaciones exitosas, así como el dispositivo pragmático del que forman parte.

El efecto no es sólo ideológico para los agentes de ese discurso que olvidan la dimensión valorativa que subyace a toda caracterización de la realidad. También tiene un evidente efecto de carácter general: vaciar el debate público al considerar que esos asuntos deben quedar en manos de los competentes, capaces de caracterizar la regulación adecuada del organismo social. Los especialistas de la organización comunitaria no harían discursos sino transparencias absolutas de lo evidente. El resultado simbólico de esa pretensión es la institución del interlocutor como un incapacitado. No a través de una acción coactiva explícita sino de una inoculación simbólica (13), en la que pretende fundarse la dirección de una realidad siempre concebida de manera similar.

Para definirla se suele operar trasladando la metáfora biológica al orden social (14). En el orden biológico las normas de funcionamiento son vividas sin problema alguno. En el orden social la evidencia demuestra que la angustia suele ser correlativa a la existencia de los sujetos. La vida social puede transcurrir sin norma común. La única manera de integrar a los sujetos sociales en un organismo activado biológicamente es introducir desde el exterior un espíritu de conjunto que pragmáticamente no es capaz de funcionar por sí mismo. Comte vio que esa era la tarea del científico a partir de una concepción orgánica suprasubjetiva que la sociedad no es capaz de proporcionar al conjunto de sus miembros en su mecánica habitual. En realidad, más allá de la mitología en que cada uno se represente esa suprasubjetividad, se está acondicionando el futuro de la sociedad con la que interactúa a partir de un supuesto que articula realizarse en las condiciones sociales producidas a lo largo de la historia de Occidente (Canguilhem 1971: 197-199). Si esos supuestos son aceptados por el sujeto paciente (objeto) el acto performativo tiene todas las trazas para que, si no hay azar que lo remedie, en el futuro puede ser concebido como un constatativo. Para eso deberá haber transformado toda voluntad de separación del conjunto integrador funcional en motivo de atormentamiento subjetivo (15). Comienza a reinar el orden. Eso nos obliga a precisar cómo funciona políticamente el científico de Comte al margen de su representación como instrumento de segundo orden de un organismo.

-- Efecto de poder basado en la organización de los problemas a partir de necesidades no radicales. Agnes Heller definió las necesidades radicales como aquéllas nacidas en un determinado orden social pero cuya satisfacción supondría el trastocamiento del equilibrio sistémico (Heller 1986: 87-113 ). El Colectivo IOE (1989: 109-120) ha analizado, entre nosotros, convincentemente, como el uso de instrumentos técnicos sin la utilización de la reflexión epistemológica delimita unas necesidades y no otras que pasan a ser establecidas como las únicas posibles y a la larga como las deseadas por la población satisfecha.

En primer lugar, los aparatos de establecimiento de diagnóstico característicos de nuestra política social asumen las necesidades expresadas según los criterios de clasificación del Estado: poblaciones, sectores... que precisan apoyo, superar determinados handicaps... Esa clasificación introduce la población en conjuntos funcionales nunca antagonistas paralizados así como entes objeto de intervención (Desrosières 1995: 19-35)(16) . El proceso además vuelve equivalentes necesidades y grupos heterogéneos actuando como si la realidad no fuese la mayoría de las ocasiones un juego de suma cero en el que el bienestar de unos es proporcional al hundimiento de otros.

En segundo lugar, olvida la manera en que los instrumentos técnicos prefiguran los diagnósticos mostrándonos de una determinada manera sólo aquéllas respuestas para la que tales instrumentos constituyen preguntas. Toda técnica de análisis de la realidad impone unas condiciones a su objeto de estudio construyendo una relación artificial que lo coacciona en una determinada dirección. No es igual hacer un estudio de necesidades mediante entrevistas individuales en un despacho que obtenerlo de las conclusiones tomadas en una asamblea de vecinos. Jesús Ibáñez clasificó el modo en que la investigación social modifica y construye su objeto de estudio mediante la referencia a tres perspectivas a las que denominó distributiva, estructural y dialéctica. La perspectiva distributiva sirve para acercarse a aquellos conjuntos que extraen su significado de la suma de sus partes. El conocimiento de cada una de ellas nos permite conocer el significado global del conjunto. Podríamos estudiar el grado de discriminación positiva de un centro escolar localizando la fruición que cada uno de los docentes tiene por los niños problemáticos. No hay más que tener la cualificación técnica y la creatividad científica que permita construir indicadores que sean capaces de delimitar dicha fruición.

Un estudio a nivel estructural pretende localizar las estructuras relacionales que organizan una realidad más allá de los elementos que la componen. Con la perspectiva estructural estudiaríamos los dispositivos concretos que ese centro establece en su conjunto de actividades para evitar la defección escolar de los alumnos.

Cualquiera que realice trabajo social en relación con el medio escolar seguramente andará escamado. Conocerá un buen número de casos en que docentes preocupados que organizan su institución de manera compensadora hacen funcionar centros docentes bastante excluyentes; o sencillamente el compromiso individual o institucional no se pone de manifiesto en la práctica por alguna razón misteriosa. Es evidente que hay sistemas de relaciones que se nos escapan más allá de la autoconciencia de la gente o de la manera en que determinan su función docente. Algo hay en ese sistema escolar que permite que unas estructuras compensadoras se combinen en la producción pedagógica de una práctica excluyente. Para nuestro gran pensador fallecido el análisis dialéctico estudia el funcionamiento pragmático de las instituciones más allá de lo que ellas dicen de sí mismas: de cómo se combinan sus estructuras internas entre sí hasta formar un sistema (Ibáñez 1988b: 64-67). El recurso a Ibáñez, resumido por razones de espacio nos permite visualizar la manera en que las técnicas vehiculan en el investigador una potencia de construcción de su objeto. Nada es más problemático que la inocencia respecto a ello.

