SEMINARIO
Análisis histórico-crítico del islam
  

21. La política islámica como régimen de teocracia






- Una religión política que instaura una teocracia

- La teocracia islámica es incompatible con la democracia

- El cuestionamiento de la teocracia como forma de idolatría

- El verdadero significado de ‘ninguna coacción en religión

- Bibliografía citada




Una religión política que instaura una teocracia

 

El sistema islámico no distingue entre religión y política. El concepto de política se autodefine como una polí­tica que es la puesta en práctica de la religión fundada en el Corán. La clave reside en el sometimiento obe­diencial a Mahoma, porque:

 

«El que obedece al enviado, ha obedecido a Dios» (Corán 92/4,80).

 

De modo que la obediencia a Dios se traduce en términos de obediencia al profeta; y esta se transfiere a la obediencia a quienes administran la herencia mahomética:

 

«Obedeced a Dios, obedeced al enviado y a aquéllos de vosotros encargados de los asuntos. Y, si discutís por algo, referidlo a Dios y al enviado, si es que creéis en Dios y en el último día» (Corán 92/4,59).

 

El poder procedente de Dios, mediante el profeta, objetivado en la Ley e impuesto por el gobernante, rige la sociedad musulmana, cuyo sometimiento al gobernante, a la Ley y al profeta se entiende finalmente como sumisión a Dios.

 

El islam es, ante todo, un sistema jurídico, del que forma parte la religión y la política, como conjunto de obligaciones impuestas a los individuos, sometidos a la colectividad por el poder que dice actuar en nombre de Dios y por mandato divino. El mecanismo básico del sistema islámico estriba en la entronización de la Ley islámica en el aparato del Estado y en la sociedad. Al mismo tiempo, comporta aspiraciones a universalizarse, a expandirse imperialmente conforme a la utopía de un califato mundial.

 

Entre los rasgos definitorios de este sistema político islámico, que ha configurado durante siglos la mentalidad y la sociedad musulmana, cabe destacar:

 

– La identificación completa o indistinción entre religión y política: las leyes que rigen la sociedad poseen un carácter religioso, pues articulan la Ley de Dios, que se supone revelada, por lo que constituyen un orden heterónomo, de normas absolutamente imperativas e intocables.

 

– La atribución de carácter sagrado a todos los preceptos de la Ley se apoya en que remiten su fuente al Corán y la tradición del profeta, aunque históricamente fueran fijados por las escuelas de jurisprudencia bajo supervisión califal.

 

– El rechazo de todo orden jurídico que no sea a la vez orden religioso, y viceversa, de modo que no se puede reconocer más poder que el de Dios, administrado de hecho por quienes dicen ser sus representantes: en esto consiste la teocracia.

 

– La sumisión irrestricta que el ethos islámico exige a los musulmanes con respecto al sistema teocrático se objetiva en el derecho islámico y en una oligarquía religioso-política.

 

– La polivalencia de la Ley islámica, que regula sin excepción todos los aspectos de la vida social y personal, hace depender de ella la economía, la política, la familia, los saberes, el comportamiento, el sentimiento y el pensamiento.

 

Dado que no entra fácilmente en los esquemas occidentales, es necesario insistir en la inseparabilidad de religión y política: para la visión mahometana se trata de dos conceptos equivalentes e intercambiables, como dos aspectos de la misma realidad. De ahí que el islamismo sea, a la vez, ideología política y creencia religiosa. Y esta religión política totaliza la existencia entera de sus seguidores. La fusión del poder religioso y político adopta la figura histórica del califato. Formalmente, el califato fue abolido por Kemal Atatürk, en 1924, pero su restauración continúa siendo la gran añoranza del islamismo.

