Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1991, 8, artículo 02 · http://hdl.handle.net/10481/13655
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Publicado: 1991-06
El antropólogo, la política y el indígena
Anthropologists, politics and the native

Antonio Pérez
Antropólogo. Madrid.
Entrevista por José A. González Alcantud


RESUMEN
En vísperas de 1992, conmemoración del descubrimiento americano, es entrevistado Antonio Pérez, antropólogo de campo en la selva amazónica y nombrado asesor de asuntos étnicos de la Comisión Nacional del Quinto Centenario.

ABSTRACT
At the dawn of the year 1992, which marks the commemoration of the discovery of America, we interview Antonio Pérez, field anthropologist in the amazon forest and nominated adviser of ethnic matters for the National Commission of Quincentenary.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
quinto centenario del descubrimiento de América | política e indigenismo | amerindios | Quincentenary of the discovery of America | politics and indigenism | American Indians


Hace años que conozco a Antonio Pérez y mi impresión no ha variado: Es un antropólogo visceral. Su «huida» a la selva amazónica, tras múltiples estancias en las cárceles franquistas, lo sitúan en el malestar de la cultura sesentaiochista. Del heroísmo de aquella época de gestas, políticas y amazónicas, volvió al gris cotidiano. Mas todo no quedó en el gesto, la producción científica iba a la par, con inteligentes artículos en reputados media intelectuales (véase, por ejemplo, «Curanderos y santería del Alto Río Negro», «Arte primitivo del Alto Amazonas», etc.). Luego vino su nombramiento como asesor de asuntos étnicos de la Comisión Nacional del Quinto Centenario, casi simultáneo al de aquel famoso antropólogo Arturo Warman, como presidente del Instituto Nacional Indigenista, de México. El antropólogo, y Antonio Pérez el primero desde el lado español, acaba de convertirse en el mediador esperado entre el Estado y el Indígena.

Cuando, a altas horas de la noche, finalizó la entrevista, tras las largas respuestas de nuestro hombre, percibía la sombra de Conrad avanzando hacia el «corazón de las tinieblas». Antonio Pérez sigue estando en el centro de la batalla.

Gazeta. En primer lugar, ya que en estos días se está celebrando un congreso de antropología en Granada y hace poco se celebró otro en Almería, quizá haya que preguntarte qué relación puede existir tanto entre la antropología y la política -llamémosle- de izquierdas, como entre la antropología y las disciplinas sociales clásicas; todo ello desde la perspectiva de un malestar de la cultura, es decir, de rechazo a las disciplinas tradicionales como son la historia, la filosofía o la antropología tradicional. De hecho, hay muchos antropólogos en estos cónclaves que proceden de esos campos, con frecuencia estancos.

A. Pérez. Pienso que hay una relación superficial entre la antropología y la política de izquierdas, desde el momento en que la mayor parte de los antropólogos se dicen de izquierdas y, evidentemente, todos hacen política. Ahora bien, a mí me hace mucha gracia, en esta situación española, cuando se vuelve a las viejas polémicas de hace tantísimos años, con el franquismo, cuando las izquierdas decían que todo era política (me acuerdo que se citaba continuamente a Aristóteles, cuando decía que el hombre era el zoon politikon) y que ahora volvemos a retomar esas polémicas. Me da una sensación de tiempo circular, de repetirse inacabablemente los ciclos... Lo cual, por otra parte, es una sensación descorazonadora, porque un hombre ilustrado, como pretendo ser yo, que entiende que puede haber una progresión más o menos lineal en la historia de la humanidad, me he dado cuenta de que no existe. También tenía mis serias dudas al respecto, porque sé que el progreso no existe -esa debería ser una noción clásica y básica de la antropología- y que, desde luego, el progreso jamás ha podido ser lineal: hay altibajos, retrocesos, y la noción de tiempo circular me parece una intrusión de las terminologías orientalistas que, realmente, a un castellano como yo no le tienen por qué decir nada. Las culturas orientales están muy bien en Oriente y la cultura occidental debería estar bien nada más que en Occidente. La lástima es que la cultura occidental parece ser que intenta invadir Oriente, Occidente y todo el mundo. Se da esa primera aproximación, anecdótica, de que los antropólogos se creen casi todos ellos políticos de izquierdas. En la práctica, me imagino que los antropólogos serán unos de izquierdas y otros de derechas, como suele ocurrir. Siempre se puede establecer una dicotomía entre izquierdas y derechas en la antropología, como en cualquier otra actividad humana, sea científica o sea vital, simplemente. Y cuando digo que se puede establecer una dicotomía me refiero a que, simplemente, se puede hacer un análisis. Y el análisis elemental que se puede hacer es siempre un análisis en dos, binario. Es la partición mínima. Cuando tú haces análisis se supone que estás partiendo el objeto estudiado, y la mínima partición es dos. Por consiguiente, siempre me parece legítimo establecer una dicotomía, una separación entre izquierda y derecha. Yo pienso que en estos momentos la división entre izquierda y derecha en la antropología es posible que pase por alguna coyuntura. Por ejemplo, en España ahora, con el Quinto Centenario, puede parecer que quienes estén en contra del Quinto Centenario, entendido como festejo, son de izquierdas, y los que estén a favor son de derechas. Pero da la casualidad de que no hay nadie que defienda eso del Quinto Centenario como festejo, por lo menos oficialmente, en el mundo de la antropología. Por tanto, siguiendo una aproximación un poco más en profundidad, también puede haber una división por orden de preocupaciones. En ese sentido, podíamos entender que son de derechas los antropólogos que se ocupan exclusivamente de las estructuras sociales de otros pueblos, vamos a llamar «primitivos», o puede asimismo haber una antropología urbana, una antropología industrial, o una antropología de las sociedades complejas. Esto no es nada que estemos inventando ahora. Pero, por mencionar nada más que el campo americanístico, pues a lo mejor puede haber una antropología de izquierdas entendida como la antropología que se ocupa de los problemas diarios de los indígenas, es decir, lo que siempre se ha llamado indigenismo. Y luego, dentro de ese indigenismo siempre puede haber una parte más de izquierdas, que sea la que pretenda una mayor autodeterminación para los pueblos indígenas, y otra que sea más de derechas, que busque una integración o que busque una clase de cooptación, que siempre es posible, desde luego, desde el punto de vista material, del dinero a gastar, etc. Es decir, siempre se pueden ir haciendo sucesivas particiones y análisis con el tema de la derecha y de la izquierda.

