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La encarcelación de un rapero: y la organización del vacío |
23
/ 02 / 2021
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En estos días de febrero estamos asistiendo en España a encendidas protestas surgidas a raíz de la encarcelación del rapero Pablo Hasél. Está bajo cuestión si ciertas afirmaciones de algunas de sus letras exceden los límites de lo que se puede expresar públicamente sin violar la dignidad de otros. Es un problema importante el de determinar tales límites. Y cabe, pues, entrar en tan compleja discusión. Ahora bien, el fondo invisible del caso no tiene nada que ver con esa problemática. Lo que ahí se pone de manifiesto es el vacío de nuestra actual existencia colectiva. Seguir
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La ocultación del padecimiento colectivo. Sigética del malestar |
19
/ 02 / 2021
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Algo que nadie quiere decir y que, sin embargo, todo el mundo sabe, es que vivimos en una sociedad que no solo impone la felicidad como forma de vida y como meta de toda praxis, sino que, al mismo tiempo, en su envés, sigue un mandato de silencio sobre el dolor, el sufrimiento o el malestar. Seguir
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12
/ 01 / 2021
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El
fenómeno actual representado por el auge de las teorías
conspiratorias no se deja explicar mediante hipótesis sencillas
y unilitarales. Es un fenómeno muy complejo y posee tantas
caras como un poliedro. Ya señalé que una de esas
caras está consituida por el animismo ( )
y que otra de ellas remite al resentimiento ( ).
Hay que añadir ahora una perplejidad. Es comprensible que
la ideología de izquierda, la neoliberal actual, genere teorías
de confabulación, porque cree en el libre arbitrio de los
sujetos. Ahora bien, para la izquierda, una teoría conspiratoria
es algo que se contradice con sus postulados, con su ideología,
con su modo de ver el mundo. Y, sin embargo, hay teorías
conspiratorias que emergen en la izquierda. ¿Cómo
es posible? Seguir
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08
/ 01 / 2021
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El
fenómeno actual representado por el auge de las teorías
conspiratorias no se deja explicar mediante hipótesis sencillas
y unilitarales. Es un fenómeno muy complejo y posee tantas
caras como un poliedro. Ya señalé que una de esas
caras está consituida por el animismo. La tendencia actual,
y sobre todo en época de pandemia, tiene un fondo mitológico
que hoy se reactualiza a una nueva luz ( ).
Se puede decir, además, que hay un ingrediente de resentimiento
(en su sentido más nihilista) en estas posiciones. El conspiranoico
es incapaz de establecer una relación de igualdad con los
demás; vive confrontado con los otros, en pugna con ellos:
imagina, por tanto, que cualquier suceso perturbador o contrario
a sus intereses es obra de "un otro" Seguir
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03 / 11 / 2020
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El fenómeno coronavirus anuncia una muerte, pero no es física. Anuncia el peligro más oscuro que nos acecha, el de la pérdida de una comunidad habitable y de un mundo compartible. Carecemos de comunidad, esto es lo que nos está diciendo constantemente, desde el fondo, la experiencia de la pandemia. Es esta existencia en hueco lo que se nos revela como muerte más señalada a través de la experiencia de la pandemia. El sentido más oculto de lo que nos ocurre a través del fenómeno coronavirus es este desenmascaramiento de nuestro profunda orfandad, de nuestro nihilismo, que hemos fraguado desde hace mucho tiempo. Seguir leyendo.
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07/09/2020
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Las teorías de la conspiración emergen por doquier desde el comienzo de la pandemia actual causada por la COVID-19. ¿De dónde surgen? Tal vez de dos formas de terror. En primer lugar, del terror al Caos de la naturaleza, que se nos revela, así, como un espacio atravesado por el azar, en vez de, como se nos ha dicho siempre, como un ámbito de necesidad y de mecanismo inexorable. En sengundo lugar, el terror a las fuerzas ciegas que gobiernan ya a la totalidad de nuestra sociedad, que nos aparece como espacio de necesidad, y no de libertad, como se nos había dicho desde la escuela. Se hace necesario entonces suponer la acción de ocultas intenciones. Incipit animismo. Seguir leyendo |
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13/07/2020
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Lo más asombroso de lo que está sucediendo (al menos en mi pobre alma desconcertada) es que tiene que venir un virus y causar una pandemia de esta magnitud para que caigamos en la cuenta de cuán profunda es nuestra esclavitud. Le han bastado unos meses de detención, muy pocos, a ese mito que se llama "progreso" para que amenace a la colectividad mundial con un castigo (recesión económica o como se quiera llamar) que parece provenir del fiero Poseidón, del mismo y terrible dios que se propuso impedirle el regreso, camino del hogar, a Odiseo.
Se sabe que estamos arrojados a la ley implacable del progreso, que actúa ya con una potencia propia, ciega, turbia y cruel, independizada de las voluntades de los individuos y de todos los pueblos de la Tierra. Eso es sabido. Pero sólo como una vaga certeza que, en la vida cotidiana, es rehuida y amordazada. Esta detención del confinamiento (aún no rebasado en su totalidad) no muestra nada nuevo. Nada. Sólo hace patente lo que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo: que el progreso es una locomotora sobre la cual viaja el ser humano a ningún otro lugar que no sea a lo inhóspito.
Subido a ese tren, nadie percibe que se mueve a tan prodigiosa velocidad y con tan firme contundencia. Para percatarse de ello, tendría que mirar por las ventanas y comprobar cómo pasan fugaces los paisajes, al amanecer y al oscurecer, un día sí y otro también. No está pasando nada nuevo. Nada. Sólo ocurre que ese tren ha desacelerado un momento, un segundo, y en el cambio de ritmo hemos sido despertados para recordar que somos viajeros en su interior, prisioneros suyos, aherrojados a su ciego movimiento, deglutidos en su estomago repugnante.
El progreso no es demonizable por sí mismo. Lo que ocurre es que no tiene un significado esencial y permanente y es necesario analizar cómo subtiende nuestra visión del mundo. Depende de la comprensión que del tiempo y del advenir tiene una determinada época. En la nuestra el progreso no es más que la dirección ciega de dinamismos que se han autonomizado de la voluntad humana, actuando como leyes. Se trata de las fuerzas ciegas del capital, pero también de las de la racionalización funcionalista y las del espíritu de cálculo o ideal moderno de Mathesis Universalis. Estas fuerzas ciegas nos conducen en un movimiento vertiginoso pero yermo e inmóvil, por paradójico que parezca. Con su procesualismo tan autonomizado, tales mecanismos inerciales arrastran sin que por ello la existencia se haga nacer a sí misma.
En nuestro tiempo ya no hay revolución, sino retorno de lo mismo, de los efectos de esas fuerzas ciegas bajo diferentes aspectos. La falsa revolución, como advertía H. Arendt, es aquella en la que el cambio está sometido a una permanencia de lo sustancial. En sus orígenes, el término «revolución» fue de tipo astronómico. Copérnico, en su De revolutionibus orbium coelestium, lo tomaba para designar el movimiento regular, rotatorio, de las estrellas, sometido a leyes inflexibles. Cuando el término descendió del firmamento a los mortales quedó impresa esta primera asignación de su sentido, de modo que designó la idea de un movimiento irresistible, eterno y recurrente en los vaivenes del destino humano. Por eso, ha sido asociado casi siempre con la idea de una restauración. La verdadera revolución, por el contrario, cifra su irresistibilidad en la viva fuerza que hace nacer algo nuevo [1]. Al espíritu revolucionario «pertenece el anhelo —sentenciaba Arendt— de liberar y de construir una nueva morada donde poder albergar la libertad». El olvido de este sentido de la revolución realmente digna reside en que se exagera el alcance de la liberación y en que la libertad siempre ha sido un proceso incierto. Por eso, para los grandes psicólogos como Montaigne, Pascal, Kierkegaard, Dostoievski o Nietzsche, el corazón «mantiene vivas sus fuentes gracias a una lucha constante que progresa en la oscuridad y precisamente gracias a ella» [2]. Es más, cuando la libertad tiene sólo el sentido negativo de una liberación respecto a algo y no el significado de un iniciar hacia adelante lo nuevo, se convierte en resentida, en una obsesiva negación que pierde el rumbo y que transforma la destrucción de lo que existe con anterioridad en un fin en sí mismo, como tal vez aconteció en la época de terror en la que desembocó la revolución francesa, cuyo lema justificaba dicha actitud negativa y reactiva: «Par pitié, par amour, pour l’humanité, soyez inhumains!» [3].
Ser errático y vagar es bien distinto. La erraticidad del ser humano significa que no posee un centro esencial de pertenencia, que es siempre ex-céntrico, expedicionario, una tensión o intersticio entre la centricidad del habitar y la excentricidad de la expedición. El vagar, en cambio, no sólo se somete a un movimiento circular, repetitivo, en el que queda a merced de fuerzas ciegas. Se convierte, además, en el movimiento monocorde que conduce al terror, pues al entregarse a tales fuerzas sin distancia, se funde con ellas y las convierte en armas consagradas contra los otros. H. Arendt muestra también en este punto una gran lucidez. El totalitarismo se funda precisamente, nos dice, en la solidificación de un dinamismo ciego que actúa ya sobre los seres humanos como una deshumanizada «ley del movimiento». «El terror se convierte en total cuando se torna independiente de toda oposición; domina de forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino. Si la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria. El terror es la realización de la ley del movimiento» [4].
Vagamos concentricamente en el presente, en una detención del tiempo paradójica, pues, en la inmovilidad se impone la máxima movilidad. Una movilidad frenética conducida por fuerzas ciegas que convierten a los movimientos del presente en expresiones de un totalitarismo. El totalitarismo se funda en la anulación de la capacidad para iniciar. Cabe decir entonces: initium ut esset homo creatus est («para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre»). Este principio agustiniano —nos sugiere Arendt— puede ser entendido al margen de toda teología e interpretado secularizadamente como expresión de la condición humana, a la que pertenece la «natalidad», el factum de haber nacido inaugurando algo nuevo. Ese comenzar se repite constantemente, una y otra vez, en la vida del hombre (en la vida de cada individuo y en la vida de toda la comunidad). Precisamente por eso hay libertad, porque siempre comparece en la existencia el reto de convertirla en inicial, en creadora de un nuevo mundo.
Esta disolución de la potencia para crear produce una vida que vaga en torno a un centro absolutizado. Es una centricidad sin excentricidad. Pero el vagar se da también en el polo opuesto que rompe lo trágico errático, en la excentricidad sin centricidad. Vagan los hombres de este modo cuando, por temor al compromiso con la problematicidad real, se extraditan a mundos ficcionales completamente ilusorios y los adoran como refugios divinos. La creencia en que las fuerzas ciegas del capital, del funcionalismo y del cálculo nos conducen, en el fondo, a un futuro próspero y mejor ordenado, constituye una fe igualmente ciega en el progreso económico y técnico-instrumental. Es una fe que contempla los conflictos tensionales humanos y que, en vez de afirmar a quien aspira a mantenerse en ellos, quiere hacer del ser humano un dios dominador capaz de someter a la Tierra, de domeñar a su naturaleza interna y de disolver finalmente toda tensión en una plenitud de éxito y felicidad. Y así es como huye esta excentricidad enemiga de la finitud céntrica.
Le ha bastado al progreso unos meses de inoportuna molestia, causada por el azar de un virus, para que levante, severo, su brazo sobre las naciones y los continentes y amenace de muerte. ¿Es el viruss o es el progreso lo que amenaza? ¡Es el progreso! No está pasando nada nuevo. Nada. Sólo está siendo vislumbrado lo que ha estado ahí desde hace mucho, mucho tiempo. Lo que pasa es que al verlo, al contemplar cómo el progreso brama y se yergue ofendido, cómo mira, tan soberbio, tan entronizado... al contemplar, sí, con qué firmeza sentencia y juzga, con qué seguridad fija un castigo, se siente uno, en cuanto ser humano que se interroga y que está sólo en el cosmos, una humillación tan profunda como elevada es esa arrogancia que está ahora a la vista, a plena luz del día. Ante la arrogancia infinita de ese dios justiciero del progreso experimenta el ser humano una infinita vergüenza. Por lo menos, el que escribe. Maldita sea la raza de los que creen en él, malditos sus ancestros y malditos sus bastardos hijos. A ese Poseidón que amenazó a Odiseo no le hemos rechistado desde entonces. Al menos el que regresaba a Ítaca tenía un horizonte, una meta. Inalcanzable, pero una. Y un hogar (oikos) que añorar. Pero nosotros, ¿hemos añorado algo, nosotros, los de esta época? Sólo miramos hacia adelante. Y por la mirilla del progreso. Que antes de irse uno al Hades no vea arrodillarse a ese Bramante, aunque sea en un ademán, al menos uno; que siempre tenga que ceder el ser humano ante Él y Él no consentir en nada. Eso es, amigos y amigas lo que está ocurriendo. Nada nuevo. Pero ahora está claro como una mañana de abril.
(1) Arendt, H., Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2004, p. 45. V. pp. 36-45.
(3) Este lema pululaba en las peticiones presentadas por la Comuna de París a la Convención Nacional.
(4) Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2004, p. 623.
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29/06/2020
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Se suele decir que los principios de carácter ético o moral no son propios de un sujeto que carece de esencia fija y cuyo ser consiste en un devenir constante. La comprensión de la condición humana que vengo defendiendo desde hace años, a saber, la que he dado en llamar condición errática, sería, según esa suposición -sostenida y proclamada por las éticas racionalistas y deontológicas-, candidata a la precipitada calificación de amoral o, incluso, de inmoral. Cuando comencé a forjar las claves de esta concepción del ser humano, deviniente en la errancia, intenté -en una fundamentación que implicaba discusiones con las posiciones de signo kantiano- vincularla a una ética precisa, a la que dí el nombre de ética cenital. Creo que, en los tiempos que corren, flagelados por la lógica oposicional, por los enfrentamientos constantes o, más radicalmente, por cierta propensión a actuar con el Otro desde el resentimiento (en un sentido nietzscheano), podría tener un sentido y, por qué no, hasta reclamar cierta necesidad.
Somos seres erráticos. Este es el punto de partida. Y es inexorable. Pero lo somos no porque andemos sin rumbo, como si desfalleciésemos constantemente y vagásemos al albur de alguna arbitrariedad sobrevenida o interna. Ser errático significa ser en el intersticio de los mundos: del presente y del advenir, del propio y del de los otros; ser en el quicio de las circunstancias, de las múltiples vidas que nos conforman, de lo ideal y lo fáctico.
Habitamos céntricamente un mundo concreto, pero, al mismo tiempo, nos extrañamos de él. Si no nos produjese extrañamiento, no existiría para nosotros. Lo que no nos extraña no es. Pero esto implica que ya, en el mismo acto por el que pertenecemos a un interior cualquiera (un mundo, un horizonte, un círculo de existencia), estamos extraditándonos de él ex-céntricamente. Y nuestro ser no se cifra ni en la pertenencia céntrica ni en la extradición excéntrica. Somos la tensión entre estas dos potencias, impulso céntrico, ex-pulsión excéntrica. Lo somos en el mismo acto, no por pasos sucesivos. Soy aquí, en este campo de juego en el que me sitúo, y no soy simultáneamente en él, porque no puedo acallar la perplejidad excéntrica que me produce; y porque no puedo fundirme con nada, a pesar de vivir anhelando la fusión con todo, o precisamente por ello. Al internarme ya me he colocado -justamente en ese movimiento- de espaldas respecto al espacio viviente en el que me interno: en todo lo que habito estoy, irremisiblemente, en situación de despedida. Somos como Ulises, experimentando una Ítaca cuya presencia es tanto más real cuanto más ausentemente nos visita; entre la Troya que se esfuma y esa morada imposible donde aguarda el amor más venerado; atravesando siempre las turbulentas aguas entre Escila y Caribdis. Somos un entre, siempre un espacio intersticial céntrico-excéntrico, allí donde estemos, allí donde vayamos.
Comencé a darle forma a esta comprensión de la condición humana en Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad (2009). ¿Qué ética pertenece a tal condición? Que seamos un entre implica que nos relacionamos con el otro en la medida en que él también lo es. Pero entre dos seres intersticiales la relación es también, y con mayor razón, un entre o intersticio. Él nos separa y nos une. Nos pliega. De alguna manera están entrelazados el entre que cada uno es y el de los demás. Se interpenetran como en un campo de trans-ducción o de real tras-pasamiento recíproco. Y esto hace más patente que la relación ética se juega en la necesidad de cuidar este entre o intersticio que liga y separa, como un pliegue, a los seres humanos entre sí, al propio ser errático (que ya es un entre) con el otro-errático, que es un entre pre-sentido resolviéndose en la bruma.
Si los vínculos, cruces o entretejimientos entre los seres humanos han de tejer un campo de juego agonístico capaz de generar desde sí procesos de crecimiento, es necesario que quede preservado el «encuentro» intersticial en cuanto tal, este entre de los seres erráticos, que somos todos los seres humanos. Pues éste, el encuentro, es la condición de que diversos cursos de acción mantengan su diferencia, por un lado, y la hagan valer de un modo recíprocamente enriquecedor, por otro. El encuentro es el espacio de la recíproca afección y, en ese sentido, la hendidura o brecha en la que se juega la gesta humana. Pues no somos: nos gestamos. A su través es vinculado lo diferente por la virtus de la relación diferencial misma, una relación en la que cada uno de los movimientos enlazados transforma al otro, siendo transformado por él. El encuentro entre los seres humanos es el cauce entre dos orillas que reconfiguran de continuo su silueta y, a la inversa, un litigio entre dos orillas que genera, desde sí, el curso del cauce. Este «entre» o «intersticio», bien mirado, no es un lugar prefijado propiamente dicho. Es el no-lugar que sirve de juntura entre los lugares; una nada, ciertamente, pero en la figura del nihil productivo que une y separa a los hombres, como si constituyese un pliegue entre ellos y por ellos. Y en cuanto nada activa, es susceptible de múltiples máscaras: es, por mencionar algunas, el silencio que permite la comunicación de todos los lenguajes, la oscuridad por la que las fuentes de luz reverberan unas en otras, el espacio de soledad sin el que no habría compañía.
Ahora bien, la existencia de cada uno se funda, además, en un fondo de existencia que se nos escapa debido a su extrema profundidad. Somos esa profundidad abisal. Y ésta resulta siempre ser un punto ciego. Todos los seres humanos albergamos un punto ciego. Es un fondo pre-racional, pre-reflexivo. Siempre está ese fondo en nosotros creativamente, es decir, permitiéndonos ser y generándonos. Por otro lado, sin embargo, es también la sima de sombra que comporta la luz. El punto ciego es el ojo que permite ver y no puede verse a sí mismo. Tal es la paradoja: él nos hace desde su silencio, pero constituye, simultáneamente, como tal punto ciego, el fondo oscuro que, siendo indisponible, obliga a cada ser humano, a cada comunidad, a proyectar la sombra de su perspectiva sobre el otro.
Ciertamente, sin esta proyección que proviene del punto ciego no habría encuentro o pliegue entre seres humanos, pues afectar y ser afectado es también proyectar y recibir sombra. Pero cabe siempre la posibilidad de que en este recíproco proyectar, el punto ciego supuesto en toda acción proyecte una sombra tan larga y densa que ciegue el espacio del encuentro de unos hombres con otros; cabe siempre la posibilidad de que oscurezca al «entre» o «intersticio» errático, de que anegue ese no-lugar que permite los espacios y cierre la posibilidad misma de la afección recíproca. El punto ciego de cada uno es una locura, un lugar fontanal de des-quiciamiento. Zafarse por completo de esa locura es imposible, pues ello equivaldría a confundir al hombre con un ángel. Pero sí cabe hospedar esta locura con gallardía y heroicidad. Pues siempre es factible trabajar la propia locura, agenciárselas con ella, de un modo tal que se ponga el coraje y la audacia en que sus efectos letales no recaigan, en lo posible, sobre el entre de las relaciones humanas.
El término cenit hace relación, entre otras cosas, a una disposición direccional de la luz que haría recaer la sombra verticalmente sobre uno mismo. Llamo hombre cenital a aquél que, ante la alternativa de que su locura ensombrezca los intersticios entre los seres humanos o que su sombra recaiga sobre él mismo, elige este último camino. Es el hombre lo suficientemente fuerte como para querer que su sombra cegadora recaiga antes sobre él mismo que sobre el otro, hospedarla en su propio destino, perseguir las transformaciones de su proteica forma a lo largo de toda la vida, para hacer frente a sus siempre posibles y lacerantes desbordamientos, pues sólo así podrá merecer el acontecimiento. El hombre cenital es el que, por plenitud de fortaleza, es capaz de dar hospedaje a esta locura destructiva y mantenerla a raya.
«Que la sombra de mi locura recaiga exclusivamente sobre mí». Este es el imperativo del hombre cenital. Hoy, a la vista de que se expande sin cese la voluntad de dominio de unos sobre otros, hay que admitir que el encuentro, el entre o intersticio de la comunidad corre el riesgo de ser sepultado bajo sólida argamasa. La tarea del pensar ante el reto del presente es inseparable de la tarea por hacer que algún día el hombre cenital no sea, como hoy, sólo un personaje de leyenda.
[Dispone del capítulo en el que justifico con mayor precisión este principio aquí]
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19/05/2020
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La
situación que se avecina tras la crisis ocasionada por
la pandemia de coronavirus es contradictoria. Por un lado, parece
claro que la recesión económica que se inicia (y
que, seguramente, experimentará una profundización
con los sucesivos rebrotes del virus) refuerza la posición
de poder del capital, es decir, del fetichismo de la mercancía.
Por otro lado, llueve sobre mojado y, en consecuencia, el malestar
de aquellos (la inmensa mayoría) sobre cuyos hombros recaen
las consecuencias de las crisis económicas tiende a hacerse
más extremo, pues las crisis del capitalismo intensifican,
como reacción, la opresión mercantilista. La
contradicción entre vigorización del poder del capital,
por un lado, y aumento de las resistencias a su frío crecimiento,
por otro, se percibe desde hace tiempo como una profunda polarización
que puede cambiar el rumbo de la colectividad global.
En
favor del capital, de su creciente presión, hay otras dos
fuerzas opresivas que, a lo largo de la modernidad, han ido creciendo
junto a él y que se entrecruzan con sus logros en las sociedades
contemporáneas, convirtiéndose en gigantescas inercias
que lo refuerzan. Una de ellas es la del funcionalismo operativo,
la fuerza ciega que impulsa a funcionalizar operativamente todo
el ámbito de la existencia o de la vida. Otra de ellas
es la del espíritu de cálculo, que está
ligada al proyecto moderno de la Mathesis Universalis (un proyecto que propende a convertir a todo lo cualitativo en cantidad computable). Me refiero aquí sólo al
funcionalismo. Relacionarlo con la Mathesis implica otro
análisis específico que desborda esta reflexión.
Capital
y funcionalismo operativo se hibridan y se presuponen reciprocamente,
aunque son dinamismos bien distintos con diferente origen. El
capital, en su conformación contemporánea, necesita
de los rendimientos del funcionalismo para extenderse a todo el tejido institucional de la sociedad, del mismo modo que
este último encuentra en el primero un medio para su generalización
y para la intensificación de su capacidad de gobernanza.
De ahí que ambas fuerzas se hayan hecho prácticamente
indistinguibles, siendo obcecado el análisis de cada una
por separado, sin el cual pueden pasar desapercibidos, precisamente,
los aspectos esenciales de su entrecruzamiento.
El funcionalismo operativo es (1) una conversión de los
medios en fines; (2) un proceso de racionalización de la
vida; y (3) un espíritu religioso secularizado. Describiré
brevemente estos tres aspectos e intentaré mostrar, al
final, dos de sus expresiones actuales: la creación de
un espíritu profesional sin alma y sumiso, del cual el
dominio cada vez mayor de la cultura de los expertos es fiel testimonio (4) y la perversión de las instituciones
del saber, de la educación y, en general, de la cultura
mediante el triunfo paulatino da la funcionalización operacional
(5).
1. Conversión de los medios en fines
El funcionalismo operacional ha sido estudiado por muchos pensadores
Durkheim creyó verlo en el fondo de la organización
colectiva, es decir, como un dinamismo inherente a cualquier sociedad.
En Las
reglas del método sociológico consideró
que lo social se explica por sus procesos internos de "función",
es decir (expresado de forma muy sintética), por las reglas
procedimentales que lo hacen funcionar maximizando
la utilidad de lo que se hace, de la praxis en todos
sus órdenes y variedades. Con estas prerrogativas, el utilitarismo
y el darwinismo social pasan a primer plano en la concepción
del progreso: una sociedad, desde este punto de vista, es tanto
más desarrollada cuanto más rentabiliza las acciones
mediante procedimientos eficaces.
En
la segunda mitad del siglo XX, la inmensa mayoría de las
corrientes filosóficas ha identificado el espíritu
del funcionalismo y lo ha puesto en cuestión. Así,
en el seno de la nueva lustración, J. Habermas -en su monumental Teoría de la acción comunicativa- puso
en tela de juicio esta óptica, considerando que las sociedades
tienden (y han de tender) a su auto-organización autónoma en virtud de principios y no, meramente, a su supervivencia
material por mor de reglas de provechamiento, de utilidad
y de estrategia [el lector dispone, en este enlace, de un resumen
de su planteamiento].
De
un modo muy sencillo, se puede decir que el funcionalismo operacional
actúa del modo siguiente. Sea A una acción valiosa
que se tiene por incondicional, es decir, una acción capaz
de ser tomada como un fin, y B el conjunto de los medios que el mundo social existente y triunfante proporciona para la
realización de A. Pues bien, esta fuerza inercial tiende,
en general, a convertir a B (el conjunto de los medios para conseguir
A) en un fin en sí mismo. Sea, por ejemplo, A = educación
(el fin de la educación como un valor primordial en la
vida colectiva) y B = procedimientos de aprendizaje (los procedimietos
por medio de los cuales se lleva a cabo el fin de la educación,
los métodos docentes, las reglas de instrucción,
estudio, etc.). El funcionalismo operacional, en este ejemplo,
es la tendencia a implantar institucionalmente un conjunto de
reglamentos procedimentales para la docencia y el aprendizaje
que sustituyen progresivamente a la meta consistente en "educar".
Esta meta es, tácitamente, confundida con los procesos
instrumentales que tendrían que servirle en su ejecución.
El método docente, que es un medio procedimental de la
educación, se convierte, así, en un objetivo que
se instala en la institucion educativa y permea su desarrollo.
Esta procedimentalización se está produciendo, por
cierto, efectivamente en nuestros días.
2. Proceso de racionalización de la
vida
La procedimentalización operacional no sólo sustituye
los fines por los medios. Racionaliza, como he indicado, el mundo
de la vida. Para todo lo que que puede hacer el ser humano
debe haber una operación formal que la tipifica y la traduce
en un proceso reglado: este parece ser el imperativo oculto
de la racionalización operacional. Todas las acciones humanas
caen, de este modo, bajo sospecha, como si su devenir espontáneo
y creativo fuese a sembrar el caos. Frente a la oscura experiencia
de tal disolución de la acción en el desorden caótico,
surge la necesidad, entonces, de someter a regla todo lo irreglable.