 

La necedad, o la astucia, hace que algunos se empeñen en negar la existencia de una autoridad propiamente religiosa en el sistema islámico, por el simple hecho de que sus jerarquías no coincidan con el modelo de otras organizaciones religiosas. La autoridad religiosa y su férreo poder sobre la sociedad musulmana resulta indiscutible en todo el mundo islámico. En efecto, aparte de la suprema figura del califa, se hallan estatuidas las funciones específicas de los imanes, los ulemas o alfaquíes, y los muftíes. La mezquita-universidad de Al-Azhar y su gran imán ostentan el máximo rango en el mundo suní. En el chiismo, hay una jerarquía de clérigos ayatolás, además de mulás y de imanes. Existen centros, instituciones y personajes investidos de autoridad para pronunciarse doctrinalmente, o para emitir fetuas. En nuestros días, vemos jefes supremos de la revolución islamista. Y a nivel mundial, operan grandes instituciones como la Organización para la Cooperación Islámica, la Conferencia Islámica, la Liga Islámica Mundial, el Congreso Islámico Mundial, entre las organizaciones islámicas internacionales que pugnan por organizar, dirigir y controlar el funcionamiento global del sistema. Lo que ciertamente no cabe en el islam, ni hubo nunca, es una institución religiosa independiente del Estado, ni un Estado independiente de la religión.

 

En resumen, la sacralización del poder político y la politización del poder religioso, es decir, su identificación en uno solo constituye un rasgo esencial del islam. Por eso, es exacto catalogarlo como sistema teocrático. Es una forma específica de totalitarismo, que se ejerce, no invocando al mítico Pueblo, sino en nombre de Dios y de su inapelable voluntad, pretendidamente revelada y codificada en unas leyes y disposiciones medievales, tal como las analizamos en el capítulo anterior. La sociedad entera, y en ella las personas, queda convertida en un acantonamiento de cuerpos y espíritus bajo un régimen de sumisión. No tiene mucho sentido hablar de «islam político», como si pudiera haber otro. El islam es político, o no es islam. Es teocrático, o no es islam.

 

En el plano de los hechos históricos, funciona como dictadura teocrática, gestionada por una oligarquía que se postula descendiente de Mahoma, y sin duda lo es simbólica y operativamente, puesto que descansa en los dogmas del Corán y en los ejemplos de la actuación del profeta en Medina, convertido en jefe de Estado con todos los resortes de opresión y coacción en sus manos. Desde un punto de vista histórico, sin duda, representa un insigne precedente de cuantos sistemas totalitarios han surgido con posterioridad, hasta nuestros días. Lo expresa en pocas palabras Stefan Zweig, a propósito de la tiranía de Calvino en Ginebra:

 

«Una dictadura que no haga uso de la violencia resulta impensable e insostenible. Quien quiere conservar el poder necesita tener en sus manos los medios del poder. Quien quiere imponerse debe tener también el derecho a castigar» (Zweig 2001: 35-36).

 

La teocracia islámica instauró, en cuanto dictadura de derecho divino, la desigualdad de derechos en el propio seno de la umma. Y privó radicalmente de toda igualdad legal a los no musulmanes, incluidos en la sociedad, pero excluidos de la umma político-religiosa.

 

Ya sabemos que la Ley coránica legitima y manda hacer la guerra a los paganos y los ateos (Corán 109/61,9; 113/9,33). Establece que, una vez vencidos, se los conmine a convertirse al islam y, si se niegan, que los varones sean decapitados, sus riquezas confiscadas y sus familiares vendidos como esclavos. A quienes forman parte de otra religión que cree en un solo Dios, también es un deber atacarlos y, una vez derrotados, si se someten, se les impone un estatuto legal (Corán 113/9,29), que los confina socialmente como gente de rango inferior, denominados dimmíes.

 

El destino último de los transgresores, en consonancia con el orden teocrático, es la condena al infierno, especie de mazmorra de fuego que sirve de cárcel política eterna. El Corán se refiere al infierno en cerca de 150 ocasiones, de las cuales muy pocas se relacionan con faltas morales o delitos comunes. El 94% de las veces se envía al infierno por manifestarse en desacuerdo con Mahoma, un acto catalogado como grave delito político. Así, todos aquellos que critiquen al islam o se opongan a su hegemonía no solo se exponen a las agresiones de la yihad, sino también a las penas eternas con las que la teocracia islámica se cierra sobre sí misma.

 

El sistema sustentado por los califas construyó históricamente un imperio como una variante de totalitarismo doctrinalmente respaldado por la Ley divina. No es totalitario solo en cuanto sistema político estrictamente tal, sino que, en su concepción y su funcionamiento práctico, como ya hemos repetido, invade todos los aspectos de la vida social y personal, mediante infinidad de disposiciones y prohibiciones derivadas del Corán, los hadices y la vida de Mahoma, interpretados como voluntad divina, sistematizada en la Ley islámica. Opera como una ideología en extremo totalista, que lo controla todo, lo político y lo religioso, lo social y lo individual, lo público y lo privado, suprimiendo la autonomía en todos los aspectos de la vida humana.