Por otra parte, hablando de las relaciones entre la antropología y las ciencias sociales clásicas, yo siempre he entendido que la antropología no solamente no tiene mucho que ver con la historia sino que es, incluso, una disciplina básicamente opuesta a la historia, desde el momento en que la historia habla de los fenómenos más superficiales que han ocurrido y, dentro de esos fenómenos superficiales, viene a hablar, en muchas ocasiones, de los hombres más destacados. No siempre tiene por qué ser así, desde luego, pero es imposible evitar que en la historia aparezcan nombres propios. Y la antropología sería una especie de explicación del devenir humano, pero sin nombres propios. Sería una, vamos a decir, historia anónima. Yo creo que, en realidad, la contradicción no es tan profunda. Creo que puede haber una historia anónima pero, lamentablemente, carezco de ejemplos. Creo que es el desideratum, el ideal de una historia, el llegar a ser anónima; pero no lo hay por ahora. Y, además, ese anonimato puede pasar tanto por las clases dirigentes como por las clases populares, tanto por los poderosos como por los no poderosos, si no queremos emplear el término clase, -con el que tampoco estoy tan transado como para necesitar utilizarlo. Por otra parte, con la filosofía, con la antropología, con todas esas disciplinas, por supuesto que existen puntos de contacto, y es una trivialidad decir que con la que más puntos de contacto existen es con la sociología. Pienso que, con frecuencia, la sociología es una antropología de las sociedades complejas entendida desde el punto de vista cuantitativo o desde un punto de vista más aplicado. Cuando digo cuantitativo me refiero a que la sociología, en muchas ocasiones, es una especie de excesiva «cientificación» de la antropología, que solamente busca encontrar cantidades en esas sociedades complejas. Y cuando digo aplicada me refiero a que, indudablemente, las aplicaciones inmediatas de la sociología tienen una cabida en la estructura económica y productiva de esta sociedad infinitamente mayores y más profundas que la antropología que, quieras o no, se sigue entendiendo un poco como un lujo. Eso no significa, creo yo, que lo sea, ni siquiera que no debamos tener lujos. A fin de cuentas, cuando dicen: «Bueno, ¿y usted por qué quiere que los Yanomami sobrevivan? ¿eso es de alguna utilidad para el género humano?», siempre se puede contestar: «Mire usted, ¿qué entiende usted por utilidad? ¿Usted quiere que Mozart desaparezca? Mozart, que yo sepa, no ha hecho producir nada. Lo que pueden hacer producir son las imitaciones de Mozart para la música industrial y el hilo musical que requiere, a menudo, el sistema industrial avanzado». Pero, vamos, la noción de utilidad sería una noción que también habría que aclarar. Entonces, por último, cuando se habla del malestar de la cultura desde el punto de vista profesional, de que profesionales de otros campos vienen a la antropología, conviene recordar que hay también fugas en sentido contrario. También hay antropólogos que se van a otras disciplinas. Pero, bueno, por hablar nada más de los que vienen a la antropología desde otras disciplinas, pienso que con frecuencia es un problema del sistema de enseñanza. En muchas ocasiones, a unas edades jóvenes, cuando no se tienen más preocupaciones, se empiezan unas carreras que luego se abandonan. Y la antropología, por supuesto, recibe gente del campo misionero, de la filosofía... Eso es una tradición de la que no creo yo que el sistema actual tenga la culpa. Es una tradición que viene de tiempo atrás. Muchísimos de los grandes antropólogos no estudiaron nunca antropología. Por ejemplo, mencionando un caso de la arquitectura, todo el mundo sabe que Le Corbusier nunca tuvo un título de arquitecto. Pero sí es cierto que puede haber un malestar cultural, porque hay un substrato, parece, en esta sociedad cosmopolita que conocemos, que nos permite el acceso a otras culturas, aunque a la vez nos niega el poder convivir con ellas. Es la mecánica eterna de esta sociedad de consumo: te ofrece unos bienes pero luego resulta que te los rechaza porque solamente los pueden tener unos cuantos privilegiados. Entonces, en esta sociedad cosmopolita, pero que permite el acceso a otras culturas, es natural que haya una tendencia a querer vivir esos otros modos de entender la vida que tienen otras personas en el mundo, y de ahí a la antropología no hay más que un paso, claro.

