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ME GUSTABA TANTO ESPAÑA ,15 Octubre 2005, Ideal.

En tres ocasiones pude quedarme a vivir en América con contratos atractivos, pero desde muy joven tenía clara la idea de querer vivir en España, "donde fuera" en España, y ni un exilio dorado en Canadá o en los Estados Unidos me sedujo lo bastante como para vivir lejos de este país. Me vine con las manos en los bolsillos y, tras unas oposiciones de instituto, me cayó en suerte el País Vasco, de donde salté a Cataluña y luego a Granada. En Vitoria, el ambiente empezaba a ser molesto, ya en los años setenta, y pronto me di cuenta de que el vivir "donde fuera" no era el sueño de vivir en España. A los no nativos nos miraban como advenedizos y, tras tres años de aguantar este dorado exilio, me largué. En Cataluña, no pasabas un solo día sin que el primer gilipollas que veías en la calle te preguntara de donde eras. Parecían hacerlo por sistema con los no hablantes de catalán, siguiendo un guión preestablecido y con el fin de aburrirnos y obligarnos a dejar nuestros puestos. ¿Consigna o conspiración? No fallaba. Cada mañana la misma pregunta y a los siete años me marché. La política del catalán "only" en la enseñanza era agobiante, aunque enseñaras inglés, y el día en el que la Universidad Autónoma acordó enviar a la casa de los no hablábamos catalán a un profesor de catalán, ese mismo año dejé la universidad, seguido por dos mil profesores de media y primaria, y me vine a un instituto de Granada. Parecía un lugar ideal para vivir. Aquí nadie te preguntaba de dónde eras y la vida en el instituto era agradable. Pero repentinamente también llegó el momento de ahuecar el ala de estos centros y no por cuestión de racismo como en Vitoria o de idioma como en Cataluña. Sucedió cuando la política educativa del PSOE, llamarla educativa es un eufemismo, trastornó la enseñanza media, se cargó el cuerpo de catedráticos al que pertenecía, hundió la autoridad en los centros y metió en ellos a las asociaciones de padres, los alumnos se hicieron los reyes de la clase, el profesor pasó de enseñante a policía y cada día llegabas a casa con la garganta destrozada. Había que ahuecar el ala de nuevo y entré en la Universidad de Granada, donde no hacía falta alzar la voz y la relación profesor-alumno era hermosa.

Hoy, tras las últimas elecciones, el desasosiego es de otra naturaleza y nada tiene que ver ni con el trabajo ni con la ciudad. Tiene que ver con la política que está envenenando a la intelectualidad del país. Tiene que ver con un gobierno que nadie sabe para quién gobierna, o si gobierna, y me encuentro demasiado mayor para cambiar; porque si pudiera, si la edad y las obligaciones familiares no me lo impidieran, tal vez pensaría en marcharme a aquellos países en los que la vida, aunque aburrida y dura, no era cada mañana un sobresalto. En la Universidad, un lugar por principio abierto al diálogo, no siempre puedes hablar libremente con los amigos, con los que creías eran tus amigos, y hay que andarse con pies de plomo, cerrar la boca, o hablar de obviedades como el tiempo, las tapas, los deportes, el sexo, los viajes. No puedes nombrar a los muertos del incendio de Guadalajara, el hundimiento del Carmelo, el 3 por ciento que los políticos de la Generalitá cobran a las constructoras. Y cuando ya creíamos que las viejas heridas de la guerra se habían cerrado, no puedes hablar con apasionamiento de la españolidad de Ceuta y Melilla, del independentismo vasco y gallego, de Zapatero con desdén, de la identidad nacional, siempre cuestionándose. Hacerlo no es ser demócrata y te clasifica con la derechota cerril. Hablar del independentismo catalán no es ser progresista. Progresismo es aceptar el diálogo y permitir, esté o no en la Constitución, que una región decida ser una nación. Nadie se atreve a chistar. Hablar de la emigración, de la defensa de nuestras fronteras y del efecto llamada es no entender el problema de la globalización, que compete a Europa y sólo a Europa y el gobierno no es responsable. Hablar con sentido crítico de la apertura de fronteras, de los problemas que la emigración masiva puede crearle a la caja de la seguridad social y a los hospitales no es ser humano ni entender el tema de la economía y del hambre en África, cuando sobre esto último uno ha escrito cuatro novelas y dos libros de ensayo.

En una agencia de viajes, mientras buscaba un país donde largarme, al menos unos meses para desintoxicarme de tanta vocinglería política, me encontré con Paco Méndez, un viejo profesor de primaria. Se había jubilado hacía tiempo y cada año se largaba a Guatemala o a Nicaragua cinco o seis meses para ayudar a misioneros y ONGs en trabajos de carpintería, albañilería o en lo que fuera de más ayuda. Mis huesos no resistirían y esa por tanto no era mi solución. Medicus Mundi aceptaba todo tipo de ayudas y en Burkina Faso me había encontrado con militares retirados que echaban una mano en los hospitales. Visité algunos en Bobo Dioulasso y Pama, donde trabajaban con enfermos de sida, malaria y todo tipo de lacras indescriptibles, y me asusté. En el Malí, dos empleados de Dragados y Construcciones pedían a la compañía varios meses sin sueldo, cada año, y en Gao colaboraban con las enfermeras en alimentar, lavar y dar de comer a niños y a ancianos, que eran millares y vivían en una situación de penuria infinita. Tampoco era lo mío e igualmente me asusté. En el Sudán me encontré con un padre comboniano, cuarenta años trabajando con los desheredados de las guerras de África, y al punto me vino la solución. Tengo un sobrino comboniano en Kenia y le escribí un email declarándole mi decidida intención de trabajar con él. Su respuesta fue inmediata: ¿y qué sabes hacer? Puedo enseñar inglés, le contesté. Lo que necesitamos son médicos, enfermeras y gente joven, capaces de levantar escuelas e iglesias, ¿tú podrías?, ¿lo tuyo no es escribir?, pues escribe. Era obvio que no podría trabajar a su lado y le regalé a mi mujer unas vacaciones en Gambia, con hoteles y playas tan hermosas como las de Punta Cana en la República Dominicana, cosa que cordialmente odio.

 

Manuel Villar Raso