 

Para allanar el camino a la implantación de este sistema de dominación, desde el principio se empleó y justificó la fuerza armada. Lo observamos ya en la actuación de Mahoma y sus compañeros, y luego en el proceder de los califas. El libro sagrado santificaba el proyecto de destrucción de los oponentes, tachados de infieles, y señalaba como objetivo inmediato abatir las sociedades y las iglesias cristianas de Palestina, Siria y Egipto. Luego, se amplió hacia el oeste y hacia el este, hasta territorios de gentes que no adoraban al Dios único. Los hechos históricos dan testimonio de las incesantes agresiones de los musulmanes a lo largo de los siglos. Y en nuestros días, la historia de la yihad prosigue en la efervescencia del islamismo.

 

El delirante y deletéreo proyecto de islamización del mundo, que aspira a la globalización del totalitarismo teocrático codificado en el Corán, desarrollado en la tradición califal y la Ley islámica, amenaza con la medievalización de las sociedades, la demolición de los logros de la civilización moderna, la persecución de las libertades individuales y políticas, la abolición de los derechos humanos, la postergación de las mujeres, la descomposición de la racionalidad humana, la corrupción ética de la convivencia. Para ello, parecen contar con la estolidez, la ceguera, la desidia y la connivencia de una generación de ilusos académicos, periodistas, políticos y clérigos occidentales.

 

 

La teocracia islámica es incompatible con la democracia

 

El sistema político islámico, a partir del Corán y el califato, se constituyó como una teocracia, al adoptar como estructura fundamental una ley supuestamente divina, que no era sino una traslación de la Ley judía adaptada a los árabes. En sus formas visibles, adquirió la configuración típica de un despotismo oriental, que incorporaba elementos mesopotámicos. La consecuencia es que no se trata solo de una organización política más o menos autoritaria, sino que comporta unos fundamentos institucionales esencialmente antidemocráticos, contenidos en el Corán.

 

Es vana la tentativa de esos apologetas del islam que pretenden que, en su religión, hay ciertos elementos prefiguradores de la democracia. Para ello, aducen dos conceptos que contendrían un sentido «democrático», cuando en realidad, si los analizamos, implican su palmaria negación. El primero es la idea del «consenso» (iŷma), es decir, el acuerdo entre los doctores de la ley, ulemas o mulás, que alude a un procedimiento de interpretación de la Ley islámica, que en sí es incuestionable; pero los jurisconsultos clásicos ya fijaron históricamente la correcta interpretación de la Ley, por lo que hoy solo cabe cumplirla y hacerla cumplir, pero nunca promulgar nuevas leyes que enmienden las ya establecidas.

 

El segundo concepto es el de la institución de la «consulta» (shura, majlis-ash-shura), que se refiere al consejo de asesores del califa, que son nombrados por él y que, de hecho, se hallan enteramente subordinados a su poder absoluto. El califa actúa como vicario del profeta y en nombre de Dios. El consejo que lo asiste está compuesto en exclusiva por la alta aristocracia y, a veces, incorpora a algunos gobernadores de las provincias. En cualquier caso, no se ve el menor asomo de representación popular, ni nada que se parezca de lejos a un factor democrático.

 

Además, conviene no olvidar que los judíos y los cristianos, la población dimmí, se encuentran estructuralmente marginados en el seno de la sociedad musulmana, subyugados para siempre a un estatuto de subordinación, que restringe gravemente sus derechos en todos los órdenes. Ni atisbo de igualdad ante la ley.

 

Con toda razón, el sistema islámico, fundado en Mahoma y el Corán, ha sido clasificado como una variante de despotismo oriental. Los análisis comparativos de Karl Wittfogel (1957), que citan repetidamente el caso de la organización sociopolítica islámica, aportan los argumentos y evidencias necesarios para esta conceptualización. El fenómeno del totalitarismo es muy antiguo. Y el totalitarismo islámico ofrece una de sus cristalizaciones históricas más persistentes.