Gazeta. Relacionando ese malestar de la cultura y la fuga o huida hacia adelante de muchos militantes de izquierda que, posiblemente vieron frustradas sus apetencias políticas después de la muerte de Franco... contemplamos que la etnología se ha podido convertir en refugio para mucha de esta gente, para transformarla en campo de sus políticas. Políticas, claro, que tienen mucho de gerundianas, que tienen mucho de la España del siglo XVIII, de capillitas; quizás, precisamente a tenor de los congresos de los que hablábamos antes, año tras año, cada dos o tres si acaso, vemos reproducirse de nuevo este mismo tipo de batallas que en ocasiones, ya digo, recuerdan casi el mundo del siglo XVIII de la universidad de Diego Torres Villarroel o fray Gerundio de Campazas. Por un lado, ¿a qué responde esa tendencia? Y, por otro, ¿por qué esa demanda social de etnología a la cual este segmento de la población dedicado a la intelectualidad pretende dar respuesta obrando en ocasiones como auténticos brujos, astrónomos o astrólogos del futuro? ¿Por qué, en definitiva, se nos exige una explicación no sólamente sobre las culturas primitivas sino también sobre el propio mundo en que vivimos? En mi opinión, se produciría una cierta paradoja: de un lado, antropólogos surgidos del malestar cultural y excluidos, voluntariamente o no, de la intervención social; de otra parte, la demanda de la sociedad de interpretaciones de su pasado y de prospectivas futuras se dirige a muchos de estos antropólogos-políticos, frustrados en sus apetencias primigenias.

A. Pérez. Pues, efectivamente, hay bastantes casos en los que militantes de izquierdas durante el franquismo han derivado a la antropología. Lamentablemente, no se nota demasiado en la posición social de los antropólogos españoles, porque ni siquiera han conseguido unificarse, cosa que probablemente arrastran desde los tiempos de la militancia de izquierda, donde tampoco se conseguía la unión en ningún caso. Pero lo que sí se conseguía con la militancia de izquierdas era seguir creando los cimientos de la España actual, que es, indudablemente, una España más democrática que la de Franco. Eso no lo ha conseguido la antropología española actual, porque ni siquiera tiene presencia social, es decir, no se sabe muy bien quiénes son los antropólogos; no tienen una voz en el concierto social. Entonces, pienso que esa huida hacia adelante, como tú dices, procede en alguna medida de un cierto remanente cristiano que puede haber en muchos de los militantes de izquierdas. Muchos han sido cristianos de base, de la HOAC, de estos movimientos de Cuadernos para el Diálogo, y cosas así, que de alguna manera buscaban siempre una causa perdida que defender. Y pienso que, en ese caso, la causa más perdida que puede haber en la sociedad actual es la causa de la tradición, la causa, en segundo extremo, de las culturas indígenas. Y a mí me parece que eso está bien. Me parece una circunstancia favorable. Lo que ocurre es que generalmente no se verbaliza y no se sacan las conclusiones necesarias. Si, a fin de cuentas, hay una tendencia a defender causas perdidas, ¿por qué son estas causas perdidas? Porque los encausados, estas minorías étnicas marginales, son gente que tiene menos poder que nadie en la sociedad. Luego, si estás defendiendo a los que menos poder tienen, automáticamente te estás poniendo en contra del poder. Y eso no se compadece con una postura de ideología política clara. Yo entiendo, desde ese punto de vista, que un antropólogo debe ser un anarquista, porque si el poder está en estos momentos configurado como una fuerza uniformizadora, el antropólogo, que por definición busca la diversidad y que la encuentra un fin en sí misma, debe oponerse al poder. Y desde el punto de vista de las filosofías políticas, pues desde el siglo XIX se viene entendiendo que, en esa dicotomía eterna que podemos siempre hacer, hay un extremo anarquista y un extremo autoritario. Por supuesto que no podemos entrar en detalles de las filosofías políticas, porque ningún autoritario es defensor de la jerarquía y de la infalibilidad absoluta del jerarca, ni siquiera aunque este jerarca sea el papa, ni tampoco un anarquista es defensor absoluto de la falta absoluta de autoridad, porque siempre hay alguna clase de autoridad que incluso los anarquistas están dispuestos a reconocer. Pero eso, además, es una situación que no solamente existe en la filosofía política, sino que en el objeto de la antropología también se da. Por mencionar nada más que algunas sociedades de indígenas amazónicos o de América, son sociedades, como ya se ha escrito tantas veces, sin dirigentes, sociedades acéfalas. Por otra parte, cuando se habla de que hay una demanda social etnológica, que es cierto, pienso que es necesario un movimiento muy lento del sistema. Siempre hay una ley del péndulo, que a fin de cuentas es la segunda ley de Newton, que a toda fuerza en un sentido determinado se opone otra fuerza de igual cantidad, igual momento, pero de sentido contrario. Eso es el abecé. Entonces, como en esta sociedad actual hay unas fuerzas poderosísimas que tienden a la uniformización o a la pérdida de la identidad cultural de cada país, de cada región, de cada comunidad, de cada persona, en último extremo, pues necesariamente, subterráneamente o en forma de reacción, tiene que establecerse una corriente contraria en el sentido de afirmar las particularidades de la persona, las del pueblo, de la región, de la nación, etc, etc. Eso va a continuar por ese camino. Y luego, cuando hablas de fray Gerundio de Campazas y del siglo XVIII, es cierto que se hace una antropología que en unas ocasiones es revoltijo o en otras ocasiones es una antropología ideologizada, sin mayor contacto con lo que realmente pasa. Pero eso es un problema casi de estructura universitaria, porque el universitario llega a muy temprana edad a la universidad, en muchas ocasiones no sale de ella y no aprende más que las discusiones que mantienen los mandarines de la enseñanza antropológica entre sí. Aprende muchas cosas sobre la diferencia entre funcionalismo y estructuralismo, cosas por el estilo y todos los -ismos del mundo; pero a menudo sale a la calle sin tener ni idea de lo que es otra cultura. Por eso, porque hasta los veintitantos años no ha conocido otra cultura que la suya propia, y la ajena sólo a través de las distintas opiniones que sobre esas otras culturas tiene la gente. Yo, por eso, casi prohibiría que fueran al campo los antropólogos que no tuvieran ya sesenta años, porque sólo cuando tienes sesenta años has aprendido a conocer tu cultura, y el problema de la antropología es, muchas veces, un problema de traducción del lenguaje de otras culturas al tuyo, de hacer inteligible para tu cultura lo que son las otras. Es, simplemente, un problema de traducción. (Por ejemplo, los bilingües son pésimos traductores, porque no conocen bien ninguna de las dos lenguas, ninguna de las dos culturas...) El problema de las traducciones es que generalmente no se conoce bien tu propia lengua, no tanto la ajena. Ese no es el problema; ése es un problema que se puede solucionar con vocabularios, con diccionarios, con gramáticas. El problema de una traducción es conocer bien tu propia lengua, tu propia cultura, y eso es lo que generalmente ocurre; salvo en el campo, cuando sales, que, evidentemente, en el caso español son escasísimos los ejemplos. Salen al campo antropólogos que no conocen nada de la variedad que puede existir dentro de su propia cultura. Y cuando salen bien intencionados, salen muchas veces con mala conciencia, con conciencia de culpa de lo que es la cultura propia. Y, bueno, hay que tener mala conciencia cuando una cultura como la occidental es expansionista y está produciendo unos efectos deletéreos; pero eso no invalida que la cultura occidental sea extremadamente compleja. Debemos conocer bien las variedades y la complejidad que hay dentro de ella -dejando aparte, hasta donde podamos dejar, su influencia política en el resto del mundo-, para reconocerlas, de alguna manera, en las otras culturas, aunque sólo sea para reconocer que las otras culturas también son complejas. Lo ideal sería el camino inverso: que uno conociera la complejidad de la propia cultura pero la utilizara simplemente como referencia bibliográfica, y que aprendiera a ver la complejidad que hay en las otras, volviendo a trasladar esa complejidad a la propia; pero, claro, ése es un camino excesivamente largo y complicado. En todo caso, el siglo XVIII era con frecuencia mucho más moderno de lo que a veces pensamos. Recuerdo, por ejemplo, que Feijoo, en el Teatro crítico y universal, dice esta frase: «Por haber maltratado a los indios somos ahora los españoles indios de los demás europeos» (cita literal). Yo creo que es una frase de permanente actualidad.

