INTEGRIDAD Y RECONOCIMIENTO
-Condiciones antropológicas de la autonomía-
Luis Sáez Rueda. Universidad de Granada

La cuestión a la que apuntan mis reflexiones está referida a los problemas éticos y políticos vinculados al fenómeno del multiculturalismo. Sin embargo, tomaré como punto de partida y como cauce central de mi intervención un análisis de condiciones antropológicas necesarias de una identidad individual y cultural autónoma. En el espacio de la modernidad una propuesta de articulación de la diversidad cultural e individual parece impensable si no invoca el principio de autonomía, es decir, si no se funda de acuerdo con las expectativas de un sujeto "mayor de edad" que es fiador de sí mismo. Es en este punto donde surge un problema de profundo alcance, pues el concepto de autonomía parece implicar en el contexto de nuestro tema dos significados heterogéneos: por un lado, el respeto a principios de articulación válidos en sí mismos y universales; por otro lado, la posibilidad de cada cultura, y de cada individuo en el interior de ésta, de realizar libremente su identidad. Y si en el primer caso actuar autónomamente significa actuar en fidelidad a una norma incondicional, en el segundo se trata de la capacidad para realizar de un modo "auténtico" una forma de vida. Bien mirado, nos asalta aquí una polaridad en el modo de entender la responsabilidad del sujeto, aquella que fue descrita por Kant como respeto a la ley universal de la razón y aquella otra que, según Foucault está supuesta incluso en el proyecto ilustrado de emancipación y crítica: la de hacerse a sí mismo con coraje e independencia, la de alcanzar un "sí mismo" (FOUCAULT, M., 1994).

Se trata, a mi juicio, de dos exigencias de autonomía entre las que es posible descubrir vinculaciones de carácter interno, a condición de que partamos, no "desde arriba", desde las condiciones de un sujeto universal, como hizo Kant y hoy de otro modo J. Habermas, sino "desde abajo", desde las condiciones de autorrealización de una identidad irrepetible. Pues bien, creo que ambas exigencias pueden ser arraigadas en el suelo de una oposición elemental que caracteriza a la conditio humana. Me refiero, como he hecho en otro contexto (SÁEZ RUEDA, L, 1995) a la paradójica doble posicionalidad, "centrada" y "excéntrica" que atribuye Plessner al hombre. Según ello, el hombre está simultáneamente "dentro y fuera" del mundo. "Dentro", en cuanto sujeto a la inmediatez de determinadas coordenadas culturales e históricas; "fuera", en cuanto animal autoconsciente entregado a esa especie de destino que le fuerza a interponer reflexivamente una distancia entre él y su mundo inmediato (PLESSNER, H., 1928). Uno de los fenómenos que patentiza esta paradójica condición humana es el de la génesis de una identidad individual autónoma. Intentaré mostrar que los horizontes de la autoexperiencia creativa y del reconocimiento intersubjetivo funcionan en esta génesis como motivos respectivamente "céntrico" y "excéntrico", siendo condiciones de la autorrealización autónoma, es decir, de la integridad.

Como sugieren las investigaciones de Winnicott en psicología, el logro de autonomía individual requiere el desarrollo de disposiciones que posibilitan una articulación, sin temor, de deseos e intereses en el mundo de la vida y una autorrelación creativa. Sólo de este modo, lo que implica incluso la apertura a una soledad factible, se hace posible que el sujeto se independice respecto a coacciones y que pueda abrir desde sí nuevos cauces de acción (WINNICOTT, W., 1984). La diferencia entre esta condición de la identidad y de la autonomía con aquella otra que Descartes y Kant ensalzan es que pone en juego una forma de autoexperiencia sensible y prerreflexiva que está dirigida, no a la captación del Ego universalizable, sino a la forja de un "sí mismo" irrepetible. Parece patente que esta dirección autoexperiencial en la génesis de la identidad se ha fortalecido en la cultura del siglo XX, ahora que han entrado en crisis los modelos unificadores de explicación del todo que proporcionaban antaño las imágenes metafísicas o religiosas. Hasta el punto de que incluso, como sugiere G. Schulze, el patrón desacralizado y postmetafísico del homo economicus, que durante algún tiempo ha vinculado identidad y profesión, autorrealización y trabajo, está siendo desplazado por el sujeto-vivencia, que orienta su acción al crecimiento de las experiencias internas y toma a éstas como criterio de la relación interpersonal (en "comunidades de experiencia") con preferencia respecto al de la profesión o la "clase" social (SCHULZE, G., 1992). Esta tendencia ha sido caracterizada por Taylor como rasgo central en la comprensión moderna de la vida buena, e incluso, interpretada en la forma de un principio antropológico: la búsqueda de autenticidad como aspiración a una identidad irrepetible en el seno de una forma de vida (V. TAYLOR, Ch., 1994).

