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Caminos de Frontera

1

El muchacho estaba decidido a cambiar de vida y aquella noche no durmió. Permaneció sentado en la cama oyendo los gritos de las chicharras y de los grillos en los árboles de la huerta y el césped del jardín. Era una noche casi perfecta, el seminario dormía, no había luna pero el resplandor de la ciudad al fondo, que veía noche tras noche desde su ventana, iluminaba paraísos mucho más hermosos que los que había conocido en el pueblo. Para alcanzarlos tenía que saltar la valla. Su hermano había muerto, un accidente causal en la mina y sin él se hallaba perdido. Tal como siempre lo había visto, aquel hermano que lo había metido muy niño en el seminario brillaba de mil colores, la luna y el sol eran sus ojos, su boca era grande y hermosa; su voz, que a todos hacía volver la cabeza cuando hablaba, no cesaba de seguirlo. Era el primer romano en las procesiones de Semana Santa, el más alto y hermoso. Con él en vida, había sido feliz en el seminario. Dios le sonreía. Con su muerte, todo había cambiado y vivía los días más negros de su vida, la religión había muerto y la oración le dejaba un sabor amargo en la boca. Se le había contraído el horizonte y se encontraba encogido en la celda como un perro a la puerta de su casa en noches de invierno. De día era una sombra que se movía, un cuerpo sin cinturón, una ventana abandonada al viento. Le sucedía lo que al viejo reloj de pared de la casa de sus padres por las noches, que cuanto más silenciosa, cuanto menos quería pensar en él, más fuerte lo oía en su corazón. Parecía decirle que saltara aquella valla o cruzara el portón de la entrada y mirara hacia adelante, la vida está al otro lado; hacia atrás no hay más que escombros y cadáveres; pero como a los árboles sin hojas le faltaba fuerza y aliento y no se atrevía a dar aquel paso, porque él no estaría ya en el mundo para ayudarle. No obstante, cada día sisaba del cepillo de la iglesia unas monedas sin remordimientos, que ocultaba bajo el colchón, porque no era un robo, sino el precio del billete del tren y la libertad.

Encerrado en la ansiedad no podía respirar, no podía cantar en el coro y no podía hablar. Todos los días contaba las monedas e iba al portón de la entrada, con el fin de ver al otro lado. Había un solitario paseo de plátanos con cuervos aullando como demonios, y una lejana carretera que se perdía en las lomas. Si lo cruzaba podía darse por muerto. Ese era el terror. Se palpaba el sudor frío y abrasador de la frente, y regresaba ciego como un topo. Un día cayó un aguacero y, al salir el sol, todo era nuevo en el ambiente. Brillaban los plátanos un sudor cálido de carámbanos lechosos, los cuervos habían desaparecido al caer el sol y esa noche hizo la maleta, se puso su trajecillo gris, unos zapatos ajados por el uso, y esperó a que todo quedara en silencio. Para salir tenía que esquivar al portero. A Dios te será imposible esquivarlo, le había dicho el Espiritual amenazándolo con el crucifijo en alto y, para pasar inadvertido, se había quitado la sotana y la había doblado en pliegues y escondido en el armario. Cogió la maletilla de madera. Eran las cuatro y todo estaba en silencio. Las monedas en el bolsillo eran un peso dulce. Vio al guardián acostado junto a la puerta. Roncaba fuertemente con la boca abierta. Al cruzar con suavidad el portón, el suelo se movía bajo sus pies como un barco y, convencido de que Dios hundiría la calle al pisarla, avanzó lentamente; luego empezó a correr y alcanzó a velocidad la lejana carretera, donde, al desaparecer el seminario a sus espaldas, se dejó caer sollozando.