Gazeta. Volviendo un poco hacia atrás: Antes planteabas el problema del poder en las sociedades -llamémosles- simples o primitivas. En tu experiencia de campo, tanto en la Amazonia como en Oceanía, ¿cómo has observado que estas comunidades resuelven sus conflictos y, por tanto, si estos conflictos sostienen un aparato de poder, si ese aparato de poder es inevitable; si es posible no diré ya llegar a muestras de comunismo primitivo, pero sí a una situación en la cual los conflictos sean de baja intensidad, por utilizar un término estratégico aplicado a la vida social?

A. Pérez. La diferencia básica que hay entre estas culturas amazónicas o melanésicas o indonésicas, que son las que yo he trabajado, con la sociedad occidental, es que aquí, además de que numéricamente hay un factor de diferencia, tenemos un poder que se separa demasiado del resto de la sociedad. Cuando hay un conflicto siempre hay un árbitro. Eso es lo que en muchas ocasiones no es necesario en estas culturas. Si hay un conflicto, se supone que el conflicto es entre dos, y se supone que no es necesario un árbitro. Esa recurrencia a una instancia superior, al arbitraje, no se hace necesaria a menudo en estas sociedades. La misma palabra delegación es una palabra que existe, por supuesto, pero en un grado infinitamente menor en esas otras culturas. No hay nadie representativo de nadie. Se supone que todo el mundo es portavoz de sí mismo (estoy hablando, por supuesto, de casos ideales). Nunca se acerca la realidad hasta ese extremo. Pero la filosofía que pueden verbalizar los indígenas sí va en este mismo sentido. Entonces, cuando no hay una delegación de poder, cuando no hay una representatividad, el conflicto entre dos siempre puede, debe resolverse sin recurrir a esas instancias superiores. Eso no significa que los conflictos hayan desaparecido, sino que la manera de resolverlos es distinta. Se resuelven por vía de consenso, y aunque siempre dicen que «pueblo pequeño, infierno grande», indudablemente los conflictos son de menor intensidad que en esta sociedad. Por lo menos, no se da esa especie de transferencia -que algunos llaman inconsciente y que podríamos denominar de muchas maneras- de la frustración de un conflicto no resuelto a un subconsciente, por mezclar cosas que realmente no me gusta mezclar demasiado, como son la psicología y los instrumentos analíticos del psicoanálisis con la antropología. Vamos a recurrir a ello de manera provisional. En esta sociedad, esos conflictos no resueltos, que son la inmensa mayoría y que a medida que avanza la civilización en el tiempo siguen aumentando, están más reducidos en estas sociedades y son, vuelvo a repetir, de baja intensidad. Pero siempre hay conflicto. La imagen de una sociedad que marcha sin ninguna fricción entre sus individuos, la imagen del buen salvaje, en una palabra, es falsa. Es falsa empíricamente hablando. Quizá lo haya sido en un pasado o lo vaya a ser en un futuro próximo. Pero la experiencia dicta que en estos momentos, con todos los instrumentos que tenemos de análisis, que no podemos encontrar una sociedad en la que falten los conflictos; porque eso sería, simplemente, inhumano, pues estaríamos en el cielo o en el infierno, en una sociedad inventada en las mentes de las personas, en una sociedad utópica, pero no en una sociedad real. También hay que tener en cuenta que estas sociedades, tanto las amazónicas como las melanésicas, viven en una situación de acoso permanente por parte de algo que ellos conocen, que es la sociedad envolvente, la cual ellos saben que es superior, desde el punto de vista militar, a ellos. Es decir, que es una sociedad que los va tragando poco a poco o mucho a mucho. Pero ellos tienen esa experiencia, desde que la civilización occidental comenzó a expandirse.