Tengo
para mí que esta paradoja se funda en un extenso movimiento
que, desde la modernidad, arrecia sin cese y que consiste en la
propensión creciente a construir lo no construible:
el acontecimiento. En nuestra lengua, el término
«eficacia» proviene del latín efficacitas:
virtud, energía, fuerza, poder para obrar. En el origen
lingüístico, la acción se entiende como fuerza
operante en un sentido «vertical», es decir, como
acontecimiento irreductible a sus producciones en superficie y
a cualquier cálculo o medida de dichas producciones. Sin
embargo, en la modernidad la comprensión del actuar que
ha triunfado no ha sido esta, sino la que arranca de la revolución
científica de los siglos XVI-XVII. Según esa línea,
el operar de los fenómenos y acciones está entrelazado
por una regla fija, coincidente con una relación entre
cantidades, es decir, por lo que se llama función.
Hoy se hace patente en muchas esferas del saber, entre las que
se pueden mencionar el proyecto cientificista de formalización
del lenguaje natural y el intento de reducir la intencionalidad
mental a las reglas conexionistas de una computacionalidad general
basada en algoritmos. Lo importante en este punto, en cualquier
caso, es tomar nota de que hoy se expande, a todos los niveles,
el intento de reducir toda dimensión «vertical»
de acto, acción, acontecimiento, a la dimensión
«horizontal» de una operacionalización que
puede adoptar diversos procedimientos. Es ésta, sin duda,
una ficcionalización del mundo, pues finge capturar
la riqueza viva de lo real, que es siempre un «tener lugar»,
un «estar aconteciendo», en la mordaza de una forma
supuestamente construible. Sus expresiones son cada vez más
numerosas.
3. Una fe, un credo, un espíritu religioso secularizado
Como la funcionalización operacional supone un temor constructivista
contra el supuesto caos de la acción espontánea,
libre de reglamentación, ocupa, además, el lugar
tácito de una salvación. La racionalización se convierte en un sutil credo religioso o en una fe práctica.
Ya había ligado Weber el «espíritu del capitalismo»
y el sentimiento religioso —protestante y calvinista—
que hace del éxito pragmático una confirmación
de la salvación del alma. Las ganancias en este mundo no
serían, de acuerdo con esta experiencia, esenciales, pero
sí la actividad útil en cuanto tal. Los logros de
la actividad diligente serían una prueba de que se goza
del favor divino y de que se está predestinado a la vida
eterna. Producen la certitudo salutatis, la certeza de
la salvación. El individuo se siente «salvado»
en la vida, si bien no por los tesoros que encuentra en ella,
sí por el atesorar en cuanto tal. Hoy contemplamos, en
esta misma dirección alumbrada por Weber, cómo se
expande una ética del éxito. Es la ética
de un sujeto que, tácitamente, quiere salvarse del malestar
civilizacional, ocultándolo bajo el sentimiento de una
gloria personal ganada a pulso. Es la ética de
un héroe que no cuestiona las reglas socialmente establecidas
para triunfar y que se adapta a ellas para medrar a su través.
En su fuero interno se hace un crítico implacable de quien
no las tolera, presentándose a sí mismo como un
justo jugador que respeta las reglas de juego. De ahí que
necesite siempre de un enemigo, del que pone en cuestión
tales normas. A éste lo trata como a un ser incompleto,
carente de las habilidades necesarias para la vida en común.
Y es que él es un devoto de las habilidades: éstas
son su religiosa certitudo salutatis.
4.
Generación funcionalista de un espíritu profesional
sin alma
Una expresión del procedimentalismo operacionalista tiene
lugar en el ámbito del trabajo, en la concepción
de la "vida profesional". La racionalización
del mundo de la vida produce una escisión de la acción
en dos esferas. La primera es la del trabajo o profesión,
en la que el individuo se amolda con frialdad de témpano
a las reglas inmanentes de un proceder operativo. La otra es la
esfera de la vida fuera del trabajo, la del mundo cotidiano. Es
en esta última en la que se refugian los juicios de valor
y, como en este suelo habitan en la selva de lo irreglable, terminan
siendo asociados con el arbitrio subjetivo. El hombre queda escindido
en dos: un homo laborans, por un lado, que es sólo
administrador y administrado; un homo ludens, por otro
lado, que goza inercialmente y cuyas creaciones valorativas no
tienen esperanza de incidir en los asuntos de trascendencia pública.
En términos de Weber, los hombres son impelidos hoy a convertirse
en «especialistas sin espíritu y hedonistas sin corazón».
Todo este complejo destinal de occidente constituye, evidentemente
un potente generador de vacío, pues la racionalización
deja exangüe al mundo de la vida, bien sometiéndola
a mecanismos funcionales ciegos, bien disolviéndola en
una proliferación de credos subjetivos, indiferentes entre
sí y a salvo del agonismo creativo capaz de transformar
lo real. No extraña que Weber se expresase como si se estuviese
refiriendo al fenómeno de un huero nihilismo: «estas
nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad
jamás alcanzada anteriormente» (La ética
protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona,
Península, 1969, p. 260).
Una de las manifestaciones de la generación funcionalista
de un espíritu profesional sin alma es la invasión
de la cultura de los expertos en el ámbito de
la cultura en general, la identificación entre
cultura y especialización técnico-operativa. Si
la profesión, allí donde esté, tiende a ser
convertida en un frío seguimiento de reglas operacionales,
ocurre, de modo creciente, que este espíritu de seguimiento
de reglas operacionales es convertido en paradigma de resolución
de los problemas vitales de la sociedad. El especialista, el experto,
se convierte, en consecuencia, en el nuevo chamán o director
espiritual de la comunidad. No es un especialista cualquiera:
es el especialista en "operacionalización",
es decir, el técnico cuyo saber es el metasaber consistente en convertir en procedimiento toda praxis humana.
A menudo coincide con el científico, que es llamado por
el poder como el nuevo filósofo de la dirección
política. Y en las instituciones concretas, es el gestor,
una figura que crece en el presente: no el que sabe o conoce la
materia propia de la institución que organiza, sino el
que gestiona los procedimientos formales de funcionamiento de
dicha institución. El técnico que dispone de un
saber científico-técnico y el gestor se convierten
hoy en el nuevo sabio que orienta a la comunidad. J. Habermas
(al que he mencionado más arriba) ha realizado un vigoroso
análisis de esta imposición de la cultura de los
expertos en nuestro tiempo. Remito al lector interesado al resumen
mencionado de este análisis habermasiano)
5. Invasión funcional-operacionalista
de las instituciones del saber y de la cultura
La
racionalización operacionalista no puede ser considerada
producto del capitalismo, sino aliada suya. Tiene, como se ve,
un arraigo diferente. Ahora bien, mercancía y operacionalización hacen una buena yuxtaposición.
Como he sugerido, para el capitalismo la alianza con esta otra
fuerza ciega es esencial. La necesita para rebasar el ámbito
de la produccion material y penetrar en las instituciones que
están a cargo del mundo simbólico: la educación,
la investigación, el saber; la cultura, en definitiva,
en su más amplio sentido. El problema para el capital ante
la cultura es este: ¿cómo introducirse en estas
insitituciones, que son, por sí mismas, reacias al valor
"dinero", pues su sentido inherente choca con todo tipo
de mercado? La solución la ofrece la racionalización
operacionalista, con la que entabla una alianza: ésta disuelve
los fines de la educación, de la investigación,
del saber, de la cultura, en medios prágmáticos
y en reglas funcionales. Al hacerlo, deja el campo despejado para
que el "dinero", el espíritu mercantil, penetre
sigilosamente. Un espacio institucional completamente operacionalizado
no es, por sí mismo, un espacio mercantilizado, pero sí
se convierte en espacio de producción de un espíritu
connivente con el capital y adaptable a sus exigencias.
El ajuste a meros procedimientos genera, finalmente, una ficción
moral. Por muy vacuo que sea, produce en los individuos una
gozosa ilusión: la de estar sirviendo a un Orden Colectivo.
En realidad, con ello, sirven sólo a un Ordenamiento Ciego,
que es otra cosa bien distinta, a un ordenamiento ciego que se
independiza de la voluntad humana y que conduce oscuramente a
la comunidad, sometiéndola a su dinamismo. Los valores,
para los individuos que son atrapados en el proceso procedimental,
son exclusivamente la diligencia del trabajo y el cumplimiento
de reglas. Se unen aquí servilismo, vacío y ficción.
Bajo esta fuerza ciega los seres humanos imaginan estar contribuyendo
a la "riqueza colectiva" cuando, en realidad, se hunden
en el nihilismo, en el desierto.
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11/05/2020
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Poco a poco fuimos
recobrando la normalidad. Tras el levantamiento completo
de la situación de alarma (hasta ahora había sido
parcial y progresivo), todavía tuvimos que asistir, con
preocupación y cierto hastío, al retroceso de las
medidas de confinamiento en dos ocasiones. Una fue justo en el
receso inicial. Ahora reconocemos que el entusiasmo y la confianza
fueron excesivos en aquel momento tan festivo, pues habíamos
estado cerca de dos meses enclaustrados, tanto en casa como en
el mundo virtual de las redes y del trabajo telemático,
y había ido creciendo en
nuestro fuero interno una nostalgia hasta entonces no experimentada
por la mayoría de nosotros: la de salir, salir al afuera.
La segunda nos sorprendió a la vuelta del verano. Superado
el primer retorno testarudo del virus, habíamos acometido
las vacaciones sin embozo, con total descuido y, envueltos en
la bruma de esas noches en la playa, de aquellas otras en la montaña,
se nos vino el velo abajo y ya no reparábamos en las distancias
corporales. Es que somos del sur, mire usted. Vivimos con resignación
este segundo retroceso, pero en el fondo iba aumentando aquella
añoranza nueva. De vuelta a cierto encierro, más
del que esperábamos, recordábamos como si fuese
un remoto pasado el tiempo en que nos movíamos libres
en el afuera. Fue entonces cuando esta palabra, el afuera,
empezó a hacerse común entre nosotros. Designaba
-y lo hace aún- una experiencia nueva. Pues, como ocurre
con un sonido constante -que, tras un largo tiempo, es enmudecido
por el oído mismo, para protegerse-, en el afuera
habíamos estado siempre antes de la llegada de la pandemia.
Siempre allí, en ese afuera, y, por persistencia,
no lo notábamos. Ahora, sin embargo, en el rigor del encierro,
con el sabor amargo de la soledad social y con el cansancio respecto
a las rutinas generadas de puertas hacia adentro, esa palabra
se ha convertido en mágica. Afuera, ¡qué palabra!
¿No es maravillosa? Vivir en lo opuesto al claustro, la
mazmorra, el retiro, la ocultación, la excedencia, la reclusión...
¿cómo no habíamos caído antes en esta
palabra tan especial y bella que ahora se ha convertido en centro
de la atención?
Así que, tras estas dos fallas en el camino, o dos hundimientos,
todo volvió a ser normal. Por fin. Todavía con cierta
prudencia, eso sí, fuimos ocupando el afuera.
Cada cual recordaba el lugar que ocupaba en ese afuera
y se esforzaba por hacerlo patente a los demás: tan de
vuelta estábamos que creíamos posible una usurpación
recíproca del antiguo espacio. "Yo aquí, tú
eras allá" "No, esta parte del afuera es mío,
me concedieron el destino antes del confinamiento, por eso no
lo notaste..." "tú estabas en la otra calle...",
"a ver, organización...". No nos sorprendió,
pues, que el gobierno se sintiera en la obligación de crear
la figura del "administrador espacial", una persona
-preferiblemente fría y calculadora, a salvo de las distorsiones
afectivas- que rastreaba mapas antiguos en los intestinos de la
burocracia y clarificaba: "tú estabas ahí,
pero se te cumplió; ahora estás en la calle; hay
muchas, prueba suerte"... "dile a tu hermana que no
insista, que el local lo traspasaron..." "sí,
la biblioteca sigue en el mismo lugar".... Cosas así.
Nos pareció al principio un abuso de poder, una dirección
de la vida desde arriba... pero si lo único que teníamos
que hacer era ocupar el afuera... Lo fuimos admitiendo: era más
difícil de lo que cabía esperar, pues el afuera
-ahora lo sabemos- está en el devenir -otra palabra
ahora exitosa en nuestras reflexiones- y nosotros nos habíamos
quedado parados, varados en algún lugar.
En
cuanto a mi, creo que me estabilicé una tarde de noviembre.
Esa tarde fue maravillosa y terrible. Aun la recuerdo con una
mezcla de emociones, unas agradables, otras punzantemente dolorosas.
Había encontrado mi lugar en el afuera, por fin;
sí, allí era; ese era mi espacio, mi camino al trabajo,
mis desvíos habituales, los cambios de ruta, las adyacencias,
los oscuros rincones, las claras plazas... todo. Recobré
mis lugares naturales en el afuera. Pero qué poco
me duró, para mi desgracia, la merecida paz. Pues fue esa
misma tarde cuando -maldita sea mi estampa- volví a mi
blog personal, con la intención de relatar esta historia
de mi residencia en la tierra, el largo y trabajoso sendero
hasta ella, la alegría de los primeros hallazgos, el recuerdo
paulatino... hasta esta fase final, que aun muchos buscan aturdidos
y que se conoce por doquier como "el re-establecimiento".
Un soplo de aire infecto me llegó desde el infierno cuando,
sentado ante el ordenador, leí lo que había escrito
poco antes de la epidemia. ¿Cómo no me había
acordado desde entonces? Era un escrito sencillo pero lleno de
esa vivacidad que tienen ciertos momentos... Se titulaba -no quisiera
ni recordarlo- "Salir al afuera y encontrarnos
al raso. Sobre las inercias de este mundo". Cuando me percaté
de que era justo el mismo título que había de colocar
en la página en blanco de una nueva entrada, cuando me
dí cuenta de que ese título había estado
ahí tanto tiempo, como esperando a cobrarse sus derechos
y a vengarse por el olvido, me recorrió un estrépito en
el alma. La copio aquí. Es del día 29 de enero de
2020 (de mi cumpleaños, precisamente). La copio y no la
miro más. He decidido borrarlo (lo que escribí sobre
el afuera y lo que estoy escribiendo ahora sobre el mismo asunto.
No puedo soportar más la contradicción. ¡Ahora
que había encontrado mi lugar en el afuera!... ¡No,
no lo voy a leer una vez más! Ahí lo tiene usted
por si quisiera guardarlo, por si me volviese loco... sí,
por si no aguantase y finalmente perdiese el juicio o estuviese
al borde de perderlo. Y entonces, le pediría a usted que,
estando yo en ese quicio posible entre la cordura y la locura,
me lo hiciese llegar amablemente. Lo leería en ese momento,
ahora no. Sólo en el momento de una crisis profunda. Ahora
estoy en la normalidad y quisiera disfrutar de ella como
si fuese verdad. En un instante se me habrá olvidado esta
pesadilla y estaré en mi lugar natural, de nuevo, en el
afuera.
Salir
al afuera y encontarnos al raso. Sobre las inercias de este mundo
(29-01-2020)
Qué fue de la atención en esta época?
Se esfumó. La cuestión es: somos absorbidos.
El estilo de vida actual contiene multitud de inercias. El trabajo...
¡ay el trabajo! "Especialistas sin corazón",
decía Weber. Y llevaba razón. No
sólo porque la "profesión" ha llegado
a convertirse en una fría sumisión a reglas autonomizadas.
Puede pasar también al revés: que lo pasional (si
se tiene la suerte inmensa de trabajar en algo que conecta con
el corazón) adopta por su cuenta una inercia que reclama
todo para sí, muy depredadora con el resto de las cosas,
muy excluyente y cerrada. "Gozadores sin alma", este
es el otro extremo. Como si lo pasional se hubiese contagiado
del fondo de nuestra época, de esa dinámica protagonizada
por fuerzas ciegas, fagocitadoras de la libertad. Como si repitiese
en ella, la pasión, el funcionamiento maquinal que encuentra
en el mundo y se plegase, sin saberlo, a reglas propias que inventa
artificiosamente y que no se apartan del ritmo gélido,
sino que lo escenifican y reproducen en su fuero interno, pero
con apariencia sentimental. O el trabajo, pues, frío y
mecánico, o el no-trabajo, ocio, diversión (o como
se lo quiera llamar) inercial, extremo igualmente gélido.
A un confinamiento pendular, de uno al otro, del otro al primero,
nos entregan las fuerzas ciegas de nuestro mundo presente. No
un trabajo con el alma, porque esto no gusta a las estructuras
en las que vivimos. No un goce con inteligencia, porque esto otro
vulneraría algún equilibrio consabido. A toda prisa,
pues, de una mazmorra a su opuesta. Vertiginosamente.
Hay que añadir ahora todo lo demás: el ir por la
calle "volando", el entrar en una conversación
tomando una cerveza y "perder el norte" porque pareciera
que ya no hay nada más. Inercia. O esos días nublados
del alma: una tristeza que no negocia nada y avanza tozuda y enamorada
de sí misma: lo quiere todo para sí, esa melancolía
desalmada. Mil cosas. El domingo, otro ejemplo, ese día
limítrofe que conduce a vivir en el borde de una enorme
quebrada... ¡qué inercial es! No admite incursiones
de otro tipo, se mantiene monocorde hasta que desata terrores
ancestrales: la vida tribal que es conducida al punto en que un
ciclo se acaba y ha de saltar sobre el abismo para alcanzar la
orilla de otro nuevo.
Inercias, en fin, en la vida. Porque en el fondo, nuestro momento
histórico va de eso, de potencias desatadas que van a lo
suyo. Económicas, ¡qué distantes de los seres
humanos ya estas ruedas dentadas de la maquinaria mercantil y
del fetichismo de la mercancía! Pero hay otras potencias.
La funcional, tal vez. Esa que tiende a absorber toda espontaneidad
viviente, a rumiarla y devolverla en forma de reglas y normas
de todo tipo. Es la inercia plúmbea de la forma que devora
a las materias, que se inscribe en aquello que podría informar
y lo hace desaparecer en su legalidad sin carne. ¡Cuántos
apóstoles de la función y de la operación
esperan en todas partes, para crearte un camino entre vallas!
Aman al número más que a sus propias vidas, cuantifican
cada espacio de vida, lo reglamentan, lo cuadriculan y te obligan
a elegir entre situarte en un cuadrito aquí o en un círculo
allá.
O la potencia de los medios de comunicación. Televisores,
audios encadenados hacia un sinfin, redes sin desfallecimiento.
Son un centelleo de cosas menudas, unas al lado de otras, como
si cada noticia o tema fuese una hormiga que hace hilera, generando
la ilusión de que cada una de ellas comprende el todo en
el que están, el homiguero, cuando en realidad esto no
tiene lugar de ningún modo. Cada hormiga es un signo enlazado
con otros signos, nada más, por mucho que algunos hayan
decidido proclamar al mundo que piensan. Pues así, una
información-signo, ligada a otra información-signo;
una hilera hormigueante sin conciencia global. Cuántas
inercias, cuántos mecanismos. Es una época inercial.
Fuerzas liberadas del ser humano, procediendo desde ellas y por
mor de ellas; hacia ningún sitio, sólo hacia ellas.
Así de oscuro y rutilante es el siglo.
Y decíamos: la atención. Un suceso acompañado
del acto mental que lo capta. Uno va paseando, por ejemplo, se
topa con un escaparate y se queda allí como si ya no existiese
calle ni mundo. Pero es porque alguien ahí dentro -dentro
de uno mismo- se ha ausentado de sí. Falta el acto de captación.
Si me capto ensimismado ante un escaparate de faldas cortas y
zapatos salgo corriendo, despavorido. Pues así en todo.
¿Cómo se soportan algunas reuniones? Empiezan alegres,
porque hay otros allí y ya no estás solo. Pero luego....
son devoradas por no se sabe qué inercia demoníaca
y amenazan con hacerse infinitas. ¿Por qué no dinamitarlas?
Haría falta el acto de captación. Entonces, uno
estaría allí de nuevo, pero mirando lo que pasa
y, una vez más, saldría corriendo, despavorido.
Sí, eso. ¡Eso es tal vez lo que hay que hacer! Verter
luz sobre aquello que se está diluyendo en un devenir amorfo
y sin sentido. Atender. Captarlo. Pero ¿cómo no
abandonarlo en ese instante y dejarlo en su cuesta abajo? Salir
corriendo, pues, y despavoridos, de todas partes. Huir a toda
marcha. De los espacios para la confesión, que son muchos;
de los conventículos, que son muchos también; de
los garages oscuros de ciertas conversaciones humanas, mórbidas,
lóbregas. De las patrañas, que son tan engoladas
y cerradas. De los cafés acorazados de persianas. De la
estafeta de correos, ya está bien de simular que estás
allí, con los documentos apiñados bajo el brazo.
De todas las encerronas: aquí ya y no más; te diré,
ya no te vayas; no mires a otro lado, que te digo que... Salir,
pues, salir y estirar excéntricamente todo lo céntrico.
Y esperar que otros hagan lo mismo. Porque hacerlo en solitario
es salir de lo encerrado para encerrarse en la soledad. Ya salen
algunos. Y otros más. Y más. Esperar hasta que sea
una comunidad de innumerables fugitivos, excéntricos, saliendo
de jaulas; como tigres que habían sido domesticados. Todos
huyendo de la inmensidad de lugares que hacen culto a la inercia,
que son prácticamente la totalidad. Una comunidad de refugiados
que huyen, cada uno, de su peculiar infierno. En las calles, en
los bares, en los espacios de trabajo, hasta en los congresos
donde se reúne la inteligencia: saliendo fuera. Fuera de
los lugares. Despavoridos.
Hacia fuera. Al afuera inmenso y libre de la vida. Y en ese cruce
de huidas locas y grotescas ir recuperando la inter-cepción,
la atención recíproca. En mil direcciones. E irse
apaciguando. Que se vaya serenando el pecho de todos estos innumerables
excéntricos que huyen y se sienten fugitivos, extraditados,
fuera de centenares de prisiones. Irse apaciguando en el huir.
Y entonces, en ese apaciguamiento, darle la vuelta a la huida.
Que no sea esa cosa reactiva y miserable de decir "no"
y basta. Darle la vuelta y otorgarle un santo "sí".
Convertirla en una nueva potencia hacia adelante: avanzada, carrerilla,
paso en firme; cada cual a su manera pero en afirmación.
Si atendiéramos a lo que hacemos, quizás nos extraditaríamos
todos y nos encontraríamos al raso un día, como
recién comenzados. Luces de aurora.
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Crítica
de la psicología cognitiva |
04/05/2020
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La
psicología cognitiva no es sólo la tendencia más
destacada y extendida hoy en psicología. Es también
un paradigma ontológico y antropológico, una forma
de comprender la relación entre el mundo y el ser humano,
así como una interpretación de la condición
humana. A juicio del que escribe, el cognitivismo expresa
en psicología al paradigma sapiencial del presente, un
paradigm representado por dos rasgos fundamentales: el cientificismo
(según el cual el método de las ciencias naturales
y exactas ha de regir en todos los ámbitos del conocimiento)
y el nihilismo (consistente en el vaciamiento de la realidad en
general y de la vida humana en particular).
Habría que matizar inmediatamente que muchos de los profesionales
de esta corriente psicológica, la mayoría, desconocen
qué supuestos filosóficos está apoyando su
práctica clínica. No son ellos mismos los que mueven
y sustentan a esta visión de la psique humana (lo hacen
sin saberlo). Esta comprensión de lo real y de la subjetividad
es una fuerza ciega: separada de la conciencia humana,
actúa independientemente de ella. Su dinamismo es el de
un poder sin objeto, autonomizado. Lo que aquí se dice,
por tanto, no va dirigido al profesional de esta disciplina, de
cuya buena voluntad no hay razón para desconfiar. Se dirige
al dinamismo ciego en cuanto tal, intenta analizar los resortes
de fondo que conducen a la psicología cognitiva como corriente
tectónica.
Para
comprender los fundamentos de la psicología cognitivista
es necesario remontarse a los del conductismo, sobre los cuales
ha surgido.
A)
Origen conductista
1. Reacción contra el mentalismo
La psicología cognitiva procede de la conductista. Toda
la génesis e historia del conductismo, cuya efervescencia
se desarrolla después de la segunda guerra mundial, en
los años 50, está marcada por el impulso de una
superación de lo que se ha llamado «mentalismo».
Y se puede decir, prácticamente, que es éste el
impulso fundamental que determinó la forma radical de conductismo
de esta época.
El objetivo antimentalista se cifra en el intento de eliminar
de la psicología cualquier afirmación de entidades
inobservables y reducirlas a entidades observables. Sólo
de esa manera podría cumplirse el programa de un saber
científico sobre el psiquismo.
Filosóficamente, el impulso antimentalista arraiga en el
desarrollo de la filosofía así llamada analítica,
en una de sus concepciones más iniciales sobre lo mental.
De acuerdo con el neopositivismo lógico del Círculo
de Viena, que se encuentra en la base de la filosofía analítica,
es necesario entender los términos que se refieren a supuestas
entidades mentales (creencia, esperanza, temor, dolor, etc.) como
«disposiciones de conducta». Atribuir, por ejemplo,
un estado mental de sed a un organismo coincide
con afirmar que dicho organismo está dispuesto a comportarse
de una manera determinada (en este caso, a beber agua si la hubiese).
En este contexto influyó de manera determinante The
Concept of Mind, obra de G. Ryle, publicado en 1949. Emblemáticamente,
se trata de eliminar la hipótesis que llamó «el
fantasma en la máquina»: la de que habría,
alojada en el cuerpo (entendido éste como una máquina)
un alma que opera en su interior.
Un problema fundamental que surge en la crítica al mentalismo
atañe al cocepto de aquello a lo que se reducen los fenómenos
mentales internos. En este caso han sido reducidos a rasgos objetivables
de la conducta, es decir, a características conductuales
observables empíricamente o explicables mediante la ciencia.
Esta es una clave esencial del neopositivismo lógico. Según
ello no sólo se reduce lo mental a lo conductual, sino
que se entiende a esta base práctica en términos
cientificistas, es decir, desde la óptica que
extiende el paradigma de las ciencias naturales y exactas a las
ciencias humanas. Esto es lo esencial.
Desde otro punto de vista bastante más profundo trató
Wittgenstein el problema en sus Investigaciones Filosóficas
(§§ 580-693). De un modo, además, que no conduce
inexorablemente al conductivismo. "Recordar", "pensar",
"tener intención", etc., no son «procesos
internos» -nos dice Wittgenstein- de un supuesto sujeto,
sino formas de acción en el marco de juegos lingüísticos,
formas que pertenecen a una situación en la que se está.
Así, por ejemplo, una “espera” (sea la de una
explosión) «está incrustada en una situación,
de la que surge. La espera de una explosión puede surgir
de una situación en la que es de esperar una explosión»
(Inv. Fil., § 581).
Esta
otra crítica al mentalismo se aproxima a la posición
fenomenológico-existencial continental. Pues "juego
lingüístico" es, para Wittgenstein, algo más
que la mera conducta práctica observable de los individuos
o de la colectividad. Es el substrato de vida sin el cual no podría
ser entendida la conducta, un suelo que es cualitativo:
está constituido por una "forma de vida" y una
"visión del mundo". Cuando J. P. Sartre y Heidegger
afirman que la esencia es la existencia están
situándose en una perspectiva muy parecida. No hay una
esencia a priori en el sujeto, un ser interno radicalmente distinto
del que se pone de manifiesto en el existir. El ser del sujeto
es ese afuera mismo de su ec-sistencia.