 

El rasgo diferencial del sistema sociopolítico islámico se lo confiere la teología coránica, al estatuir que únicamente Dios tiene derechos y solo él puede ser sujeto de la soberanía. No se concibe otra fuente de poder y no se espera nada nuevo del futuro. De ahí se deduce que a las autoridades islámicas solo les compete la misión de hacer cumplir los preceptos divinos, revelados de una vez para siempre. Los súbditos musulmanes están, expresa y absolutamente, excluidos del poder político. Y la oligarquía que lo ejerce no obra en nombre propio, ni en nombre del pueblo, de la umma, sino en nombre de Dios, que dictó la Ley y exige su cumplimiento. Todo esto da pie, a pesar de la opinión en contra de Wittfogel (1957: 119 y 122), a considerar el despotismo islámico como un régimen teocrático, si la teocracia se define como «forma de gobierno en que la autoridad política se considera emanada de Dios, y es ejercida directa o indirectamente por un poder religioso, como una casta sacerdotal o un monarca».

 

Es cierto que no se diviniza expresamente al profeta Mahoma, ni al califa, heredero de su autoridad, pero ellos jamás actúan sino en representación del orden divino y legitimados por él. El mismo perfil teocrático es lo que vuelve imperativa la política militar de la yihad, caracterizada como guerra determinada teológicamente, querida por Dios y llevada a cabo como «combate en el camino de Dios»:

 

«La tendencia organizadora de la guerra islámica está destacada de un modo significativo en el pasaje del Corán, que asegura el amor de Alá a los que luchaban por él ‘en filas que parecen un edificio compacto’ (Corán 61,4). Más tarde muchos escritores musulmanes discutieron cuestiones militares» (Wittfogel 1957: 85).

 

El gobierno islámico comporta ineluctablemente la dimensión religiosa, teológica, y no puede despegarse de ella, so pena de quedar desprovisto de toda legitimidad. De hecho, el califa no solo administró siempre los asuntos religiosos, sino que dirigía el culto y gobernaba en representación vicaria de Dios y su profeta.

 

«Bajo el Islam, el liderazgo político y religioso era único en origen, y huellas de este acuerdo sobreviven a través de toda la historia de esta creencia. La posición del soberano islámico (califas y sultanes) sufrió muchas transformaciones, pero nunca perdió su cualidad religiosa. Originariamente los califas dirigían la gran oración comunal. Dentro de sus jurisdicciones los gobernadores provinciales dirigían la plegaria ritual, particularmente los viernes, y también pronunciaban el sermón, la jutba. Los califas nombraban el intérprete oficial del derecho sagrado, el muftí. Los centros de culto musulmanes, las mezquitas, eran esencialmente administradas por personas directamente dependientes del soberano, como los cadíes; y las donaciones religiosas, los wakf, que daban el principal sostén a las mezquitas, a menudo, aunque no siempre, eran administradas por el gobierno. A través de toda la historia del islam el caudillo siguió siendo la autoridad suprema en los negocios de la mezquita; ‘interfería en la administración y la transformaba según su voluntad’, y ‘también podía intervenir en los negocios internos de las mezquitas, quizá por medio de sus agentes regulares’» (Wittfogel 1957: 122).

 

El califa estaba obligado a someterse a la sagrada Ley islámica, de la que emanaban sus amplias competencias: «El califato… era un despotismo que ponía un poder sin límites en manos del gobernante» (Wittfogel 1957: 128). Pero esto no alteraba «la sustancia del absolutismo islámico», un poder que remitía a Mahoma, a la vez profeta y jefe de Estado, constituido en el prototipo de déspota teocrático, como ideal del califa, con la única diferencia de que este último ya no ejerce la profecía, sino que administra la legada por Mahoma. Más allá aún, en el trasfondo mítico, el arquetipo de ese poder omnímodo no es otro que el de un Dios todopoderoso, que actúa a través de las mediaciones del poder.

 

En definitiva, la lógica del poder político islámico deriva de su fundamento teológico, de un Corán que describe la imagen de un Dios amo absoluto del universo, muy en coherencia con la estructura totalitaria asiática. El sistema islámico constituye, pues, una variante típica de despotismo oriental, que asumió la forma específica de teocracia esbozada en el Corán. Todo musulmán ortodoxo considera que el gobierno es de Dios, que dicta su voluntad, revelada en el Corán y la tradición, codificada en la Ley islámica, e impuesta, si es preciso, por la fuerza y mediante el terror (Corán 88/8,12; 89/3,151).