Gazeta. Continuando con la zona que tú conoces y, además, precisamente por tu condición de miembro de la Comisión Nacional del Quinto Centenario; también porque tu campo de trabajo es el mundo indígena americano: ya que hablamos del impacto de la sociedad occidental sobre los indígenas -no tanto de impacto histórico sobre estos pueblos, sino del impacto más actual-, ¿cómo ves la situación de los que, dividiendo a groso modo, podemos llamar indígenas de las altas culturas, que tradicionalmente han sido más resistentes a las agresiones exteriores, e indígenas de lo que -entrecomilladamente- nominamos culturas «débiles» que, en el caso de las Antillas, por ejemplo, les supuso a algunas de ellas, desde el primer momento de la colonización, la desaparición? Tú, precisamente, has trabajado entre los yanomami, que es un pueblo del que últimamente se ha hablado mucho, por todo el proceso de deforestación e incluso de etnocidio de la Amazonia.

A. Pérez. Trabajar en la comisión Quinto Centenario me permite, entre otras cosas, trabajar directamente con los indígenas, porque desde el primer momento pensé que lo que había que hacer era reconocer las organizaciones indígenas en América. Son unas organizaciones que para unos son partidos políticos, para otros son movimientos de base, casi vecinales, diríamos aquí; para otros son soviets, incluso, consejos políticos en la traducción más directa de la palabra soviet, etc. Y, me permite, de alguna manera, conocer un poco una parte de lo que son los indígenas. Yo creo que el haber trabajado también con los Yanomami, y con algunas otras sociedades, aunque esté feo que lo diga, me permite tener un abanico lo más amplio posible de los indígenas. Yo he trabajado desde indígenas que no solamente no conocían el castellano, sino que, por supuesto, no tenían ninguna idea del nombre del estado en el que habitaban, hasta indígenas que son grandes viajeros internacionales, que están en contacto con todas las organizaciones internacionales de cooperación, de ayuda al tercer mundo, de ayuda al desarrollo, etc, y que conocen todos los resortes publicitarios y financieros de la sociedad occidental. Por supuesto que, a la hora de trabajar con estos indígenas, la primera pregunta que siempre se hace uno es hasta qué punto es bueno trabajar con los indígenas, hasta qué punto no sería mejor el dejarles absolutamente independientes e intactos, mantenerlos completamente aislados del resto del mundo. Pienso que eso sería lo ideal. Pero, claro, lo ideal es siempre imposible de ver en la sociedad. Tampoco quiero agarrarme a la teoría, tan cara a la iglesia, del mal menor, es decir: «Bueno, como siempre va a haber algún blanco que se acerque a los indios, mejor que sea yo, que soy más bueno que cualquier otro blanco». Eso sería una salida probablemente fácil. Lo único que intento con este trabajo es que el impacto de la sociedad occidental sobre los indígenas sea el menor posible; y para eso, en primer lugar ellos, los que se aventuran, los que se adelantan a sus sociedades y entran en contacto con ese mundo tan peligroso de la cultura occidental, deben conocerla un poquito mejor, pero siempre tratando de que ese conocimiento redunde en beneficio de sus propios pueblos, lo cual muchas veces es casi imposible de conseguir. Porque el ideal sería que estos indígenas conocieran bien la sociedad occidental, pero luego regresaran a sus comunidades para explicarles cuáles son los resortes que hacen a esta sociedad tan poderosa. Indudablemente, en esas idas y venidas de una sociedad a otra siempre hay muchos indígenas que se quedan en la sociedad occidental, lo cual es bastante lamentable. Eso ocurre tanto con representantes de las altas culturas como de las culturas débiles. Por supuesto que estamos todos de acuerdo en que lo de altas y débiles es, simplemente, una medida más demográfica que otra cosa porque, obviamente, las culturas son todas igual. El precepto básico del relativismo cultural en estos momentos todo el mundo lo acepta, más o menos. Y, desgraciadamente, -o afortunadamente, vaya Vd. a saber,- hay en estos momentos una situación con los indígenas de todo el mundo en la que, como la sociedad occidental ha impregnado todas esas culturas tanto, ya hay unos canales de comunicación, incluso entre los miembros de las culturas más aisladas y la sociedad occidental. Por ejemplo, sin ir más lejos, entre los Yanomami, un indígena brasileño ha recibido un premio Nobel alternativo en 1989. Y es un indígena que habla muy poco portugués, un Yanomami de Manaos, de Brasil, y que hasta hace cuatro años escasos ni siquiera había salido de Brasil, no había salido de su mismo territorio Yanomami. Y eso es válido también para Raoni, por ejemplo, un líder de los Cayapó Mecranotín, mal llamados Chicarramei que, efectivamente, hace pocos años no hablaba tampoco nada de portugués y ahora está recorriendo el mundo con Sting, como todos sabemos. La fuerza con la que ha entrado la sociedad occidental, la amplitud y la variedad de rincones a los que ha llegado, hace que en estos momentos todas esas culturas estén muy unificadas, desde el punto de vista de sus relaciones con la cultura y sociedad envolventes.