Sin embargo, hay que decir, como contrapartida, que la meta de la autonomía, entendida como un proceso de autocreación auténtica que está "centrado" en la autoexperiencia, resultaría fallida si el individuo no fuese capaz de distanciarse, excéntricamente, respecto a sí mismo. Podríamos decir, contra la hipótesis naturalista o behaviorista en este terreno, que las pautas de orientación del individuo no son meramente deseos y fines dados de modo natural e independientes de la autocomprensión, puesto que se presentan ya interpretados en una retícula de valoraciones. Porque el hombre es un ser que se autointerpreta (TAYLOR, Ch., 1985), está, por así decirlo, condenado al esfuerzo excéntrico por comprender mediatamente sus deseos dados y por "volverse sobre" ellos enjuiciando su sentido. Dando un paso más, cabe decir que ese ejercicio de interpretación y reflexión no sería posible más que a través de patrones que poseen existencia intersubjetiva. Podríamos invocar aquí la refutación wittgensteiniana de un lenguaje privado para justificar que sin referencia a criterios externos el sujeto no es capaz de constituir ni siquiera significados lingüísticos; o podríamos recurrir tal vez, como hace Schulze (op. cit.), a esa tesis de Gehlen según la cual la autoexperiencia monádica conduce al individuo a un proceso de enajenación y de inseguridad en el que, a falta de un contexto de interpretación y validación más amplio, pierde la capacidad de comprender cuáles son y qué sentido poseen los propios deseos y tendencias. En este contexto, tanto Winnicott como Taylor destacan la dimensión del reconocimiento intersubjetivo como condición de la integridad personal: sólo a través de relaciones de reconocimiento puede el individuo validar sus valoraciones, de forma que sin esa mediación no puede cerciorarse, al fin, del valor de la diferencia que lo constituye (TAYLOR, Ch., 1994).

Llegados a este punto habría que añadir que las dos condiciones examinadas de la autonomía -la autoexperiencia "centrada" en un proyecto irrepetible de identidad y los procesos de reconocimiento intersubjetivo a través del autodistanciamiento ("excéntrico")- se relacionan, desde una perspectiva genética, en la forma de una tensión productiva en la que ambas condiciones se dinamizan y se corrigen mutuamente. Me gustaría mostrarlo ayudándome de la forma en que Axel Honneth ha interpretado las categorías de "Yo" y "Sí mismo" procedentes de la antropología de M. Mead (MEAD, M., 1934, HONNETH, A., 1994). Bajo la primera categoría podría entenderse la fuente íntima y preconsciente de todas nuestras actividades. Alcanzamos una imagen consciente de nosotros mismos, ganamos un "sí mismo" autoconsciente, sólo en la medida en que aprendemos a contemplarnos desde la perspectiva ("excéntrica") de una tercera persona, de un observador. En ese proceso es la aspiración misma a una auténtica identidad la que fuerza, por su propio sentido, a la incidencia de lo extraño en lo propio a través de la conquista del reconocimiento. Por otro lado, la autoexperiencia centrada del "yo" ejerce retroactivamente una fuerza inversa, forzando a una reinterpretación de los criterios de reconocimiento e impulsando a rebasar convenciones existentes. Este dinamismo, diríamos con Honneth, conduce tanto a una profundización de la integridad del "sí mismo" como a una expansión de los procesos de integración. Si es así, el análisis genético de la autonomía individual recupera en su propio seno aquella otra dimensión de la autonomía que se señaló al inicio, concerniente al cariz de las normas universales e intersubjetivas, pues el encuentro entre ambas dimensiones se reproduce a nivel intercultural. En efecto, en primer lugar, el juego recíproco entre integridad y reconocimiento se gesta en el tejido de horizontes compartidos de interpretación (en el seno de una cultura); en segundo lugar, parece obvio que una cultura fracasaría en su proyecto de autorrealización autónoma -en sus expectativas de autenticidad- si el ineludible conflicto entre las culturas no es resuelto a su vez mediante criterios de reconocimiento intercultural que no estén basados heterónomamente en la fuerza o en el dogma.