No es esto último lo que la psicología cognitiva
quiere decir. No comprende a la conducta como la existencia, con
esa densidad, sino que la reduce a la acción observable
y compuesta por "hechos".
2.
Panorama en los años 50
Los
autores clásicos de los años 30 y 40 en psicología
conductista son Hull y Tolman, que entendieron la conducta, de
forma expresa, como un proceso de aprendizaje adaptativo.
La "conducta" humana tendría, según esto,
el mismo sentido que la de cualquier otro animal: dinamismo de
adptación al medio. Y el medio humano es la cultura. ¿Qué
sería entonces una "conducta patológica"
sino una "conducta desviada" respecto a la "normalidad"
social? En los años 50, tras la segunda guerra mundial,
la nueva generación desea aplicar de modo estricto los
parámetros del positivismo lógico y del operacionalismo,
que consideran no satisfechos en sus antecesores. Y ello implica
proyectar a lo cultural la óptica del darwinismo. En esta
generación destaca, fundamentalmente, Sigmund Koch. Pronto
Skinner radicaliza el conductismo e implanta un modelo que ha
sido paradigmático.
3.
Skinner: el conductismo radical
Burrhus
Frederick Skinner (1904-1990) presenta un modelo conductista que
se ofrece como alternativa a toda la tradición intelectual
en psicología y en filosofía. He aquí los
principales rasgos de su modelo.
3.1.)
Contra el mentalismo, es necesario explicar la conducta como correlación
entre estímulos y respuestas. Pretende una psicología
científica que renuncia a la suposición de que hay
«procesos internos», buscando en el exterior las causas
de la conducta. Los seres humanos no actúan conforme a
principios, valores o creencias; no hay un “debe”
o un “es preciso”, ni una intencionalidad que organice
desde el interior del sujeto su comportamiento. El ambiente controla
la conducta. Tal es la tesis.
Esta dirección coloca a Skinner frente al psicoanálisis.
El gran descubrimiento de Freud habría sido el de mostrar
que el comportamiento humano posee causas inconscientes. Pero
su error consistió (según Skinner) en la invención
de un aparato psíquico con instancias internas (yo, superyo,
ello) y sus procesos mentales concomitantes.
Lo esencial de su modelo se cifra en la explicación del
comportamiento como conducta operante, controlado por
la relación directa entre estímulo y respuesta.
La conducta operante es aquella que parece poseer intencionalidad,
voluntad o conciencia, pero que, en realidad, está dirigida
por lo que llama «contingencias de reforzamiento»
en una «situación de aprendizaje operante».
En tal situación es el enlace estímulo-respuesta
el que, en el fondo, determina la situación. El que parezca
«voluntaria» se reduce a la circunstancia de que ha
sido reforzada en presencia de determinados estímulos.
La ocurrencia de una conducta es más probable si está
seguida o acompañada por un elemento reforzador. De esta
manera, las contingencias de reforzamiento se componen siempre
de tres elementos: un lugar en el que acontece la conducta, una
respuesta (que ha sido reforzada) y un reforzador. Un estímulo
determinado, en una situación determinada, permite al organismo
discriminar una situación de reforzamiento de otra de ausencia
de reforzamiento. El estímulo es, así, «discriminativo».
Toda conducta es producto de la historia de reforzamiento de un
individuo, pero nunca es producto de la intención o de
la voluntad. Y esta historia de reforzamiento, en suma, explica
que el comportamiento se sujete, en el fondo, al esquema «estímulo-respuesta».
Una expresión muy intensa de este programa se encuentra
en su aplicación al lenguaje (Verbal Behavior,
1957). De un modo parecido a como una madre «tiene un bebé»
sin hacer una contribución positiva a su creación,
la creación de lenguaje es explicable como una colección
de elementos de conducta verbal que han sido seleccionados en
la historia de reforzamiento para su emisión.
3.2).
Asunción del darwinismo
El darwinismo está supuesto en la teoría de Skinner.
Un individuo, argumenta, está produciendo continuamente
"variantes de conducta", algunas de las cuales son reforzadas
por el medio, mientras otras decaen. Las conductas que son fortalecidas
son las que contribuyen a la supervivencia del organismo.
3.3)
«Tecnología de la conducta»
El
modelo explicativo implica que el saber de la psicología
proporciona «control» de la conducta. En efecto, para
que la explicación sea científica no basta con que
permita hacer predicciones. Se pueden hacer predicciones considerando
variables que están correlacionadas que no dependen la
una de la otra, sino que dependen, ambas, de una tercera. Por
ejemplo, el tamaño del pie y el peso de un niño
guardan una correlación y esa correlación permite
hacer derivaciones, suponer una ocurrencia a partir de la otra.
Pero eso no significa que una sea causa de la otra. Una genuina
explicación psicológica, por tanto, ha de conseguir,
no sólo una predicción de la conducta, sino influir
en ella a través de la manipulación de variables.
De este modo, el análisis experimental del comportamiento
implica una tecnología de la conducta, por medio de la
cual se pueden perseguir objetivos concretos (por ejemplo, en
la educación).
3.4)
Ideal de construcción de una sociedad utópica
Ligado
a lo anterior se entiende el ideal que, en toda la trayectoria
de Skinner, adopta la forma de la construcción de una sociedad
utópica organizada mediante las operaciones posibles que
se derivan de un saber conductista. La primera y prototípica
formulación de este ideal apareció en su novela
Walden II. Walden II es la «comunidad utópica experimental».
Se trataría de una sociedad en la que no existiría
el fracaso, el aburrimiento, la duplicación de esfuerzos,
etc. La idea: se puede controlar a un ser humano para inducirle ser feliz,
sentirse libre, etc.
B)
Surgimiento de la teoría cognitiva
Tras el fulgor del conductismo radical aparecieron críticas,
sobre todo en los años sesenta, respecto a las cuales se
puede decir que el nuevo paradigma, el cognitivista, vino a dar
ofrecer una solución, de manera tal que transformó
al conductismo sin negar sus bases filosóficas. Veamos
estas críticas
a)
Conductismo «mediacional»
La
resistencia al conductismo radical aparece cada vez con mayor
fuerza tras la década de los 50. La intuición de
que los seres humanos, después de todo, son capaces de
«procesos simbólicos» se hace valer. Un conductismo
más moderado prefirió admitir que hay «procesos
internos». Ahora bien, dichos procesos, de pensamiento o
volición, son «internos», piensa el cognitivismo,
en cuanto que constituyen procesos ocultos, no observables, no
en cuanto que escapan a una explicación conductista en
sí mismos. En realidad son pares ocultos estímulo--respuesta
que tienen lugar dentro del organismo, de manera invisible. El
concepto de «mediación» sirvió para
encuadrar este tipo de procesos. Aunque se admiten, pues, procesos
internos, en realidad la teoría es coherente con los principios
del conductismo, en la medida en que todas las partes de la conducta,
incluida la mental «mediadora» posee la forma de lazos
causales (estímulo-respuesta).
Autores fundamentales en la introducción de este "giro"
(que no cambia las cosas desde el punto de vista filosófico)
entre finales de los cincuenta y durante los sesenta fueron C.
E. Osgood, Irving Maltzman, Albert Goss y Neal Millar.
b) Psicología social: teoría de la disonancia cognitiva
Durante
los 50 y los 60 la psicología social siguió empleando
conceptos mentales de sentido común en la línea
mencionada. En este contexto es importante destacar la teoría
de la disonancia cognitiva, que es acogida en la psicología
cognitiva. Fue elaborada inicialmente por Leon Festinguer (1919-1989).
En un contexto social la persona desarrolla creencias en relación
con su contexto intersubjetivo. Y esas creencias organizan un
espacio «interno» de juego en la medida en que pueden
ser o no coherentes entre sí. Cuando las creencias de un
individuo chocan entre sí se produce una disonancia
cognitiva que se intenta eliminar y que explica muchos procesos
sociales. Un fumador que llega a saber que el tabaco produce cáncer
entra en disonancia cognitiva, pues su saberse fumador choca con
dicha nueva creencia. En consecuencia, actúa reequilibrando
el conjunto, bien dejando de fumar, bien evitando en su contexto
social toda información anti-tabaco.
c) Consolidación del paradigma cognitivo
El
desarrollo del ordenador serial durante la Segunda Guerra Mundial
dio lugar al despliegue de la IA (Inteligencia Artificial).
Este proyecto constituyó la fuente de inspiración
para el surgimiento de los principios cognitivistas, que habrían
de afrontar el cuestionamiento mencionado del modelo conductista.
Introduciremos, muy sucintamente, consideraciones clave en esta
«génesis» del proyecto de la ciencia cognitiva.
c.1)
Horizonte general: identificar el comportamiento con
dispositivos de computación, es decir, de procesamiento
de información
Los
sistemas computacionales son, esencialmente, programas que procesan
información. La nueva psicología, inspirada en este
modelo, empezó a trabajar con la hipótesis de que
los eventos mentales de los seres humanos se pueden describir
como dispositivos que procesan información. Las nociones
de «estímulo» y «respuesta» son
ahora sustituidos por los de «entrada de información»
(input) y «salida de información» (output).
Las cadenas mediacionales (ese exigido «interior»
del sujeto) se explican ahora como estados computacionales en
un sistema complejo. Supuestamente, los seres humanos se comportan
como si portasen cierto hardware y fuesen programados
por la experiencia externa.
Un
primer impulso lo ofrece la investigación sobre los procesos
de «retroalimentación». En 1943, tres investigadores
describieron el concepto de retroalimentación informativa:
Rosenblueth, Wiener y Bigelow. Este concepto parecía conciliar
la afirmación del mecanicismo y la idea del «propósito»
intencional. Un ejemplo: un sistema de calefacción dotado
de un termostato. Al determinar una temperatura para la habitación
es como si le planteásemos un objetivo al termostato. Un
termómetro mide la temperatura y apaga el aparato cuando
se alcanza el grado deseado. Lo que aquí se procesa es
«información». Y ello se hace en un bucle de
retroalimentación. Si quisiéramos proyectar este
proceso sobre el comportamiento humano podríamos decir
que el termostato y la calefacción constituyen un organismo
intencional, cuya meta o fin es mantener una temperatura
constante.
En general, este modelo prometía explicar toda la conducta
intencional como casos de retroalimentación. El organismo
tiene alguna meta, es capaz de medir su distancia hacia ella y
se comporta reduciendo dicha distancia. Sobre este modelo computcional
de la mente se desarrolla la psicología congnitiva. Profundicémoslo
un poco.
En
el ámbito de la inteligencia artificial, A. M. Turing (1912-1954)
dio el impulso definitivo en 1950. La cuestión que surge
es la de si las máquinas y las mentes funcionan de la misma
manera. Una máquina, que realiza un proceso computacional,
es capaz de realizar operaciones que se asemejan a las de la mente
humana. ¿Hasta qué punto? M áquinas y mentes
funcionan de una misma manera o si, de un modo menos pretencioso,
las máquinas pueden «simular» procesos mentales
humanos. En cualquier caso, el reto está planteado en lo
que se ha llamado «prueba de Turing». Propuso el autor
que imaginásemos un juego de imitación, consistente
en hacer preguntas diseñadas de tal modo que intentasen
determinar quién está contestando, si un hombre
o una máquina. Pensó que podemos calificar como
inteligente a un ordenador si fuese capaz de engañar al
interrogador y hacerle creer que es un ser humano. "Ingeligencia",
pues, es un proceso comparable al de una máquina y deberíamos
tomar a una máquina como inteligente cuando, observando
sus respuestas a ciertas cuestiones (estímulos) y desde
"fuera" (perspectiva de la tercera persona) no pudiésemos
distinguir si se trata de un ser humano o no.
Este planteamiento, que procede de la matemática y de la
ingeniería, fue asimilado en psicología. El psicólogo
E. G. Boeing llegó a plantear algo parecido para su campo.
Un robot, afirmó, al que no pudiésemos distinguir,
en su conducta externa (en sus respuestas, en sus operaciones),
de una persona, constituiría una demostración palpable
de la naturaleza mecánica del hombre y de la unidad de
la ciencia. Pues bien, las esperanzas de Boeing parecen haberse
convertido en las expectativas de la nueva psicología fundada
como ciencia cognitiva.
Una primera oleada de esta tendencia se produjo durante el final
de los 50 y los 60. Se buscaba, en esta dirección, un paralelismo
entre la estructura del cerebro humano y la estructura de los
ordenadores electrónicos. Un gran «paso» lo
ofrecieron Allan Newell, J.C. Shaw y Herbert Simon. Desde los
50 habían estado investigando sobre programas que solucionarían
problemas determinados. Después profundizaron este intento
mediante el desarrollo de un Solucionador General de Problemas
(GPS: General Problem Solver). Se proponían una teoría
completamente operacional de la resolución humana de problemas.
Desde los 70 la teoría del procesamiento computacional
de información fue implantándose más radicalmente
en esa línea.
J.
Lachman, R. Lachman y E. Butterfield, finalmente, en Cognitive
psychology and information processing (1979), calificaron
a la psicología cognitiva como un nuevo paradigma que profundiza
y revoluciona al conductismo icorporando el modelo computacionalista
para la explicación de los procesos mentales internos al
sujeto. Herbert Simon continuó el programa, convirtiéndose
en uno de los fundadores de la moderna psicología.
c.2. ¿Cómo opera la terapia cognitiva?
La forma hoy más generalizada de terapia cognitiva arranca
de los principios de la Terapia Racional Emotiva Conductual
de Albert Ellis. Su acrónimo inglés es REBT; el
acrónimo español es TREC. Lo que se dice a continuación
es fundamentalmente referido a este modelo (este modelo fue ampliado
y desarrollado por Aaron T. Beck, que lo extendió a partir
de mitad de los sesenta con el nombre de Terapia Cognitiva)
Los
fundamentos principales del modelo terapéutico son los
siguientes
c.2.1. Modelo A-B-C (Acontecimientos-Creencia o pensamiento
y consecuencias emocionales).
Los
acontecimientos nos producen creencias o pensamientos. Y éstos
son los que generan una respuesta. El principio de fondo es el
siguiente: «no son los hechos, sino lo que pensamos sobre
los hechos, lo que nos perturba». El aserto, que forma parte
del ideario cognitivista, se remonta a Epicteto, siglo I. La idea
es que, frente al prejuicio de que las emociones negativas o no
adaptativas son producto de las circunstancias, en realidad son
consecuencia de pensamientos, de interpretaciones sobre la situación.
c.2.2.
El objetivo de la terapia es el de una «reestructuración
cognitiva», que trabaja sobre «distorsiones cognitivas»
La
idea central está en que los problemas (depresión,
trastornos de ansiedad, fobias, etc.) son expresión de
un pensamiento distorsionado, de una «distorsión
cognitiva» respecto a la situación de partida. El
sujeto elabora unas creencias que distorsionan el sentido de lo
acontecido. La terapia ha de lograr educar a reemplazar dicho
«pensamiento erróneo» o «distorsión
cognitiva» con ideas distintas más realistas
(este principio ya no lo encontramos en Epicteto; en ningún
autor de la Grecia clásica; el estoico no habla de distorsiones
mentales, sino condicionamientos sociales a los que es necesario
poner un límite -que es otra cosa-).
c.2.3.
Tríada cognitiva (pensamientos erróneos sobre mí
mismo, sobre la realidad y sobre el futuro)
Fue Ellis el que agrupó los «pensamientos erróneos»
en estos tres tipos, una taxonomía que sigue siendo utilizada
con mucha frecuencia. El primer grupo es el de la visión
negativa del paciente sobre sí mismo, cuando es proclive
a ligar sus experiencias desagradables con deficiencias suyas.
El segundo grupo es el de pensamientos erróneos sobre el
mundo, sobre la realidad. Al paciente le parece, por ejemplo,
que la situación le presenta «demandas» excesivas
que es incapaz de satisfacer, lo que provoca, a priori, su frustación.
El tercer grupo es el de los pensamientos erróneos que
son pensamientos negativos sobre el futuro (anticipaciones de
implicaciones que poseen ciertas tareas y que le parecen al paciente,
por ejemplo, excesivamente exigentes o no susceptibles de ser
satisfechas, lo que lo encierra también en la impotencia).
c.2.4.
Procedimiento clínico
En
el tratamiento, en consulta, se suelen seguir cuatro pasos metódicos.
En primer lugar, se realiza una descripción de la situación
que provoca malestar al paciente, se determinan los acontecimientos
observables. En segundo lugar, se realiza un análisis
de los pensamientos que surgen en el paciente asociados a tal
situación, es decir, las creencias que posee y que constituyen
su pensamiento sobre la situación o realidad problemática.
En tercer lugar, se analizan las consecuencias de las creencias
o pensamientos anteriores sobre la conducta: consecuencias emocionales
deseadas, consecuencias emocionales indeseables, consecuencias
conductuales deseadas, consecuencias conductuales indeseables.
Finalmente, comienza un debate, un diálogo o proceso de
cuestionamiento racional, mediante el cual se buscan nuevas estrategias
cognitivas y conductuales.
* * *
Hay dos grandes defectos en la psicología cognitiva, a
mi juicio.
1) En primer lugar, la teoría computacionalista de la mente
es el paradigma actual más vigente y extendido. Proviene
de una discusión comenzada en la segunda mitad del siglo
XX. A principios del XXI tal discusión fue paralizada y
la obsesión computacionalista se impuso. Según ello
la mente es una máquina (muy compleja, pero una máquina).
Este paradigma se remonta (aunque sus defensores no suelan hacerse
cargo de lo viejo que es su programa) al proyecto moderno de una
Mathesis Universalis. Descartes concibió dicho
proyecto como el de una cuantificación de lo real. Mathesis
Universalis es una matemática profunda y extensible a la
totalidad de lo real y del coportamiento del sujeto. Es la ciencia
del "orden y la medida". Este viejo proyecto ha sido
profusamente rebatido por la filosofía continental del
siglo XX. El paradigma actual no toma nota de ninguna de estas
críticas. Es un dogma, una fe. Es una religión.
He expuesto una buena parte de las críticas mencionadas,
especialmente las que provienen del naturalismo no reductivista
continental (M. Merleau-Ponty) en el capítulo 6 de
El conflicto entre continentales y analíticos
(Barcelona, Crítica, 2002).
2) La terapia cognitiva tiene como base, tal y como se ha mostrado,
una noción darwinista de la conducta humana según
la cual el comportamiento humano es, fundamentalmente, adaptativo
(respecto a las circunstancias). ¿Dónde queda el
comportamiento capaz de transformar críticamente las circunstancias?
No lo hay, no se toma en cuenta. Así de simple.
La terapia cognitiva enseña a adaptarse a la realidad social,
sea ésta injusta o no. En una "distorsión cognitiva"
el equivocado es el paciente, no el mundo o el futuro previsible.
Se trata de adaptar al ser humano a las circunstancias, sin que
éstas sean criticables. El objetivo de fondo no cuestionado
es el de conseguir conductas «funcionales», es decir,
exitosas en el medio en el que se desenvuelve el sujeto. Pero
esto se podía ya inferir de la vocación misma de
«cientificidad» del modelo. Un propósito «científico»
tiene, lógicamente, que abstenerse de «valorar».
Juzgue
usted por sí mismo.
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18/04/2020
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Compruebo
a menudo, en este confinamiento al que nos ha conducido la crisis
epidémica, que surgen posiciones (sobre lo que ocurre o
debería ocurrir en el futuro)... cómo decirlo, “excesivamente
mezcladas”, es decir, inconsistentes, porque introducen
elementos filosóficos contradictorios entre sí o
desconocen elementos filosóficos de los que quieren, sin
embargo, hacer uso. Razonaré
esto a propósito de posiciones "entusiastas",
a las cuales aprecio más que a ninguna y a las que quisiera,
por eso mismo, advertir sobre el riesgo de ingenuidad, que es
el riesgo característico del entusiasmo. Esta emoción,
el entusiasmo, es el mejor impulso transformador del mundo. No
hay otro motor más poderoso. Y es tan importante que es
necesario cuidarlo para que no incurra en un exceso. Realizo aquí
unas reflexiones al respecto y, de paso, intentaré aclarar
dos conceptos que hoy se utilizan mucho y, a mi juicio, no con
coherencia. Uno es el concepto de " inercia del capitalismo"
desde la perspectiva marxista (este concepto se está utilizando
constantemente cuando nos referimos a la fuerza del capital, a
su dinamismo interno). El otro es el de "fuerza ciega".
Hoy estamos ante fuerzas ciegas, pero sólo hablamos de
estructuras y de hechos. Es importante, entonces, saber qué
quiere decir esto.
Kant quedó
conmovido con el entusiasmo de la Revolución Francesa y
llegó a deducir de ello que en el corazón humano
hay labrados a fuego principios morales, es decir, principios
que valen por sí mismos y no en virtud de un fin pragmático,
una utilidad o un provecho. Desde que se escribió la Crítica
de la Razón Práctica, sin embargo, han tenido
lugar los acontecimientos más inmorales, tal vez, de la
historia de la humanidad.
El principio moral, no obstante, es también entusiasta
y, por tanto, es mejor aferrarse a él, a mi entender, que
al utilitarismo y sus derivados, que hoy pueblan los departamentos
de ética o de moral en nuestro país (esto debería
usted saberlo también, pues muchas veces un utilitarista
apela a la necesidad de que, cuando acabe este confinamiento,
nos "portemos bien". No, para el utilitarista lo bueno,
el bien, es lo útil. Y estamos dejándonos la piel
desde que nacimos por la dichosa utilidad -lean la crítica
que le hace Bataille, se darán cuenta-. Los principios
morales valen por sí mismos y no en virtud de su utilidad.
Así que no lo crea y piense en otra cosa, haga como que
no lo ha oído; forma parte de los que nos colocan en la
situación en la que estamos y está interesado en
que sigamos esclavos y sumisos).
Perdonen la digresión. Sigamos. Los principios morales,
decía, constituyen mejor posición que el utilitarismo.
Ahora bien, el entusiasmo de la Revolución Francesa (que
pretendía principios morales: igualdad, libertad, fraternidad)
también condujo al Terror. Tanta fue la fe que la revolución
puso en sí misma que creyó que los asuntos humanos
se solucionan “a conciencia”, por la libre decisión,
por la independencia de la Razón Autónoma.
Todo lo que se enfrentase a esa “libertad” se convertiría
en contra-revolucionario. El lema llegó a ser el siguiente:
«Par pitié, par amour, pour l’humanité,
soyez inhumains!» (¡Por piedad, por amor, por la humanidad,
seamos inhumanos!). Habría sido maravilloso que Kant y
los ilustrados hubiesen acertado. Pero, por desgracia, la historia
no la hace fundamentalmente la Razón y la Voluntad Libre.
Cuando apelamos a que la crisis del coronavirus "debe"
transformarnos, estamos apelando (y con un valor irreprochable)
a la razón y a la voluntad libre. Yo mismo lo hago. Pero
es necesario darse cuenta de que la voluntad libre y racional
ilustrada ha fracasado y que hemos de aprender de ese fracaso.
Lo que mueve el mundo, por desgracia, es un conjunto de fuerzas
ciegas. Hay que prepararse contra ellas. Pero antes, al menos,
se debería saber qué demonios es una fuerza ciega.
Si no sabe uno como buscarla ocurrirá que saldrá
el empirista o positivista de turno diciendo que ha buscado por
la calle (mientras iba a comprar al supermercado) y que no ha
visto ninguna fuerza ciega contra la que luchar. El positivista
es un peligro. Su torpe inteligencia, su falta de altura, lo convierten
en un personaje que nos quiere traer siempre a la "realidad
concreta y de los hechos", como llamándonos la atención
sobre nuestra abstracción teórica y nuestro deambular
por nociones no "tangibles". Es el personaje más
dañino de nuestra época. Está, por ejemplo,
presente en la crítica política y social. Es el
que predomina en ese espacio desde hace un par de décadas.
Y normalmente es alguien instruido, salido de los almacenes universitarios.
Nos increpa: "habláis de cosas que no existen: "fuerzas
ciegas", "acontecimientos invisibles", "malestares
sin objeto".... estáis en una evasión de los
problemas verdaderos, que son estos precisos y limitados, estos
que se ven y que se tocan...". Es un sepulturero, como decía
Nietzsche. Un ciego de lo intangible. Él mismo es un acontecimiento,
y no lo sabe, él mismo es una fuerza ciega y no lo sabe:
es un impulso de la sociedad actual, un hálito del mundo
presente, que sólo quiere mirar "lo óntico",
lo que se representa, se huele, se toca, se ve... Y se erige en
un moralista que está continuamente recriminando a la filosofía.
¿De qué se va a ocupar la filosofía si no
es de cosas intangibles? Para las tangibles tenemos a la ciencia.
Perdone la digresión una vez más. Sigamos. Si se
comprenden las dificultades que tiene el ilustrado con sus principios
morales, quizás se entienda que hay fuerzas ciegas capaces
de echar por tierra a cualquier principio racional. ¿Qué
es una “fuerza ciega”? Vamos al asunto directamente,
sin vueltas. Digámosle al positivista dónde tiene
que mirar cuando sale a comprar. Una fuerza ciega es una dynamis
puramente inercial. Veamos antes qué es una dynamis
y encontraremos que hay fuerzas ciegas y otras que no lo son (pueden
ser incluso racionales).
Hay
que distinguir entre dimensión “estructural”
de la sociedad y “dimensión genética”.
Esta última no es una estructura o un conjunto de estructuras.
Es una dynamis, un dinamismo. Los dinamismos son invisibles,
más que las estructuras, mucho más. Salga usted
a correr (cuando acabe el confinamiento, claro) y podrá
distinguir una cosa de otra, si recuerda esto que escribo ahora
y me hace el favor. Su cuerpo, se puede decir, tiene una estructura,
a saber, una forma, una com-posición, como quiera llamarlo.
Un orden regido por reglas: eso es una estructura. Si lo tomamos
así, como estructura, lo estamos viendo desde una óptica
objetiva, propia de la ciencia. Pero lo que dice la ciencia sobre
nuestro cuerpo no es falso. Es sólo parcial. Estábamos
en que ha salido a correr. Su cuerpo está “corriendo”.
Pero esto ya no es una estructura, ¿no? Yo no he visto
a ninguna estructura moverse. Esto es una dynamis. Así
que una estructura muy compleja como la de su cuerpo está
“inmersa” en una dynamis. El correr
es una realidad dinámica, un movimiento. Esta dynamis
es “generativa”. Significa esto que no se limita a
ser un “efecto” de la estructura (de su cuerpo). Cuando
tiene lugar, ocurre que se adueña de ella y la pone a su
disposición. La dynamis genera transformaciones
estructurales, crea un proceso que mueve y trastoca las estructuras
(las de su cuerpo). No lo hace al margen de éstas, por
supuesto, pero, siendo su envés, llega a supeditarlas.
La dynamis de su ejercicio físico toma para sí
la estructura de su cuerpo y la envuelve, la transforma, la pliega
de mil formas. La dimensión de "fuerza" (dynamis)
es más real que la de estructura. Ambas van unidas, son
haz y envés, pero lo que mueve es la fuerza.
Distinguidas las dos dimensiones, estructura y dinámica
genética, se pueden realizar algunas observaciones sobre
los tipos de fuerza.