Gazeta. Decía De Gerando en el siglo XVIII que los primeros viajeros de la Ilustración y de siglos precedentes se habían fijado casi en exclusividad en la figura exterior de los indígenas, realizando una copiosa producción de grabados, algunos de los cuales hoy tienen un gran interés etnológico e incluso artístico. Ahora bien, De Gerando decía que el siguiente paso de la antropología, que en aquellos momentos iniciaba su andadura de manos de la Ilustración, era, precisamente, el ir más allá de esa vistosidad. Bien: esto que hoy podría parecer tan lejano a nuestros intereses puede ser que esté de plena actualidad cuando, a través precisamente de las conmemoraciones del Quinto Centenario, la visión que se pueda ofrecer del mundo indígena esté basada en esa realidad vistosa, exterior, de aquellos pueblos que puedan ser más llamativos, más exóticos. Incluso podríamos utilizar el lenguaje de más impacto publicitario, llamar más la atención del gran público, que todavía sigue teniendo una cierta morbosidad por aquellos pueblos que tienen vestidos extraños y costumbres lo más estrambóticas posibles a nuestro modo de ver. ¿Cómo se plantea, desde la perspectiva de un asesor del Quinto Centenario, la posibilidad de combinar de alguna forma, o no, vistosidad y realidad?

A. Pérez. Pues, desgraciadamente, como vivimos en una sociedad del espectáculo y en una sociedad en la que la imagen, a través de la televisión, tiene una importancia radicalmente distinta a la que tenía en épocas anteriores -el fenómeno de la televisión es nuevo y es importantísimo-, no estamos tan alejados de lo que ocurría en el siglo XVIII y en siglos anteriores, cuando de los indígenas lo único que se conocía eran las manifestaciones más elementalmente gráficas; cuando se hacían dibujos de ellos, pinturas; o cuando, después, se empezaron a hacer fotografías. En estos momentos, la imagen popular que hay de los indígenas es, básicamente, la misma, desde ese punto de vista. Porque lo único que se conoce de los indígenas por el gran público -no estoy hablando, obviamente, de los especialistas-, es esa apariencia externa, centrada fundamentalmente en aspectos exóticos. Aspectos exóticos que, además, generalmente los medios de comunicación amplios, populares, muestran con una nota como final, con una nota de apocalipsis último, valga la redundancia. El discurso implícito de todos estos mass media es que estas tribus y costumbres se van a acabar y que, entonces, su labor es muy útil porque están recogiendo los últimos documentos. Y que si ellos no estuvieran allí, eso desaparecería más o menos igual, pero no quedaría ni siquiera el recuerdo. Eso también es, un poco, una de las premisas elementales de la etnografía: el recoger las últimas manifestaciones tecnológicas o culturales de los pueblos. Pero, afortunadamente, pienso que la etnografía no es antropología -aunque la antropología siempre deba comenzar por la etnografía-, sino que la antropología de alguna manera ofrece no solamente esa descripción y ese recogido etnográfico de los últimos hallazgos de las culturas que están terminando, sino que va más allá y trata de encontrar una adecuación y una supervivencia para esos modos de producción, que pueden ser casi siempre materiales; que son, digamos, la etnografía «de botijo», de cómo se fabrica un botijo. Por otra parte, la vistosidad, el exotismo de los indígenas, en ocasiones tiene más relación con nuestro sentido estético y, en ocasiones, menos. Hay artes y culturas que están mucho más cerca de nuestra sensibilidad actual que otras. Por ejemplo, los indios de la costa noroeste de América tienen un arte que es, probablemente, el que más relación con nuestra sensibilidad estética actual presenta. Por supuesto, no estoy diciendo ni siquiera que nuestra sensibilidad estética no haya variado. Estoy hablando hic et nunc: lo que nosotros entendemos, en lo que nos han educado como bello es, en muchas ocasiones, parecido al arte de estos pueblos. Sin embargo, hay pueblos como los Yagua del Amazonas que con unos faldellines de racia, de paja, y unas podoqueras, unas cerbatanas más o menos rústicas, aunque muy eficaces, por supuesto, están en las antípodas de nuestra cultura. De hecho, todas las culturas del trópico, como obviamente no prestan demasiada atención a la ropa, porque no es excesivamente necesaria, y como sus adornos son de materiales raros en esta Europa o en este mundo desarrollado, fácilmente perecederos y destructibles -como pueden ser las plumas-, desde el punto de vista estético no tiene posibilidades de ir más allá del mero documento televisivo. Es mucho más complicado que en nuestro mundo, en Europa, se reproduzca una manera de vestirse, de adornarse, como la de estas culturas tropicales. Ahora bien, yo quería señalar que mi experiencia profesional con algunas culturas indígenas me viene a demostrar que estos indígenas en muchas ocasiones tienen una escala de valores clarísima: primero lo inútil, y después lo útil. En mis intercambios con ellos, siempre han preferido un adorno -léase una mostacilla, por ejemplo, para hacer collarcitos o pulseras, a un machete. Es decir: la mostacilla es absolutamente inútil; el machete no. Pues ellos han preferido la mostacilla, casi con cierta constancia sistemática. Y en el arte que ellos hacen, en los dibujos que pueden hacer, siempre hay una primera fase -me ha parecido detectar- que es abstracta, y después es cuando llega la fase figurativa. Pero, en primer lugar, siempre aparece una abstracción, que en ocasiones puede ser debida a que los materiales con los que se está haciendo esa obra de arte sean difíciles de manejar para ellos. Si les pones ante un papel y unos lápices de colores, que son realidades muy distintas para ellos de las habituales, siempre puede haber una dificultad técnica en manejar eso que les lleve, por motivos no demasiado profundos, sino exclusivamente técnicos, manuales, funcionales, a la abstracción. Pero pienso que es algo más profundo que esto: incluso en el caso de que no hubiera esas dificultades que presentan los nuevos materiales, se seguiría manteniendo esa relación que primero va sólo a la abstracción y, posteriormente, al figurativismo.