En tercer lugar actúa desconociendo que los objetos que constata --las necesidades-- tienen una génesis histórica. Necesidades de las que el sujeto socialmente configurado es, a veces, un mero epítome. También más adelante ofreceremos alguna guía de qué precepto metodológico general se deriva de esta constatación. En principio, basta con establecer que aquí se obvia que «las propiedades presentes de los objetos sociales, en tanto que son objetos históricos, no son desligables del proceso que los ha constituido y no pueden ser explicados sin hacer referencia a ese proceso» (Ibáñez Gracia 1992: 21-22).

Las disposiciones, las necesidades y los deseos de los seres humanos son cotidianamente configurados por la oferta de elección que les proporciona un sistema social y su posición en el mismo. El hecho de que exista una realidad, ya se sabe, no sólo no es testimonio de su valor, tampoco lo es de su necesidad fáctica (17). La realidad es realización. Realización de unas posibilidades de existencia que no agotan el conjunto disponible. El hecho de que un ser humano tenga por necesidad imperiosa una dieta de adelgazamiento, la eliminación de la enseñanza tradicional, la consecución de capacidad de consumo, la obtención del doctorado en filosofía, la publicación de un artículo en Gazeta de Antropología o la conservación de Ronaldo en su club depende, en buena parte, de los conjuntos sociales a los que se ve sometido y a los que aprende a adaptarse y no de ninguna disposición íntima o congénita. Puede ser que un conjunto de potencialidades no desarrolladas las haya reprimido o olvidado, pero tal no significa que esos deseos dejen de estar presentes. Simplemente, el discurso ideológico dominante que asume como horizonte de expectativas no conoce objetos que puedan servir de referentes a los deseos olvidados. Tanto en lo que concierne a los investigadores como a los usuarios la ideología es el sistema de coacciones que definen la selección de objetos relevantes tanto para el conocimiento como para el deseo (Adorno 1996: 30-31; Bourdieu, Chamboredon, Passeron 1994: 69).


4. Del método como algoritmo al método como referente normativo

Estos efectos de poder hacen que el especialista científico tenga a menudo éxito. En una sociedad en que el cientificismo es una de las forma ideológicas de la hegemonía reclamarse de él es hacerlo de un inmenso tesoro. Tesoro que concentra un enorme capital simbólico acumulado concedido por el conjunto de los agentes sociales, incluso de aquellos que al aceptarlo se transforman en sus pacientes (Bourdieu 1984: 67-69)(18)

Gracias a que esa ideología tecnocrática falsea la realidad ontológica que supone (19) las metodologías son a menudo frustradas por la rebelión de sus objetos. Además, se produce el hecho de que, en ocasiones, es reformulada, conduciendo a situaciones positivas pero que no siguen ningún plan determinado. Comúnmente, eso es vivido no cómo un fracaso por los profesionales prácticos, pero sí como una fuente adicional de cinismo respecto de la teoría. Mi idea es que eso debe ser vivido como un triunfo práctico y como una impugnación sólo de las teorías manualistas y de sus burocráticos presupuestos. Ya Gramsci había puesto de relieve que la homogeneización y la desconflictualización del objeto social que presupone toda estilización cientificista del mismo tiene un precio: «la ley estadística sólo se puede utilizar en ciencia y en el arte políticos en la medida en que las grandes masas permanezcan inactivas» (Gramsci 1993: 18-19). Ese es el sueño de todos los planificadores, universitarios o no: contener todo el pasado en su estudio y todo el futuro en su proyecto (Ibáñez 1983:169).

En este caso, como en tantos otros, la sensación de fracaso se moderaría reincidiendo en la ilustración teórica: y es que ningún físico, por poner un ejemplo, confundiría el comportamiento de un objeto científico con el comportamiento de un objeto real. Por eso ningún científico sensato esperaría que los comportamientos de la realidad se parecieran a los que ha discernido en una situación artificial mediante su configuración de un constructo teórico (Sacristán 1995:238), al margen de su capacidad de configuración técnica del mismo. La ciencia natural que trabaja con regularidades abstractas guiada por el interés de control de un medio al que se obligará a amoldarse a la situación experimental, tiene justificado ese tipo de normatividad predictiva (Wellmer 1979: 18). Pero nunca una profesión de ayuda, administración y generación de recursos como la nuestra.

Lo que sucede en las mejores prácticas de trabajo social es que el esquema abstracto de intervención y conocimiento ha sucumbido ante presiones de la realidad concreta, ante sus exigencias específicas y embrolladas que ningún objeto científico delineado desde modelos teóricos ahistóricos puede recoger. Por eso proponemos trabajar con un concepto de método que lejos de esas pretensiones desmesuradas-y a la postre, coactivas- se presenta como «un conjunto de recomendaciones o reglas de tipo general, en parte inducidas a partir del estudio de casos de la historia de la ciencia y en parte propuestas normativamente» (Fernández Buey 1991: 61). Así se condujo Richmond al formular su metodología del caso social individual. Recogió lo que le pareció distintivo en la estrategia general de acercamiento de los trabajadores sociales y lo expuso sin eliminar sus componentes normativos entendiendo esto como recomendaciones generales de acercamiento a la verdad, y como sentido específico que el trabajo social otorga a esa búsqueda de la verdad. Con este concepto de método daremos entrada a una propuesta concreta de utilización de la dialéctica en la modulación del trabajo social. Esperamos con ello salvar las críticas que hemos realizado a la práctica del trabajo social ausente de la reflexión sobre los poderes productores de la ideología, sin reducir el trabajo social a un activismo político.


