El león sobrelleva a duras penas la
terrible majestad de su aspecto: el cuerpo del edificio no corresponde a la
fachada y es como su alma, bastante perruno y desmedrado. Sigue siendo un
carnívoro gracias a ciertos súbditos que realizan para él oficio de
verdugos. El león se presenta intempestivamente en los banquetes salvajes y
a base de prestancia pone en fuga a los comensales. Luego devora solitario y
lleno de remordimientos los restos de una presa que nunca captura
personalmente. Si de ellos dependiera, todos los leones que deambulan por la
selva estarían ya enjaulados, triturando fémures y costillares de caballo
tras de innecesarios barrotes. En fin de cuentas nunca son tan felices como
al verse hechos de mármol y de bronce o estampados por lo menos en los
alarmantes carteles del circo.
La falta de melena hace que muchos felinos se busquen por
sí mismos el sustento. De allí la innegable superioridad de tigres,
panteras y leopardos, que a veces logran forjarse una leyenda atacando
piezas de ganado mayor después de poner en fuga cobarde a los guardianes.
Si no domesticamos a todos los felinos fue exclusivamente
por razones de tamaño, utilidad y costo de mantenimiento. Nos hemos
conformado con el gato, que come poco y que de vez en
cuando se acuerda de su origen y nos da un leve arañazo. Sólo algunos
príncipes orientales pueden darse el lujo de poseer felinos en formato
mayor, que ronronean como una locomotora, que son muy útiles como perros de
caza, que devoran ellos solos la mitad del presupuesto palaciego y que si
llegan a distraerse y arañan, son capaces de mondar a cualquier esqueleto
de toda carne superflua.
J.J.Arreola, Bestiario