 

Este paradigma político, de matriz teocrática, es por el que suspiran y por el que luchan todas las organizaciones islámicas del mundo, legales e ilegales, también en los países occidentales. La mayoría de ellas, abiertamente o no, están asociadas con el movimiento internacional de la Hermandad Musulmana. Comparten con Al-Qaeda, el Estado Islámico y los Morabitun el mismo objetivo, que es la creación de un califato mundial (cfr. Dallas 2008). En los países democráticos, están construyendo una sociedad paralela e infiltrando las instituciones (cfr. Caldwell 2009). Respecto a la democracia, la usan tácticamente con la finalidad de destruirla. En sus proclamas, anuncian que el islam volverá a Europa como conquistador y vencedor, Al-Qaradawi dixit.

 

 

El cuestionamiento de la teocracia como forma de idolatría

 

Los sistemas teocráticos, en particular el islámico, se caracterizan por atribuir a la divinidad la formulación de las leyes y normas dadas en la historia de la sociedad. Esta atribución resulta teológicamente confusa y acaba desvelando una contradicción. Para un creyente, puede parecer consistente la idea de que Dios se asocie con el plano de los valores éticos, por ejemplo, con la santidad, la justicia, la misericordia, la igualdad, etc., en cuanto forman parte de los postulados sagrados últimos (cfr. Rappaport 1999), que regulan en última instancia la legitimidad de un orden sociocultural.

 

Ahora bien, desde un enfoque racional, hay que precaverse de los riesgos de vincular a la divinidad con sistemas históricos concretos, con leyes particulares, hasta el punto de acabar considerando inmutables unas normas y fórmulas debidas a circunstancias pasajeras. Pues efectuar esta asociación equivale a divinizar, indebidamente, esos sistemas y esas leyes, que por fuerza son de este mundo y están sujetos a las mutaciones del tiempo histórico.

 

Por consiguiente, categorizar como «Ley divina» lo que no es más que legislación humana, surgida de una sociedad y en una época, cae en el error de atribuir a tal normativa un carácter divino y absoluto, o lo que es lo mismo, incurre en el contrasentido de divinizar realidades relativas de este mundo. Y se podría argüir que eso significa una tácita blasfemia contra Dios, e incluso una forma sutil de idolatría, por cuanto se toma como divino algo meramente humano, producto de la historia, contingente, obsolescente y cambiante. La sacralización y la adoración con fe ciega de una jurisprudencia humana no solo incurre en idolatría, sino que incide inevitablemente en detrimento de los valores, o los principios, a los que los preceptos legales dicen servir: la justicia, la misericordia, la santidad, la libertad, la racionalidad y el amor a Dios y al prójimo, que quizá un día pudieron inspirarlas, pero que nunca deberían confundirse con ellas.

 

 

El verdadero significado de ‘ninguna coacción en religión’

 

De vez en cuando, tropezamos con autores o conferenciantes que se empeñan en hacernos creer que el Corán admite la libertad religiosa, para lo que citan una aleya que supuestamente afirma que no se puede coaccionar a nadie en materia de religión. Para admitir semejante afirmación, tendríamos que olvidarnos de pronto de todo lo que sabemos acerca del islam y volvernos crédulos ante el discurso de una apologética mendaz, porque esa interpretación es contraria a toda evidencia. Analicemos el texto del versículo (Corán 87/2,256), porque aquí está la piedra de toque para calibrar la verdadera naturaleza del sistema islámico.

 

El término «coacción» es muy poco utilizado en el Corán, apenas una decena de veces. En cuatro de ellas forma parte de una frase hecha, «por obediencia o por coacción», que se traduciría «de grado o a la fuerza». En otras, alude a otras cuestiones que no vienen al caso. Y quedan tres que sí interesan para este punto concerniente a la religión. Una parece recriminar el comportamiento del profeta en un momento temprano de su predicación: «¿Eres tú quien coacciona a los humanos para que sean creyentes?» (Corán 51/10,99). Pero esta aleya podemos dejarla de lado, ya que los especialistas concuerdan en que está abrogada por otros versículos posteriores de signo intransigente.