Hegel creyó que la dynamis que conduce los destinos
humanos (y hasta cósmicos) es el Espíritu,
potencia racional que se abre paso en la historia. La
dynamis aquí fue pensada como una fuerza lúcida
o una razón dinámica. [El espíritu
no es un fantasma o cosas así. Es justamente eso: "potencia
racional", dynamis juiciosa y sapiencial. Ya está.
Porque hay un montón de espiritualistas de nuevo cuño
que creen en cosas así como el amor, el odio y el diálogo.
Eso sí que es espiritualismo. Ni el amor ni el odio existen.
Existen fuerzas que mueven a actitudes que llamamos "odio",
"amor" o "diálogo". Cuando nos dicen
que han puesto una bomba por odio, nos están diciendo que
no pensemos. Que no busquemos las fuerzas concretas que llevaron
al acto terrorista, porque quizás nos encontramos que el
terrorista actúa porque nosotros lo bombardeamos a granel]
Perdone de nuevo la digresión. Hegel, pues, entiende la
dynamis como fuerza racional. Schopenhauer pensó
la dynamis como una voluntad ciega, no inspirada
por la razón: una pura inercia, sin fines y sin un sentido.
Quiso decir con eso que bajo lo que existe, vemos y tocamos, lo
que impulsa (como impulsa a todo ser vivo la lucha por la supervivencia)
es un dinamismo no racional y no dirigido por un propósito
o articulación interna. Va, para que nos entendamos, "a
su maldito rollo". ¿Qué mueve a las hormigas
a organizarse de ese modo? Una fuerza ciega, que es un instinto
o una tendencia de naturaleza. Pero no tiene propósito.
Esa fuerza sólo hace sobrevivir. Y sobrevivir no es vivir.
Vivir es algo más alto, es existir comprendiendo y proyectándose.
Bien, sustituya "voluntad" por "fuerza". Pues
ya lo tenemos. Pensaba que somos conducidos intimamente por fuerzas
ciegas (también les oponía a estas la razón,
pero eso es otro asunto y nos llevaría muy lejos).
Son, creo, la dos concepciones más radicalmente opuestas
de la dynamis. Teniéndolas en cuenta se pueden
pensar variantes. Por ejemplo, lo que conduce la vida internamente
para Nietzsche está del lado de Schopenhauer y frente Hegel.
Sólo que Nietzsche corrige a su maestro. La dynamis
no es, efectivamente, una razón en movimiento, sino una
voluntad. Pero no es exactamente una voluntad “ciega”.
Tiene un lucidez “pre-racional”. Es voluntad de
poder, es decir, de crecimiento, de expansión, de
aumento en riqueza vital. [la voluntad de poder no tiene nada
que ver con el dominio. Es eso justamente: impulso al crecimiento,
expansión, riqueza, autosuperación. El Fhürer
era imbécil.
¿Y Marx? Se habla mucho sobre Marx, el capital, etc. ¿Cómo
funciona en el contexto marxista esto de la "fuerza"?
Marx, digamos, tiene dos opiniones simultáneas (y no incompatibles)
al respecto:
A) La realidad está movida por una dynamis racional,
como decía Hegel, pero no en la forma de Espíritu,
sino en la forma de una materia. Es una materia dinámica:
el trabajo. Marx creía en esta dynamis interior a la materia.
El trabajo es algo material, tangible. Pero cuando decimos "trabajo"
el lenguaje nos puede engañar. Creemos que el trabajo es
algo estructural o que es un objeto. No. Es dynamis: el trabajar.
Y este trabajar dinámico está inspirado internamente
por una racionalidad material: la lógica dialéctica.
La lógica dialéctica envuelve a la Infraestructura
social, que está compuesta por “fuerzas de producción”
y relaciones sociales. Lo que mueve finalmente a un mundo social
son las "fuerzas". Si alguien le ha dicho a usted que,
según Marx, son "los malos", los de "arriba"
o una "confabulación mundial", dígale
que no tiene ni idea de marxismo. Una fuerza productiva, por ejemplo,
no es como una fábrica: es el fabricar (una dynamis).
Y el fabricar no se ve, ni se huele ni se toca. Lo que mueve no
es un señor llamado X o un grupo humano. Es un conjunto
de fuerzas. Esto lo dice Marx y no un posmoderno, oiga. Sigamos.
La Infraestructura genera en su superficie una Superestructura
ideológica, pero no interviene en el cambio de un tipo
de sociedad a otra. El motor estaría en la Infraestructura.
Si un marxista le ha dicho que hay que ser "moral",
dígale que no es un marxista. Lo que mueve la historia,
según Marx, es pre-moral, pre-racional y, ante todo, pre-subjetivo:
la fuerza de producción. Si le dice alguien que se pretende
marxista que son los hombres los que hacen la historia, dígale
que no es un marxista realmente, sino que cree ser marxista. Bien,
¿y cómo tiene lugar el cambio histórico de
una sociedad a otra, de una Infraestructura a otra Infraestructura?
Atravesando tres pasos (que son los que conforma una "tríada
dialéctica"; una tríada dialéctica es
una "ley". No es una intención de los seres humanos.
Una ley, pero dialéctica. La historia, según el
marxista, está conducida por fuerzas y estas fuerzas están
orientadas internamente por leyes. Como lo oye. Pero esto es el
Marx básico. Veamos cómo ejerce su poder esta ley
(dialéctica):
Primer momento dialéctico. Unas fuerzas productivas
están en armonía con relaciones sociales que ellas
determinan. Por ejemplo, las fuerzas productivas del feudo y las
relaciones sociales feudales, basadas en la relación señor/vasallo.
Segundo momento dialéctico. Las fuerzas productivas
avanzan, se desarrollan. En su avance hacen obsoletas a las relaciones
sociales y entran en contradicción con ellas. En el ejemplo:
las fuerzas productivas se amplían en la forma de la industria
y del comercio, se van haciendo “capitalistas”; dejan
atrás a las relaciones sociales feudales, pues necesitan
otras para mantenerse, que son las relaciones de la sociedad burguesa
(basadas en otra esclavitud, la de la relación burgués/proletario).
Este momento segundo es crucial. Se llama “contradicción”
o “negación”. Es una negación del primer
momento (que era de equilibrio entre fuerzas sociales y relaciones
productivas) y es una situación de contradicción
(entre ambas). La contradicción se va haciendo mayor hasta
un momento en que no puede ser sostenida. Ahora se pasa al tercer
momento de la tríada dialéctica (pero sólo
cuando la contradicción sea insostenible. Estamos hablando
de una ley, no de lo que quieran los seres humanos).
Tercer momento dialéctico, pues. En este hay un
cambio a otra sociedad con otro equilibrio entre fuerzas de producción
y relaciones de producción (en el ejemplo, la instauración
plena de las fuerzas productivas capitalistas y sus relaciones
burgués/proletario). Y este momento tercero se convierte
en un primer momento de otra tríada dialéctica.
¿Le han hablado de esto? ¿No? Pues llevamos en España,
desde el 15 M hablando del capitalismo y esto es básico.
Sin esto no se entiende que el capitalismo tiene una génesis,
que esta génesis es una fuerza racional regida dialécticamente.
Sin esto no podemos seguir diciendo cosas, porque nos movemos
constantemente en suposiciones y, entonces, no estamos hablando
ni de capitalismo ni de marxismo. Veamos ahora la ley dialéctica
que, según el marxismo, conduce a la autodestrucción
del capitalismo (no la voluntad humana, insisto, sino una ley
histórica, oiga).
Esta otra tríada dialéctica sería la que
conduciría al capitalismo a su propia auto-destrucción.
Veamos.
Primer momento: capitalismo en equilibrio. Es toda la
etapa en la que las fuerzas productivas capitalistas crean unas
relaciones sociales y las tiene bien atadas, por así decir.
Digamos que hasta el siglo XIX.
Segundo momento: las fuerzas productivas capitalistas
empiezan a entrar en contradicción con las relaciones sociales
(burgués/proletario). Por dos motivos fundamentales. a)
Porque tienden a caer en crisis (el régimen de competencia
que imponen no puede colocar toda la mercancía en el mercado.
Esto se conoce más) y b) porque es el sistema productivo
más cruel de la historia. Convierte al ser humano, que
construye mercancías, en una mercancía, que es lo
más bajo en que puede caer. Peor no podría ser otra
situación humana. En ese extremo, por primera vez en la
historia, la “conciencia” superestructural puede aspirar
a una intervención (por ese extremo, sólo así).
Sólo en ese momento. Esto es importante. En el momento
de máxima contradicción. El proletario, en su radical
postración, ya no puede sobrevivir y se levanta contra
el burgués. Tiene que ser así porque, de lo contrario,
esta tríada ya no es una ley dialéctica, sino lo
que le de la gana al ser humano, y eso, según Marx, es
un disparate. Revolución proletaria en ese extremo. La
contradicción entre fuerzas productivas capitalistas y
estas relaciones sociales “convulsas” se intensifica
entonces hasta que llega un momento en que explota. Se da el paso
al tercer momento dialéctico: instauración de una
sociedad nueva, esta vez sin esclavitud, igualitaria y sin propiedad
privada (sociedad socialista).
Este proceso dialéctico es la dynamis del trabajo
humano, según Marx. Otra cosa son las estructuras que esta
dynamis envuelve y lleva tras de sí (Infraestructura
y Superestructura). Y es una dynamis “racional” porque
está orientada hacia una superación necesaria de
la esclavitud, de la relación amo/esclavo. Por supuesto,
un marxista actual no estaría dispuesto a admitir esto.
Pero es que hay que poner en duda que los marxistas actuales conozcan
a Marx. Marx diría que el capitalismo actual se derrumba
sí o sí. No diría que es más difícil
que el capitalismo caiga que la posibilidad de que las ranas crien
pelo. El marxista sabe que el capital cae por la propia lógica
dialéctica que lo atraviesa. Esa ley dialéctica
"pide" la intervención humana en un determinado
momento, el crucial. Pero sólo en ese momento, cuando se
hace tan necesaria como aquello que mueven las leyes, no cuando
uno quiera.
B) Hasta aquí la "fuerza racional inherente a lo material"
(el trabajo, la praxis del trabajar) ¿Y las otras fuerzas,
las ciegas? Las otras fuerzas son las que generan el movimiento
interno del capital. Cuidado: del capital, no del movimiento completo,
que es el capitalismo. El capital es una dynamis, un
movimiento generador. Pero es ciego. Este sí. Tiende a
convertir todo en mercancía, a instaurar un régimen
completo de propiedad privada y de oposiciones burgués/proletario.
Este movimiento, esta dynamis, es ciega porque no tiene
una “racionalidad” (como la tiene la dynamis
histórica en su totalidad o racionalidad dialéctica
material del trabajo). Y esta fuerza ciega es muuuuy "chunga".
No se la detiene así con ensalmos o con entusiasmo. Es
jodidamente poderosa y sin cabeza.
Sobre estas cuestiones,
querido lector, hay hoy muchas confusiones. Una de ellas ya la
hemos señalado: creer que se puede decir, dentro del marxismo,
que lo que mueve el mundo son las "ideas". No. Las ideas,
todas las ideas, son "superestructura ideológica",
que es la expresión de la Infraestructura material. Si
alguien que sigue a Gramsci le dice que son las ideas las que
mueven al mundo, dígale que no comprende al marxismo. Un
marxista que renuncie al materialismo ya no lo es. Entonces, lo
que mueve el la materia dinámica (el trabajo). Sólo
que Gramsci dice que la "ideología" puede revertir
efectos sobre la Infraestructura. Y que esa ideología puede
ser moldeada relativamente. Relativamente: en el espacio que deja
una Infraestructura, nada más. Eso no significa que la
ideología se pone a dirigir el mundo, porque sería
como poner el carro delante de los bueyes. Si quiere una profundización
en la noción de "ideología", de cómo
debería ser utilizada, tal vez le sirva el análisis
que hago en otra entrada de este blog [Pinche
aquí] La única "idea" que puede transformar
el mundo para el marxista, querido lector, es la del marxismo.
Marx dividía en dos las formas de idear o pensar: la burguesa
(que es ideológica) y la marxista (que es una verdad científica).
Esto que estoy escribiendo ahora mismo, ¿es ideológico
o es marxista? Este es un problema como para darle vueltas. Pero
esto es otra cosa que debería saber. Cualquier filosofía
admite que el resto de filosofías son filosofías,
pero dice que incorrectas parcialmente o tal vez de modo completo.
El marxismo no dice eso. Dice que el resto de pretendidas filosofías
(las que no son el marxismo) no son filosofías, sino "ideologías".
Si usted es marxista debería ir buscando argumentos para
seguir justificando eso. Porque según esto lo que estoy
escribiendo es ideología. Y lo que se hace en las universidades
es ideología. Y todo es ideología. Excepto el marxismo.
El que escribe ha tomado para sí ciertas ideas marxistas,
pero lo de la dialéctica y esta cosa de que toda la filosofía
no marxista es ideología la considera abominable.
El marxismo ha experimentado transformaciones desde que surgió.
Si lo desea, puede echarle un vistazo a un vídeo de una
clase en la que intenté hablar de las principales formas
de marxismo hasta la actualidad. Era para personas no iniciadas
antes en filosofía. No exige conocimientos previos (salvo
estas pequeñas cositas sobre Marx) [Pinche
aquí]
Una de las confusiones más habituales consiste en mezclar
marxismo e Ilusración (como movimiento filosófico).
Les pondré un ejemplo.
Jorge Moruno escribe, de modo entusiasta (lo cual, como digo,
es mejor que ser escéptico):
[Después de referirse a Marx y a que la situación
actual depende, en su totalidad, del capital, es decir, de lo
que pase dentro de él y podamos hacer con él. El
artículo completo puede leerlo aquí].
“El progreso humano no nace de la bondad ni del funcionamiento
intrínseco del capitalismo, que solo le interesa la tecnología
si le sirve para reducir el trabajo pagado, de ahí que
en el siglo XIX insistiera en usar a mujeres para sirgar los canales
en lugar de caballos porque salía más barato. La
historia avanza cuando existe una posición de poder que
permite decir ¡no! ahí donde la necesidad obliga
a tener que decir sí, forzando así al capital a
tener que abandonar “su zona de confort” e impulsar
una transformación del tejido productivo”.
Es respetable toda opinión, pero no por eso se debe estar
de acuerdo. Con esta posición no se puede, sin embargo,
estar de acuerdo o en desacuerdo; simplemente es un lío
tremendo y es expresión de la confusión actual,
como digo. Lo analizo con buena fe, no vaya alguien a mosquearse.
“El progreso humano no nace de la bondad”. ¿De
la maldad, entonces? Bueno, puede querer decir “de la bondad
del capitalismo”, pero es que en el capitalismo no hay ni
bondad ni maldad, sino una fuerza ciega (la del capital) y una
fuerza dialéctica inherente al mundo social que articula
y que lo conduce a su autodestrucción, como hemos visto.
Seguramente se refiere a que el capitalismo es bastante opresivo
y que tiene su dinamismo interno propio: “funcionamiento
intrínseco del capitalismo”. Vale, dicho así,
ya estamos en Marx y estamos hablando de capitalismo. Ahora bien,
a renglón seguido afirma: “La historia avanza cuando
existe una posición de poder que permite decir ¡no!”
¿A qué se refiere? Esto es completamente contradictorio
con el punto de partida marxista, pues para éste, como
hemos visto, no es la conciencia lo que mueve la historia, sino
la dialéctica inherente a la producción, al trabajo.
Se referirá, por tanto, a ese momento especial de la historia
en el que las auto-contradicciones del capital son tan extremas
que conducen al proletariado a levantarse revolucionariamente.
De acuerdo. Pero esto, en el marxismo, no ocurre cuando el ser
humano quiere o determina (decir ¡no! ahí donde
la necesidad obliga a tener que decir sí, forzando así
al capital). Eso sería un decisionismo y Marx no es
decisionista. Él habla de leyes. De leyes dialécticas.
El momento en el que la conciencia proletaria se rebela es aquél
en el que las contradicciones (segundo momento dialéctico)
son ya extremas y el ser humano ha sido rebajado a lo más
miserable de su condición, convertido en un objeto mercantil.
No se puede superar al capitalismo sin pasar antes por un extremo
sufrimiento, esto hay que saberlo, que no todo tiene que ser fantasía
porque estamos confinados. Extremo sufrimiento. No así
porque quedamos a fumar un cigarrillo y salimos a hacer "manis".
No. ¿Quiere decir esto que estamos ya ahí, en ese
extremo? Ni mucho menos. No estamos ahí Y nos falta muchísimo.
Primero tiene que terminar de globalizarse el capitalismo. En
segundo lugar tendrá que suceder que el capitalismo se
instaure a sí mismo completamente, es decir, que reine
por igual en el mundo entero, en todos los países. Eso
implica que los paises menos desarrollados se desarrollen también
de forma capitalista hasta el punto en que lo están las
naciones más capitalistas de la Tierra. Y para eso, para
que África, por ejemplo, tenga una bonanza de vida como
la de Europa (pues eso es lo que genera también el capitalismo
antes de empezar a contradecirse a sí mismo), tendría
que pasar al menos un siglo. Así que todo esto es, como
se ve, un galimatías. No se puede estar con Marx y diciendo
estas cosas.
Para decir estas cosas hay que admitir que se es “ilustrado”
y entonces no pasa nada. El ilustrado sí que está
convencido de que la historia la hacemos “a conciencia”,
racionalmente”. Pero eso significa (para el ilustrado) que
todas las fuerzas ciegas pueden ser domeñadas por la razón.
¿Son las fuerzas ciegas del capital domeñables racionalmente?
Pues si uno es ilustrado responde que sí. Si es marxista,
responde que no. Pero no se puede responder que sí y que
no. Porque se está en un punto de vista ilustrado o se
está en un punto de vista marxista.
Tendría
que ofrecer mi propia posición para ser honesto. Pero ya
lo he hecho. Lo he hecho en libros que nadie lee. Y no voy a empezar
a narrar aquí todo eso. Es usted el que tiene que leer
lo que escribí si es que le interesa mi opinión.
Y si no, déjelo, que no pasa nada. No obstante, a final
de abril ofreceré mi opinión concreta y precisa
sobre esta situación acutal del coronavirus. Ahí
pongo en juego ya mis cartas.
Este análisis sólo quería mostrar cuál
es el reto actual más importante en el contexto
de las intenciones (yo las tengo también) de "revolucionar
el mundo". Debemos empezar a tomarnos la filosofía
más en serio. Hasta ahora la filosofía no ha
recibido el crédito suficiente. Si queremos “cambiar
el mundo” hay que empezar, a mi juicio, teniendo una “idea
del mundo”. En caso contrario el entusiasmo nos puede conducir
a la ilusión y a la fantasía, a las buenas intenciones,
a intentar que, humanamente, nos aproximemos y hagamos fraternidad.
Eso es lo mejor que se puede hacer. Y con toda la intensidad de
la que seamos capaces. Ahora bien, sin ingenuidad. Para decir
seriamente qué debemos hacer –seriamente-
tenemos que darnos un tiempo y aprender filosofía. Porque
sin ella nos contradecimos sin darnos cuenta. Hay que saber qué
es el marxismo, qué es la Ilustración, qué
es el existencialismo, qué es la fenomenología....
Saber qué posiciones filosóficas existen, al menos
las más importantes. Porque estas posiciones filosóficas
no son meras abstracciones. Han sido labradas a buril, con sudor
y lágrimas. Cada posición filosófica ha tenido
que combatir con la mayoría de las demás, ofrecer
razones de por qué las otras filosofías no marchan
y, en el seno de ese esfuerzo, introducir lo que se piensa. Todas
las filosofías han hecho esto, este batallar, llevan algo
heróico en su devenir. El gigantesco trabajo filosófico
de siglos nos ofrece ciertas garantías de que si tomamos
una corriente concreta en serio, hemos de seguirla hasta el final,
con todas sus implicaciones, porque esa filosofía está
muy bien trabajada ya. Y si no se está de acuerdo con ella,
entonces es necesario argumentar y posicionarse a través
de un esfuerzo filosófico.
Es necesario que los contenidos de las filosofías más
importantes de la historia y, en ese contexto, las contemporáneas,
se introduzcan de tal modo en el sistema educativo que a la salida
de la vida universitaria todas las personas, todas, manejen con
soltura su elementos primordiales. No hace falta para eso que
todo el mundo se especialice. La especialización tiene
sus propios problemas. Hace falta tan sólo que las nociones
arquitectónicas del pensamiento filosófico (ser,
ente, estructura, génesis, fuerza, fuerza ciega, superestructura
ideológica, esencia, accidente, razón.....) y las
claves fundamentales de las principales corrientes (ilustrada,
marxista, fenomenológica, romántica, idealista,
materialista, existencialista, dialéctica/no dialéctica,
etc) se manejen con soltura. Así de rotundo.
Porque el que escribe tiene ya una cierta edad, no nació
en época digital y, sin embargo, está siendo obligado
a instruirse en el manejo de las nuevas tecnologías. Cuando
voy a una tienda a que me arreglen el móvil o se lo arreglen
a un hijo mío, tengo que saber utilizar un lenguaje bastante
complejo si lo miro desde la perspectiva de mi juventud. He tenido
que aprender todo ese lenguaje. Como profesor, además,
estoy aprendiendo, en este confinamiento, más tecnología,
necesaria para docencia virtual. En fin, quiero decir, a quien
me esté leyendo, que no hay excusa. Que todos estamos hasta
ahora obligados a conocer un lenguaje, el tecnológico,
más complejo que el de la filosofía. Si nos parece
que es al revés, que lo tecnológico es más
fácil, piénsese que el lenguaje tecnológico
y el uso concomitante al que hoy estamos mínimamente adiestrados
ha necesitado, al menos, tres décadas para hacerse “común”.
Si la filosofía parece más difícil es, sencillamente,
porque NO ha tenido un proceso de socialización como el
de la técnica. Y eso ya no depende sólo de la "academia".
Depende también de que la gente cobre conciencia sobre
la necesidad de la filosofía y la defienda.
Es absolutamente necesario para el futuro que la filosofía
sea conocida por toda la sociedad. Y a un nivel mínimamente
idéntico al que se exige para la tecnología. Sin
una “idea del mundo” no se puede “transformar
el mundo”.
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08/03
/2020
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Mi
contribución al 8 de marzo. Necesidad de distinguir entre
"juicio crítico" y "judicialización
de la vida".
No
sé si tengo una impresión exagerada, pero estoy
convencido de que, con las armas de la reivindicación (que
son absolutamente necesarias) se está infiltrando, al mismo
tiempo, un espíritu resentido al que se podría denominar
"judicialización de la vida".
Describiría
el fenómeno como una perversión teologizante del
"juicio crítico". Este último hace frente
a la injusticia o a la incorrección de algo. La judicialización
hace algo más. Añade un pathos de análisis
exacerbado, un pathos de inspección de todo lo
que ocurre o ha ocurrido en una vida, es decir, añade la
necesidad de indagar en todos los recovecos de un alma (de esa
que, tal vez, ha cometido algo incorrecto o injusto) para juzgarla
en toda su amplitud y profundidad. Esta actitud no se siente satisfecha
luchando contra la injusticia. Quiere más. Quiere tomar
algo injusto o criticable como "síntoma" de la
corrupción de un alma. Actos criticables se convierten
en signos de la corruptio cordis, de la corrupción
del corazón.
Convirtiendo
a un acto reprobable en un "síntoma" -o en un
"signo"- de la corruptio cordis, añade
al "juicio crítico" una "inspección
moral integral". No toma al acto por sí mismo. Lo
toma como un índice de otra cosa, una vida, que debe ser
respetada como algo tan sagrado que pide ser protegida si fuese
necesario por la persona misma que realiza un "juicio crítico".
Este
espíritu de judicialización conduce a un "poder
pastoral", el poder del pastor que conoce a todas las ovejas
que pastorea y las llama o las amonesta dirigiéndose a
la "singularidad" integral de cada una. Este poder pastoral,
muy ligado a ciertas épocas de la Iglesia, se renueva hoy
a través de una religión civil que pide cuentas
a cada vida humana, a ella entera, para que, a propósito
de algún acto criticable, confiese y se exponga (esta vida)
de par en par ante los ojos de todos. El poder pastoral busca
la confesión de una vida para que esa vida sea expuesta
a la vista de todos y, así, apercibida y recriminada "en
cuanto tal" y "en sí misma". Es esencialista.
Busca, no los pecados mismos, sino el acto de confesión
del pecador, porque este acto de confesión es el de un
alma descarriada.
Persigue,
no la corrección de una conducta, sino la conversión
de un alma.
Hay
un paso, entonces, del juicio crítico a la judicialización
de la vida. Un paso enorme. Y cada uno debe ser analizado
según su propia modalidad. El juicio crítico está
interesado en la "generalidad de un acto", es decir,
por aquello que convierte a un acto en caso de una regla general
más amplia bajo la cual caen muchos otros casos y de otros
seres humanos. Busca el juicio la "universalidad que hay
en lo singular". La "judicialización de una vida"
procede de modo inverso: busca lo "singular de un error universal".
Parte de algo reprochable universalmente y desciende al alma singular
para juzgarla a ella.
Tal
y como en el conocido escrito de Kafka (Ante la ley),
en el cual aparece una Ley destinada para cada uno, la judicialización
persigue poner una Ley ante cada reo, para él en particular.
El
espíritu crítico va, ante todo, a las estructuras
que fundamentan lo criticado. La judicialización no va
a las estructuras. Va al ser humano concreto, que suple a tales
estructuras y es tomado por fundamento completo del "síntoma".
El
espíritu crítico se mueve en lo político,
en lo sociológico y en lo filosófico. La judicialización
se mueve en el nexo entre lo psicológico, lo judicial y
la moralina.
Mi
aportación es esta. Le deseo al feminismo que siga estando
a la altura que ha mostrado en muchísimos momentos. Que
se aleje del poder pastoral y de la judicialización de
la vida. Que aleje de sí, como han de alejar todos los
nobles y elevados ideales humanos, el resentimiento. Que nos de,
a los varones, una lección y muestre que se pueden hacer
las cosas de una manera mucho más digna de esa que ha sido
y es habitual entre varones; que no sea reactiva, que no sea vengativa.
Y estoy seguro de que las mujeres de hoy y de mañana sabrán
mostrar esta altura.
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12/02/2020
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Repasando en clase la definición más clara que hace
Foucault de "biopoder". Frente al poder de la espada,
que es un poder de "dejar vivir o hacer morir", el biopoder
es un poder de "hacer vivir o dejar (abandonar) hacia la muerte".
El biopoder no reprime, no mata, no castiga. Promueve una vida,
una vida "conforme al poder". Y si no te gusta esa vida
y te apartas de ella, entonces esto es lo que te hace: te conduce
a una situación en la que desapareces, bien de la escena
social, bien de la vida misma.
El inmigrante, por ejemplo. Está quien simplemente desearía
devolverlo a su lugar de origen: es el poder de la espada el que,
en este caso, actúa siblinamente. Lo deja vivir mientras
no molesta, pero si viene a las costas españolas y se hace
inoportuno, entonces lo elimina. Ese es el poder de la espada, sí,
y ya se sabe quiénes quieren resucitarlo: todos los que se
agrupan hoy en la premoderna ultraderecha postmoderna.
La biopolítica ejerce su fuerza de otro modo, menos visible
pero no menos contundente. Hacer vivir. Digámoslo
del modo sencillo. Te hago un contrato y te promuevo la vida. En
el fondo, sin embargo, me molestas. ¿Qué hago entonces?
