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LA LOTERÍA DEL EMIGRANTE ,26 Diciembre 2002 Ideal.

Que a un emigrante le haya caído la lotería y pueda llevar a su mujer a arreglarse las greñas a la peluquería, traer a sus dos hijitas del Perú, me ha recordado mis años de emigrante, allá por los 60, en las estepas heladas del Canadá, donde sólo había nieve y un viento canalla que duraba diez meses al año, y a mí, qué quieren que les diga, me ha emocionado. No teníamos donde caernos muertos, nadie te montaba en su coche, y mi mujer y yo nos desplazábamos al trabajo andando con un frío helador de 40º en enero que a los dos minutos de estar en la calle te congelaba la nariz, las orejas y los dedos de la mano, a pesar de ir con orejeras y guantes, y luego, una vez en la oficina, con una temperatura de otros 40º sobre cero, aquello era el rabiar y el crujir de dientes, el patear el suelo y llorar como un magdaleno mientras los dedos y la nariz se descongelaban. Desde entonces cada vez que me encuentro con un desamparado en la carretera, me entra la vena samaritana y lo monto en mi coche. Lo vine haciendo hasta aquel día en el País Vasco, cuando yendo de Vitoria a San Sebastián por el Goyerri, la patria de los etarras más sanguinarios, vi que alguien alzaba el dedo y me detuve. Era noche cerrada, lluviosa y gélida, y a mi coche subió un barbudo que, durante la hora que estuvo conmigo, ni siquiera me habló. Le preguntaba y no me respondía, me miraba con desconfianza y su silencio me helaba el corazón. Si me hubiera dicho que saliera del coche, hubiera saltado fuera y echado a correr. Cuando finalmente dijo que parara y se bajó, siempre en silencio y sin una palabra de agradecimiento, mi corazón se hallaba tan congelado como mi nariz en Canadá. Y aquella noche juré no volver a montar a nadie en mi vida y lo he cumplido hasta el día de hoy.

Voy por la carretera y veo esos negritos que tanto amo, de Senegal, el Malí, Níger, esos portugueses con sus mantas al hombro que hacen autostop, y presiono el pie, acelero y corro desolado abandonándolos en medio de la carretera y sintiéndome morir. En la paupérrima África, nadie abandona a nadie en medio de la desolación. En Burkina Faso y, paseando solo un atardecer, perdí el camino y me encontré de pronto en medio de la sabana, con una oscuridad de mil diablos, sin saber qué hacer ni dónde ir, hasta que tres samaritanos me descubrieron y llevaron al "compement", perdiendo media hora de su camino por ayudarme. En la paupérrima África nadie le niega a nadie un puesto en su coche, aunque vaya abarrotado y tenga que subirlo en la baca. En los desiertos de Níger, un tuareg, cualquier tuareg, es capaz de dejar a su mujer y a sus niños, montar en tu coche, si te ve perdido, y acompañarte durante docenas kilómetros hasta dejarte a salvo en un poblado. Los camiones que hacen el desierto del Aïr, cargados hasta los topes, siempre paran cuando ven a un caminante y lo montan, aunque ya lleven encima un centenar de pasajeros. En la paupérrima África, pueden robar a un blanco, pero también sentarlo alrededor de su perola de mijo y darle de comer gratis. En la afluente Europa, también te roban y por supuesto no te dan de comer. Crece la solidaridad y se multiplican las ONGs, también echamos a los emigrantes sin papeles.

Como dice José María Marina, el filósofo, este hecho resulta chocante. Cada vez somos más los que vivimos cómodamente solos, instalados en un individualismo satisfecho, generosos pero egoístas, compasivos y al mismo tiempo crueles. La globalización está mejorando la vida de muchos países pobres y empobreciendo a otros. El fenómeno es complejo. Somos solidarios, pero descargamos la gestión de dicha solidaridad en los poderes públicos. A los ancianos los mandamos a instituciones que los cuiden, a los hambrientos a comedores sociales donde el estado o las congregaciones religiosas les matan el hambre. No sé si ha sido la imagen del emigrante de la lotería o el ver a tantos voluntarios ir a limpiar las playas de Galicia, la compasión que al fin ha aflorado o el asco de mi egoísmo endiablado; el caso es que esta mañana, mientras descendía de Guajar Sierra con lluvia, he montado a un negro en mi coche y el hacerlo me ha sentado bien, la vida me ha parecido un poquito más hermosa y llevadera.

 

Manuel Villar Raso