5. La dialéctica y los dos momentos constituyentes de la síntesis científica

Sabido es que el trabajo científico comienza siempre por un momento denominado analítico: se enfrenta a su objeto de estudio como quien deshilacha un vestido para ver los diferentes tejidos que lo constituyen. El trabajo científico disuelve la unidad de la realidad concreta con el objetivo de percibir los matices que su constitución concreta obnubila en la totalidad organizada en que se presenta el objeto de estudio. Esos procedimientos de acercamiento tienen que ser posteriormente estructurados internamente si queremos que nuestro procedimiento analítico nos permita avanzar en nuestro conocimiento del objeto y no perdernos en la abstracción que realiza. La síntesis de lo analizado nos permite reencontrarnos con nuestro objeto de estudio de manera enriquecida tras realizar un análisis.

En realidad, el momento sintético se encuentra también al comienzo del proceso de conocimiento. En primer lugar por lo que señala Jacques Monod: «hacer ciencia implica una ética, una ascesis de la objetividad y, por lo tanto para construir el conocimiento objetivo, hay que haber adoptado una ética, pero el conocimiento objetivo no puede conducir a una ética» (Monod 1974: 21). Para nuestra perspectiva dialéctica no es suficiente la constatación del biólogo francés: la ética de la objetividad no es el único momento sintético fundante de la práctica científica, aunque sin él no merece esa denominación. Hay una síntesis previa, nada inocente, que delata moralmente un espacio de atención y un objeto privilegiado de estudio. Un sistema de selección de los objetos relevantes tanto para el conocimiento como para un implícito sistema de organización de la realidad.

Lógica de la verdad / lógica de la emancipación

Vayamos, en primer lugar, a ver la síntesis inicial que realiza el procedimiento científico.

Una posición materialista en lo moral se sostiene sobre supuestos científicos, y, por tanto, no contempla atajo alguno al margen de la verdad (es evidente que esa verdad no revela el fondo esencial de las cosas sino el troquelado que ha producido un proceso de producción histórico. Que la realidad sea histórica no la hace menos realidad, ni menos maciza. Simplemente la hace revocable). De lo contrario, una posición moral pierde el fundamento en las cosas. Y, con ello, ya señalamos que empieza a navegar en las aguas ennegrecidas por la melancolía del delirio.

Pero también hemos explicado que un trabajo científico se actualiza desde una dirección moral. En fin, esperemos que el círculo no sea vicioso.

Demorémonos de momento en el ethos científico que debe modular específicamente la indignación moral desde la que comienza todo trabajo social.

Se recordará que hemos renunciado a dilucidar si nuestra disciplina constituye una ciencia, una técnica, un arte o un revoltijo. No dominamos las claves para ello aunque seguramente existen. Pero no nos hemos cansado de insistir en nuestro texto que sin actitud científica nuestra proposición dialéctica enreda en un politicismo ilegítimo que bastardearía el trabajo social. Seguramente entre una actitud científica y una actitud no científica no existe una demarcación definitiva. Pero que los límites no sean definitivos no quiere decir que, como diría el castizo, no nos juguemos un potosí en los matices. Hay diversas formulaciones del ethos del científico que resultan de interés para completar los fundamentos epistémico-morales del trabajo social. Conviene, sin embargo, hacer algunas precisiones. Entender este ethos como una descripción de la práctica real de los científicos constituye un disparate. Si lo integrásemos como algo que incorporamos inmediatamente por presumirnos científicos se convierte en un ideologema despreciable. Ese ethos constituye una idealidad presente en ciertos rasgos del proceso científico, pero desmentido por otros (Manzanera 1994: 48-49). La asunción racional de ese ethos obliga a una interrogación agónica --nunca finalizable-- sobre las relaciones de poder que estructuran el proceso científico. Esa interrogación tenderá a hacer disminuir o al menos a tener reflexivamente controlados los rasgos ideológicos que lo permean. Ese ethos es algo más que una simple ideología abstracta, pese a que es evidente que no informa la realidad de hecho que pretende orientar, el trabajo científico (Medina 1989: 134).

Cuatro son los rasgos de ese ethos tal como lo definió Merton (1985: 355-368):

Universalismo: Enfocar los criterios de verdad al margen de la fuente emisora. La única manera consiste en juzgarlos en torno a criterios proporcionados por la única forma de validación ontológica de los enunciados científicos: el uso reflexivo de las técnicas de investigación. Eso supone conservar como idealidad la búsqueda de una verdad independiente de su origen social.

Comunismo: La ciencia es producto de la colaboración social y por tanto no está limitada por criterios de herencia. Los resultados científicos son propiedad colectiva, gestados a partir la plusvalía apropiada a la clase obrera y sostenidos, en forma polémica o no, en el esfuerzo investigador de otros miembros de nuestra especie. En el caso del trabajo social, esto debería aplicarse también a la forma de establecer y valorar los resultados del proceso de investigación con los propios afectados, tal como defiende la investigación participante. El propio Merton que no vivió nuestro tiempo, en que se acaba de patentar el uso de una ecuación matemática, comprendió que este imperativo está severamente restringido por la estructura económica capitalista.

Desinterés: Con esta idea Merton no se refería a que los científicos fueran neutros, sino a que la forma de organizar la relación de comunicación y producción de saber debe organizarse sancionando las desviaciones subjetivistas, cuya capacidad de argumentación se encuentra absolutamente absorbidas por referencias no argumentativas de autoridad. Por supuesto, esto no implica que el conocimiento no tienda estructuralmente a algún interés. Más bien que no se sirve a ese interés sino es actuando desinteresadamente. De eso Marx era bien consciente cuando escribió: «a un hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella misma (por errada que pueda estar la ciencia), sino de fuera, un punto de vista ajena a ella, a ese hombre le llamo canalla» (Sacristán 1983b: 9-11). Una de las diferencias entre un científico comprometido y un agitador está en la capacidad de interiorizar esta actitud hasta el punto que su no cumplimiento arrostre sanciones de su propia conciencia moral. Tal es el precio superyoico que exige el ingreso en el subsistema ciencia. Es en esa actitud en la que le trabajo social puede introducir procesos aproximativos de demarcación respecto de la solidaridad organizada por el sentido común.