Te conduzco hacia la muerte. ¿Cómo? Reduciendo tu
vida a lo puramente biológico. Hay dos tipos de vida: el
bíos, que es la cualificada, propia del ciudadano,
y la zoé, que es la que está limitada a la
sobre-vivencia (comer, dormir, poco más). Te conduzco a la
muerte haciéndote creer que te doy vida humana cualificada
(bíos), pero te la reduzco a mera y pura zoé
(te envío a un invernadero o a los trabajos que no quiero,
allí donde tu vida es sólo la animal). El campo de
concentración nazi, dice Agamben, es justamente eso. Una
pequeña polis a la que corresponde teóricamente un
bíos. Te dejo allí. Pero no permito que tengas
realmente el bíos que te prometo: reduzco tu vida
a zoé, a nuda vida.
El biopoder no es meramente ideológico. No depende de las
ideologías. Es un estilo, un modus operandi civilizacional.
Se expresa en muchas formas ideológicas, sin que pueda ser
contenido en ninguna de ellas. No es tampoco el poder del Estado,
porque precede a éste y se hunde en el substrato colectivo
de la civilización. De ahí que pueda operar a través,
tanto de una derecha corregida, benevolente, como de una izquierda
orgullosa de sí misma. El biopoder es un operador civilizacional.
Hay que subrayar que no hace uso de castigos. No los necesita. El
castigo es sustituido por la ignorancia: deja al sujeto a su libre
movimiento, lo cual adopta incluso la apariencia de una benevolente
actitud social o filantrópica, pues le ofrece al
mismo tiempo un bíos como alternativa. O estás
contra el curso de las cosas o te rebelas -así habla el biopoder-.
Y si lo haces, si te resistes, hay un procedimiento que a través
del cual te matará. No consiste en una condena a muerte;
consiste en que tu existencia será ignorada, abandonada a
su rumbo, so pretexto de que, de este modo, se es respetuoso con
ella, transigente y comprensivo.
La buena conciencia civilizatoria hace nacer constantemente un campo
de concentración. Arendt lo explicaba de un modo muy interesante.
Se trata de una "exclusión por inclusión":
el poder, por este camino, no excluye, sino que incluye, pero colocando
al sujeto en una posición superflua, como si dijese
"y muérete ahí sin que nadie tenga noticia de
tu muerte".
El efecto es mayor que es de un destierro.
"Estar desarraigado significa no tener en el
mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás; ser
superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo" (Los
orígenes del Totalitarismo)
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04/02/2020
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¿Es
la nueva derecha española, la ultraderecha, un fenómeno
meramente ideológico? De acuerdo con el significado de
"ideología",
se reduciría -si respondemos afirmativamente- al ideario
de una clase social o de un tipo de praxis socio-económica.
Pero a esta derecha pertenecen individuos de diferente posición
material. Aunque no conocemos de modo claro sus claves, sí
hay atisbos de la genealogía que la sustenta.
¿La ha generado el capitalismo? Se quedaría uno
más tranquilo si la explicación fuese así
de sencilla. Se tiende a buscar un común denominador de
la época, es natural. Pero también hay que romperlo
si es necesario. No, no es un producto meramente del capital.
El capitalista necesita estar hermanado con la fluidez del proceso
de producción. El capitalista actual es líquido.
Esta derecha busca lo contrario: un kosmos objetivo,
metafísico, trascendente, sustancial. Retrocede al mundo
premoderno. Un kosmos es un orden absoluto, centrado,
estático y distribuidor de "lugares naturales".
Se nace vasallo en el feudalismo. Y se nace noble, y guerrero.
Y príncipe. Se tiene un "lugar natural", tal
y como, en la física aristotélica, premoderna, la
piedra tiene el lugar natural del suelo, del abajo, y es violentada
cuando se la eleva; o como el humo: asciende porque aspira a su
lugar natural.
El capitalismo, ya lo explica Marx con detalle, arrasa con ese
orden sustancialista, lo destruye. Elimina al santo, al poeta,
al maestro, al vidente, al hombre de batalla, a todos, en favor
del hombre productor. Este último devora a los demás.
Ya no hay nada sagrado para el capitalismo, sino la fría
ley del dinero. Pero la derecha actual pareciera que quiere remontarse
a una vida premoderna y precapitalista. Quier restituir el kosmos
en el que hay lugares naturales: la mujer aquí, el hombre
allí, España en el centro (y con un destino histório
por cumplir). El inmigrante allá, el paisano acá.
En fin, reordena y clasifica, busca lugares naturales en un orden
de sustancia eterna y trascendente.
No, no surge del capitalismo. El capitalismo no explica todas
las cosas. ¿Y esos obreros, gente sencilla y humilde, con
ideología de derecha radicalizada? Por lógica, tendría
que pensar de acuerdo con la clase a la que pertenece. Y no es
así. Hay que preguntarse qué hace esta derecha rancia
que está en estatuto naciente hoy en día. Por lo
menos hay esto: es movimiento contra-moderno, tendente a recuperar
el kosmos pre-moderno.
A su modo, la derecha está "más allá
de la modernidad", quiere rebasarla, aunque sea mediante
una vuelta o retroceso. La derecha es la verdadera esencia de
lo pos-moderno. Si hay una postmodernidad, esa es la de la derecha.
Aunque se trata, en ese sutil devenir, de un "post"
que quiere recobrar lo "pre". En política estamos
asistiendo a algo que trasciende la lógica del capital
y los encuadres de la ideología. Hay, para empezar, este
desacuerdo respecto a lo moderno. La izquierda quiere mantener
la modernidad ilustrada. La derecha está harta de modernidad.
No busca fundamentalmente dinero (que también). No busca
primeramente la fábrica y la lógica de la producción.
Busca un cosmos metafísico. Está harta de nihilismo.
Y la izquierda, que es nihilista en grado extremo -cuestión
para otro momento- la empuja hacia esa pendiente.
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29/01/2020
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¿Qué fue de la atención en esta
época? Se esfumó. La cuestión es: somos absorbidos.
El estilo de vida actual contiene multitud de inercias. El trabajo...
¡ay el trabajo! "Especialistas sin corazón",
decía Weber. Y llevaba razón. No sólo porque
la "profesión" ha llegado a convertirse en una
fría sumisión a reglas autonomizadas. Puede pasar
también al revés: que lo pasional (si se tiene la
suerte inmensa de trabajar en algo que conecta con el corazón)
adopta por su cuenta una inercia que reclama todo para sí,
muy depredadora con el resto de las cosas, muy excluyente y cerrada.
"Gozadores sin alma", este es el otro extremo. Como
si lo pasional se hubiese contagiado del fondo de nuestra época,
de esa dinámica protagonizada por fuerzas ciegas, fagocitadoras
de la libertad. Como si repitiese en ella, la pasión, el
funcionamiento maquinal que encuentra en el mundo y se plegase,
sin saberlo, a reglas propias que inventa artificiosamente y que
no se apartan del ritmo gélido, sino que lo escenifican
y reproducen en su fuero interno, pero con apariencia sentimental.
O el trabajo, pues, frío y mecánico, o el no-trabajo,
ocio, diversión (o como se lo quiera llamar) inercial,
extremo igualmente gélido. A un confinamiento pendular,
de uno al otro, del otro al primero, nos entregan las fuerzas
ciegas de nuestro mundo presente. No un trabajo con el alma, porque
esto no gusta a las estructuras en las que vivimos. No un goce
con inteligencia, porque esto otro vulneraría la ley de
la vacuidad. A toda prisa, pues, de una mazmorra a su opuesta.
Vertiginosamente.
Hay que añadir ahora todo lo demás: el ir por la
calle "volando", el entrar en una conversación
tomando una cerveza y "perder el norte" porque pareciera
que ya no hay nada más. Inercia. O esos días nublados
del alma: una tristeza que no negocia nada y avanza tozuda y enamorada
de sí misma: lo quiere todo para sí, esa melancolía
desalmada. Mil cosas. El domingo, otro ejemplo, ese día
limítrofe que conduce a vivir en el borde de una enorme
quebrada... ¡qué inercial es! No admite incursiones
de otro tipo, se mantiene monocorde hasta que desata terrores
ancestrales: la vida tribal que es conducida al punto en que un
ciclo se acaba y ha de saltar sobre el abismo para alcanzar la
orilla de otro nuevo.
Inercias, en fin, en la vida. Porque en el fondo, nuestro momento
histórico va de eso, de potencias desatadas que van a lo
suyo. Económicas, ¡qué distantes de los seres
humanos ya estas ruedas dentadas de la maquinaria mercantil y
del fetichismo de la mercancía! Pero hay otras
potencias. La funcional, tal vez. Esa que tiende a absorber toda
espontaneidad viviente, rumiarla y devolverla en forma de reglas
y normas de todo tipo. Es la inercia plúmbea de la forma
que devora a las materias que podría informar y las hace
desaparecer en su legalidad sin carne. ¡Cuántos apóstoles
de la función y de la operación esperan en todas
partes, para crearte un camino entre vallas! Aman al número
más que a sus propias vidas, cuantifican cada espacio de
vida, lo reglamentan, lo cuadriculan y te obligan a elegir entre
situarte en un cuadrito aquí o en un círculo allá.
O la potencia de los medios de comunicación. Televisores,
audios encadenados hacia un sinfin, redes sin desfallecimiento.
Son un centelleo de cosas menudas, unas al lado de otras, como
si cada noticia o tema fuese una hormiga que hace hilera, generando
la ilusión de que cada una de ellas comprende el todo en
el que están, el homiguero, cuando en realidad esto no
tiene lugar de ningún modo. Cada hormiga es un signo enlazado
con otros signos, nada más, por mucho que algunos hayan
decidido proclamar al mundo que piensan. Pues así, una
información-signo, ligada a otra información-signo;
una hilera hormigueante sin conciencia global. Cuántas
inercias, cuántos mecanismos. Es una época inercial.
Fuerzas liberadas del ser humano, procediendo desde ellas y por
mor de ellas; hacia ningún sitio, sólo hacia ellas.
Así de oscuro y rutilante es el siglo.
Y decíamos: la atención. Un suceso acompañado
del acto mental que lo capta. Uno va paseando, por ejemplo, se
topa con un escaparate y se queda allí como si ya no existiese
calle ni mundo. Pero es porque alguien ahí dentro se ha
ausentado de sí mismo. Falta el acto de captación.
Si me capto ensimismado ante un escaparate de faldas cortas y
zapatos salgo corriendo, despavorido. Pues así en todo.
¿Cómo se soportan algunas reuniones? Empiezan alegres,
porque hay otros allí y ya no estás solo. Pero luego....
son devoradas por no se sabe qué inercia demoníaca
y amenazan con hacerse infinitas. ¿Por qué no dinamitarlas?
Haría falta el acto de captación. Entonces, uno
estaría allí de nuevo, pero mirando lo que pasa
y, una vez más, saldría corriendo, despavorido.
Sí, eso. ¡Eso es tal vez lo que hay que hacer! Verter
luz sobre aquello que se está diluyendo en un devenir amorfo
y sin sentido. Atender. Captarlo. ¡Pero cómo no abandonarlo
en ese instante y dejarlo en su cuesta abajo! Salir corriendo,
pues, y despavoridos de todas partes. Huir a toda marcha. De los
espacios para la confesión, que son muchos; de los conventículos,
que son muchos también; de los garages oscuros de ciertas
conversaciones humanas, mórbidas, lóbregas. De las
patrañas, que son tan engoladas y cerradas. De los cafés
acorazados de persianas. De la estafeta de correos, ya está
bien de simular que estás allí, con los documentos
apiñados bajo el brazo. De todas las encerronas: aquí
ya y no más; te diré, ya no te vayas; no mires a
otro lado, que te digo que... Salir, pues, salir y estirar excéntricamente
todo lo céntrico. Y esperar que otros hagan lo mismo. Porque
hacerlo en solitario es salir de lo encerrado para encerrarse
en la soledad. Ya salen algunos. Y otros más. Y más.
Esperar hasta que sea una comunidad de innumerables fugitivos,
excéntricos, saliendo de jaulas; como tigres que habían
sido domesticados. Todos huyendo de la inmensidad de lugares que
hacen culto a la inercia, que son prácticamente la totalidad.
Una comunidad de refugiados que huyen, cada uno, de su peculiar
infierno. En las calles, en los bares, en los espacios de trabajo,
hasta en los congresos donde se reúne la inteligencia:
saliendo fuera. Fuera de los lugares. Despavoridos.
Hacia fuera. Al afuera inmenso y libre de la vida. Y en ese cruce
de huidas locas y grotescas ir recuperando la inter-cepción,
la atención recíproca. En mil direcciones. E irse
apaciguando. Que se vaya serenando el pecho de todos estos innumerables
excéntricos que huyen y se sienten fugitivos, extraditados,
fuera de centenares de prisiones. Irse apaciguando en el huir.
Y entonces darle la vuelta a la huida. Que no sea esa cosa reactiva
y miserable de decir "no" y basta. Darle la vuelta a
la huida y otorgarle un santo "sí". Convertirla
en una nueva potencia hacia adelante: avanzada, carrerilla, paso
en firme; cada cual a su manera pero en afirmación.
Si atendiéramos a lo que hacemos, quizás nos extraditaríamos
todos y nos encontraríamos al raso un día, como
recién comenzados. Luces de aurora.
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28/01/2020
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La
naturaleza. ¡Vaya lío que hay montado con la naturaleza!
Está claro que por el camino que llevamos nos vamos a cargar
la tierra entera. Y es magnífico levantarse contra esto,
pero ¿con qué armas? Hace ya mucho tiempo que los
dioses poblaban la tierra. Ellos fueron los que primero la protegieron.
Contra el Caos, en guerra con él, había que salvar
un orden. Gea surge del caos y vence sobre él. Las ciudades
tenían a sus dioses lares y un propósito de inmortalidad.
El logos primigenio es ese orden contra el caos. No es
sólo lo que estudia la ciencia, que también. Es,
además, un refugio frente a la amenaza de la disolución
y la muerte. Contra lo informe, lo que está conformado.
Contra lo que no tiene figura, lo configurado. Y hasta aquí,
bien. Pero lo que vino después no tiene nombre. Cuanto
más orden mejor. Menos mito y más progreso, pronuncia
el hombre moderno. Y pestañea. Y así se transformó
el antiguo Kosmos, regido por las fuerzas divinas, en el moderno,
árido e inhóspito ordenamiento de las causas y los
efectos, de la lógica, de la Mathesis Universalis
(ciencia del orden y medida, según Descartes).
Resulta que al naufragio de la Tierra hay que responder con la
técnica: ella puede, se supone, reconducir los efectos,
restituir las causas naturales. Cuando ha sido ella la que eliminó,
precisamente, a la naturaleza al sustituirla por otros medios.
Vivir diez décadas más, aumentar la memoria propia
con la cibernética, ponderar todas las cosas para asegurar
la supervivencia. ¿Y de qué vale sobrevivir si ya
no hay una Atenea desafiando al caos y protegiendo a la polis
en la que voy a pasear mañana? ¿Para qué
prolongar lo inhóspito? La guerra contra el caos es la
creación de un ámbito de congruencia, no de un paisaje
ordenable mediante la lógica y el algoritmo.
Ulises se enfrenta a las fuerzas de la disolución. Tiene
en mente lo que protege y recoge frente a semejante amenaza de
lo caótico: una Ítaca, una morada.
El mero lugar espacial no es lo mismo que el espacio habitable.
Al generar un espacio contra el caos, el buen logos convirtio
todo lugar en una morada. Hoy se lucha por lo
"natural": ¿qué es lo natural, el lugar
o la morada? Con tan solo nombrar a esta última, el espíritu
racionalizador se revuelve entre las sábanas. Todo le suena
a romanticismo añejo. Y a mito. Y a lejana sacralidad.
Huída
de los dioses. ¿Cómo no? ¿Es que les
cabe otra opción? La Tierra entera se convierte, a cada
paso de razón, en una naturaleza desencantada.
Frente
al desencanto de la Tierra, mitificación de los territorios.
Países o continentes, da igual. Se trata de tomar en propiedad
lo que no puede tener propietario. Ahora bien, una morada no se
posee. Se habita.
¿Hacia dónde va todo este mito del orden resplandeciente,
es decir, del cosmos objetivable, de la observación distanciada
y empírica, de la ley de los grandes números y de
la Inteligencia Artificial?
Vaya lío que hay con salvar a la naturaleza. Se la sepultó
con el mundo artificial y se la quiere salvar con las mismas herramientas
del verdugo.
No creo en las luces del progreso. Si creo en la ciencia no es
por la explicación que proporciona, sino por su curiosidad
insaciable. No creo en la técnica, sino en los artificios
de niño, construyendo una casa de ladrillo donde había
sólo un campo huérfano. Todo este progreso, tan
veloz y tenaz, que huye del mito se interna en una mitologización
mucho más grande e irracional.
Ante la naturaleza dominada, que es sólo un conjunto de hábitats, sólo un medio, un "medio
ambiente", no puede uno caer de rodillas y temblar de admiración.
Porque el hábitat, por muy sano y salvo que esté,
no tendrá un centímetro de morada habitable
mientras se lo trate con tanta objetividad científica y
con tanta lógica analítica. Esa naturaleza que se
la queden ellos, los que no tienen alma más que para contar
y medir y buscar posibilidades de seguir, simplemente, viviendo.
Se espera una vida más alta, a la altura de ese Kosmos
que vence al caos y se recorta sobre él.
Un niño cierra los ojos en su cuarto oscuro. Tiene tanto
miedo que, rompiendo el silencio, silba una repetitiva y simple
melodía. Es un ritual, un ritmo frente al caos. Crea en
la noche una infantil morada. Ya se ocuparán los mayores
de enseñarle matemáticas.
Un lugar natural no es, por sí mismo, una morada. Hace
falta más.
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02/01/2020
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Todos
hemos tenido esa experiencia, en horas bajas, de no poder pertenecer
a nada, de estar como condenados a mirar la vida desde fuera.
La psicopatología existencial está plagada de estudios
de casos de ese tipo. Se trata de pacientes que muestran una incapacidad
para comprender el sentido de una situación de
manera interna, hundiéndose en ella. Una paciente de Minkowski
dejó una carta antes de suicidarse. Decía allí
que no soportaba más, que sabía que hay en el diccionario
un término que significa "sentido" y que eso
es lo que experimenta un ser humano cuando habita un
mundo concreto, internándose en él, pero que a ella
le resultaba imposible, que tenía que sustituir esa comprensión
práctica (hermenéutica) por razonamientos que tocaban
la cosa sólo exteriormente. "Así no se puede
vivir".
La mitología
actual, muchas veces promovida por un cierto transhumanismo, presupone
la primacía de esta perspectiva, la perspectiva externa
o de tercera persona. Se extiende en la literatura sobre
el tema, en el cine y en el sentido común. Se trata de
la idea de que la Inteligencia Artificial podrá crear humanoides
que piensan, aman, tienen miedo a la muerte, etc. Eso es completamente
falso. Ese supuesto está basado en una mentira o en una
reflexión excesivamente parca y superficial. La discusión
sobre esta problemática se detuvo a final del siglo XX
y ya no prosiguió, instalándose esta necedad como
exclusiva línea. Es falsa porque una máquina, por
compleja que sea, sigue reglas (reglas que usan, transmiten, administran...)
información. Y ese comportamiento de seguimiento de reglas
sólo puede reproducir comportamientos humanos basados en
la observación de "tercera persona", es decir,
"desde fuera". Esas máquinas existirán
algún día, pero no serán lo que se está
vendiendo en círculos intelectuales y en la literatura
o el cine de ficción. Pensar, tener expectativas, habitar,
querer, detestar, anhelar.... todo eso implica la capacidad para
experimentar situaciones desde dentro. Esos
robots que han capturado la imaginación ni siquiera podrán
suicidarse (lo harían si pudieran comprender, al menos,
como la paciente de Minkowski, lo que les falta).
¿Por qué
es importante esto? Vean por dónde va la cosa. En filosofía
de la mente y en Inteligencia Artificial, se trabaja con el falso
supuesto de que la perspectiva de tercera persona, que
es objetivadora, cosificadora, matematizante, expresa el comportamiento
humano. En psicología cognitiva, que se extiende también
como el aceite, un supuesto análogo indica que el psiquismo
no radica en procesos internos de comprensión
sino en procesos de adaptación funcional al medio (externos,
por tanto).
Tanto en la filosofía
política habitual como en la política práctica
lo que importa de los problemas es si se ajustan o no a procedimientos
formales de decisión, de enjuiciamiento, de penalización
o de permisividad, no los problemas considerados desde su trama
interna. En educación importan poco los contenidos, cada
vez menos, imponiéndose como clave de la calidad o excelencia
el modo en que los contenidos son informados, reglamentados, subsumidos
en reglas operativas ....
Avanzamos hacia
una sociedad basada en la falsa y tácita conjetura según
la cual el acceso al mundo se realiza desde la perspectiva de
un espectador, nunca desde la de un ser que habita
internamente en un mundo. Muchas enfermedades psicológicas
actuales son producto de este "paradigma externalista".
No habitamos. O corremos el riesgo de no habitar. Estamos tendencialmente
frente al mundo, no en el mundo. De este principio muy
general, subyacente a una multitud de ámbitos epstemológicos,
políticos, sociales, educativos, etc. de nuestras sociedades
avanzadas, se deduce ya un hombre-máquina. El hombre-máquina
no es el que construiremos, sino nosotros mismos si no nos percatamos
de esta sutil lógica. Póngase el ejemplo de las
relaciones interpersonales. De ese paradigma se desprende que
el otro no posee un vínculo endógeno con
el sujeto, sino uno exógeno: es decir, que el otro no es
comprensible en su ser, sino objetivable y manipulable
en función de reglas que captan la conducta a distancia,
desde fuera.
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20/10/2019
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Dejando a un lado los detalles cinematográficos, creo que
la última
escena de la película de Amenábar sobre Unamuno,
Mientras dure la guerra, puede ser muy instructiva en
el presente, tanto español como global. Lo importante de
la narración que ahí culmina reside en esa actitud
que el filósofo español alguna vez emblematizó
en la expresión "Ni los hunos ni los hotros".
El fondo de esa actitud es admirable, porque se pone en obra a
lo largo de una vida en la que los hunos o los hotros
han querido protagonizar el espacio político
y raptarlo, sometiendo su complejidad a una lógica perversa.
Creo que esa unamuniana regla de inteligencia se puede
aplicar al conflicto al que asistimos a propósito de las
protestas en Cataluña. Pero, al aplicar esta actitud o
regla, es necesario ir precisando algunos aspectos fundamentales
de su sentido, pues puede ser malinterpretada.
1)
Contra la lógica oposicional resentida y camuflada
La
regla de inteligencia "Ni los hunos ni los hotros"
se aplica a una situación socio-política que ha
disuelto la diferencia en oposición.
En la diferencia entran en litigio posiciones heterogéneas,
de manera tal que es supuesta siempre la admiración
recíproca frente al recíproco desprecio,
tal y como deseaba Aristóteles al defender, como expresé
en otro lugar, que la base última de la política
reside en la pública
filía (amistad pública). En la lógica
oposicional, por el contrario, la heterogeneidad es eliminada
en favor de un tipo de lucha en la que cada uno se hace a sí
mismo —es decir, logra su identidad— partiendo
exclusivamente de la negación de un otro. Su base es el
resentimiento y es nihilista, pues reduce el ser de los que están
en pugna a una nada huera, a la "nada de sí"
que es el "contra todo lo demás".
Es importante, pues, señalar que los hunos no
son los unos, del mismo modo que los hotros
no son los otros. Los hunos son los unos
vaciados de ideas que alcanzan su unidad y le dan importancia
a su unidad sólo cuando están contra los
hotros. Los hotros, inversamente, son los otros
que crean el significado de su otreidad por el camino
indirecto de la negación de los hunos, envileciendo
la otreidad con la hotreidad. [Esta
lógica oposicional resentida,
por cierto, había propuesto analizarla hace un tiempo en
los términos de esa figura miserable del espíritu
a la que Hegel dio el nombre de Infatuación
de la conciencia]
Y bien, ¿cómo se expresa esta cuestión en
el caso del conflicto catalán? Se expresa convirtiendo
el complejo problema de la articulación entre Constitución,
por un lado, y poder constituyente del pueblo, por otro, en un
encuentro de negaciones. Mientras unos pocos piensan
cómo reconfigurar la pluralidad de España (tal vez
del modo federal), los hunos se refugian en que la ley
es invulnerable; y no es así, pues la ley, en una democracia,
no es un órgano puro e intocable. Puede y debe ser transformada
en virtud de los cambios sociales que lo exijan.
Los hotros, por su parte, no ofrecen un contenido a lo
que defienden, no ofrecen una idea de su diferencia en
términos de valores y cualidades que les son propios y
que, supuestamente, merecerían la independencia (o una
relación distinta) para sostenerse; basan su identidad,
desde hace años, en el simple y exclusivo fenómeno
mismo de actuar contra: contra una supuesta opresión
o dominio por parte de los unos. Con ello, los hunos
y los hotros han secuestrado la política española
desde hace años, marcando la jerarquía de los problemas
y la dirección de los pactos entre partidos.
A ello, además, contribuyen los intelectuales (así
se llaman a sí mismos y eso anhelan) que los defienden.
En particular, lo que defienden las protestas en Cataluña
hacen el ridículo al presuponer que toda protesta del pueblo,
o de una parte del pueblo, es "justa" y "digna"
por el hecho de ser una protesta. No. Esa posición es fruto
de un romanticismo huero y anormativo. Porque, en tal caso, carecemos
de criterio. La gente también se puede manifestar y encolerizarse
por estupidez.
2.
Contra el sincretismo y la actitud equidistante: apelar a
una cambio cualitatativo de la sociedad en su profundidad
"Ni
los hunos ni los hotros" no coincide con
la posición de un sincretismo. El sincretismo
consiste en tomar de unos y otros sólo
lo que gusta o interesa, con total independencia de si son compatibles
y con la intención de construir un huno atractivo
contra un hotro (o a la inversa). Es una posición
oportunista y falseadora. Pero es eficaz. Es muy útil para
lo que piden los tiempos: estar en todas partes y en ninguna,
aprovechando todo lo que "suene bien". Se hace desde
que el 15 M fue absorbido y secuestrado por la ideología:
se trata de tomar un poquito de aquí y otro de allá
más algunas cosillas de acullá, si es que así,
con ese refrito, se logra la expectativa de alcanzar mayor ranking
en el mundo del espectáculo. Por mucho que el partido político
Podemos, por ejemplo, me haya podido entusiasmar en sus inicios,
me ha defraudado fundamentalmente por su ramplón sincretismo,
que he criticado alguna vez. En general, el sincretismo es
peligroso, pues es una hierba que se alimenta de todas las hierbas
posibles y las agota. Curiosamente, incurre en él menos
la persona "a pie de calle" que el que pone todo su
ánimo en quedar como "intelectual del pueblo".
Tal tipo de intelectual es contra el que protege el dictum
unamuniano "Ni los hunos ni los hotros".
Pues lo que quería decir Unamuno es, también, que
el pensamiento no puede ser capturado por la política;
que el pensamiento debe comprometerse políticamente manteniendo
su diferencia con la política. Este tipo de intelectual,
el "intelectual del pueblo" o "revolucionario profesional",
que ahora disfruta de tantos púlpitos, aspira inconscientemente
a la posición platónica del rey-filósofo.