Pues bien, si, por un lado, la cuestión acerca de las condiciones de la autonomía individual recupera el problema de la determinación de esta otra autonomía supraindividual y supracultural, hemos de reparar, por otro, en que esta última cuestión no debería desentenderse de la primera. Sin tomar en cuenta lo que vincula e interpenetra a estas dos formas de autonomía parece ineludible hacerse víctima de ese dualismo kantiano entre el sujeto universal de la razón y el sujeto sensible, cuyas inclinaciones y rasgos empíricos descartó Kant como no pertinentes, e incluso como nocivos, en la constitución de la ley moral. Con ello, en nuestra terminología, habría sido obviada la cooriginariedad de las posiciones "céntrica" y "excéntrica" del hombre en favor de una lógica dicotómica que detecta una excentricidad máxima y pura -la que se ejercita en la clarificación de criterios universales incondicionados- y la comprende como independiente respecto a la pluralidad de proyectos de autenticidad. Precisamente ésta es la objeción fundamental que hoy, desde distintas posiciones, se realiza al modelo legal y filosófico de reciprocidad que tiene como emblema un "tratamiento igualitario y neutral" de perspectivas. Como se sabe, este modelo posee credenciales filosóficas en la figura de J. Habermas, quien propone fijar como criterio regulativo de la intersubjetividad las reglas formales de una situación ideal de discurso en el que todos poseerían las mismas posibilidades de participación, un criterio que abandona al ámbito de la existencia privada los problemas que afectan a la autorrealización de la identidad concreta (HABERMAS, J., 1991). En ese sentido se hacen pertinentes las objeciones procedentes del comunitarismo, como aquella de M. Walzer según la cual este modelo reproduce el mismo procedimiento purista de Kant. Ambos promueven, según Walzer, una moral independiente de todo contexto que lleva el lastre de un distanciamiento por principio de las prácticas locales de la cultura; tal abstracción puede conseguir, a lo sumo, reglas intersubjetivas para la supervivencia, pero nunca podrá producir una cultura "compacta" y "habitable" (WALZER, M., 1990). Esta crítica a la abstracción del principio de universalidad podría ser completada con la que incide en el peligro de homogeneización que le es inherente. Como he tratado de mostrar en otro lugar (SÁEZ RUEDA, L, 1995), la meta ideal de un acuerdo sin fisuras presupone que la diferencia es, en principio, eliminable en favor de una identidad colectiva. Me gustaría presentar brevemente el interesante y renovado intento frankfurtiano de afrontar estas dificultades en la figura de A. Honneth. Para superar el formalismo abstracto, Honneth propone recuperar un análisis de la acción social que no tome como fin la referencia a un macrosujeto (las reglas unívocas del yo dialógico), sino, con Foucault, la pluralidad de conflictos reales. Tales conflictos se generan como una "lucha por el reconocimiento" en la que los individuos en el interior de una cultura y las culturas entre sí se ven empujados a la conquista del reconocimiento de su diferencia, un reconocimiento que, desde el espejo del otro, ha de regular esa otra conquista de su integridad insustituible. Para superar el peligro de homogeneización, ha intentado probar que la dinámica de esta lucha no funciona teleológicamente, en virtud de la aspiración a una meta ideal de convergencia, sino como un proceso "negativo" en el que la necesidad del reconocimiento se gesta, "desde abajo" en la pretensión de evitar el daño que supondría en la integridad de las historias específicas el "desprecio" de su identidad. El desprecio, como ruptura del reconocimiento intersubjetivo, impide esa autoexperiencia productiva y creativa que es condición de toda identidad concreta, lo que se muestra, según Honneth, en tres esferas básicas del logro de un "sí mismo": la ausencia de reconocimiento afectivo en el ámbito de las relaciones de intimidad coarta la autoconfianza; la imposibilidad de un reconocimiento en el plano del derecho daña el respeto a sí mismo; finalmente, la obturación del reconocimiento de las peculiaridades idiosincrásicas pone en peligro las fuentes en las que arraiga el sentimiento del propio valor. Desde este giro, el principio universal de la persecución de un acuerdo unitario es sustituido por el del "reconocimiento de la diferencia". Tal principio incluye no sólo los criterios democráticos y normas del derecho como principios restrictivos que han de permitir el libre juego de la diferencia, sino también la exigencia de una aplicación sensible al contexto que no se exime de los problemas que afectan a la integridad cultural e individual, sino que toma también para sí la responsabilidad de que la gestación de normas intersubjetivas esté orientada al mismo tiempo a la preservación y posibilitación de la autorrealización de identidades específicas (HONNETH, A., 1994).

