Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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El misterio de la teoría conspiratoria (I). Animismo
07 / 09 / 2020


Es más difícil de interpretar de lo que uno piensa toda esta situación social que se vive desde la aparición de la pandemia. Son muchos hilos, un tejido de tendencias. Por lo demás, siempre es complicado juzgar la situación presente, precisamente porque se está inmerso en ella y los juicios necesitan cierta distancia. Con toda la cautela que todo ello exige, quizás se puede decir que ocurre, entre otras mil cosas que incitan a la reflexión, que nos topamos con una cierta inversión de nuestras apreciaciones habituales en torno a la relación entre naturaleza y cultura.

Lo habitual es atribuirle a la primera el carácter de la necesidad, de la determinación, y a la segunda el de la libertad. La naturaleza -se nos ha dicho desde la escuela- actúa según pautas rígidas, de acuerdo con leyes. Por eso es asequible a las investigaciones de la ciencia. Lo natural no es arbitrario, en suma.Por el contrario, el mundo de la cultura, es decir, de la vida humana en sociedad, se opone a la naturaleza -se nos ha enseñado- en que es el espacio de la libertad. El ser humano es un ser libre; a diferencia de los procesos físicos y biológicos, construye su hábitat colectivo, le otorga fines, metas, que surgen de la voluntad. Ahora bien, aunque mucho de verdad hay en esta oposición entre el par naturaleza/ley, por un lado, y el de cultura/libertad, por otro, tal vez la distinción conduce a engaño si la anclamos al presente.

En la naturaleza hay un orden objetivo, por supuesto, pero ese orden no es determinista, como se pensó en la Revolución Científica de los siblos XVI-XVIII. Incluye al azar. Que un virus golpee a la comunidad global es algo que, si bien se ajusta a reglas de la naturaleza, es imprevisible. De las leyes de la naturaleza no se sigue que su decurso esté determinado como el mecanismo de un reloj. Es cosa bien complicada la de entender que el caos forma parte de la autoorganización de la naturaleza. Y no por casualidad es este uno de los problemas más centrales de la física actual, así como de la biología, la intrincación entre normas legaliformes y caos natural (el concepto de Caosmos resulta crucial en este punto). El futuro del saber tiene aquí un tema fascinante. Lástima tener que morir antes de conocer desarrollos que hoy son emergentes.

Pero esto desvía la cuestión. El caso es que la pandemia, la extensión de este virus tan incómodo y peligroso, proviene del azar. No hay razón para pensar que hay agazapada una voluntad en la naturaleza, una actitud hostil desde su fuero interno hacia la cultura, dirigida a colocar intencionadamente ante nosotros un riesgo de estas características para zaherirnos por nuestras desastrosas acciones o para consumar una venganza. La pandemia hunde sus raíces en el caos, en cierto caos. Pero el ser humano teme más al caos que a la mismísima expectativa de la muerte. El caos ha sido, a lo largo de la historia humana, el enemigo más temible. Los mitos han intentado siempre combatirlo, atribuyendo los sucesos naturales a ocultas fuerzas divinas o diabólicas. El animismo que acompañó a etapas muy tempranas de la antropogénesis es eso, un intento de conjurar al caos, de disolverlo y apartarlo de la mente haciéndolo dependiente de misteriosos seres que habitarían en la trastienda de la naturaleza.

Las teorías de la conspiración vuelven tal vez al mito y al animismo. No soportan el caos, no soportan que el ser humano le traiga al carajo al conjunto de la naturaleza. Se les vuelve amarga la sospecha de esa gran indiferencia de lo que nos rodea hacia nuestro destino y su frialdad sideral. Que el cosmos marche al margen de los anhelos humanos es algo que atormenta a nuestra especie desde siempre. Las teorías conspiratorias, en gran medida, constituyen un animismo actual, fruto del terror al caos. Surgen del miedo al sinsentido, del pavor a que el ser humano sea golpeado por algo sin voluntad y sin finalidad. El ser humano teme más -como decía Nietzsche- a la falta de sentido que al peor y más aciago de los sentidos. Por eso buscan estas teorías una voluntad y una finalidad oculta en el surgimiento y en la propagación del coronavirus. Y si se extienden tanto es porque el terror al caos está más incrustado en el inconsciente colectivo que la propensión al pensamiento racional, que se hizo paso muy avanzada la evolución y que es tan frágil como una brizna de hierba.