No piensa-con-los-otros, sino que, aparentando hacerlo, piensa
que él es el que piensa por y para los demás.
Para ello, desdeña al pensamiento que trasciende lo
político y, situado sólo en el campo político,
quiere liderar el conflicto entre los hunos y los hotros.
Incurre en un politicismo que se hace a sí mismo
invulnerable a toda crítica: es un dogmatismo reductivista,
encubierto de "compromiso social", que suele apelar
a la filosofía cuando, en realidad, la está condenando:
margina cualquier diagnóstico filosófico de la crisis
del presente que intente ir más allá del análisis
(necesario pero insuficiente) del capitalismo
neoliberal, bajo el cual no habría más fondo civilizacional.
Es un ideologicismo que se extiende por doquier, según
el cual sólo hay, en la sociedad, "ideologías":
un politicismo
ideologicista. Situado ahí, en este reductivismo, el
supuesto pensador echa mano del sincretismo para destellar entre
la gente y manipular sus opiniones. Así, invoca
simultáneamente, por ejemplo, a Marx, a Nietzsche, a Gramsci,
a Lyotard, a Zizek.... o a la filosofía de quien sea, según
convenga, según quede más bonita la cuestión.
Que se trate de posiciones incompatibles entre sí da igual.
Este pensador no quiere abrir un espacio nuevo. Interviene constantemente
en la arena política en ausencia de un planteamiento de
fuste, coherente internamente, en ausencia de un marco pensado
en silencio, más allá del trasiego de las posiciones
inmediatas y ocasionales. Y eso es lo que Unamuno también
critica. Lo que siempre pretendió Unamuno fue pensar contra
la crisis de espíritu que estaba, en su época,
por debajo de la oposición entre los hunos y los
hotros, ofreciendo así ideas para pensar lo
humano de otra manera.
Pues bien, ¿qué aportan las posiciones en disputa
respecto a esto otro, respecto a lo humano en cuanto
tal, hoy en riesgo? Desde hace mucho tiempo, la poltica española
(junto con la europea) nada tiene que aportar. Tampoco en el caso
de las reclamaciones por parte de los independentistas catalanes.
Las sociedades occidentales tienen un grave problema en la actualidad.
Hemos alcanzado un "modo de vida", un modo de "existir
en colectividad", para el cual han desaparecido las preguntas
fundamentales. De mayor a menor. ¿Qué tipo de "humanidad"
es la que está siendo pisoteada en general, en este mundo
globalizado? Está siendo pisoteada una humanidad libre
de diferencias en riqueza, una humanidad libre del poder de los
mercados, libre de la xenofobia, libre de la racionalidad instrumental
que convierte a todo en una "cosa". En particular, ¿qué
es Europa más allá de la lucha competitiva por las
mercancías? ¿Qué tipo de valores están
por encima de los intereses particulares y pueden dirigir a Europa
en cuanto valores cualitativos? Más en particular, ¿qué
puede hacer el Sur, esta forma de vida y de visión del
mundo del Mediterráneo, al que pertenecen todas las comunidades
españolas y que tiene un vínculo de fondo con el
mundo latinoamericano, qué puede hacer este Sur para enriquecer
la idea de "lo humano" desde su propia especificidad,
desde su propia creatividad, desde su propia cultura, su arte,
su pensamiento, su literatura, sus formas de proceder y de "habérselas
con las cosas"? Más en particular, ¿Qué
puede hacer Andalucía, el País Vasco, Cataluña
y cualquier comunidad española, para enriquecer la idea
de lo humano desde su forma de vida, sus creaciones, su arte,
su literatura, su filosofía, su pensamiento, su cultura,
en suma?
Es
la idea de lo humano lo que está en cuestión hoy.
Es eso fundamentalmente y lo demás es huida o ceguera.
Lo humano equivale hoy por doquier a simple "cosa",
a simple mercancía, a simple interés individualista,
a simple herramienta productiva, a simple... Lo humano, en cuanto
tal, está vaciado de sentido. Esta nada de lo
humano necesita una colectividad capaz de levantarse contra los
poderes existentes y aportar ideas con contenido que
puedan ofrecer un sentido "cualitativo" a lo humano
en cuanto tal, que es realmente lo que está en juego hoy,
en la comunidad de los seres humanos y valgan las redundancias.
En
tal contexto global, esta
lucha por la identidad de una colectividad precisa que contemplamos
se me presenta como una forma de huida respecto a los verdaderos
problemas que he mencionado. Todas estas revueltas en Cataluña
son triviales, carecen de significación para los problemas
reales. Y que sí, que se puede cuestionar la forma de pertenencia
a España e incluso pedir la independencia. Que sí.
Que eso es una lucha legítima, si todo un pueblo catalán
o su mayoría así lo experimenta. Pero que no intenten
confundir. En esa lucha -¡que, como digo! (pues luego vienen
los malentendidos)- puede ser legítima si la mayoría
del pueblo catalán así lo experimenta, no veo ningún
propósito que tenga que ver con los grandes problemas ante
los que hoy estamos enfrentados. No veo un interés revolucionario
por cambiar la idea de lo humano, que hoy está pisoteada,
maltratada, vilipendiada.
"Ni los hunos ni los hotros" es un
rechazo lanzado al modo en que los grandes problemas de la colectividad
actual son ignorados, lanzados al vertedero de la indiferencia,
mientras se simula atenderlos a través de una oposición
huera entre hunos y hotros.
No se trata tampoco de un situarse "equidistante". Tampoco
es una retirada del juego político so pretexto de que hunos
y hotros son igualmente reprochables. Al contrario, la
reprobación contra ambos se hace pública, fehaciente,
y afirma la independencia de juicio respecto al presente, la autonomía
del ciudadano respecto a la lógica oposicional de dos combatientes
resentidos. Es una toma de posición, pero una toma de posición
expresa y valiente a favor de una idea que pide el presente, de
una idea de comunidad que "no está presente"
ni en un lugar ni en otro y que, sin embargo, se hace notar precisamente
porque falta, porque está ausente y porque esa ausencia
duele de verdad: la idea de una ausencia mucho más presente
que todas las presencias, una presencia de lo despresente
en el presente contra el presente.
Más
acá del sincretismo, más allá de la equidistancia
y a resguardo de la tentación del descompromiso, el unamuniano
"ni los hunos ni los hotros" expresa
la falsedad del litigio mismo entre dos pretendientes igualmente
despreciables, denuncia que ese litigio ocupe el lugar central
en el presente, que se instale como motor del devenir social y
segregue los verdaderos problemas, los problemas que trascienden
la oposición omnipresente de los que se disputan el mundo
público. "Ni los hunos ni los hotros"
tiene la fuerza de apelar a una comunidad distinta, a una comunidad
no regida por la lógica oposicional que invade el espacio
de lo público; invoca una comunidad-otra, una comunidad
de interpelación recíproca, en la que se trata de
convencer más que de vencer. Frente a las mitologías
que suelen crecer al abrigo de las emociones inmediatas, este
gesto pide un sólo tribunal divinizado: el de la inteligencia,
la única instancia que merece un "templo".
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18/10/2019
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Amistad, en griego, se dice filía. El fundamento
de la política, para Aristóteles -cuya visión
nos desborda por su grandeza- está en la filía.
"Todo es obra de la amistad, pues la elección de la
vida en común la supone" (Política,
1281 a). Y la amistad implica la virtud, en cada uno y en su relación
de filía con los demás. Así, pues,
la política presupone la ética. Ahora bien, la ética
implica, por su parte, la relación con el ser: es un modo
de "ser". Pues la virtud no es un mero ajuste del comportamiento
a ciertas pautas de "corrección"; es "el
modo de ser por el cual el hombre se hace bueno y por el cual
realiza bien su función propia" (Ética
a Nicómaco, 1106 a 20).
La
política no es el mero asunto de la ley, de las reglamentaciones,
de los derechos, de las fórmulas, de las reglas. Tiene
como fondo a la ética y al ejercicio de una excelencia
en el modo de ser. Todo eso reunido es el fundamento último
de lo político: filía, amistad. Y es lo
que nos falta, no sólo en la práctica, sino también
en la teoría.
Una
sociedad cuyo modo de "ser" se fragua, como en la nuestra,
en el desprecio recíproco, no es una comunidad política.
Y esta comunidad, que no es verdaderamente política, quiere
solucionar sus problemas recurriendo a la exigencia "política"
de ajuste a la ley. Los que se desprecian recíprocamente
enarbolan constantemente la bandera del derecho. Esto es incomprensible.
Es un círculo cuadrado.
Nuestros
problemas fundamentales no radican en el plano "politológico"
tan reducido, tan escuálido, al que hemos llegado y tal
y como lo comprendemos. La ausencia de fundamento en la amistad
es la "nada" de nuestra supuesta comunidad política:
su nihilismo. El mayor revulsivo, el arma más potente contra
las calamidades que nos rodean, tiene este nombre: filía.
Hacen
falta, se da uno cuenta de inmediato, algunas aclaraciones respecto
a lo anterior.
1.
Filía no implica necesariamente la relación
personal. Es una promesa infinita
¿Amistad
como base de la política? ¿Quiere decir Aristóteles
que seamos todos amigos, todos los ciudadanos? No se trata de
ser amigo de todo el mundo, si por amistad entendemos esa relación
que mantenemos con unos pocos y de forma personal. Esa relación
con unos pocos pertenece al mundo privado. Yo tengo los amigos
que me da la gana y usted los suyos. Ahora bien, la filía
no es una relación eminentemente privada, sino que conduce,
en su sentido más profundo, a lo público. Ahí
no tengo los amigos que me da la gana, mire usted. Ahí
todos han de ser, en otro sentido, amigos. En su magnífico
libro sobre la amistad, Derrida nos aclara el reto que esto implica.
La amistad, este suelo profundo de la política, es aporética.
La amistad tiene este sentido aporético o paradójico
conducida a lo público: por un lado, en efecto, la amistad
se realizaría (de hecho) en un número reducido de
relaciones; por otro lado, la amistad pide desbordar esa limitación.
¿Por qué no, por ejemplo, el inmigrante? ¿Por
qué es mi amigo este o aquel, a quienes conozco, y no el
extraño que viene y al que no conozco personalmente en
el terreno privado? ¿No lo merece? Lo merece. Tendría
que integrar, pues, al inmigrante. Y en general, a todo el mundo,
por el sentido mismo inherente a la amistad. Pero esto, esta aporía
entre su ineludible limitación y su necesario carácter
ilimitado, es lo que hace de la amistad un motor social y público.
Es una exigencia infinita que siempre excederá
a las relaciones finitas. Lo importante es ese infinito.
La amistad es una promesa infinita. Nunca se colmará.
Nunca se hará presente. Pero esa infinitud de lo imposible
es lo que mueve lo posible. Es su invisible anhelo [Derrida, J.,
Políticas de la amistad, Trotta, Madrid, 1998]
2.
Filía no es fusión que allana, sino diferencia
articulada. La admiración
La
filía griega subraya la heterogeneidad, la diferencia
insalvable. El litigio (muy lejos de esto de la competición)
es, para el griego, potencia creativa. Un litigio es algo distinto
de una competición y un enfrentamiento. No se basa en una
lógica oposicional, sino en una lógica
diferencial. Es una disyunción constituida por la
relación libre entre diferentes. Y eso que hace encontrarse
a los que están en relación de amistad, por sus
virtudes diferentes y sus modos de ser heterogéneos, es,
a mi juicio, la admiración. Sin admiración recíproca
no es posible la amistad. Ni la amistad ni ninguna relación
humana elevada, rica, digna.
3.
Filía frente a desprecio recíproco
Se
ha dicho en lo anterior que nuestras sociedades actuales se basan
en todo lo contrario de la filía. Se basan en
el desprecio recíproco. Esto no necesitaría más
comentario, pues apela a una experiencia compartida. Sabemos que
es así, experimentamos que es así. Comprobamos día
a día que es así. Sufrimos, cada uno, su forma de
desprecio por parte del otro. El desprecio, como forma predominante
de relación en nuestras sociedades, tiene una causa económico-capitalista
y neoliberal, pues bajo estos dos supuestos, todo es guerra de
unos contra otros. Ahora bien, el desprecio se funda en un suelo
más hondo que el socio-económico. El desprecio es
también, como la filía, un modo de
ser. Constituye un modo de estar el ser humano en el mundo
y ante el otro. Es existencia y no sólo transacción
economicista y neoliberal. Es un error reducirlo al capitalismo
y al neoliberalismo. El desprecio es el modo de existencia, para
decirlo con Nietzsche, del resentimiento. El resentimiento
se expresa psíquicamente, pero no se funda en la psicología
o la psiquiatría. Es ontológico (hace relación
con el ser). Un ser humano vive en el resentimiento cuando
funda su ser en la negación de un otro. La ley del desprecio
en nuestras sociedades, y frente a la filía, es
precísamente esa negatividad radical en el acto de ser.
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Desastre
ecológico (II). Esperar al dios tecnológico o el acontecimiento
de la servidumbre |
01/10/2019
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Dice,
en una entrevista, Lypovetsky,
esa cabeza huera de La era del vacío, ese teórico
del vacío contemporáneo con análisis
tan vacíos como el objeto de sus estudios (de ahí
que se le aúpe como "filósofo de la liviandad
actual" y se esté, realmente, describiéndolo
a él mismo, como ejemplo de intelectual que se limita a
propalar verdades de Perogrullo y liviandades), en fin, dice el
que critica nuestra época como "ligera" y "acomodaticia",
diece Lypovetsky que la tecnología es lo único que
puede hacer frente al problema del cambio climático."Creo
que es una utopía pensar que podemos pararlo cambiando
nuestros hábitos", afirma sin atisbo de resignación.
Está convencido de que la tecnología es la única
esperanza."Creo -nos dice el profundo y alabado intelectual
de las superficialidades- que es una utopía pensar que
podemos parar el desastre ecológico cambiando nuestros
hábitos". "Es una ilusión creer que vamos
a ver cambios en nuestro modo de vida motivados por la virtud".
Hablábamos
del poder y el acontecimiento ¿Qué "acontecimiento"
tiene lugar en medio de todas las invocaciones a la tecnología
futura como último recurso contra el desastre ecológico
al que nos aproximamos? Uno lee esas cosas y se le cae el alma
al suelo.
No
se trata de dirigir la mirada precisamente a los "hechos".
Si hablamos de hechos, hay que decir que la inercia de las fuerzas
ciegas que articulan interiormente al neoliberalismo y al capitalismo
son enormes. Sí, es un hecho.
Hay
que decir, también, que enfrentarse a ellas mediante la
voluntad y la decisión de un gran número de individuos
en rebeldía, de una multitud en cólera, por así
decirlo, ocasionaría un tránsito doloroso a otro
modo de organización económica y política,
pues lo que muere, muere mantando, ya se sabe. Sí, es un
hecho.
Remitirse
a "hechos" significa saber que el avance tecnológico
será capaz, en un futuro más o menos próximo
y en un contexto en el que se perciban grandes riesgos para la
supervivencia, generar intervenciones que suturen artificialmente
las heridas a la naturaleza. Sí, es un hecho.
Todo
eso son "hechos". Los hechos tienen su propio régimen
de comprobación, de ratificación, de prueba. Y ese
conjunto de hechos parece dibujar un camino "efectivamente"
venidero. Es un hecho.
Pero
en el cruce de todos esos hechos se trama una historia de la comunidad,
se forja un "modo de ser", quizás, de una civilización.
Y eso ya no es ningún hecho. Emerge en el cruce de los
hechos, por supuesto, pero no es una mera "suma de hechos",
sino la inteligibilidad de su reunión, lo pensable respecto
al todo y mayor que la suma de sus partes. El acontecimiento designa
a lo que sucede "cualitativamente" en el intersticio
de los hechos.
Y
eso que "sucede", en la invocación a una salida
por la vía de una intervención tecnológica
futura, es, por un lado, el mantenimiento del movimiento capitalista
y neoliberal como algo intocable, el arrodillarse a su inercia
inmanente (sí, es un acontecimiento), y, por otro, abandonarse
a los designios de otra inercia ciega, que es la de la enorme
expansión de lo tecnológico como hábitat
humano (sí, es un acontecimiento).
Los
hechos dibujan inercias de una colectividad. El acontecimiento
es el ser de esa colectividad en una situación en la que
se abandona a tales inercias. Y está claro. Ese abandono
es el acontecimiento de un servilismo. El acontecimiento reside
en el servilismo asombroso de la colectividad a las fuerzas demoníacas
que ha desatado y que se vuelven contra ella. De otro modo: el
servilismo, él mismo, es una causa del devenir de esta
colectividad cuando enarbola ese "sentido común"
tan inocente en apariencia que consiste en esperar a que la tecnología
arregle las cosas. El servilismo no es un efecto de esa posibilidad.
Es la causa que hace emerger esa posibilidad.
Mire
usted a los hechos y no encontrará algo así como
el "servilismo". Porque el "servilismo" ni
se ve, ni se huele, ni se escucha, ni se paladea, ni se toca.
Es un acontecimiento. Ahora bien, no es una nada, un fenómeno
abstracto o un recurso místico de mentes poco apegadas
a la practicidad del mundo. El servilismo es absolutamente real
y provoca muchos más efectos que los hechos, precisamente
porque genera conjuntos de hechos, plexos de facticidades, formaciones
complejas de positividades. Es una causa incorporal.
A
este respecto, hay que decir que un camarero "sin estudios"
o un albañil jubilado (si no se lo estuviera devorando
el alzheimer) tienen más claridad para "captar"
el acontecimiento que las alambicadas mentes así llamadas
"intelectuales". Porque viven realmente en un mundo
esclavo y servil y lo sufren. Ellos saben bien que el servilismo
de toda una sociedad es una causa incorporal que genera su cárcel
y, por eso, tienen claridad acerca de qué tipo de hechos
puede generar el acontecimiento del servilismo.
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Del
poder como acontecimiento o causa incorporal-material |
30/09/2019
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"El
poder, obviamente, remite a las instituciones y, en especial,
al Estado, como institución de instituciones. Pero el poder
no proviene de las instituciones, como si éstas fuesen
"agentes". Creer en las instituciones como origen del
poder equivale a un pensamiento mágico que busca espíritus
en todas partes. La mayoría de los debates políticos
se mueven en este espacio de pensamiento mágico. A todos
los niveles, en lo micro y en lo macro, se aborda el tema como
si el poder consistiese en introducirse en instituciones y en
convertirlas en origen, en causa primera. Foucault lo aclara con
inteligencia. "Al analizar las relaciones de poder desde
el punto de vista de las instituciones se sigue en condiciones
de buscar la explicación y el origen de las primeras en
las segundas, o sea, finalmente, explicar el poder por el poder.
Esto no es negar la importancia de las instituciones en el establecimiento
de las relaciones de poder. Por el contrario, sugiero que uno
debe analizar las instituciones desde el punto de vista de las
relaciones de poder, antes que a la inversa, y que el punto de
anclaje fundamental de las relaciones, aun si están corporizadas
y cristalizadas en una institución, debe encontrarse fuera
de la institución".
El poder conforma
toda la esfera de relaciones sociales. No es una "instancia"
(gobierno, institución). Es un "modo de operar"
articulado en mil formas entrecruzadas en una sociedad. Pero pensar
así el poder no significa pensar "cosas" (de
nuevo: instituciones); tampoco "personas" (que el poder
surja de las personas es otra creencia propia del pensamiento
mítico). Pensar el poder es pensar "fuerzas"
y "relaciones de fuerza". Ahora bien, las fuerzas "acontecen",
es decir, "devienen", "tienen lugar". Pensar
el poder es pensar, no "instancias de poder", "personas"
y "estructuras", sino conglomerados de fuerzas-acontecimiento
que se relacionan de modo complejo. Y pensar el "tipo",
el "modo", de esa compleja relación de fuerzas-acontecimiento"
es, por supuesto, pensar sus materializaciones institucionales
y personales, pero sólo como un medio hacia la comprensión
de las fuerzas que entran en juego y que, en su entretejimiento,
con-forman el espacio de lo que "acontece". Lo que acontece
es paradójico: no es corporal, es un incorporal, aunque
siempre materializado en instituciones, personas y procesos. Es
un incorporal-material. Pero los debates, las opiniones, las "grandes
discusiones", se quedan, la mayoría de las veces hoy,
en materialidades. No liban acontecimientos.
Estamos en un
positivismo político. Los que detestan escuchar el término
"acontecimiento" y lo vinculan con un supuesto pensamiento
"abstracto" o "místico" que "no
toca la realidad" son unos fanáticos de las cosas,
de los hechos y de las reyertas entre personas. Intentando ser
"empiristas", "prácticos", "concretos"
(y similares), permanecen en el pensamiento mítico. Y,
de un modo contrario a lo que dicen una y otra vez hasta el hastío,
los acontecimientos son la realidad más tangible y visible,
la que más se toca y se ve. Pero no con con las manos del
cuerpo o los ojos de la cara, que están para otras cosas,
sino con las manos y los ojos del pensamiento o, si me permiten
la expresión (metafórica), con los del alma.
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Desastre
ecológico (I). El acontecimiento-Greta o la auto-fagia
civilizatoria y agenésica de nuestra época |
26/09/2019
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¿Qué
ocurre con "Greta"?
Greta atrae y
convence, levanta pasiones. Greta no atrae y no convence, levanta
pasiones contrarias. ¿Esto qué es?
"Greta"
no designa a una activista "auténtica"; tampoco
a todo lo contrario: a una ilusión de activismo tras el
cual se ocultarían intereses, gestos equivocados, intenciones
distorsionadas o cualquier otra instancia desacreditadora. No
designa ni a una ni a otra. Y no lo hace porque "Greta"
no designa a una persona; designa, más bien, al lugar de
un "acontecimiento impersonal". Es el acontecimiento
en el que la totalidad de una sociedad, opinando y operando respecto
a la Greta-persona, se refleja a sí misma. El acontecimiento
"Greta" cualifica, no a la persona Greta, sino a la
comunidad que pronuncia ese nombre.
Es, dando esto
por supuesto, el acontecimiento de una contradicción auto-destructiva
o de una paradoja perversa. El acontecimiento de la contradicción
entre el impulso al cambio real del mundo, por un lado, y la necesidad
de no cambiar nada, por otro. Es esa contradicción general,
pero especificada en la forma concreta de una contradicción
entre el impulso, por un lado, a descoyuntar el rumbo que conduce
a la destrucción del planeta y, la absoluta necesidad,
por otro lado y en sentido inverso, de que ese deseo transformador
no tenga lugar. De que no tenga lugar, porque ello -la posibilidad
fehaciente e inminente de que tuviera lugar- significaría
que el ser humano se reconoce inserto en una lucha que no es imaginaria,
en una lucha en la que se juega lo que él es, en una lucha
en la que pone en obra la prueba efectiva de su propio "ser".
Tal posibilidad de auto-transfiguración y de transfiguración
del mundo verdaderamente reales es temida por el ser humano actual
como teme un alma piadosa al diablo.
Es asunto de
una investigación compleja el de averiguar a fondo de dónde
surge ese pavor, y eso no se puede despachar en unos párrafos.
En cualquier caso, un buen observador constata con el tiempo que
el "terror a lo real" forma parte de nuestra época
y que determina que todos los procesos humanos tendentes a la
regeneración de las cosas mismas terminen adoptando la
forma de una "ficcionalización del mundo". La
ficcionalización del mundo es, precisamente, la ilusión
según la cual se está en movimiento, pues el movimiento,
el devenir, es toda una obra de prestidigitación del imaginario
colectivo presente. La sociedad actual se agita con una intensidad
febril, se desasosiega sin pausa en un ajetreo de conmociones
continuas. Pero tal agitación, tal desasosegante trasiego
de la sociedad, tiene un sentido del que es preciso tomar buena
nota, pues es escurridizo y tiende a resbalar de las manos tan
pronto se toma en ellas: el sentido de ocultar la pétrea
inmovilidad en la que se encuentra.
Una inmovilidad,
una detención del devenir, del tiempo, del decurso de la
vida, es insoportable para cualquier ser humano. Es insoportable
porque el ser humano es excéntrico, siempre una extradición
respecto a lo que lo fija y lo paraliza. El ser humano es, en
un alto y noble sentido, un "ser errático", un
ser que está lanzado desde sí hacia su "fuera
de sí", hacia una exterioridad capaz de autotrascenderlo
creativamente, de enriquecerlo al coste de alterarlo. Y bien,
es debido a que resulta para él insoportable ahogar esa
heroica y hermosa gesta de su erraticidad autoalterante por lo
que se ahorra la angustia moviéndose concéntricamente,
simulando, pues, el movimiento que transforma de hecho. Arruina
así su movimiento ex-céntrico, sometiéndolo
a uno vertiginoso pero con-céntrico; deforma su erraticidad
auto-generativa, que pone siempre rumbo al franqueamiento de lo
posible, y la rebaja a la abyecta forma de un "andar sin
rumbo": de "errático" pasa a ser "errabundo".
La ficcionalización del mundo es ese autoengaño
esencial por el cual un individuo, un grupo, una entera colectividad,
fingen su movimiento de devenir a través de una multitud
de procesos, al mismo tiempo que no devienen nada. O, mejor: al
mismo tiempo que devienen una "nada"; la ficcionalización
del mundo es el carácter subjetivo de la organización
objetiva del vacío.
"Greta"
no es, en efecto, una persona. Es el lugar de este acontecimiento
central en nuestra época. No importa si la persona Greta
es así o asá. Poner cerrilmente la mirada exclusivamente
en esa existencia singular es evadir el problema. Y los seres
humanos somos tentados continuamente a este error, a considerar,
bien lo concreto singular, bien lo universal abstracto. No, "Greta"
no designa una persona; es un universal singular; designa
al acontecimiento por el cual una sociedad se ve atenazada continuamente
en la paradoja de anhelar transformar el mundo y de tener que
simular hacerlo. Es esa síntesis de opuestos. Y, como tal,
ese acontecimiento es, al mismo tiempo, su contra-acontecimiento:
haz y envés de lo mismo.
Acontecimiento
que es su propio contra-acontecimiento. Porque la enfermedad de
Occidente tiene este nombre: "génesis autófaga",
generación que se devora a sí misma en su propio
proceder. El acontecimiento/contra-acontecimiento "Greta",
entonces, es la expresión de la impotencia para crear-se,
para alterar-se, "agenesia", y se repite de mil maneras:
cuando los seres humanos de esta época quieren y no quieren,
al unísono, transformar sus procesos educativos, sus sistemas
de distribución de la riqueza, sus métodos de cuidado
del otro, sus formas de relacionarse con el extranjero y con todo
lo extraño...
El acontecimiento
autófágo "Greta" es un virtual que se
efectúa o realiza en una miríada de ficcionalizaciones,
de "procesos-y-contra-procesos", en los que se cifran
las miserias e iniquidades de esta sociedad, sociedad estacionaria,
detenida en su propio zarandeo. Es, mirado psicológicamente,
el acontecimiento de la hipocresía esencial de la colectividad
presente, su huida de lo real hacia un reino de fantasmagoría,
de ficcionalización presuntuosa persistente.
Tan persistente
y tan esencial que integra en él a este mismo gesto crítico,
este que aquí se cumple y sella, en estos melancólicos
párrafos que quisieran transformar algo y que, casi con
toda seguridad, sólo cumplen la función de engañar
y consolar al que los escribe y firma.
