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Frente a nosotros el carabao repasa interminablemente, como Confucio y Laotsé,
la hierba frugal de unas cuantas verdades eternas. El carabao, que nos obliga a
aceptar de una vez por todas la raíz oriental de los rumiantes.
Se trata simplemente de toros y de
vacas, es cierto, y poco hay en ellos que justifique su reclusión en las jaulas
de un parque zoológico. El visitante suele pasar de largo ante su estampa sasi
doméstica, pero el observador atento se detiene al ver que los carabaos parecen
dibujados por Utamaro.
Y medita mucho antes de las hordas
capitaneadas por el Can de los Tártaros, las llanuras de occidente fueron
invadidas por inmensos tropeles de bovinos. Los extremos de ese contingente se
incluyeron en el nuevo paisaje, perdiendo poco a poco las características que
ahora nos devuelve la contemplación del carabao: anguloso desarrollo de los
cuartos traseros y profunda implantación de la cola, final de un espinazo
saliente que recuerda la línea escotada de las pagodas; pelaje largo y lacio;
estilización general de la figura que se acerca un tanto al reno y al okapi. Y
sobre todo los cuernos, ya francamente de búfalo: anchos y aplanados en las
bases casi unidas sobre el testuz, descienden luego a los lados en una doble y
amplia curvatura que parece escribir en el aire la redonda palabra carabao.
J.J. Arreola, Bestiario
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