Escepticismo organizado: Intento de escrutinio imparcial de lo ofrecido por una investigación, que como ya sabemos está guiada por supuestos epistemológicos. Pero sin un intento de suspensión del juicio vía autocontrol crítico de las propias ideologías que nos construyen, no nos encontraremos más que reiteraciones de nuestros propios supuestos previos que responderán a nuestras preguntas retóricas como un eco. El principio motriz del autocontrol ideológico era recogido por Marx en su dictum preferido: De omnius dubitandum.

Estos principios no tiene valor descriptivo para ningún acercamiento sociológico empírico a la ciencia. Creemos, sin embargo, que para una filosofía dialéctica que se ha propuesto prescribir sólo aquello que sea localizable en la realidad pese a que no la organice totalmente, la utilización como tensor crítico de tales principios no la lleva por la senda del inmaterialismo.

Pero, ¿es ésta la única síntesis previa que organiza el acercamiento analítico? Creemos que una perspectiva dialéctica destaca otros aspectos que conviene tomar en cuenta. Volvamos a Mary Richmond: ésta señala algo curioso a la hora de delimitar el perfil específico que el trabajo social produce en su acercamiento a la realidad: en el momento de análisis el trabajo social debe conducirse en una dirección que amplifica determinados rasgos de la realidad en detrimento de otros (20). Richmond delimita esa capacidad artística (a la que compara con la del escritor) como poder para sorprender «nuevos significados y posibilidades para aquellas situaciones usuales que todos comparten» (Richmond 1995: 104). El trabajo social aparece así como un tipo de mirada. Mirada moralmente dirigida que demuestra que el momento analítico está conducido por una síntesis previa moralmente prefigurada que organiza el proceso de disolución del objeto (21). A ello hemos estado refiriendo al adentrarnos en la cuestión de lo performativo. Por tanto, la mitología positivista de un momento analítico neutro --comprometido exclusivamente por una ética del conocimiento-- frente a un proceso sintético infectado de decisiones cae por el suelo. Si quisiéramos precisar mejor ese momento moral previo podríamos recurrir a los resultados que alumbran el estudio de esos casos en trabajo social. Esos «resultados» se producen cuando el espacio del ayudante y el del ayudado han sucumbido, bien porque uno ha dejado de ser necesario al proporcionar lo que los angloparlantes llaman enpowerment, bien al generarse una dinámica nueva donde los papeles dejan de estar claros, al desaparecer los lineamientos de partida en que adquirían funcionalidad (Fals Borda y otros 1991:173-210). Esa síntesis previa privilegia el análisis de las coacciones y recursos que estructuran el tejido del individuo porque va dirigida por el modelo moral de una relación simétrica en la que el papel del catalizador externo languidezca por crecimiento creativo de los recursos endógenos del individuo o los grupos sociales atendidos (22).


6. Una perspectiva para pensar la realidad más allá de la libertad y la necesidad

Veamos que aporta brevemente nuestra reivindicación de la dialéctica. En primer lugar, nuestra concepción de la dialéctica no tiene nada que ver las leyes que rigen el «movimiento y desarrollo de la naturaleza, la sociedad y el pensamiento» (Lima 1983: 147). No proporciona ningún método mecánico que conduzca al éxito (23). Propone algo que podría llamarse un estilo de pensamiento (24) que aborda filosóficamente la realidad concreta, y que recoge de ella criterios orientadores. Ese estilo de pensamiento no forja una codificación normada de pasos porque es característico de él «proponerse un objetivo de conocimiento que estaba formalmente excluido de la ciencia desde Aristóteles, según el principio, explícito ... de que no hay ciencia de las cosas particulares, de lo concreto» (Sacristán 1987: 115; 1983a: 327); y, el movimiento de lo concreto, no produce leyes: sólo puede ser digerido en el plano de la eficacia mecánica a costa de un grado extremo de sometimiento. En él la resolución de los problemas no se guía por la construcción de una respuesta a una pregunta en un laboratorio artificial. En tanto la pregunta nace de la demanda, la respuesta se encuentra cuando se cancela dicha demanda, porque la fuente de la misma encuentra innecesario el recurso a un tercero exógeno al espacio concreto en que se genera su existencia. Bien porque él, individualmente, ha dejado de convertir en fijación reiterativa y paralizante su relación con dicho entorno, o lo que sería más deseable: ese entorno ha dejado de ser el localizado geográfico de unos individuos para convertirse en una red vivencial comprometida con la resistencia a circunstancias adversas.

Los que nos hayan seguido hasta ahora aún estarán esperando mayores precisiones en nuestra propuesta dialéctica. Intentemos ofrecer rasgos más aquilatados con la ayuda de la clarificación que Manuel Sacristán hace del trabajo dialéctico de Carlos Marx (Sacristán 1996: 33-38).

Sacristán explica que el trabajo dialéctico no puede ser concebido como un ejercicio de teoría pura. Ya hemos visto cómo Habermas explicaba la confusión tecnocrática que subyace a la elección de la episteme apodíctica como modelo para el conocimiento sobre los asuntos de la polis. También el propio Sacristán nos ha aventurado que la dialéctica al perseguir el conocimiento concreto de lo particular no aspira a ser ciencia en sentido fuerte, y, por medio de la teoría de los actos de habla, insistimos al comienzo de nuestro trabajo en la violencia que ejerce el modelo tecnocrático de trabajo social. Desde el punto de vista ontológico, la utilización de métodos de conocimiento (no digamos de acción) que presumen regularidades equivaldría a olvidar otra consecuencia derivable de la condición de historicidad de los objetos sociales: «la historicidad de los objetos sociales implica que ninguno de ellos puede considerarse como una instanciación general de un fenómeno más general, sino que cada objeto social es siempre particular y concreto, producto de unas prácticas y unos contextos siempre específicos... lo cual no significa, por supuesto, que no pueda haber una multiplicidad de reproducciones, réplicas o instanciaciones de un objeto determinado; el criterio de unicidad se refiere al objeto en cuanto tal no a sus expresiones sociales» (Ibáñez Gracia 1992 : 22). Es importante conservar la última aclaración de Ibáñez Gracia: el objeto es único en su génesis pero puede verse reproducido tanto tiempo como dure su autoridad institucional. En nuestra exposición hemos considerado objetos que pueden trasladarse en el tiempo: un determinado objeto de análisis social (cientificismo) que se actualiza como dominio en un enunciado considerado como científico, tiene una reproducción más allá de su momento genealógico de nacimiento.