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"Culpa
cultural ascética" y "culpa trágica".
¿Por qué deberíamos sentirnos culpables
del mal en el mundo? |
18/08/2019
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"No
soy la causa de los males del mundo. ¿Por qué
habría de experimentar culpa?" Esta pregunta
no es baladí. Se la puede hacer cualquiera y,
de hecho, es posible que esté en el fondo de
cierto sentimiento de sobre-demanda de los habitantes
del "Primer Mundo". ¿De qué
es uno "culpable", si ha nacido ya en un mundo
con injusticia, si se ha encontrado con esta injusticia,
si no la ha causado y lo único que hace es intentar
vivir como cualquier otro ser humano? ¿Se le
puede pedir a alguien de Europa que sienta "vergüenza"
(lo cual delata la culpa) por las muertes de inmigrantes
en el Mediterráneo, por la de jóvenes
o viejos guerrilleros en un remoto infierno?
Tal
vez haya una "culpa trágica" muy distinta
de la "culpa cultural ascética" (se
me ocurre llamarla así, ignoro si tiene un nombre
específico en el psicoanálisis).
El
peligro para el psiquismo que encierra esta segunda
ya lo analizó Freud en "El malestar de la
cultura". El argumento freudiano se refiere a una
cultura, la nuestra, orientada a un excesivo ordenamiento
de la vida mediante el trabajo y sus reglamentaciones,
de donde se deriva una represión también
excesiva del deseo. Si nuestra cultura (se podría
añadir) no anhela sólo su propia supervivencia,
sino, más allá, el dominio de toda la
tierra, ¿no tendrá que organizar la actividad
de la población como si se tratase de la de un
enorme ejército? ¿Y no tendrá que
organizar esa vida en torno al trabajo? Se trabaja,
uno lo sabe oscuramente, para algo más que para
sobrevivir y para generar una existencia digna. Se trabaja
creando un gigantesco exceso de rendimiento. ¿Y
para qué va a ser realizado tal esfuerzo, sino
para utilizar su resultado en el gobierno de todo lo
que se plante delante?
Se
puede uno imaginar que nuestros ancestros más
lejanos, expuestos a una naturaleza hostil que los amenazaba
continuamente con un poder titánico, desarrollaran,
como reacción, un impulso a someterla, a la naturaleza
toda, mediante una organización compleja y cada
vez más espartana. Ese impulso al dominio de
la naturaleza entera, surgido del sentimiento de indefensión
en un animal sin fieros colmillos y garras y sin la
guía certera del instinto, ya debilitado y suplantado
por una inteligencia en ciernes, se mantiene ulteriormente
como producción de un colosal desarrollo técnico
y utilitario. Pero el "progreso técnico-estratégico",
experimentado inconscientemente como "armazón"
de conquista del mundo en cuanto tal, exige un denuedo
conjunto formidable, expresado en el trabajo, que agota
las horas y los días, que ordena la vida en torno
a ese fin supremo y le pone coto en sus derrames ociosos.
El capitalismo es, por debajo de su estructura económica,
por debajo de toda ideología neoliberal, ya se
ve, un arma necesaria de un enemigo más poderoso:
el nihilismo y la voluntad de dominio del mundo.
En
cualquier caso, este impulso generó poco a poco
un ascetismo colectivo in crescendo que M. Weber tuvo
la lucidez de auscultar. La cultura del placer -también
enorme-, en nuestras sociedades avanzadas, no sería,
entonces, más que la contrapartida mínima
para restarle visibilidad al ensañamiento del
trabajo: una "empresa de placer", por tanto,
dirigida a abotargar más que a satisfacer el
deseo.
Un
desarrollo tan exacerbado y sutil del régimen
ascético quizás esté entorpeciendo
la labor vital de Eros -pensaba Freud- y levantando
de su sueño al temible Thanatos, la protesta
terrible del deseo reprimido y encerrado con cien llaves
en las mazmorras del inconsciente. Y ya se sabe, a Thanatos,
que es la hostilidad de la cultura hacia la cultura
misma, el espíritu "que todo lo niega",
el paradójico rastreo, seguimiento y promoción
de la auto-destrucción (¡qué perplejidades
en el ser humano!), cuyo agitado afán hoy presentimos
sin atrevernos apenas a formularlo, pues iría
contra toda lógica "racional", esa
afrenta, sí, contra nuestras propias condiciones
culturales de existencia, despierta a su vez la crueldad
de los mecanismos represivos, la malicia del Super-yo,
dando lugar a un círculo de auto-flagelación
en el atormentado psiquismo: cuanto más alto
protesta Thanatos destruyendo los vínculos de
hermandad que aseguran la cultura, de forma más
terrible se presta ese tribunal superyoico al castigo.
Ese
castigo de los seres humanos occidentales a sí
mismos se desliza en los entresijos del día,
en andanadas del sueño nocturno, en el auto-desprecio
que acompaña -lo sabemos- a todo nuestro orgullo.
Todos sentimos, en efecto (rarísimo sería
quien dijera que no) esa presión silentemente
excesiva que exige someterse a la producción
continua y que castiga con tan inflexible dureza. Sí.
Y no digamos en el más próximo ahora:
los seres humanos de Occidente pagamos un alto precio
por nuestra bonanza, el precio de la sujeción
continua. No extrañaría que en esta oscura
raíz de la culpa residiese el secreto último
del malestar clandestino que se extiende y que, con
seguridad, tendrá fatídicamente que crecer
en lo sucesivo (¿hasta dónde, pues no
sabemos cuánto puede un cuerpo?)
De
esa culpa se nutren las innumerables instancias de normalización
de nuestras sociedades avanzadas, tan numerosas y variopintas
que se necesitaría un tratado entero para reseñarlas.
Esa culpa es la que explica que se acepte voluntariamente
el dominio. Y hay una masa de viles sometidos que, sin
saberlo, se erigen en jueces y defensores de mil formas
de ese ordenamiento disciplinario en nombre del "progreso"
y hasta enarbolando moralina que convence a los ingenuos.
"¡Culpable!" es su dictamen diario,
pertinaz, el de esos muchos (como diría Nietzsche)
que contribuyen a la domesticación del ser humano.
Sin saberlo, inconscientemente, pues atribuirles conciencia
sería concederles una inteligencia de la que
carecen. Son los resentidos cancerberos de la organización
del vacío y de la concomitante racionalización
de la existencia. Producen náuseas.
A ese
tribunal, a esa culpa cultural ascética, ni agua.
No hay mejor terapia que llevarla al desierto en el
alma y matarla de sed. Ni agua tendríamos que
darle, pues se encamina a nuestra inculpación
creciente y al sometimiento creciente que contrarresta
a esta inculpación, hasta que ya no se pueda
más y... en fin, nos tiente ese suicidio colectivo
cuyo nombre aterra con tan solo pronunciarlo y que por
eso ahuyentamos mediante panfletarios discursos de confianza
en la humanidad de la humanidad.
Pero
la "culpa trágica" es otra cosa. Hablaba
de ella Jaspers. "Culpa" significa, en ese
otro sentido no freudiano, trágico, "ser
deudor". Se es deudor en la vida, no por "estar
en falta", sino por todo lo contrario, a resultas
de sentirse agradecido por sus dones. El agradecido
por los dones que la vida le ha dado, según este
espíritu trágico, no puede -precisamente
por ese agradecimiento- evitar sentirse "más
allá de sí", en deuda con la humanidad
que sufre y que, como él, sin embargo, merece
con igual justificación tales dones. Partiendo
de esa noble comprensión de la "culpa",
bien alejada de la freudiana, hay que insistir, porque
no castiga sino que espolea, se expresaba del siguiente
modo Jaspers (que es a lo que iba, querido lector):
«En el mundo abunda, sin duda, la muerte inocente.
El mal oculto destruye sin ser visto, hace cosas que
nadie oye. Ninguna autoridad del mundo llega siquiera
a tener noticias de él (de cómo un hombre
es torturado solitariamente hasta morir en la mazmorra
del castillo). Los hombres mueren como mártires
sin serlo cuando su martirio no es percibido ni será
conocido nunca por nadie. La tortura y destrucción
del débil acontecen diariamente sobre la faz
de la tierra. (...) ¿Dónde está
la culpa de la destrucción inocente? ¿Dónde
el poder que condena al inocente a la miseria? Allí
donde los hombres han despejado esta pregunta ha surgido
la idea de culpabilidad compartida. Todos los hombres
son solidarios. (...) [Y se experimenta que] yo soy
culpable del mal que ocurre en el mundo si no he hecho
todo lo posible, incluyendo el sacrificio de mi vida,
para evitarlo; soy culpable porque vivo y puedo seguir
viviendo mientras esto sucede. De ese modo abarca a
todos la culpa compartida de todo cuanto ocurre»
(K. Jaspers, "Über das Tragische", en
Von der Wahrheit)
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Capitalismo
y metafísica
Contra la idea de la exclusividad del capital como causa
de la crisis espiritual |
28/05/2019
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El
capitalismo, con todas las metamorfosis que adopta hasta
ahora (capitalismo semiótico, capitalismo
cultural, capitalismo-espectáculo
y otras) se extiende como una mancha de aceite. Eso
está claro. Ahora bien, la convicción
según la cual el capitalismo explica todo lo
que sucede no es ni sociológica ni política,
sino metafísica, y esto acarrea serios problemas.
Tal convicción se refiere al todo de lo real,
de lo social-real. En ese sentido, dicha tesis debe
medirse con otras alternativas: todo lo explica la racionalidad
teleológico-estratégica (escuela de Frankfurt),
todo lo explica la comprensión técnica
del mundo (M. Heidegger), etc. A la vista de los diferentes,
variados y serios diagnósticos que se han realizado
sobre nuestro tiempo (sobre todo en el S. XX), esta
tesis es, adoptada sin más como "evidente",
ingenua y unilateral. Sin embargo, impera hoy en la
mayor parte de los estudios sobre el presente o, al
menos, en los más exitosos; gobierna, asimismo,
la conciencia de un gran número de "intelectuales"
y la fe de mucha "gente" del "pueblo".
Quiere decir esto que no sólo estamos aquejados
de mil males por el capital, sino que sufrimos los males
de la crítica ingenua y unilateral vinculada
a la tesis señalada.
Es
metafísica de un modo necesario esa tesis por
la razón esgrimida (se refiere al todo y es en
la metafísica donde se dilucidan estas cuestiones
o, mejor, en la transformación de la metafísica
tradicional en ontología). Y si alguien desea,
despreciando la ontología (un desprecio muy extendido
entre intelectuales de nuestro hoy), conducirla al ámbito
socio-político (ámbito en el cual lo ontológico
se encarna de un modo concreto, preciso), se encontrará
en un absurdo: "todo lo explica el capitalismo"
es una tesis irrefutable a priori, es decir, sin sentido,
siguiendo la prueba de fuego de Popper: para que una
afirmación tenga sentido ha de ser refutable,
al menos en principio. Ante cualquier tipo de suceso
que se esgrima como posible suceso no explicable por
el capital, la tesis va, irremediablemente, a dictaminar
que no, que es un producto del capital (ese suceso y
la actitud del que tal suceso presenta) y añadirá
"hipótesis suplementarias" que tienen
por objeto proteger de cualquier crítica a la
tesis en cuestión.
Es
tan irrefutable, tan sin-sentido- como que yo diga que
hay un burro volando pero que lo veo sólo yo.
A
las acciones y forma de vida a los que nos somete el
capital de un modo dogmático se une el dogmatismo
de los "guerrilleros monocolor contra el Todo-Uno
capitalista"
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Sobre
el uso actual más habitual de la expresión
"ideología". El politicismo
produce monstruos |
16/04/2019
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¿Qué
es una "ideología"? Uno de los mitos
del flamante siglo XXI consiste en interpretar todo
lo que sucede como expresión de un posicionamiento
"ideológico". Es una propensión
que se palpa en el tipo de libros que más se
venden, en artículos de opinión, en los
juicios que se realizan en la red... Cualquier fenómeno,
cualquier suceso, es convertido en "efecto"
de una "causa ideológica" por esta
inercia que se extiende. Algo ocurre y acto seguido
es enjuiciado como si fuese esencialmente "progresista"
o "conservador", "patriarcal" o
"feminista", "opresivo" o "liberador",
"colonialista" o "decolonial", etc.
El problema ahí camuflado es sutil. En un mundo
que muestra cada vez más intensamente sus rostros
amenazantes es lógico -¡y deseable!- que
emerja una actitud crítica capaz de poner a prueba
las pretendidas bondades de lo que se nos presenta.
De hecho, la cantidad de textos que ponen en jaque a
nuestro modelo de existencia social, comunitaria o civilizatoria
y que podemos encontrar en las librerías, así
como la densidad de los flujos desenmascaradores que
discurren por las redes, expresan una actitud crítica
que, a todas luces, es necesaria y que merece no sólo
respeto sino también admiración. Lo problemático,
entonces, no reside en la crítica en cuanto tal.
Reside en un supuesto de su proceder que se va incrementando,
a saber, la auto-posición crítica como
"ontología", como un modo de comprender
el "ser" de lo que sucede. Que un suceso o
una forma de praxis estén impregnados de connotaciones
"conservadoras", "colonialistas",
"machistas", etc. (habría muchos más
ejemplos) no implica que estos rasgos pertenezcan a
la "naturaleza intrínseca" de dicho
suceso o de dicha forma de praxis y tampoco que su aparición
esté determinada por ellos. Para generalizar:
que X pueda ser calificado como "ideológicamente
Y" no implica que Y sea la naturaleza de X o su
causa.
Un ejemplo. El 16 de abril del año en curso un
lamentable incendio dañó gravemente, como
se sabe, Notre Dame. Aunque al principio del
suceso se extendió un sentimiento de pesadumbre,
aflicción y tristeza, pasado ya el impacto afectivo
comenzaron a surgir en la red una multitud de comentarios
que incitaban a restarle importancia a lo sucedido -dado
que se trataría de un símbolo del catolicismo,
que no merece tanto respeto-, alusiones al exceso de
celo de los que lamentaban el incendio -aduciendo que
este exceso se debía a una conciencia aun no
lo suficientemente "decolonial"- y hasta opiniones
que hacían de lo acontecido algo digno de alegría
porque Notre Dame fue obra del patriarcado.
Ante tales "juicios desenmascaradores" uno
se queda atónito. ¿En qué se está
convirtiendo el espíritu crítico? Todo
se somete al rasero de la política. La política
se cree hoy ciencia mater, clave de bóveda del
edificio del porvenir. Que el ser humano sea un "animal
político" (Aristóteles) significa
que todo, en el ser humano, pertenece a su "ser
comunitario", no que todo haga relación
a la "ideología". El "ser comunitario"
es mucho más hondo y denso que el "ser en
la ideología". ¡Qué estrechamiento
de lo político si comparamos la comprensión
griega originaria sobre su sentido con la que empieza
a dominar en la modernidad y termina prevaleciendo en
nuestros días! Notre Dame es un símbolo
de nuestra existencia en común, más allá
de nuestros duelos ideológicos. No se limita
a ser expresión de "clase" o de "dominio".
Es, por mucho que lo ideológico pueda connotarlo,
expresión de disposiciones humanas que desbordan
lo ideológico: es, por ejemplo, expresión
de la conciencia humana de su finitud y de su relación
con lo trascendente infinito (y esto es anterior a toda
determinación político--ideológica).
Y es arte, ante todo arte, obra de una actividad, la
artística, que jamás podrá ser
apropiada por las categorías de la gobernanza.
Es como decir que el tipo de moral pensado por Inmanuel
Kant es expresión fundamental del "patriarcado"
¿Es el "imperativo categórico"
que ordena cumplir las promesas expresión de
un mundo dominado por el varón?
En todos estos casos cobra forma el error mencionado:
lo ideológico se toma no sólo como rasgo
de un suceso o de una práctica, sino, más
allá, como su causa o razón
suficiente. Es necesario poner en tela de juicio
este mito. ¿Qué decimos cuando le adjudicamos
a algo una "causa" ideológica como
la razón de su existencia? Cuando lo hacemos
estamos, sin saberlo, asumiendo la noción de
"ideología" del marxismo clásico.
Esta noción es la que subrepticiamente rige la
falacia que aquí se comenta. Y es que ha sido
la interpretación marxista de "ideología"
la que ha triunfado en el presente. Al poner en tela
de juicio esta concepción no se desprecia (¡de
ningún modo!) al marxismo en su totalidad, pues
esta corriente posee muchas caras o rostros, muchos
de los cuales pueden ser asumidos abandonando, al mismo
tiempo, otros. Analicemos sucintamente la noción
de "ideología" en el marxismo.
Antes de nada habría que decir que el término
"ideología" ha tenido diferentes significados
hasta ahora. La entrada
correspondiente en el Diccionario de Filosofía
de Ferrater Mora nos proporciona un compendio
bastante nutrido de esos significados. El artículo
siguiente es también, nos parece, un buen recurso
para recorrer la historia de este concepto: Estenssoro,
Fernando, "El concepto de ideología",
Revista de Filosofía, nº 15 (2006),
pp. 97-111.
Podríamos
distinguir en ese conjunto de significados, a nuestro
juicio, dos grupos. En primer lugar, aquellos que tienen
que ver, no directamente con lo político, sino
con la teoría del conocimiento, es decir, con
la teoría filosófica que se ocupa de indagar
cómo conocemos, qué facultades intervienen
en el conocimiento y qué límites posee
éste. En segundo lugar, los que se aplican directamente
a lo político. Al primer grupo pertenece, precisamente,
la línea de pensamiento en la que se utilizó
por primera vez el término. Se trata de los "ideólogos"
franceses del siglo XVIII. El iniciador de esta corriente
y el creador de la palabra fue Destutt de Tracy. En
su Élements d'ideologie entendió
por "ideología" la ciencia de las ideas,
una ciencia que daría cuenta del modo en que
se generan los conocimientos. Este punto de partida
estuvo muy influido por el sensualista Condillac, que,
a su vez, se basó en el pensamiento de Locke,
bebiendo de la tradición empírica y racionalista.
En Ensayo sobre el origen del conocimiento humano
(1746) Condillac defendía que el origen
de las ideas son las sensaciones. De un modo general,
la "ideología", tal y como la toma
esta escuela o línea de pensamiento, en tanto
ciencia de las ideas, tiene por objeto el origen de
las ideas y sus combinaciones, y por método el
rigurosamente analítico. Ahora bien, a este objeto
y método de la ideología se añadía
la convicción de que esta ciencia, al ocuparse
de las ideas, esclarece, finalmente, la manera en que
el hombre piensa y, consecuentemente, la forma
en que es posible el progreso en las ciencias, así
como en el mundo de lo social, lo político y
lo moral. Esta consecuencia es la que liga, por vez
primera, a la ideología, en cuanto ciencia,
con la política. De ahí que los ideólogos
no fueran meros intelectuales, sino miembros activos
de la agitada revolución francesa, convencidos
de poder erigirse en líderes del progreso social
y económico de la nación. Tal actitud
es la que propicia el traspaso del concepto de ideología
del ámbito filosófico al político.
De hecho, las posiciones políticas de los ideólogos
franceses suscitó una recriminación
por parte de Bonaparte según la cual la escuela
se dedicaba a cuestiones abstractas, a teorizar por
teorizar sobre la sociedad, la política y la
economía, intentando dirigir arbitrariamente
al pueblo basándose en vanos fundamentos racionales.
El segundo grupo de significados de ideología
toma como punto de partida este supuesto implícito
y lo conduce a consecuencias más complejas, ligando
el sentido de lo ideológico a lo político
de forma directa. Como hemos señalado, la teoría
marxista, en este contexto, ha sido la que ha triunfado.
A continuación resumo tal teoría sobre
la idología, para lo cual es necesario introducir,
siquiera someramente, algunos principios generales de
su compromiso filosófico.
Noción marxista de idología
y supuestos teóricos
La
noción marxista clásica de ideología
se comprenderá mejor en el contexto de los
supuestos filosóficos del marxismo clásico
más básicos y generales. Son los siguientes:
a.
Concepción del ser humano: realización
a través del trabajo y el trabajo enajenado
[Texto aconsejado. Marx. K., Manuscritos.
Escritos en 1844, no publicados en vida (1818-1883).
Inéditos hasta casi 50 años después
de su muerte. Primer
manuscrito.
Parte “El trabajo enajenado”]
Se
puede decir que, para el marxismo, el ser humano es,
fundamentalmente, un hacer-se. Su ser se
hace en la relación transformadora que mantiene
con su medio a través del trabajo. El sujeto
se realiza a través de su obra, de aquello
que produce transformando su medio.
A lo largo de la historia, sin embargo, el trabajo no
realiza al ser humano, sino que lo enajena (o aliena),
debido a que la sociedad se organiza en dos clases,
la de aquellos que son dueños de los medios de
producción y los productores. La historia es
la escena en la que se pone en movimiento el dominio
de una clase sobre la otra. La distinción de
clases adopta tres rostros: entre señor
y esclavo (sociedades arcaicas, esclavistas),
entre señor feudal y vasallo
(feudalismo) y entre burgués y proletario
(capitalismo).
La enajenación (de la clase sometida) es la imposibilidad
de realización objetivadora, pues el
objeto del trabajo es arrebatado por la clase dominante
(pérdida del objeto); a ello se une
la consecuente pérdida de sí mismo
(desrealización) y la supresión del
ser genérico (es decir, de la expresión
de un sentido genérico en la realización
de la obra, pues ésta no es meramente singular,
no es esta cosa, sino su modelo o tipo, que
resulta comprensible, además, por el ser humano
en su universalidad.
b)
Estructura dialéctica de la historia
Es una tesis fundamental del marxismo aquella según
la cual el paso de una sociedad a otra no es arbitrario
o casual, sino que se rige por leyes dialécticas.
En este punto, el marxismo aplica la comprensión
hegeliana de la racionalidad histórica, pero
invirtiendo su idealismo en un materialismo.
Una ley dialéctica está constituida
por tres momentos necesarios:
1.
Afirmación. Se trata de un equilibrio entre
las fuerzas productivas, por un lado, y las relaciones sociales derivadas
de ellas, por otro.
2. Negación. Ruptura del equilibrio anterior.
Las fuerzas productivas se desarrollan,
avanzan, dejando finalmente obsoletas a las relaciones
sociales. La contradicción entre ambas
conduce a una situación insostenible, hasta
que las relaciones sociales anteriores son sustituidas
por unas nuevas.
3. Superación. Establecimiento de una nueva
sociedad en la que se han impuesto las nuevas
fuerzas productivas y las relaciones sociales
que se han hecho necesarias.
En el Manifiesto Comunista Marx y Engels
expresan esta dinámica legal dialéctica
a propósito del paso de la sociedad feudal
a la capitalista (Marx, K./ Engels, F., Manifiesto
Comunista,
Centro de Estudios Socialistas K. Marx, México,
2011, pp. 31-33)
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c)
Superestructura e ideología
Supuesto
todo lo anterior, puede ahora ser esclarecido el significado
marxista de "ideología". Todo depende
aquí de la correlación entre la infraestructura
(las fuerzas productivas y sus relaciones sociales
vinculadas) y la superestructura ideológica.
En esta última se expresa la primera (el substrato
material de una sociedad) en el medio de las
ideas. Éstas conforman, en general,
la «conciencia»,
tanto acerca de sí misma como de la realidad,
que es articulada por el mundo simbólico de una
sociedad. Tal conciencia manifiesta los intereses de
la clase social dominante, es un reflejo de las condiciones
materiales, que constituyen el motor de la historia.
La ideología, esta conciencia
social interesada y dependiente de
la organización del trabajo de acuerdo con las
fuerzas productivas y las relaciones sociales que las
acompañan, se corporeiza en formas jurídicas,
en una organización política, en el proceso
social e intelectual, etc.
Es fundamental, en este punto, subrayar el orden de
determinación que va desde las fuerzas productivas
a las relaciones sociales y de ambas a la ideología:
"En la producción social de su existencia
-dice Marx- los hombres establecen determinadas relaciones,
necesarias e independientes de su voluntad, relaciones
de producción que corresponden a un determinado
estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales.
La totalidad de esas relaciones de producción
constituye la estructura económica de la sociedad,
la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico
y político, y a la cual corresponden determinadas
formas de conciencia social. El modo de producción
de la vida material determina [bedingen] el
proceso social, político e intelectual de la
vida en general. No es la conciencia de los hombres
lo que determina su ser, sino, por el contrario, es
su existencia social lo que determina su conciencia"
(Contribución
a la crítica...,
pp. 4-5. Puede resultar de interés al respecto
todo el prólogo). Pero la ideología
no se limita a conformar todo el mundo simbólico,
jurídico, etc., sino que da lugar a una forma
de proceder y de interpretar lo que nos envuelve: Forja,
así, un «modo de vida», un modo de
vida fraudulento, enajenante, alienante, pues estamos,
bien mirado, ante una "falsa conciencia" en
la que todo aparece al revés: el orden burgués
opresor es presentado como justo. Por lo demás,
la ideología, que es derivada respecto a las
condiciones materiales, es tomada como objetiva
y como fuente de todo lo que acontece en la sociedad:
se sustantiviza. En la ideología "los
hombres y sus relaciones aparecen invertidos y la conciencia
se sustantiviza" (V., en relación a todo
esto, La
ideología alemana,
pp. 19-20 y pp. 25 y ss.)
* * *
Volviendo
a nuestro problema inicial, podemos comprobar ahora
cómo el uso del término ideología
en la actualidad, en el seno de muy diferentes movimientos
de reivindicación o de protesta, se compromete,
sin saberlo la mayor parte de las veces, con postulados
de la herencia marxista que, de conocerlos, tal vez
serían rechazados. Cuando decimos, como se va
haciendo habitual, que Notre Dame bien podría
desaparecer en las llamas porque es expresión
de una ideología opresora (religosa,
patriarcal, etc.) estamos dando por sentado que ese
producto cultural, esa catedral, esa obra de
arte, es enteramente un resultado de la falsa
conciencia, de los modos de pensar y de la forma de
vida generados a partir de condiciones materiales del
trabajo (fuerzas productivas y relaciones sociales determinadas
por ellas). Decimos, entonces, que Notre Dame no posee
un "ser" más allá del que le
confiere su génesis económica. Decimos
que su "ser" se agota en la materialización
de una imagen ilusoria del mundo surgida a partir de
un modo de producción. Pero la ideología
es, al mismo tiempo, lo que gobierna ese hacer del ser
humano a lo que llamamos política. Tomamos,
así, a la ideología, no meramente como
un influjo que, proveniente del poder, haya
co-determinado su significado, su sentido.
Decimos que es la causa primera de esa realidad
a la cual llamamos Notre Dame. Pero, en ese caso, admitimos
solapadamente que Notre Dame no tiene un origen en la
tendencia humana a dar forma a sus sentimientos estéticos
(arte), en sus anhelos (profanos) de lo infinito (símbolo
del cual sería su construcción) o de su
tendencia al sentimiento religioso. En suma: damos por
supuesto que todos los productos culturales humanos,
el arte, la religión, la filosofía, el
derecho, etc. son expresiones lejanas de intereses de
clase y, más profundamente, de modos de producción
económica. Este reductivismo, que hace
depender todo producto humano al interés
ideológico del poder, convierte a la cultura
humana --entendida como el conjunto de propensiones,
anhelos, interpretaciones, valoraciones, etc. que constituyen
un modo de vida y un modus operandi--
en un fuego fatuo. La cultura, de este modo, sería
tan sólo la expresión de un poder y de
una política (reductivismo politicista).