El principio mencionado posee, a mi juicio, la virtud de congeniar universalismo y particularismo y, al mismo tiempo, la de vincular las dos formas de autonomía que hemos destacado. En efecto, por un lado, representa una transcripción del imperativo kantiano del respeto a la dignidad del hombre y de su condición de fin en sí. Pero, por otro, forma parte de las condiciones mismas que son necesarias en la constitución de un "sí mismo auténtico", es decir, de las condiciones de la integridad de individuos y culturas, vinculando el éxito de la autorrealización a una responsabilidad incondicionada respecto al hombre genérico. Por lo demás, este punto de vista fortalece una forma de Teoría Crítica centrada en el análasis del conflicto social más que en la conceptualización de macrosujetos (en esta línea, son sugerentes las investigaciones de WEISS, J., 1995).

Ahora bien, este resultado genera también dificultades de gran magnitud. La principal, a mi juicio, es la que surge si nos preguntamos por el modo preciso en que el mandato del "reconocimiento" debe ser ejercido. Aunque a primera vista este principio universal parezca idéntico al que se especifica en los términos de un "tratamiento igualitario y neutral", incluye un compromiso adicional que rebasa la mera exigencia de sujeción a normas formales e imparciales, a saber, el de hacer justicia activamente a la diferencia. Así, por ejemplo, como ha mostrado un sector de la filosofía feminista, la mera aplicación imparcial de normas formales se revela impotente para corregir la desigualdad social entre hombre y mujer e incluso la consagra. Pues en dicha aplicación pueden operar desapercibidamente criterios de diferencia sexual que, siendo inadecuados, gozan sin embargo, de vigencia en la tradición desde la que el sentido de la norma es interpretado. Así, la prescripción que exige neutralidad en la selección del acceso a puestos públicos de relevancia obvia quizás la circunstancia de que con frecuencia la mujer cuenta de hecho con menos posibilidades, porque en la tradición, incluso reciente, los mecanismos educativos y de socialización han puesto barreras a su formación en los aspectos que son pertinentes en este caso (MACKINNON, A., 1989). Sin embargo, creo que problemas de este tipo, que atañen a diferencias en las posibilidades fácticas de participación democrática, son aún solubles desde el paradigma formal del "tratamiento igualitario". Porque la opresión de la diferencia que aquí se pone en juego es corregible, como dice Habermas, mediante la adopción de medidas compensatorias dirigidas a restablecer las deficiencias del equilibrio en cuestión (HABERMAS, J., 1993). Un problema más complejo me parece que está representado por el que Taylor plantea respecto a la articulación del multiculturalismo bajo un mismo techo legal. Tanto el hecho de la diversidad cultural, como el carácter minoritario de algunas culturas, hacen preciso, a su juicio, la adopción en muchas de ellas de "medidas legales de excepción" que tienen como cometido conservar su identidad irrepetible y protegerla del peligro de la invasión o la extinción (TAYLOR, Ch., 1992). La diferencia que en este caso se pone en juego afecta a los esquemas interpretativos que gravitan en la vida de una cultura como señas de identidad. Desde mi punto de vista, este problema ya no es soluble desde el criterio de un formalismo "neutral", sino desde una "política del reconocimiento de la diferencia" capaz de dar espacio a formas de legalidad concretas que impidan la invasión de unos mundos culturales por parte de otros.