La dialéctica intenta así un camino intermedio entre naturalismo e historicismo. Si para el primero la búsqueda de leyes universales constituía el objetivo de las ciencias sociales a imitación de las naturales, para la visión hermenéutica esa búsqueda de legalidades obviaba la existencia de prácticas culturales desde la que se acuñaba el sentido de las producciones humanas. Esas prácticas culturales responden a procesos significativos incubados por un mundo de vida que el acercamiento cientificista desconoce con su aprehensión legaliforme.

La dialéctica insiste en la existencia de leyes que funcionan con los ritmos de la naturaleza también en las sociedades humanas. Pero insiste en que esas leyes se incubaron en procesos históricos que se imponen en el horizonte de las personas gracias al desconocimiento que éstas tienen de las posibilidades de caducidad histórica. Ese conjunto de regularidades funcionan como una relación de dependencia causal, como un destino para los sujetos, y sólo mediante la comprensión histórica de esas determinaciones comienzan a modificarse las condiciones iniciales de esas legalidades (Habermas 1994: 172).

De ahí que, recuperando a Sacristán, Marx no renuncie al análisis científico normal en su caracterización dialéctica de las realidades. Es la suya una perspectiva globalizante a la par que histórica: globalizante porque el saber general sobre la realidad fundado en leyes es factible con objetos que se comportan como cosas. Histórico porque esa cosificación no es connatural a los objetos sino que procede de relaciones sociales en las que se les asigna una identidad. La dialéctica sometería al Trabajo social a la tarea de valorar moralmente esas identidades con el fin de fundamentar racionalmente su transformación (25).

Pero para que esa valoración sea rigurosa Marx no descarta ninguna de las perspectivas de acercamiento a la realidad social. El programa dialéctico no supone sociologización alguna del saber ni la creación de ninguna ciencia alternativa a la ciencia burguesa (26). En primer lugar, toda posición honestamente materialista persigue el valor de verdad al margen de su función social (aunque nuestro recorrido por la problemática de lo performativo nos ha advertido que en la realidad social se trata de planos difícilmente separables). Además, la reconstrucción de las leyes de funcionamiento de las realidades sociales objetificadas es condición de creación de un esquema de juicio crítico fundado en potencialidades reales, que no sea un simple lamento extremista y que proporcione un sistema de mundos posibles alcanzable (27). La conciencia de la realidad es inexcusable porque el esquema normativo dialéctico extrae sus valores críticos del diferencial existente entre las posibilidades reales y su configuración efectiva: para Hegel una posibilidad es real si representa una tendencia histórica concreta (Marcuse 1986: 151).

Subordinando el impulso del interés al del conocimiento, la dialéctica se preocupa por presentar los datos en esa combinación peculiar de historización de la generalidad. De alguna manera la dialéctica es redundante respecto del trabajo científico normal. No lo sustituye, no propone ningún tipo de ciencia diferente más alternativa o radical. En lo que sí se diferencia es en su composición de los aportes de esos trabajos científicos dispares y en la intención que tiene esa composición. Realiza así una actividad artística al ordenar materiales de manera que puedan influir concretamente en la realidad política en un sentido liberador. Pero ello supone que desde el principio actualiza su trabajo desde una síntesis moral previa que le hace privilegiar unos rasgos de la realidad que estudia en lugar de otros. Esa síntesis se produce en todos los procesos científicos, sease o no consciente de ello. A ella llamó Kuhn paradigma o Lakatos, programa de investigación. En las ciencias sociales, resulta evidente que tras aparentes cuestiones metodológicas se inoculan supuestos ontológicos de cuya capacidad de moldear materialmente la realidad depende, en última instancia, la fertilidad metódica (28).La posición dialéctica de raíz marxista que defendemos, sostiene que esa síntesis debe realizarse a partir de una valoración de las posibilidades que encierra una realidad que jamás debe confundirse con lo racional, pero sin lo cual lo racional no pasa de ser un idealidad estéril (29). Y evidentemente asume que esa síntesis, principio fundante en el orden de lo epistemológico, lo es también en el orden de lo praxeológico.


7. La cuestión del objeto

La organización del saber con intención radicalmente histórica y concreta, pero también globalizante, empuja a la perspectiva dialéctica a no tomar los datos de la realidad absortos de sus procesos de formación (30). Así revela los procesos de objetivación de la realidad como trayectorias genealógicamente situadas, cuya necesidad es producto de la imposición de una determinada constelación de elementos sociopolíticos hegemónicos. Se propone estudiar los procesos de producción de verdad que los métodos normales abstraen de lo que Foucault llamaba su génesis política. Las consecuencias en trabajo social serían demoledoras: dinamitaría los objetos profesionales en forma de figuras de cliente sobre los que nuestra profesión construye las regularidades metodológicas, estudiando los procesos derivados de elecciones políticas que han convertido las elecciones de tales individuos en un camino hacia la necesidad de asistencia y a su ingreso en nuestro bestiario cotidiano: «el asocial (a enderezar), el ignorante (a instruir), el enfermo (a curar), el inadaptado (a readaptar), el marginal (a reintegrar), el otro (a entender)» (Ion y Tricart 1987: 69)(31). Al introducir la historicidad, nos interesa cómo se ha producido el encallamiento en las regularidad patológica, no la esencia oculta de la historia individual en que esa conducta se desvela fundada en algún condimento intrínseco del individuo (Dreyfuss 1989). Un trabajo social dialéctico rompe, con la falsa dicotomía individuo-comunidad comprendiendo el cambio del individuo como un cambio también de su modo de interiorizar la realidad sociopolítica en que se forja. Lo que exige, para su praxis, la recreación de su experiencia en el entorno en que se ha incubado, y frente al que ha articulado una reacción patológica. Cambiar su verdad exige cambiar la totalidad concreta que en forma dejuego de verdad ha labrado su objetividad.