Cuando recuerdo mi Soria natal, los bosques de encina y roble en el pueblo de mi infancia, el huerto de mi padre con los rabanillos, tomateras, patatas y cebollas, a las que tan aficionado era, tengo la impresión de que respiro doble cantidad de oxígeno. Corría el agua por el sendero bordeado de ciruelos con las ramas henchidas de ciruelas claudias y un par de perales de invierno con frutas todavía verdes y diminutas. Más allá triunfaba el verde de la alfalfa, que mi hermano segaba en sus ratos libres, luego el color paja de los campos de trigo, recién cortados, la Sierra del Madero al fondo, a menudo oculta por las Rituertas, donde el gris añil podía sobre el verde y la paja. La casa de aspecto patético tenía la misteriosa emoción que entonces sentíamos ante un plato de garbanzos, de la bota de vino de mi padre y de las noches acribilladas de pequeños silencios, mientras hipnotizados él y yo, frente por frente, escuchábamos a la Pasionaria en radio Pirenaica. Luego, al eclosionar la noche con la luz del alba, los gorriones piaban desaforadamente en los aleros, los grajos chirriaban en las tejas y en las hoyas de fiemo junto a la casa. El día comenzaba y en los olmos, a la entrada del corral, mi padre les abría la puerta a las ovejas, las sacaba y llevaba camino adelante hacia el campo, envuelto en la nubecilla de polvo que las seguía. Era evidente que tenía prisa, pero a la caída de la tarde regresaba despacio, dando pequeños traspiés como el que está aterido o sufre un profundo agotamiento. Curioso cómo lo que a uno le va quedando con los años es lo que ha vivido en la niñez. Parecía un hombre fuerte y era un viejo erosionado por los años que jamás decía sentir frío o hambre.

Junto a la entrada de la casa, huelo el perfume de las rosas. Es olor de amaneceres solemnes y hermosos, de atardeceres silenciosos como luna errante. Mi madre, a media mañana, regresa de hacer el pan, luego prepara la comida y se marcha al cementerio, donde tiene a dos hijos. Va a arreglarles las tumbas y a rezarles, pero nunca acababa de lavar su pasado en la penitencia y en los rezos. Mi mejor recuerdo de ella sigue siendo el crujido del pan y el olor de la rebanada, recién cortada, cuando apoyaba la hogaza contra el pecho y la convertía en grandes trozos sobre la mesa. Mi recuerdo más hiriente, aparte de sus lloros por mis hermanos muertos, es no haberla oído jamás una palabra tierna y, sin embargo, todo lo que para mí contaba en aquella casa era mi madre y lo que contaba para ella era que sus hijos estuvieran sanos y fueran buenos. Su vida estaba hecha de aniversarios: el alejamiento de sus hijos del pueblo, sus enfermedades, que sólo Dios podía remediar, sus muertes. Siempre estaba pendiente de los ruidos de la casa, de que las ventanas estuvieran cerradas, de que no faltara el chorizo y el pan en la mesa, de colocarnos en el invierno el calentador con brasas de la chimenea en la cama antes de acostarnos.

Cuando recorro el camino de mi infancia, la sigo viendo con ese vientre suyo tan prominente, sin quejarse salvo a Dios por muy enferma de azúcar en la sangre, que la estaba matando sin nosotros enterarnos, la estatura invariable, el esqueleto pequeño y reducido, algo obesa, pelo corto y gris, el vestido de siempre, pequeña pero sujetando toda la casa, una casa en la que nunca entraba el sol y desde la que no se veían ni las montañas ni el campo, y en la que nunca faltaba nada en los inviernos, el chorizo, el jamón de los dos cerdos que ella cuidaba, la harina con la que amasaba el pan. Pero esto lo veo ahora y no entonces y, mientras la recuerdo así, ya hombre, me doy cuenta de que nunca llegué a cruzar con ella una sola palabra de agradecimiento.

Mi hermano llegaba rojo de la mina con las últimas horas. Entraba, se lavaba la cabeza y se sentaba en el banco con la cabeza hundida como un dios que medita. Lo miro, levanta la cabeza y me sonríe. Parece un padre deseoso de abrazarme, aunque él jamás me pediría tal cosa porque lo consideraba una debilidad. Mi padre quería que yo siguiera su oficio de pastor y mi madre quería que yo fuera cura, una posición acomodada, lejos del campo. Hablaban a menudo de esto entre ellos y mi hermano dijo, poniéndose de parte de mi madre, que en el pueblo no había nada para mí y, como tampoco podemos pagarle los estudios irá al seminario, hay más futuro en los libros que en la mina y luego de mayor que salga al mundo, le será fácil con estudios abrirse paso. Mi padre no dijo nada y mi madre bajó alborozada la cabeza. Era muy limpia. Éramos inmensamente pobres y había llevado toda su vida bragas remendadas y sostenes agarrados con alfileres; pero tenía tanto temor de Dios que solía atracar puertas y ventanas cuando sonaban las tormentas.