 

Por fortuna, encontramos otro versículo que resulta aclaratorio: «El que no cree en Dios, después de haber creído, salvo el que ha sido coaccionado, mientras que su corazón se tranquiliza por la fe» (Corán 70/16,106). Aquí se habla de alguien que ha creído, es decir, que se ha hecho musulmán, y luego sufre presiones por parte de otros para dejar de serlo. Pues bien, esta tesitura es la que mejor nos ayuda a entender el significado de la sentencia aducida: «Ninguna coacción en la religión» (Corán 87/2,256).

 

Si tenemos en cuenta, además, que, en el Corán y para los musulmanes, «la religión» es por antonomasia el islam, entonces, lo que la frase quiere decir es que no se permite que nadie coaccione a un musulmán para que deje su religión. Esta idea queda aún más clara cuando leemos completo ese mismo versículo 256, con lo que continúa diciendo:

 

«Ninguna coacción en la religión. La buena dirección se distingue del extravío. El que no cree en los ídolos y cree en Dios se agarra al asidero más seguro, que es irrompible» (Corán 87/2,256).

 

Esto refuerza la interpretación que hemos dado de la célebre frase inicial del versículo con el argumento de que la «buena dirección» (el islam) no debe confundirse con el «extravío» que supone la religión de los otros, considerados idólatras. Mientras que el que cree en Alá se ha agarrado a lo seguro y no debe consentir ninguna coacción, o lo que es lo mismo, no se tolera que nadie trate de convencer al musulmán para que abandone el islam. Por consiguiente, en la sentencia aducida no se dice nada en absoluto sobre la libertad religiosa, como malinterpretan algunos ingenuos, o taimados, sino todo lo contrario.

 

«A quien se separe del enviado, después de haberse manifestado en él la dirección, y siga un camino diferente (...) lo quemaremos en la gehena» (Corán 92/4,115).

 

Pero es que, incluso en el caso de que fuera admisible la lectura «liberal» de la frase, carecería de toda vigencia, pues ese versículo estaría abrogado por otros posteriores, en particular por uno tan fundamental como es el versículo de la espada (Corán 113/9,5). Por lo tanto, está perfectamente claro que, una vez que uno se hace mahometano, debe rechazar cualquier presión para volver a su religión anterior, o para abandonar el mahometismo, so pena de severos castigos (Corán 70/16,106; 87/2,217; 89/3,86-87; 92/4,115), porque taxativamente «la religión ante Dios es el islam» (Corán 89/3,19). Y «el que busque una religión distinta del islam, no se le tolerará» (Corán 89/3,85).

 

No queda la menor duda acerca de cuál es la coacción que el Corán rechaza de plano: la que se hace al musulmán. Lo cual se complementa con esa otra coacción que el Corán manda que los musulmanes ejerzan, tantas veces cuantas incita a combatir a las demás religiones, hasta que «toda la religión sea de Dios» (Corán 88/8,39; 114/110,2) y finalmente el islam «prevalezca sobre toda otra religión» (Corán 109/61,9).

 

Este tema puede ampliarse, si se desea, consultando el minucioso y documentado estudio de Sami Aldeeb sobre la aleya de la coacción en la religión, en correspondencia con diferentes pasajes del Corán y con los relatos de Mahoma, y a la luz de las interpretaciones realizadas por los exegetas musulmanes a lo largo de los siglos (cfr. Aldeeb 2015 y 2021).

 

 

Bibliografía citada

 

Aldeeb, Sami

2015 Nulle contrainte dans la religión. Interpratation du verset coranique 2:256 à travers les siècles. Saint-Sulpice, Centre de Droit Arabe et Musulmán.

https://religion.antropo.es/libros/biblioteca

/Aldeeb.Sami_2015_Nulle-contrainte-dans-

la-religion.pdf

2021 Kein Zwang im Glauben. Interpretation des Koranverses 2:256 durch die Jahrhunderte. Saint-Sulpice, Centre de Droit Arabe et Musulmán.

 

Caldwell, Christopher

2009 La revolución europea. Cómo el islam ha cambiado el viejo continente. Barcelona Debate, 2010.

 

Dallas, Ian

2008 La hora del beduino. Sobre la política del poder. Granada, Madrasa Editorial.

 

Rappaport, Roy A.

1999 Ritual y religión en la formación de la humanidad. Madrid, Akal, 2003.

 

Wittfogel, Karl

1957 Despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario. Madrid, Guadarrama, 1966.

 

Zweig, Stefan

1936 Castellio contra Calvino. Barcelona, Acantilado, 2001.



  

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