Una precisión más sobre la cuestión más angustiosa para nuestra perspectiva. La cuestión de lo patológico. Aceptemos la palabra y todo su odioso aroma semántico, con el único objetivo de hacernos entender. Con todo, nuestra perspectiva sobre lo patológico exige estudiar los mecanismos de configuración de la normalidad que han producido una actuación como patológica. Podría concederse que hay comportamientos que merecen ese calificativo (32), siempre y cuando se especifique que no hay conducta intrínsecamente patológica al margen del espacio de posibilidades (no necesidades) sociopolíticas (no naturales) sobre el que se articula. Esta teorización, además, sólo podrá y deberá tomar forma, a partir del saber implícito que las victimas de la regularidad patológica, tienen de su situación (la mayoría de las veces ese saber, excluido de lo simbólico, existe sólo a nivel emocional Honneth 1992: 91). Y si se quiere hacer algo más que adaptación funcionalista, es preciso convertir esas reacciones en fuerza motriz de transformación de la posición de la persona o el grupo en su espacio de partida. A veces eso se realiza por un cambio en su autocomprensión subjetiva que debilita su inserción en el dispositivo de subjetividad dominante: de sujeto deseante vinculado por su voluntad libre a satisfactores que no puede adquirir, (por eso ha de adaptarse a las medidas de modificación individual que lo sitúen al nivel de la norma: estrategia de la concepción dominante del trabajo social) a sujeto que se sabe explotado por los mecanismos de estabilización de necesidades en los que se legitima un conjunto social determinado (IOE 1988: 112-114). Al cambiar la autoubicación se construye lo que Jameson o Negri (Jameson 1995: 111-117; Negri 1989: 84) llaman un mapa nuevo o una brújula, en que localizar las fuerzas que configuran la propia subjetividad a la vez que las estrategias de enfrentamiento a las mismas. Desarrollar esta cuestión desbordaría el marco de este trabajo y la paciencia del lector.



Notas

1. Una parte menos elaborada de este trabajo se presentó en el VII Congreso estatal de Trabajo Social. Agradezco los comentarios que allí se me hicieron, así como las siempre amables pero ponderadas evaluaciones de Enrique Raya a una versión posterior.

2. «Las predicciones hechas por los hombres de Estado pueden considerarse generalmente como mera información sobre sus propias intenciones; en cuanto a los llamados jefes de Estado poderosos, su posición puede implicar el que sean capaces de predecir sus propias acciones y los resultados de las mismas» (Neurath 1973: 96).

3. Aquí nos centramos en el campo de las ciencias sociales. Como principio epistemológico general cfr. Faerna (1996).

4. «La institución es un delirio fundado, un acto de fuerza simbólica pero cum fundamento in re» (Bourdieu 1984: 80).

5. Esa distinción la asumimos por razones pedagógicas pero para el propio Austin distaba de ser evidente. Ver para una reconstrucción precisa Acero (1985: 191-205).

6. Austin al final de su obra toma una dirección lingüística para distinguir tajantemente un performativo de un constatativo que tiende a obviar los supuestos sociales, que como condiciones de felicidad habilitan el campo del performativo. Esa dirección, sin embargo, consistente en buscar en toda expresión performativa un verbo en primera persona del singular, voz activa del presente del indicativo, que tenga carácter de verbo performativo le resultó infructuosa para mantener su división radical. Austin no obtuvo éxito en mantener la distinción tajante pero sí proporcionó pautas de identificación de performativos. Incluyó como una clase de los verbos realizativos los verbos judicativos (mediante su uso se hace un juicio acerca de algo): «absolver, condenar, clasificar, diagnosticar, evaluar, analizar, describir interpretar...» (Acero 1985: 201) cuya constancia en los juegos de lenguaje cotidianos del trabajo social es evidente. De todas formas compartimos con Bourdieu la idea de que lo que hace a un performativo convertirse en constatativo es la coacción precisa que su hegemonía simbólica desarrolla sobre su objeto de juicio o de predicción.

7. «La cuestión de los performativos se aclara en el momento en que estos se contemplan como un caso particular de los efectos de dominación simbólica que tiene lugar en todo intercambio lingüístico...la imposición simbólica sólo puede funcionar en cuánto se reúnan condiciones sociales absolutamente exteriores a la lógica propiamente lingüística del discurso» (Bourdieu 1984: 46, 49, 71).

8. En esta condición se apunta la necesaria objetividad que debe acompañar a todo enunciado performativo. Con este enfoque no se adopta una actitud subjetivista del tipo : «el lenguaje crea el mundo». Lo que se hace es ver cuáles son las condiciones materiales que invistiendo simbólicamente un locutor permiten que su palabra se convierta en modulado ontológico al ser esta recogida por un sujetos e interiorizada o rechazada.