Y lo mismo hacemos si afirmamos que la historia humana
es la historia del patriarcado o la historia
del colonialismo: no concedemos sólo que el patriarcado
o el colonialismo han empapado la historia de la humanidad,
sino que presuponemos que la historia de la humanidad,
en cuanto tal, tiene por causa al patriarcado o al colonialismo
y, en general, que es enteramente un constructo ideológico
germinado desde la relación económica
con el medio.
No es este el espacio para justificar nuestra tesis,
a saber, que la civilización humana posee dos
caras, la cultural y la socio-política,
siendo la primera el último substrato de lo humano,
constituido por propensiones relacionadas en forma de
problemas vivientes y en curso, y la segunda
la materialización de esta problematicidad invisible
cultural en respuestas sociales y políticas.
El lector interesado puede rastrear nuestra tesis en
El ocaso de Occidente, Herder, Barcelona, 2015,
Parte I. Baste señalar que quien opina con el
estilo anteriormente señalado se compromete con
una visión de la sociedad que convierte a todo
lo simbólico en ideología. Con eso, sí,
bastaría. Pues señalar que, además,
el que así opina se compromete con una comprensión
dialéctica de la historia, podría parecer
demasiado arbitrario siendo, por el contrario, completamente
correcto.
El marxismo no es, por sí mismo, una concepción
de lo humano y de la realidad que haya que tirar por
la borda. Nos ha proporcionado un legado del cual podemos
extraer preciosas y potentes armas para la crítica.
Ahora bien, quien lucha contra desigualdad, contra el
poder de clase, contra la opresión en nuestro
modo de trabajo, tiene dos opciones: o aceptar los presupuestos
del marxismo en su totalidad o tomar del marxismo aquellos
ingredientes que considere oportunos e injertarlos en
otra concepción. Lo que significa optar por el
politicismo y el economicismo (¡y
el ideologicismo, podríamos concluir!)
o por una creatividad que recoge frutos del marxismo
y los integra en un orden de pensamiento propio.
BIBLIOGRAFÍA
Marx, K., Manuscritos. Economía y filosofía,
Madrid, Alianza, 1993 [original: 1844]. Primer manuscrito.
Marx, K./Engels, F., La ideología alemana,
Barcelona, Grijalbo, 1970 [escrita entre 1845 y 1846].
Capítulo I.A (pp. 16-27).
Marx, K./Engels, F., Manifiesto comunista,
Madrid, Akal, 1997 [Original: 1847]
Marx, K., Contribución a la crítica de
la economía política, Madrid/México,
Siglo XXI, 2008 [original: 1859]. Prólogo.
Marx, K., El capital, México, F. C. E., 1946,
vol. I, pp. 36 y ss.
* * *
Concluimos
la reflexión partiendo de la hipótesis
que defendemos, ya indicada. Si la cultura no es un
mero constructo ideológico, si es fondo telúrico
generador de vida humana en colectividad, entonces,
por ideología se podría entender
(desde esta otra perspectiva) lo siguiente: generación
de una pseudo-cultura a partir de ingredientes puramente
políticos.
He aquí dos ejemplos de ideología en este
sentido:
1.
Caracterización de la "enfermedad mental"
como manifestación del "pecado". Terapia
católica del "desorden mental". La
influyente Guía de Nerviosos y de Escrupulosos,
del Padre Raymond, a principios del siglo pasado. Traducido
al español en 1913 
2.
La interpretación del "destino" de
España como "segundo pueblo elegido",
después del judío. El destino de España
en la Historia Universal, de 1940, escrito por
Zacarías García Villada y asumido, en
la dictadura de Franco, como acervo importante de la
Real Academia de Historia en aquel tiempo 
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¿Qué
es el "destino"? Notas sobre el Rhythmus
de un pueblo, una civilización o un individuo |
15/04/2019
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¿Es
el "destino" una noción meramente mítica?
¿Hace referencia a una creencia injustificada en
fuerzas que gobiernan el curso de una colectividad o la
historiografía de un individuo? No, el "destino"
es un poder director que atraviesa realmente el suelo
profundo de una civilización y, también,
la conducta de un ser humano concreto. Pero este poder
que dirige desde el fondo no proviene de una divinidad,
sino del ritmo incrustado en un devenir.
[En elaboración] Sobre el término Rhythmus,
que aquí será abordado, ver El ocaso
de Occidente (Barcelona, Herder, 2015), pp.
146-162.  |
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Pensar
contra el capital. Crear territorios para un
pueblo del advenir |
10/04/2019
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Pensar
no es producir un conjunto de ideas. Lleva razón
Deleuze. No estando con él en muchas cosas, en
esto me ha convencido. Pensar es crear un territorio.
Cuando usted está pensando de verdad (y no sólo
deduciendo consecuencias de unas premisas que ya le
han dado desde fuera), no está generando una
idea 1, que se une con la idea 2 y así progresivamente.
Usted está generando la superficie de inscripción
en la que nacerán y se moverán esas ideas.
Y esa superficie de inscripción es un territorio.
¿Por qué? Porque es un espacio intensivo
para el movimiento del acto pensante. En él se
trazan caminos que se cruzan o se mantienen a cierta
distancia, o que convergen en un lugar, o que se agolpan
aquí y se dispersan allá para reconstituir
de nuevo su ensambladura por otra parte. Usted genera
en ese territorio pliegues. He aquí uno: una
montaña. Lo sabrá porque ha ascendido
usted por una ladera difícil al pensar y está
como bordeando una cumbre a la que finalmente llega
o que abandona, tal vez, para retirarse hacia el lago
apaciguador, la hondonada peligrosa o la selva de destellos
entrecruzados.
Qué
significa pensar contra el capital, pensar
contra el neoliberalismo. ¿Oponerle un conjunto
de "ideas" acotables? No, eso no es pensar,
mire usted, eso es representarse una copia invertida
del capital y del neoliberalismo, que no es pensar propiamente,
sino jugar con calcos.
Lo primero que habría que decir es que se pueden
tener ideas (y a borbotones) sin pasar necesariamente
por el dolor. Sin embargo, se piensa contra una cárcel,
contra el capital y contra el neoliberalismo en este
caso, por necesidad, porque ya se experimenta uno asfixiado
en el territorio que ellos organizan. Se siente uno
organizado por sus caminos, que hay que recorrer sí
o sí. Se siente uno capturado en un laberinto
que no tiene salida. Y busca y busca uno, una y otra
vez, la vereda en el laberinto, para perderse de nuevo
y encontrar el muro. Vuelta atrás, comienzo de
un nuevo dinamismo, de un recorrer, de un des-plazarse.
Se piensa contra el capital y el neoliberalismo porque
se hace absolutamente necesario y uno experimenta que
ya no puede más, que le falta el aire y que,
de un momento a otro, es muy posible que algún
órgano del cuerpo colapse, o que colapse ese
órgano de órganos que es el cerebro y
entonces uno sea devorado definitivamente por el caos,
que es en lo que consiste volverse loco.
Y si
se piensa por absoluta necesidad, entonces usted no
va a cometer el error de empezar a coser "ideas".
Porque usted sabe muy bien que no es el momento de confeccionar
un bonito rosario enhebrando sus cuentas una a una.
No tiene usted, porque lo necesita para vivir, porque
es cuestión de vida o muerte, la ingenuidad de
armarse ese rosario; sabe que es, al fin al cabo, sólo
un fetiche para rezar. Pero usted no quiere rezar. Ya
rezó lo suficiente y no sirvió de nada,
ningún dios vino en su ayuda. Quiere usted respirar
de nuevo, sólo eso, o al menos eso para empezar.
Entonces se deja usted de religión, es decir,
de ideología, y empieza a pensar. Empieza usted
a crear un territorio, un territorio que es corporal
y mental al unísono. Un territorio como estepa,
como mar o como desierto, según su estilo de
andar y su modo de percibir el silencio. Y empieza a
plegar la estepa, el mar o el desierto, lo pliega como
si fuese una túnica o un enorme pañuelo
plástico. Ahí se sorprende usted, porque
cada pliegue es una guarida, una caverna para el remanso
y para que su pensamiento pueda refugiarse y dormir.
Y los enlaces entre pliegues se le convertirán
en líneas de fuga, de fuga para muchas cosas:
para evitar la ley de un cálculo que quiere gobernar
sus días en el trabajo, para soslayar ese agujero
negro que es un grupo determinado de seres humanos,
con el que está condenado a estar mes a mes en
el contexto de una fábrica de vida...
En
fin, usted, contra el capital y el neoliberalismo, que
todo lo ocupan, crea una nueva tierra, por necesidad
y, además con mucho mimo, porque es la tierra
para usted y, más allá (porque usted,
después de todo, no importa absolutamente), para
un pueblo venidero. Lo crea en el afuera del capital
y del neoliberalismo o, mejor, le crea usted un afuera
a esos dos co-territorios, con sus puntos de agua, de
asamblea, de descanso, de amor o de olvido. Y entonces
verá aparecer ideas sobre la superficie plegada
del territorio, ideas concretas, de múltiples
formas y colores, verá tal vez a una de ellas
rodar por un pliegue inclinado, dirigiéndose
hacia la catástrofe, y es posible que se apresure
usted a allanar el fondo de la pendiente, para que siga
rodando la idea. O verá a otra aparecer por el
repliegue de un repliegue del repliegue, muy pequeñita
pero veloz, de tal forma que, aunque no abulta mucho,
recorre todo el territorio sin pausa, manteniéndolo
terso y vibrátil. Sí, verá ideas
transitar nomádicamente por el territorio que
usted ha creado por necesidad y porque su sufrimiento
ya es insoportable.
Ayer,
querido lector, vi una idea nueva en el territorio que
estoy creando desde hace un tiempo; era una idea-arma,
como un cuchillo bien afilado; al deslizarse por el
territorio lo rasgaba. Y me empecé a inquietar,
yo, que soy ese territorio, compréndame, porque
no soy algo distinto de él. Una idea-cuchillo
que hacía brotar en los pliegues del territorio
fumarolas de nihilidad. Muchas. Porque la nada no es
una nada, sino humareda que asciende, emisión
ardiente de gas volcánico y, en el peor de los
casos, río de lava destructora. Pero verá,
observé también que, frente a lo que suponía,
no vino para quedarse. Rasgó aquí y allá
y creó heridas en el territorio. Comprendí
que esa idea era benévola, porque ¿qué
sería un territorio sin un volcán que
a veces hiere la superficie y la hace sangrar?
Da igual, le he contado esto para ponerle un ejemplo.
Y un humilde testimonio de que es posible crear territorio
en el que circularán ideas en vez de construir
ideas ensartadas por una aguja.
No
nos faltan ideas. Nos sobran. Ante la profunda y lacerante
impotencia que el capital y el neoliberalismo crean
respondemos agarrándonos a ideas. Generamos cantidades
inmensas de ideas. En la red, en la soledad, en el bar,
en todas partes. Somos máquinas de producir ideas,
no podemos dejar de parirlas. Las necesitamos como talismán
religioso. Pero esas ideas no son tierra para moverse
pensantemente; son fantasmas, imágenes invertidas
de lo que nos asfixia. Y las imágenes están
hechas para engañarse uno a sí mismo y
para exhibirlas ante los demás, es decir, para
seguir sobreviviendo como sombras en el mundo devenido
espectáculo.
No
nos faltan ideas. Por el contrario, nos sobran. Nos
falta la creación de territorios nuevos para
un advenir. Y encontrarnos en esos territorios, compartirlos,
recorrerlos juntos reconociéndonos en marcha.
Pues somos horda que busca transfigurarse en pueblo.
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Patrias
sin alma, almas sin tierra. Sobre los purismos "patriótico"
y "descarnado" |
08/04/2019
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Es como si en todas las cosas operase un movimiento
de sístole y diástole, como si ese ritmo
del corazón fuese tan solo una expresión
de la anatomía entera del mundo. ¿Qué
sería la existencia sin la inmersión diastólica
en su fluir acéfalo? ¿Y no nos conduciría
esa inmersión a la desaparición definitiva,
a la in-existencia, sin la resistencia concomitante
de la vuelta sistólica a sí mismo?
Dos potencias en litigio y cada una dependiente de la
otra. Diástole hacia el mundo desde la sístole
de la soledad, en la que esta última es arrastrada,
dormitando, al primero: de ahí que la experiencia
mundanal esté transida por un límite,
el del "yo" que oscuramente lo contempla,
incluso en la acción más despiadamente
desnuda. Sístole desde el mundo hacia la entraña
propia, pero siempre como el reflujo de una marejada
que arrastra inexorablemente seres completos o ínfimas
partículas marítimas: de ahí que
la entraña jamás sea completamente "propia",
que nunca podamos decir "yo" plenamente.
Diástole incompleta, también, hacia los
otros, que permanecen, por ello, socavados, horadados
por una oscuridad irredimible que nosotros depositamos.
Sístole inacabable desde ellos hacia un sí
mismo poblado de murmurante otredad, en la que los otros
todavía hablan o asisten en silencio.
La
extra-versión diastólica es una marcha
siempre frustada hacia la centricidad del mundo. La
intro-versión sistólica, una vuelta limitada
a la ex-centricidad del yo. Pero si centricidad diastólica
y excentricidad sistólica se interpenetran, no
hay ni mundo ni yo y, sin embargo, ambos al mismo tiempo.
Esto
lo convierte a todo en una paradoja, corazón
rítmico y misterioso de la vida: concordancia
discorde, discordancia concorde. El mundo: siempre un
inmenso hogar en el que nos zambullimos céntricamente
permaneciendo extraños. La soledad del yo: una
guarida a la que regresamos excéntricamente y
en cuya parte de sombra se adivinan ecos ajenos e, incluso,
si se afina la escucha, ancestrales rugidos de la bárbara
naturaleza.
El
ser humano es un entre-dos, un intersticio entre el
mundo externo, salvaje en cierto modo, al que pertenece
-y del que se está extraditando al unísono-,
por un lado, y ese otro mundo de humanidad de los sujetos,
por otro lado, siempre prometido como pueblo y tierra
nueva y jamás alcanzable en pureza. Ese tránsito
permanente de lo céntrico a lo excéntrico,
renovado ineludiblemente, hace del ser humano un ser
errático, es decir, un ser del "entre",
un mundo-yo en diástole y sístole. Y en
el tiempo, ¿qué es en el tiempo el ser
humano? Un ser que habita deshabitando lo presente y
que se lanza al advenir habitándolo por adelantado.
Pero no hay ni uno ni otro, sino el puente.
Y,
sin embargo, hay proclamas, pensamientos y acciones
surgidas de la necedad. Unos idolatran a un mundo de
pertenencia en el que creen poder estar como el agua
en el agua, sea el terruño limitado, sea la patria
sin confín, la cultura en la que nacieron, su
historia peculiar, la profesión que profesan,
la institución que instituyen, sus "mundos
puros" en fin. Y Otros sueñan ingenuamente
lo contrario, una idea indiscutible de humanidad y de
futuro, sin réplica, eterna e independiente de
su hundimiento en la tierra, sin mancha, sin luto, o
una hueste de almas sin arraigo al final de un camino,
claras como el agua, limpias y livianamente santas.
Patrias sin alma por las que se derraman ríos
de sangre sin extrañeza, almas sin tierra que
se defienden con uñas y dientes como si el que
hablase lo hiciese en nombre de una idea que nadie puede
poner en cuestión más que al precio de
erigirse en traidor.
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Tiempo
de excesivas soluciones y de ausencia de preguntas (ante
todo, de la pregunta por la "ausencia") |
04/04/2019
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Lo
que más fuertemente vincula a los seres humanos
entre sí no es, por extraño que parezca,
un conjunto de ideas o contenidos mentales que constituirían
algo así como una común "profesión
de fe". Anterior a cualquiera de tales imágenes
sobre la realidad o el mundo es la pregunta. Toda definición,
con bordes precisos, de una condición humana,
de una meta o de una ideología compartida, presupone
el acto o, mejor, el acontecimiento impreciso, sin un
límite capaz de acotarlo, de la interrogación.
Bajo una comunidad saludable, capaz de crear lazos subterráneos
fundados en la voluntad de creación y de generación
de futuro, late necesariamente una común pregunta
informulable, amplia y sin-fondo, que es campo
de juego para preguntas formulables concretas
y respuestas consecuentes. Esa pregunta informulable,
condición de posibilidad de las que son formulables,
es una emergencia viva del "ser salvaje" de
la cultura, pues la cultura, como subsuelo último
de ser-en-común, no es una mera suma de motivaciones
o tendencias, sino la potencia que hace las veces de
"génesis telúrica" de éstas.
El subsuelo cultural es una Physis, emergencia
intensiva, fuerza acontecimiental, que, no siendo reglable,
abre un espacio para las reglas, las normas y los procedimientos.
Es así como se hermanan cultura y naturaleza.
El extrañamiento interrogante que experimentó
el ser humano ante el enigma de lo real, de lo que lo
envolvía, fue lo que se convirtió en condición
sine qua non de la inteligencia.
Nuestro
tiempo lo es de una crisis espiritual de gran calado.
Se trata, entre otras cosas, de una caída de
todo horizonte cualitativo capaz de arrojar a los seres
humanos hacia un advenir, como si fuesen una flecha
en un arco tendido. Desaparecido el arco, el ser humano
ya no se experimenta lanzado a un orden de cosas superior.
Sin semejante tensión hacia la apertura cualitativa,
no existe para él ya lo "otro de sí"
en cuyo misterio anhele transfigurarse. Una de las consecuencias
fundamentales de esta crisis es la experiencia sutil
y soterrada de "ausencia": ausencia de fin
(nihilismo), ausencia de "morada" (desarraigo),
ausencia de un nexo entre pasado-presente-futuro (pérdida
de la memoria, pérdida de la tracción-hacia
y, en consecuencia, la vida en precario de la inmediatez
o "presente fatídico"), ausencia de...
en fin, del "momento de autoanticipación"
del ser humano respecto a sí mismo, por concluir
aquí un listado que se prodría hacer excesivamente
prolijo.
Prueba
de la efectividad de la mencionada "ausencia"
es la evidente extensión e intensificación
del malestar generalizado y clandestino. Un malestar
sin objeto, como se ha dicho aquí otras veces,
que genera manantiales de impotencia, de angustia silente
y, en fin, de mortandad en vida.
Pero
la aprehensión de la crisis como este tipo "radical
de crisis cultural y espiritual" a la que nos referimos
no parece que esté produciéndose con la
severidad que requiere y la responsabilidad que supone.
Como si se tratase de un infierno en ciernes, las miradas
se alejan de ella nada más posar por un instante
la atención en su peligro. Se huye de la verdad.
Se rehuye la punzada de la zozobra. Se buscan bálsamos
mil: desplazamientos del problema crucial a problemas
secundarios y marginales. El malestar, de este modo,
no encuentra una vía de escape. Permanece creciendo,
en medio del desierto, como una bomba que puede explotar
en cualquier momento. Y se hace subjetivo, se aparta
de lo público, quedando a expensas de la gestión
privada de los individuos solitarios, cada vez más
solitarios.
Pues
bien, retomando el asunto. Falta la emergencia comunitaria
de la pregunta, del extrañamiento compartido.
¿Qué significa esta "ausencia"?
"¿Por qué esta "ausencia"?
Pero esta pregunta falta, no en raciocinio, sino en
la forma de una experiencia que pierde fuerza al ser
formulada, pues, aunque se dirige a inquirir sobre eso,
sobre esta ausencia, nace de la vivencia clara y valiente
de ésta, nunca racionalizable. Pregunta pre-reflexiva,
pre-lógica, campo de juego de preguntas reflexivas,
lógicamente encadenables, huye de los afanes
pragmáticos actuales. Es el actual modo de despresencia
que una vez otros seres humanos nombraron con la enigmática
expresión "huida de los dioses". Pero
sin ella, no habrá emergencia de salvación
en el horizonte, es decir, invocación humanamente
compartida de un advenir cualitativo, más allá
de los propósitos e intereses cuantificables.
Estamos encerrados en una pulsión a geometrizar
la ausencia y a evadir, temerosamente, el acontecimiento
de interrogación ante ella.
No
nos faltan respuestas. Por el contrario, hay demasiadas,
huérfanas de sustrato interrogante. Nos falta
vivir en común una pregunta, la esencial en nuestro
tiempo, y permanecer con mucha paciencia y demora en
el campo de indecisión y desasosiego que genera,
para que se haga Physis de un pueblo, de una
humanidad en ocaso, para que se convierta en potencia
y abra campos para la exploración, para el ensayo
de respuestas. Hay una compulsión desmesurada
hacia las opiniones, formas concretas de solución,
en ausencia de una pregunta que les ofrezca sentido
germinativo y que alimente el lazo social.
Los
seres humanos nos vinculamos esencialmente mediante
el extrañante y ex-céntrico acontecimiento
de la interrogación informulable. Nuestra época
nos sitúa en el reto de no evadir, por temor
y cobardía frente a su desasogante vibración,
el inquirir en común "¿Qué
pasa con esta ausencia?"
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El
auge de la ultra-derecha y la "crisis de espíritu
(trágico)" |
09/01/2019 |
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Cuando asistimos al crecimiento de la ultra-derecha
como un fenómeno "supranacional", las
explicaciones de ese auge que remiten las causas exclusivamente
a cuestiones internas de cada país en particular
resultan estrechas de miras. En un mundo que se globaliza,
este movimiento creciente de derechización extrema
no puede ser atribuido en exclusiva a factores de política
nacional. Que alguna izquierda española, por
ejemplo, diga que hay en España un bloque reaccionario
del que su rama más derechista solamente es un
recurso para una confrontación con el "extremo"
opuesto, con el plan de construir un nuevo consenso
de "centro" basado ahora en el miedo y la
exclusión, implica quedarse en una verdad a medias,
que por ser sólo de "política casera",
se convierte en verdad de medianías. Atribuir
todas las causas a la política fáctica
de un país entra dentro de la pérdida
actual de los referentes filosóficos, que tienen
en lo político una expresión fundamental,
pero que lo exceden ampliamente.
En
el nuevo ordenamiento mundial se forja un espacio interconectado
que posee, más allá de la suma de las
naciones, su propia inercia. Habría que buscar
causas en este plano más amplio, que es el de
civilización y cultura, como procesos subliminales
que generan la "autocomprensión" de
los seres humanos, no sólo en un país,
sino en-el-mundo. Y esta aclaración
necesitaría todo un tratado, toda una investigación.
He aquí sólo un ejemplo, dirigido a uno
de los factores en juego.
La
"crisis" que atraviesa Occidente, centro de
organización, hoy por hoy, del "mundo",
no es meramente política y económica (que
también). Se trata, en su subsuelo vital, de
una "crisis de espíritu". Eso significa
que no hay "ideas", "metas" y "excelencias"
en Occidente capaces de suministrar una orientación
cualitativa a la totalidad y un "sentido"
para la existencia tomada como tal (y no sólo
como supervivencia material). Y, en efecto, no lo hay,
porque tales metas, ideas y excelencias cualitativas
han sido eliminadas en favor de otras que son meramente
cuantitativas: el capitalismo sólo se
moviliza a través de un crecimiento material
y técnico que se mide en números. El neoliberalismo
se dinamiza ampliando, en cantidad, la capacidad de
movimiento de la lucha darwinista entre interlocutores
egoístas. La política, en general, no
presenta hoy"visiones del mundo", "comprensiones
del progreso" o interpretaciones de lo que es o
debe ser "la comunidad", sino que únicamente
expande las innumerables "reglas de juego"
del ser democrático. En este último caso
habría que señalar que, aunque la ampliación
de la democracia es un fin insoslayable y absolutamente
necesario, no hay que caer en la ingenuidad de que con
su fortalecimiento queda asegurada la generación
de ideas, metas globlales y excelencias cualitativas,
pues se puede abrir indefinidamente el espacio de la
discusión sin que haya nada esencial que discutir
(y eso es lo que ocurre). El neoliberalismo darwinista,
el capitalismo del crecimiento continuo y la política
formalista aportan exclusivamente "reglas"
(de intercambio económico, de lucha de intereses
y de modos de formación de pactos). Que un mundo
esté sostenido sólo en una búsqueda
e implantación de "reglas" coincide
con la forja de un mundo "funcionalista" (importa
la "función", no el contenido en sí).
Pero esta unilateralidad absoluta del funcionalismo
lleva consigo, tanto el olvido de horizontes cualitativos
(que necesitan de la creación no reglamentable),
como la reglamentación cada vez más intensa
del mundo de la vida, es decir, la racionalización
de la existencia. La ultra-derecha, en este pobre desierto,
hace emerger pseudo-ideas, pseudo-valores y pseudo-excelencias,
fundadas, no en "afirmaciones" sobre cómo
debe ser la humanidad, sino en "reacciones resentidas"
contra la racionalización de la vida. Constituye,
pues, visto desde esta perspectiva, una vuelta al mito
frente a un logos que se ha vaciado funcionalistamente.
Por
lo demás, habría que decir que la defensa
de ideas, valores y excelencias cualitativas implica
siempre, de algún modo, un espíritu con
elementos de heroísmo. Estando el hombre, ante
lo in-mundo del mundo, en lucha con éste, con
el mundo, tendría que rescatar necesariamente
el pulmón de un héroe trágico que,
como D. Quijote, se mantuviera en esa lucha contra fuerzas
ciegas con "gallardía" y "valor",
inspirado internamente por la "grandeza" de
un "fin más alto". Pero en el funcionalismo
actual y en la racionalización de la vida que
lo acompaña no hay lugar ni para lo trágico
ni para lo heroico. No hay época grande -decía
Scheler- que no contenga el espíritu trágico
y un tipo de heroismo dirigido al ennoblecimiento del
ser humano y la elevación del mundo hacia lo
justo, lo bello y lo potente ("Scheler, M. "Lo
trágico", en Gramática de los
sentimientos, Barcelona, Crítica). Ese
necesario espíritu trágico, y el heroismo
que lo acompaña, ya no es posible en el mundo
del funcionalismo y de la racionalización de
la vida. La nueva ultra-derecha lleva en su seno, como
uno de sus rasgos impulsores, la experiencia de la "muerte
de lo trágico" en el mundo contemporáneo
(una muerte que describe con detalle G. Steiner en La
muerte de la tragedia, Barcelona, Monteávila,
2000) y, ante ella, exhuma los cadáveres trágicos
en la forma resentida (y por eso anti-trágica
en el fondo) de ideas, valores, excelencias, que no
tienen pretensión de validez universal, intención
de constituir un horizonte para el ser humano en cuanto
tal, sino la inercia de ensalzar a una horda concreta
y bien delimitada, la de los "puros", la de
los "hijos de la tradición" y la de
los "superiores" frente a un Otro. Sus aparentes
rituales de heroicidad (banderas, proclamas enardecidas,
etc.) son todo lo contrario de lo heroico, que es siempre
cosmopolita, trans-individual. Pero esa falsificación
atrae inconscientemente hacia sí a aquellos que,
experimentando la huida de lo trágico-heroico,
lo añoran y, cansados de todo, ya no se paran
en distingos entre lo genuino-prometedor y su impostura.
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