Ahora bien, creo que el paradigma mencionado daría lugar a situaciones de injusticia si no se vigoriza un proceso de autocorrección mutua entre la "excentricidad" del universalismo y la "centricidad" de las formas de vida. En primer lugar, sin una corrección "centrada" de criterios normativos generales, la identidad cultural de muchos pueblos quedaría condenada a la extinción. Tal es el caso, por ejemplo, de la minoritaria cultura francófona de la provincia del Québec en Canadá, para la que Taylor pide "derechos especiales" que protejan su idioma y sus tradiciones. Pero, en segundo lugar, y a la inversa, esta flexibilización debería tener como contrapartida la posibilidad de una corrección "excéntrica" de los criterios que están "centrados" en modos de vida específicos. Y esto último viene exigido, a mi juicio, por las condiciones mismas de la autenticidad, de una identidad concreta que merezca llamarse "íntegra". Me gustaría señalar tres ejemplos. En el ámbito mínimo de las relaciones interpersonales, la lucha por el reconocimiento podría degenerar en una lucha por el prestigio o por la capacidad de influencia en caso de que el individuo no fuese capaz de distanciarse respecto a sí mismo y someter a prueba reflexiva el sentido de su valor personal. En las reivindicaciones de autonomía política que una cultura puede elevar en el contexto nacional más amplio al que pertenece, su lucha por el reconocimiento puede degenerar en una lucha por la "pureza cultural"; si dicha cultura es incapaz de distanciarse excéntricamente respecto a sí misma, semejante pretensión de pureza puede segregar a las propias minorías que, habitando en su seno, poseen una idiosincrasia "diferente" o, tal vez, puede degenerar en un ideal monádico regido por ese exacerbado y romántico "pathos de la distancia" que no es más que un autoendiosamiento paralelo al envilecimiento del otro. Finalmente, en el plano más extenso del multiculturalismo mundial, la búsqueda de "autenticidad" en aquellas naciones que han sido bendecidas por la abundancia económica y consumista puede degenerar en el sentido de que los procesos de autoexperiencia y de autocreación que rigen paradigmáticamente en su interior tengan por divisa sólo el imperativo del "elegir" y "elegirse" como cauces de autenticidad, y ya no también el del "repercutir" en el mundo, posibilidad que no iría en detrimento únicamente del reconocimiento del extraño (digamos del Tercer Mundo), sino de las posibilidades de éxito de la integridad propia, pues dichas culturas se exponen con ello a ese falseamiento de la realidad fáctica que en el plano individual tiene su paralelo en los procesos patológicos de ensimismamiento.

Y es que, más allá del análisis de Honneth, habría que decir que la "lucha por el reconocimiento" es una condición ciertamente necesaria pero no suficiente de la integridad. La mera exigencia de reconocimiento hacia la identidad propia no exime de la responsabilidad de examinar con cautela qué tipo de reconocimiento se espera y qué comprensión de la identidad, del "sí mismo", se erige como merecedora de éste. Lo que pone de manifiesto que la tensión entre las posiciones que hemos llamado "centrada" y "excéntrica" puede ser aprovechada como criterio de integridad y de responsabilidad: un relajamiento de esta tensión en favor de uno cualquiera de sus elementos polares autoriza a un examen de patologías en el proyecto de autonomía.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

HABERMAS, J. (1991), Erläuterungen zur Diskursethik, frankfurt a.M., Suhrkamp.

- (1993), "Anerkennungskämpfe im demokratischen Rechtsstaat", en GUTMANN (ed.), Multiculturalismus und die Politik der Anerkennung, Frankfurt a. M., Fischer, 147-196.

FOUCAULT, M. (1994), "¿Qué es la ilustración?", Revista de pensamiento crítico, n1, pp. 10-25.

HONNETH, A. (1993), "Dezentrierte Autonomie. Moralphilosophische Konsequenzen aus der modernen Subjektkritik", en MENKE, Ch./SEEL, M. (eds), Zur Verteidigung der Vernunft gegen ihre Liebhaber und Verächter, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 149-164.

- (1994), Kampf um Anerkennung, Frankfurt a. M., Suhrkamp.

MACKINNON, A. (1989), Toward a Feminist Theory of the State, Harward University Press.

MEAD, M. (1934), Mind, Self and Society, University of Chicago.

PLESSNER, H. (1928), Die Stufen des Organischen und der Mensch, Berlin y Leipzig.

SÁEZ RUEDA, L. (1995) "Facticidad y excentricidad de la razón", en BLANCO FERNÁNDEZ, D./PÉREZ TAPIAS, J.A./ SÁEZ RUEDA, L. (eds), Discurso y Realidad, Madrid, ed. Trotta.

- (1996) "Por una diferencia no indiferente -a propósito de las críticas de Rorty y Lyotard a la nueva ilustración alemana", ER, Revista de Filosofía, n 20, pp 79-109.

SCHULZE, G. (1992), Die Erlebnisgesellschaft. Kultursoziologie der Gegenwart, Frankfurt a. M.

TAYLOR, Ch. (1985), "Self-interpreting animals", en Philosophical Papers, vol. I, Cambridge.

- (1994) La ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós.

- (1992) "The Politics of Recognition", en GUTMAN, A. (ed.), Multiculturalism and "The Politics of Recognition", Princeton, University Press. Con comentarios de Amy Gutman, Steven C. Rockefeller, Michael Walzer y Susan Wolf.

WINNICOTT, W. (1984), "Die Fähigkeit zum Alleinsein", en Reifungsprozesse und schöpferische Umwelt, Frankfurt a. M.

WALZER, M. (1990), Kritik und Gemeinsinn, Berlin.

WEISS, János (1995), Vorstudien zu einer kritischen Theorie der Gesellschaft, Regenburgs, Roderer V.