9. Desde esta posición se nos vuelve inteligible la base que en forma de átomo egoísta recogen las ciencias sociales desde Hobbes. En él se encuentra tanto un ideal epistemológico como un ideal normativo. La eficacia del ideal epistemológico descansa en que ese ideal normativo ha contado con instituciones necesarias que lo vuelven ontológicamente viable. Las reglas coercitivas cotidianas en las que toma cuerpo el sistema capitalista aseguran que toda aquella persona que no se comporte como un individuo egoísta y maximizador se hundirá en la más completa miseria. Todavía hoy funcionan las constricciones que hace que ese individuo de preferencias homogéneas y cuantificables maximizador de utilidades, se realice frente a toda tentación solidaria. En realidad, aún a riesgo de ser reiterativos: el individuo racional es un delirio en cuanto ideal abstracto: sucede que hay cosas (en el sentido de Durkheim: procesos sociales sedimentados) que le proporcionan fundamento (cfr. Ovejero 1987b: 1-22 y 1994: 67-68, 329-334).

10. Sue Lees ha puesto de manifiesto como tras las palabras y su sentido se encubren acuñaciones que delatan las marcas de la opresión. Estudiando el significado de la palabra zorra vió cómo no existía en el vocabulario dirigido a los hombre ninguna palabra tan destructiva como ésa. La realidad de las mujeres resulta caracterizada por los chicos alrededor de dos categorías excluyentes: la de «zorra» o la de «estrecha». Estos términos no refieren a ninguna conducta real sino tan sólo al código de dominación en que adquieren sentido. Son términos performativos que pretenden la sanción de la promiscuidad a la vez que la organización de la sexualidad en la pareja monogámica tradicional (Lees 1994).

11. Esos escenarios pueden ser, por otra parte, absolutamente alucinatorios. Las personas no necesitan que los escenarios sean realistas para seguir una norma. Nuestro mundo normativo está repleto de normas irreales: mito del consumo de masas, obtención de las cinturas de las modelos, procesos de inserción extremadamente disfuncionales al medio en que se desenvuelven los afectados... El dominio es una norma de existencia irrenunciable pero imposible de alcanzar y, por tanto, una dependencia de un tercero imposible de eliminar.

12. «Por neutra que sea, la ciencia ejerce efectos que no lo son en absoluto: así, por el sólo hecho de establecer y publicar el valor que toma la función de probabilidad de un acontecimiento... puede contribuirse a reforzar la 'pretensión de existir', como decía Leibniz, de tal acontecimiento, determinando entonces a los agentes que se preparen y se sometan a él o, por el contrario, puede también incitarles a movilizarse para contrarrestarle utilizando el conocimiento de lo probable para hacer más difícil si no imposible, su aparición» (Bourdieu 1984: 103).

13. Lo que no es óbice en absoluto para que la coacción pura y simple se desencadene cuando se impugna la presunción científica: en el caso de profesiones que administran recursos no es necesario recordar cuales son las vías para la sanción del desviado.

14. La extensión de la teoría de sistemas en trabajo social no es ajena al proceso que describimos.

15. Como habrá notado el lector atento hemos prescindido en nuestra exposición de los efectos de poder del trabajo social de toda la teoría acerca de las «profesiones inhabilitantes» (Illich et alii 1981). Es evidente que aunque esta perspectiva descubre relaciones de poder ilegítimas, lo hace a veces desde un prisma dogmáticamente liberal (que algunos llaman libertario) que no compartimos. Nuestra idea es que lo que se entiende como poder de las profesiones debe ser limitado a aquéllas formas de retraducción individualizante e incapacitadora de conflictos sociales que tienen origen estructural y pueden ser resueltos con procesos de potenciación de los implicados que son sofocados por procesos de colonización tecnocráticos de la situación-problema (lo implica reconocer casos en que la negativa es posible. Más adelante daremos algún apunte sobre ésto). Sobre esta cuestión nos parece excelente el artículo de Donzelot en el famoso número especial de Esprit de 1972 (Donzelot 1984) y el trabajo de Castel dedicado al psicoanálisis (1980) que puede perfectamente aplicarse al trabajo social.

16. «No hay operación más elemental y, en apariencia, automática que no implique una teoría del objeto» (Bourdieu 1994: 68).

17. La realidad empírica es la materialización de un caso finito perteneciente a un universo finito de configuraciones posibles (Bourdieu 1997: 12).

18. De modo contundente Foucault expresa esa voluntad de poder de participar como elemento activo en el ritual cientificista: «¿Qué sujetos hablantes, pensantes, qué sujetos de experiencia o de saber queréis reducir a un estatuto de minoría de edad cuando decís: 'Yo que hago este discurso, hago un discurso científico y soy un científico'» (Foucault 1992: 24).

19. La sociedad no es un organismo biológico, las normas sociales son razonablemente discutibles, hay cursos de acción factibles irreconciliables y justificables. Detrás de las consideraciones acríticas de una crisis social como una fractura en un óptimo que hay que recomponer, existe una renuncia a analizar las caducables relaciones de dominio que producen el equilibrio del óptimo en forma de condiciones de imposibilidad (cfr. Ovejero 1994: 316 ss).

20. El momento sintético-político (para diferenciarlo del momento «sintético-científico» descrito por Merton) de un dispositivo de análisis de la realidad presenta ciertas propuestas de desarrollo de ciertas posibilidades frente a otras. En la elección se identifica el momento «sintético-moral». El momento «sintético-científico» es el que permite que esas posibilidades se encuentren inscritas en la realidad. Ver Bourdieu respecto a la cuestión de las clases sociales (1997: 21-27 y como supuesto epistemológico general, 49).

21. Esta autoconciencia epistemológica está admirablemente desarrollada en Gordon Hamilton que inicia un manual de metodología del trabajo social de casos con una declaración política (1992: 1-10).