Gazeta. Siguiendo con el hilo de nuestro discurso, yo sostengo, por mi parte, que España ha tenido poco interés exotista por América, y una prueba fehaciente de ello es la ausencia, prácticamente, de museos relacionados con aquel continente en España. Sin ir más lejos, en Andalucía, y curiosamente en Sevilla, desde donde partieron tantas naves camino de América, no hay un solo museo de América ni una colección que realmente pueda ser importante. Sí existe, claro, un Archivo de Indias donde está toda la documentación, sobre todo de orden jurídico. Esto parece una falta de atracción intelectual, sobre todo objetual, especialmente a lo largo del siglo XVIII-XIX, a pesar de todas las expediciones que organizaron los Borbones a América por la comprensión no sólo de América, sino del mundo indígena. En el momento actual se observa un cambio. En segundo lugar, por parte de los indígenas, muchos de los cuales hasta momentos recientes no han tenido conocimiento de su entorno, de las sociedades complejas occidentales -y otros que sí lo han tenido, desde el mismo momento de la colonización-, ¿existe algún tipo de referente, de interés, no sólo intelectual, sino -en este caso también habría que añadir- de orden político y social por España?

A. Pérez. Por partes: No ha habido nunca un interés masivo de los españoles por América. Las cantidades de gente que fue a América nunca fueron excesivas. Claro que había razones técnicas para explicarlo; pero, en todo caso, sí me interesa, más que meternos en el análisis cuantitativo, destacar que a América iban españoles por muy variadas razones. En la historia sólo parece que quedan los que fueron a conquistar -y, efectivamente, los hubo-. Pero en una sociedad tan rica como era la española de aquellos tiempos (porque en toda sociedad con poder, imperial, en toda sociedad que está creciendo y expandiéndose, hay unas contradicciones fortísimas y una complejidad superior, a menudo, a la que existe en sociedades, digamos, más «tranquilas»), había gente que iba a América por muy diferentes motivos. Unos iban por oro, otros por la santidad -hasta aquí pura trivialidad-; y pienso que se nos olvida con demasiada facilidad el caso de todos esos españoles que fueron a América simplemente exilados. Lo mismo que ha habido, a lo largo de todo este siglo y finales del pasado, exilados ya con ese nombre, también los había, sin embargo, desde el mismo momento de la conquista. No es que solamente a delincuentes se les diera la oportunidad de ir a América para redimir sus penas -que también los hubo, por supuesto-, sino que había mucha gente que estaba ahogada en una España que iba siendo, progresivamente, cada vez más centralizada y autoritaria, en la que no solamente la Inquisición, sino multitud de instancias asfixiaban el clima social. Lo cual fue, a mi juicio, uno de los motivos fundamentales de la decadencia española. Cuando uno quiere ser demócrata, en el mejor sentido de la palabra, debe entender que sólo en democracia es cuando se consigue una verdadera estabilidad y una verdadera riqueza social. Cuando no existe esa democracia no hay tal complejidad y, además, existen unos obstáculos sociales fortísimos para el mismo desarrollo económico y político. Es decir: incluso desde el punto de vista más cínico de un país que quiera ser rico, necesita, de alguna manera, tener una cierta libertad. Por consiguiente, había muchos españoles que iban a América simplemente porque allí había una mayor libertad. Allí, a fin de cuentas, se estaba más alejado del centro, de la monarquía, y cuanto más alejado estés de la monarquía y del poder más libre te puedes llegar a sentir. La cosa es que lo seas realmente o te encuentres, al llegar a América, con otras dificultades que te vuelven a demostrar la imposible libertad del hombre. Pero, desde luego, hubo muchos -vamos a decir- exilados. Y, además, el fenómeno del mestizaje yo creo que debe entroncarse con eso. Porque a estos señores funcionarios empingorotados, que iban allí de veedores o de oidores de funcionarios de las audiencias o de las capitanías, no me los imagino ni siquiera violando a las indias. Los imagino viviendo allí un mundo absolutamente cerrado de españoles o de criollos muy blancos, pero no violando. Creo que el mestizaje ha venido fundamentalmente a través de esta parte de españoles que iban a América buscando libertad, lisa y llanamente. Aunque, por cierto, el fenómeno del mestizaje se ha exagerado mucho, aunque hagamos una pequeña digresión. El mestizaje no fue tan importante desde el primer momento. Fue un fenómeno que fue adquiriendo fuerza, que no ha dejado de ir tomando fuerza desde que empezó, pero que empezó progresivamente y poquito a poco. Por otra parte, pienso que el interés español por América ha tenido, al menos, dos momentos importantes: Uno fue, por supuesto, 1492; pero el otro, que es el que ha producido una segunda conquista de América, es a finales del siglo pasado y principios de éste -y muy entrado éste-, con el fenómeno de la emigración a América. Ha habido enormes cantidades de emigrantes españoles que han