Yo amaba las tormentas y el campo y hubiera deseado que triunfara mi padre en la disputa, pero mi hermano era un dios y, soñando con emigrar a Rusia o la Argentina, sacrificaba de momento sus sueños por no abandonarlos. Era para ella el mejor. Para mí, cualquier alternativa era buena con tal de vivir siempre con él. Incluso prefería ser minero antes que entrar en un seminario. Lo miré con ojos suplicantes y, como los suyos me producían vértigo, aparté la mirada hacia el paisaje más allá de la acequia y de los recodos verdes de los huertos que atravesaban el valle y ascendían hacia las faldas de la Sierra. En el campo estaba la perdiz y en los Quintos del Araviana, junto al Moncayo, donde mi padre me llevaba a pastorear sus ovejas en días sin escuela, había un río con arboledas frescas, pastos, bandadas de grullas trashumantes, esparcetas, trigos brunos y el aire claro de los atardeceres. En las lomas, estrepa, cambrones, matojos, árboles libres que corrían por las colinas y más arriba montañas que movían sus lomos con tal fuerza que al respirar cambiaban de sitio y se deslizaban sin respetar lindes hacia la lejanía de cerros a la deriva, donde estaba el mar, sus sueños y los míos nutriéndose de islas, pueblos blancos, aguas vivas y países exóticos.

Lo miré suplicante y sus ojos tenían un extraño fulgor que aturdía. Ni mis padres ni mis otros hermanos discutían jamás las decisiones de este hermano y yo, antes que entrar en un seminario, quería ser cualquier cosa, quiero ser minero como tú, le dije y él me echó la mano al hombro y me metió en las galerías de la mina a la hora en que explotaban los barrenos. Primero sonó un derrumbamiento lejano, luego nuevos terremotos que procedían del interior de la tierra y se acercaban; segundos después nos envolvió una densa nube de polvo, que nos ahogaba en una sofoquina repentina, hasta que del hombro me sacó al fresco, y tres días después cogió mi maletilla de madera y me llevó al autobús de Tarazona, donde estaba el seminario, para mí una galería de túneles más asfixiantes y oscuros que los de la propia mina. Mi padre aceptó mi marcha sin una palabra. Mi madre soltó unas lagrimitas de agradecimiento. Pero mientras vivió mi hermano, yo también viví. Fueron seis años en Tarazona y dos más en Burgos en los que me acompañó la gracia y fui feliz. Me gustaba mirar al cielo y pasaba el día con los ojos en las nubes. Rezaba, hacía penitencia con el cilicio en los muslos a todas horas, leí la Biblia de cabo a rabo y estudié a Aristóteles y a Santo Tomás de Aquino.

Aquel octavo año murió mi madre, seguida un mes después por mi hermano y por la mitad de las ovejas de mi padre, un caballo y una mula, toda la riqueza que teníamos. En el rostro de mi padre había más surcos que en un campo cuarteado, pero no salió una palabra de su boca y, como si su mente hubiera quedado paralizada, ni siquiera le temblaban los dedos de las manos. Al siguiente día del entierro, una conmoción en el pueblo, mi padre salió al campo con las ovejas que le quedaban, como si nada hubiera sucedido. Lo vi encorvado de espaldas y girando hacia la Sierra por última vez. Parecía más animal que hombre entre ellas y me entregué a una desesperación furiosa y repentina. Al ir a despedirme aquella noche yacía en la oscuridad de su habitación y sentí que lloraba entre el sueño y la duermevela. No le hablé y temprano por la mañana regresé al seminario.

No recuerdo los años de mi madre al morir. Con el pelo corto y gris parecía una niña y siempre la recordaré caminando por las calles con la frente baja, como pidiendo que no la mirasen, como excusándose por ser una deshonra para el pueblo o como si viviera detrás de una celosía. Me dieron permiso para ir a su entierro y la primera impresión fue su cara regordeta y pálida sobre su cama, su pelo gris plata, igual de corto que siempre. Sobre una silla estaba su vestido, el de siempre, cuidadosamente doblado. Sobre su cuerpo un chal de punto con un hermoso pavo real que ella misma había bordado para la ocasión. Mi anciano padre, mis hermanos, mi hermana y las vecinas lloraban. Me fijé por primera vez en aquella lúgubre habitación sin ventanas, en la que yo había nacido. Al día siguiente, después de una interminable noche de rosarios, todas las mujeres del pueblo fueron a su funeral y el médico decía que había sufrido mucho en los últimos días por causa de la azúcar en la sangre.