Pero si con esto declina la idea ingenua de que en la naturaleza todo es ley y necesidad, también se disipa la opuesta, la de que la cultura y la sociedad humanas han abierto el espacio de la libertad, de la intencionalidad, de los fines. Que hay voluntad y libertad en la dirección del destino colectivo es incontestable, por supuesto. Pero requiere más calma y reflexión percatarse de que, desde hace unos siglos, vienen separándose de la voluntad humana algunos de sus productos, como la mercancía, el instrumento y el cálculo. Todo el siglo XX, al menos en el ámbito continental europeo, es una intensa reflexión sobre estos procesos ciegos, de estos procesos que se han independizado de las intenciones humanas y que han adquirido una inercia propia, tan potente que ha absorbido a su origen humano y lo ha puesto a su servicio.

A finales del siglo XIX, Marx estudiaba leyes del capitalismo, no rasgos arbitrarios: reglas inflexibles. Eso es lo que asusta. La fenomenología y la hermenéutica se asombraron, más tarde, al escrutar la tremenda independencia del positivismo, es decir, de la fe en el valor exclusivo de los hechos, así como del utilitarismo que anegaban Europa. Encontraban en éstos un impulso objetivo que trasciende la libertad humana y la engulle. Heidegger puso mucha inteligencia en mostrar cómo la comprensión técnica del mundo, propia de nuestra época, se desarrolla por debajo de los fines humanos y los dirige, en mostrar cómo la conversión de todo lo existente en existencias (en el sentido de recursos disponibles y cuantificables) lleva consigo un dinamismo prácticamente incontrolable por las intenciones de cualquier instancia humana. Otros, los de la Escuela de Frankfurt, se quedaban estupefactos al descubrir la frialdad con que la racionalidad instrumental procede en la sociedad actual, sociedad administrada, una frialdad inhumana, muy lejos del alcance de las querencias de individuos y grupos. Se podría seguir, pero lo importante es que hay muchas razones, después de toda esta pesquisa del pasado siglo, para afirmar que la cultura ya no se mueve en virtud de lo que quieren y acuerdan los seres humanos, que la sociedad no es el espacio de la libertad, sino todo lo contrario: un reino de la necesidad, de la efectividad de leyes o fuerzas ciegas mucho más tenaces que las que rigen el movimiento de los planetas.

Hoy, para decirlo con mayor claridad, la comunidad humana es movida por procesos ciegos autonomizados, por dinamismos que escapan a la voluntad de los individuos, de los gobiernos, de todas las instituciones. Es obvio que la falta de libertad que experimenta este ser humano presente, encerrado en una invisible jaula, le provoca un malestar hondo e intenso. Pero, como ese malestar es "general", "global", del común, se ha vuelto clandestino. Es un malestar sin objeto que ha ocupado un amplio espacio en el inconsciente colectivo. ¿Y cómo escapa este ser humano a semejante malestar, que lo deja vacío porque le sustrae su libertad? ¿Cómo se se aleja de la agenesia a la que ese vacío está vinculado, es decir, de la incapacidad para crear? De muchos modos, seguramente, pero hay uno bastante eficaz: mediante el autoengaño consistente en creer que uno no está enajenado por tales dinamismos ciegos, sino más bien, dominado por un grupo de seres humanos concreto que confabulan, o bien por decisiones expresas de gobiernos y de una gran variedad de conciliábulos.

Sería motivo de alegría descubrir que todo ha sido y está siendo producto de voluntades de ciertos individuos o grupos poderosos. Porque eso excluiría la triste verdad: que la voluntad humana ya tiene escasa capacidad de influjo en el rumbo global de la civilización. Esto último es lo terrible y lo verdaderamente peligroso: que de nuestra supuesta libertad queda prácticamente nada, apenas lo que concierne a la elección de detalles en medio de la marea de lo global y variantes electivas en lo privado que no trascienden a lo público.

Muchas cosas pasan en el presente, es un momento bastante complejo, y una de ellas quizás sea esta, que huimos del caos en la naturaleza y de las leyes objetivadas en el fondo de la sociedad. Y que huimos buscando agentes humanos en todo, ilusamente, para escapar a la terrible y triste verdad de que estamos atrapados en un dinamismo enajenante anónimo, sin sujeto. Para revertir la situación habría que reconocerla primero en toda su crudeza y abandonar las mil fugas y sublimaciones que pululan. Abandonar el animismo (de derecha y de izquierda). Tal vez.