22. Para nuestra propuesta de trabajo social esa relación generará algo de lo que metafóricamente quiso dar cuenta Hegel con la dialéctica: el movimiento concreto y conflictivo de la realidad que troca los espacios del amo y el esclavo. Pero ese ejemplo nos debe remitir al valor metafísico de la síntesis moral previa desde la que se desarrolla el trabajo social. En la dialéctica del amo y el esclavo Hegel habla de las contradicciones que recae un sujeto cuando quiera afirmar su yo a partir de la negación de la existencia del otro. La personalidad de un ser humano sólo puede adquirir reconocimiento de otro ser humano: al minusvalorar como una cosa al individuo del que se espera reconocimiento el amo se enfrasca en una situación contradictoria. La afirmación desmedida de su yo es condición de una libertad sin mediaciones, su libertad sin mediaciones le deja con el reconocimiento, poco atractivo, de una cosa. Explica Jon Elster que el amo se encuentra ante un deseo contradictorio: desea ser reconocido por el esclavo pero no desea reconocer a su vez al esclavo (Elster 1991: 40). La síntesis moral que organiza el trabajo social de inspiración dialéctica surge escaldada de esa situación de deseo contradictorio en que encalla el trabajo social tecnocrático. Este reivindica a la vez un reconocimiento absoluto de sus usuarios, y se quiere, a la par, emisor unidireccional de diagnósticos y propuestas que deben ser sentidas como propias.

23. En algunas propuestas de raíz marxista se mantiene esa confusión (Lima 1983: 123, 157).

24. Desde ese estilo seleccionamos y desciframos de una determinada manera los "mensajes" de la realidad, como por otra parte sucede en todo el trabajo científico (Rossi 1989: 56-88). No tenemos tiempo pero distamos mucho de confundir esto con disolución relativista alguna de la verdad, o con denegación de su papel a los métodos científicos cuantitativos, algo absolutamente ajeno a la tradición dialéctica. De hecho sería interesante tensar esa síntesis moral previa la búsqueda objetiva de la verdad. Ya un marxista como Neurath defendía, casi nietzscheanamente, la distinción entre hechos y valores como una ficción útil que evitase todo falseamiento desvergonzado del trabajo científico (Fernández Buey 1991: 242). En cualquier caso, para una perspectiva como la nuestra que integra en su historia episodios como el del lyssenkismo, todas las precauciones son pocas.

25. Las negrillas de esta última frase no son gratuitas. Señalan los momentos indisociables de una práctica situada entre la Teoría Social y la tecnología, por una parte, y la Filosofía moral y política por la otra. La prioridad es de ésta, pero para que sus conclusiones adquieran poder de definición de realidad, necesita inexorablemente el concurso de aquéllas. Utilizando términos de von Wrigth (1979: 177-179): las normas necesitan de reglas para penetrar y modelar el curso de los hechos. La división entre normas y reglas no debe superponerse, en nuestra perspectiva, a la de valores/hechos en la mitología positivista tradicional. Las reglas están limitadas y moduladas en su aplicación por lo normativo, lo normativo necesita plantearse descubriendo posibilidades operativas. Y, aunque no confundamos una regla con la acción instrumental, ésta debe llegar a menudo en ayuda de las normas: el desarrollo de instituciones dialógicas también necesita fundamentum in re. La posibilidad de una institución política universal que regule los precios de la fuerza de trabajo sin relaciones de suma cero internas a la clase trabajadora es, como propuesta presente, un delirio. Aunque no de virtud (que existe: lo trabajoso es delimitar su tope histórico), sino de cinética (de la economía política, claro): cualquier persona sensata sabe quela ausencia de movimientos con ese objetivo impide que existan las relaciones de fuerza para ello. Cualquier forma de procurar éstas (que a menudo debe ser objeto del Trabajo social) no es, sin embargo, de recibo.

26. En esto nuestra propuesta se diferencia de trabajos notables como el de Lima (1983: 29).

27. Toda reconstrucción de las «leyes» que organizan nuestra actualización en la realidad, no persigue sin más su desaparición. Es necesaria ésta aclaración ya que al haber situado, siguiendo a Tomás Ibáñez Gracia, las condiciones que supuestamente actualizan los enunciados científicos ha podido parecer que nos guiaba respecto de la ciencia un afán subversivo. Sería terrible defender eso en una disciplina cuyo escaso nivel epistemológico -tampoco inferior al de otras "ciencias sociales": en nuestro caso la cuestión es más sensible por su dimensión inmediatamente aplicada- la hace susceptible de la ideología desvergonzada. No es nuestra intención: el ejercicio que se realiza es el de una crítica al cientificismo a partir de los propios criterios de rigor que proporciona la ciencia. Desmintiendo la posibilidad de alcanzar terrenamente esos ideales hacemos hincapié en nuestra finitud. No nos escudamos en ella, sin embargo, para dejar de pelear por adaptarlos a las peculiaridades ontológicas de la realidad social (cfr. Foucault 1994b: 120). Toda esta argumentación está inspirada en Habermas (1990: 30-35).

28. Ver para estas cuestiones el excelente ensayo de Ovejero Lucas (1994: 64-84).

29. Cfr. sobre esta cuestión el artículo de Manzanera (1994).

30. Algo inevitable en el momento analítico. En él «la reducción inevitable del factor diacrónico (el acontecimiento) a elemento sincrónico en el análisis hace que el carácter de sistema abierto de la experiencia pase a segundo plano» (Candel 1987: 143).

31. La taxonomía está un poco anticuada: el personaje de la etapa poskeynesiana de nuestra profesión es el pobre fraudulento, auténtico demonio de los sistemas "racionalizados"de gestión de recursos. De nuevo se olvida que lo que es advertido como una estafa malintencionada no es sino un recurso de lucha ante dispositivos profesionales que generan normas de exigencia desmesuradas.

32. Para la definición de enfermo recurrimos de nuevo a Castel (1980: 192): aquella persona que debido al «atolladero existencial en el que se halla, tiene necesidad de que lo cuiden».



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