Pero fue la muerte de mi hermano lo que cambió bruscamente aquella intensa religiosidad. No acudí a su entierro. No pude. Una piedra, una sencilla piedra de mineral le había partido la cabeza y, a partir de ese momento, nada tenía sentido. Estaba enfadado con la religión, con los curas, con Dios, que había permitido su muerte, con el seminario, que había atrapado mi juventud sin permitirme saber nada del mundo, y sólo deseaba escaparme. Me hacían daño la soledad, el frío, la comida y los rezos. Me hallaba tan enfermo que necesitaba saltar la frontera de aquella tapia como fuera. Quería ser alguien mimado por la fortuna, convertirme en un escritor de novelas y vivir por él el sueño de sus viajes. Cualquier cosa, incluso la vida del desierto, sería más atractiva que la noche oscura de una celda sin la presencia de mi hermano. En vida suya, jamás había pasado por mi imaginación la idea de la muerte y de pronto la muerte era un dolor agudo y un recuerdo permanente que sólo desaparecía soñando. Había algo en él que a todo el mundo enamoraba y me pareció que debía hacerme escritor y hacer algo grande, escribir el poema más original sobre él, con el fin de evitar su muerte definitiva y por conseguirlo sisaba el cepillo de la iglesia sin considerarlo un robo.

Desde la loma, el seminario era una masiva fortaleza de piedra que sobresalía de la tierra como una gigantesca trampa de cazar conejos. En el cielo brillaban algunas estrellas y una luna anémica, envuelta en neblina, ¿a dónde iba? Su cabeza no sabía caminar. Las piernas apenas se tenían firmes y era preciso sujetarlas con las manos; pero silbaban los trenes en la lejanía y los campos abiertos le sonreían. El dorado amanecer menguaba y, a media mañana, llegó a la estación de Burgos en el preciso momento en el que una mujer ricamente ataviada detenía su lujoso automóvil, lo miró con indiferencia y pasó de largo; luego entró en el andén y se dirigió a la cafetería, donde pidió unas tostadas. Había dos trenes, uno salía hacia Madrid y el otro hacia su Soria natal. Le pareció que la gente del andén lo miraba con curiosidad y dirigió la vista a izquierda y derecha para asegurarse de que nadie lo miraba. Entonces sacó el dinero del bolsillo y lo contó; luego estudió el precio de los billetes. Media docena de personas hacían cola en la taquilla, sacaban su billete y se dirigían al lujoso tren de la capital. El que iba a Soria estaba aparcado en segunda vía y él seguía contando moneda a moneda su dinero. Para ir a Soria tenía suficiente, pero era impensable volver a casa y al terruño, ¿a qué casa? Sin su hermano, el pueblo serían arados, caballerías herrumbrosas y piedras rojas, las que lo habían matado, y allí no podía volver porque sería como cruzar a la grupa el portón de la locura.

No tenía dinero para el tren de Madrid y se acercó a la taquilla. Enseñó lo que tenía y el hombre movió negativamente la cabeza. No le llegaba para coger aquel tren y se sintió acorralado en su experiencia. Podía apearse en la primera estación, en Aranda de Duero, le decían desde el interior de la ventanilla y, al darse la vuelta sin saber qué hacer, la mujer del automóvil le preguntó si le pasaba algo. Su cara brillaba en su cuerpo, en zonas del vestido, en las uñas pintadas de la mano. Le dijo que no desorientado. ¿Vas huyendo, muchacho?, le preguntó con voz increíblemente dulce. Me he ido del seminario. ¿Y adónde quieres ir? A la ciudad. ¿A qué ciudad? A la ciudad, le contestó descompuesto. Ella extrajo del bolso unos hermosos billetes y le añadió las monedas que le faltaban; luego le hizo un guiño de ojos y empujándole ligeramente por el hombro lo llevó al tren. Con la cabeza hundida en el asiento y los ojos cerrados, sin saber lo que encontraría al final de aquel viaje, no pensaba ni en la incertidumbre de su vida futura ni en nada grande, ni siquiera si habría otra vida para él y qué vida sería, tan sólo en la alegría de sentir que el seminario desaparecía para siempre y, al abrir los ojos, con el tren en alocada carrera de túneles, no veía los campos y no se explicaba por qué era de noche. Veía en el cristal a su hermano en la caja con la cabeza vendada y las manos plegadas y a su madre al lado desmigajando sobre él con ojos llorosos una hogaza de pan. De pronto, lo que veía no eran los ojos mortecinos de su madre sino los de aquella misteriosa mujer y eran muy hermosos, de un fulgor extraño que aturdían y desnudaban. Sentía su mirada y le pareció que le sonreían. No podría decir su color pero eran tristes, aunque no de muerte, sino de una tristeza profunda que estaba en su interior, y eso es todo lo que recordaría de ella en adelante durante mucho tiempo, hasta que dejó de sisar fruta en las tiendas y supermercados de la gran ciudad.