cambiado la faz de América. Estoy hablando nada más que de los emigrantes de finales del siglo pasado. Pero eso es un fenómeno general: en Europa se produce una situación de tiranía generalizada que conduce, obviamente, a un hambre generalizada, y eso produce una fuerte expulsión de enormes cantidades de europeos que conquistan el mundo: conquistan la india, conquistan Africa; en Estados Unidos conquistan el Oeste; en Canadá exactamente igual. Y en América Latina se produce una segunda conquista cuando llegan esas enormes cantidades de europeos, muchos de ellos españoles, que son los que configuran las realidades nacionales actuales. En Argentina, en Chile, en Uruguay, el caso es obvio. Pero Brasil, Venezuela, Cuba, son casos igualmente obvios. Por otra parte, cuando hablas de que aquí hay pocos museos americanísticos, en realidad pienso que sí, que había un interés por atesorar. Lo que pasa es que muchas veces, debido a que los objetos de oro (por ejemplo, los metales preciosos que había en las culturas precolombinas casi nunca eran de oro puro, sino que eran aleaciones, eran «tumbadas», como dicen en Colombia), necesitaban ser fundidos para poderlos transportar mejor, olvidándose, por supuesto, del valor artístico del objeto y reduciéndolo a moneda, a oro. Y, claro, todos esos objetos se han perdido, irremediablemente. Pero también sucedía que, en la Europa de aquellos años, había una especie de distribución de los tesoros y de las riquezas, pero por vía cortesana: solamente los nobles y la realeza tenían esos objetos. No existía lo que luego llamaron «gabinetes de curiosidades», que empezaron siendo cortesanos también, pero que poco a poco, dieron origen a lo que hoy entendemos por museos, una especie de socialización de los objetos. Y eso no existía en toda Europa en los años de la conquista y del imperio español. Estos gabinetes, germen de los museos, son un fenómeno que comienza en el siglo de las luces, con la Ilustración, y que primero va agrupando los objetos no tanto por su valor exclusivamente estético o simbólico, como símbolo de poder y de riqueza, sino un poco por la utilidad práctica que para el estudio podía tener. Van pasando, podríamos decir, de los banqueros y de los políticos, a los estudiosos. De ahí a que esos «museos» se civilizaran, en el sentido de ponerlos al alcance de la sociedad civil, ya no había más que un paso. Pero, claro, ese paso se dio cuando ya España no era una potencia colonial, cuando ya se había producido la independencia de las repúblicas latinoamericanas, y yo creo que esa es la razón por la que no hay excesivo atesoramiento en estos momentos. Pero es fácil encontrar en los museos europeos y norteamericanos piezas que han pasado por España. La corona de plumas de Moctezuma, que probablemente será falsa, está en Viena. Y eso, ¿por qué ha llegado a Viena? Porque la dinastía que había en España en esos momentos era la de los Augsburgo. Finalmente, el interés que pueden tener los indios por España es un interés, por parte de algunos líderes de organizaciones, coyuntural. Simplemente, con esto del Quinto Centenario, aprovechan para encontrar en el Quinto Centenario una caja de resonancia de sus reivindicaciones, cosa que me parece perfectamente legítima. Y como España se ha significado demasiado como impulsora del Quinto Centenario, es obvio que sobre ella tengan que recaer las críticas de los indígenas. Por otro lado, sin embargo, hay un interés más práctico, en algunas comunidades de base, por ejemplo, por demostrar que su situación no ha cambiado nada desde la colonia, con lo cual implícita y explícitamente están acusando a las repúblicas latinoamericanas de no haber mejorado su condición y de seguir en el esclavismo, e incluso en situaciones que requieren de ayudas jurídicas provenientes del tiempo de la colonia. Por poner un ejemplo: los títulos de propiedad de la tierra, títulos colectivos, que en los últimos años de la colonia otorgaba con cierta frecuencia la monarquía española, son, en muchas ocasiones, instrumentos jurídicos importantes en la lucha de los indígenas por la tierra. Los tres problemas más importantes de los indígenas -yo siempre lo digo- son tierra, tierra y tierra. Solucionado el problema de la tierra se puede solucionar el de la salud, el de la educación, el de la identidad cultural y todo lo que se quiera después. Pero, fundamentalmente, la tierra; porque la única nota característica del indígena es, en muchas ocasiones, su apego a la tierra. Por consiguiente, esos títulos de propiedad colectivos son instrumentos muy queridos por los indígenas, porque demuestran que la corona española les dio en algún momento esos títulos de propiedad sobre la tierra y ellos los necesitan en sus litigios. Y luego, por supuesto, puede haber un interés -pero pequeño- hacia España, encontrándola como una potencia europea que puede, de alguna manera, desviar algunas migajas para cooperación internacional; porque estas organizaciones indígenas viven prácticamente todas ellas de la ayuda internacional, de la ayuda al desarrollo.


 Gazeta de Antropología