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EL HÉROE DE JARTUM ,15 Octubre 2005. Ideal.

El héroe de Jartum no se llama Charles Gorgon, al que el fanático El Mahdi, a finales del XIX, le cortó la cabeza y la arrojó al río Nilo, sino el p. Grumini, un vejete dulce, muy simpático y de salud quebradiza, comboniano, hincha del Inter y veterano misionero en Kenia, Katanga, Etiopía y el Sudán, donde en la última expedición de febrero a ese país nos pide a los miembros de la universidad de Granada que visitemos el campo de Jebel Aulia, donde tiene a su cuidado 45.000 niños, huérfanos de la guerra, y escribamos sobre ellos. Rebasando ya los 75 años, una edad con la que en Europa disfrutaría de un retiro bien merecido, el p. Grumini no está dispuesto a tirar la toalla y, como Errol Flyn, quiere morir con las botas puestas junto a sus niños.
Los tenía divididos en secciones y barracones con simulacro de escuelas y comedores, en los que se amontonaban las perolas vacías, sin tenedores ni platos ni comida. En las cocinas no había nada que desayunar y a los niños, tras concentrarlos ordenadamente en filas, el p. Grumini y sus ayudantes, los hermanos Natabes, Martín y Alberto, algo más jóvenes, les dice que esta mañana no hay comida y ellos rompen filas y en silencio se marchan a la inmensa planicie que rodea los barracones, a jugar con un balón imaginario.
En los cubos de barro, que hacen de dormitorio y de escuela, no hay pizarras ni tizas ni cuadernos ni bolígrafos. No tienen nada y, en una reunión de urgencia con 40 de sus profesores, éstos le dicen al p. Grumini, tranquilizándolo, que no van a abandonarlo; es decir, si es capaz de darles de comer tres veces al día. No le pedían sueldo, tan sólo comer tres veces al día. Los niños no podían esperar tanta suerte y cada día morían de inanición de 100 a 150. Los maestros, con sus títulos bien ganados, ni estaban dispuestos a morir ni a abandonar al P. Grumini. Eran demasiado mayores para asaltar caminos y echarse a robar – a ellos la policía del dictador Omar el Bashir no se lo impediría – y, aunque no lo hicieran, nada encontrarían que robar y seria por demás una temeridad de la que saldrían sin manos, sin pies o pateados hasta la insensibilidad, que en el Sudán es el castigo de los ladrones.
Todo lo que alcanzaba la vista alrededor eran planicies yermas de piedra negra, quemada al sol y arenales sin árboles, a pesar de que cerca discurría el mar del Nilo Blanco, que se une muy cerca al Azul en la isla Tuti de Jartum, formando el gran Nilo. Más allá cientos de kilómetros sin dueño, en apariencia, en los que podrían cavar pozos, levantar cercas y sembrar, como habíamos visto hacer a las mujeres en otras partes de África; pero los maestros del p. Grumini ni estaban organizados como ellas ni tenían su coraje. Los maestros del p. Grumini tenían carrera y títulos, la mayoría universitarios, y tan sólo le pedían un plato de habas, la gammonia, un guiso nubio de judías estofadas con pedacitos de estómago de cordero, que todo el mundo come en los cafetines de las calles y que está al alcance de los más pobres. Se contentaban con comer tres veces al día y el p. Grumini no tenía nada que darles.
En un campamento próximo al del p. Grumini, había otros 45.000 niños de la guerra, del lado musulmán, y el gobierno del dictador Omar El Bashir les daba de comer y engordaban. Cuando le digo al p. Grumini que por qué no se une a este campamento, me contesta que la política de Omar el Bashir con el enemigo cristiano, a falta de poder derrotarlo por las armas en el sur, de donde habían venido huyendo de la muerte, era diezmarlo por hambre, aunque se trate de unos niños, y lo hacía magistralmente. Cada día morían de 100 o 150 niños en el campamento del p. Grumini y debo confesar que hasta no verlo no podía imaginarme el drama que puede ser una guerra fratricida de etnias y religiones: un cementerio de cruces y piedras alineadas como los que acostumbra hacer el ejército de los Estados Unidos en sus guerras.
Hacía tiempo que nada me había hecho pensar en la religión hasta esta mañana, cuando me dicen que el p. Grumini ha muerto y me viene al recuerdo la situación de sus 45.000 niños sin nada que comer, sin tizas ni bolígrafos, sin bancos en la escuela, jugando al sol con un balón imaginario, esperando la muerte, y, si hay cielo, seguro que el padre Grumini estará viendo a sus niños con la inmensa tristeza e impotencia con que nos enseñó el pasado febrero su campo de refugiados en las llanuras de Jebel Aulia.

Manuel Villar Raso