Patologías de civilización en la relación asistencial

Taller

Granada, viernes, 04 de mayo de 2012
Hotel Macià Real de la Alhambra
, sala 2 (Aixa Lahorra), 16,00-19,00 h
 
 
MATERIALES DE INICIO: aclaraciones conceptuales
 


ANÁLISIS EXISTENCIAL

EJEMPLO. SÍNDROME DE MOLOCH

"Moloch es una divinidad que, en ciertas culturas de la antigüedad era representado en la forma de una estatua o tronco de árbol hueco y a la que se le rendía culto llenándolo de objetos, con frecuencia también, de seres humanos sacrificiales. Nuestro mundo presente ritualiza en una miríada de conformaciones y hechuras el culto a esta divinidad, cargando el vacío de energías ilusorias que lo abarrotan sin eliminarlo y sin extraer de él ni siquiera la fuerza de una negatividad activa o impulsora. Tan tenaz es este ceremonial que llega a henchir la oquedad hasta el punto de convertirla en una falaz e inflada burbuja que hace, unas veces, de pesadez insoportable y otras de atiborramiento pomposo con aires de grandeza. Todo ello lo había descrito genialmente Robert Musil a principios de siglo como una enfermedad del hombre sin atributos que avanzaría con el curso del tiempo y a la que, irónicamente, relacionaba a veces con la ley que rige el crecimiento de una gran O redonda cuyo contenido es constante: cuanto más voluminosa, más se diluye su esencia en la dilatada superficilidad.
Podríamos partir de dos escuelas en psicopatología para reinterpretar ciertas hipótesis en nuestro marco conceptual: la escuela del «análisis existencial» y la que rodea a la obra de Lacan y está interesada en una «clínica del vacío».
La primera comenzó cuando ciertos psicoanalistas se encontraron con la publicación de de Ser y Tiempo (de M. Heidegger) en 1927 y reformularon su indagación sobre la base de la ontología hermenéutico-existencial. L. Binswanger, E. Minkowski, M. Boss, entre otros, trabajaron en esta línea, que hoy viene siendo revitalizada por intelectuales a caballo entre la psicopatología y la filosofía como B. Waldenfels o W. Blankenburg.
Para decirlo del modo más simple, una patología, según esta escuela, consiste en el desarraigo: se caracteriza por la imposibilidad para participar o sentirse inmerso en un mundo de sentido, en una comprensión contextual del sentido de lo que sucede. Dado que, heideggerianamente hablando, en dicha comprensión radica precisamente el ser, resulta aclaradora la definición de salud que ofrece R. May, también miembro de esta escuela. Una de las pacientes de May —hija ilegítima que arrastraba una vida de angustia próxima a la esquizofrenia— escribió poco antes de sentirse curada: «Yo soy una persona que nació ilegítimamente. Entonces, ¿qué queda? Lo que queda es esto: Yo soy. Este acto de contacto y aceptación de mi ‘yo soy’, una vez que lo cogí bien, me produjo (creo que por primera vez en mi vida) esta experiencia: ‘Puesto que yo soy, tengo derecho a ser» . La salud, nos dice el autor, es simplemente la experiencia existencial «yo soy», que no es de que soy un sujeto, sino la expresable en la forma «yo soy el ser que puede» (vivir en posibilidades de existencia). Un individuo que es incapaz de tal experiencia se mantiene en los márgenes del mundo, de todo contexto, como un espectador frío que no comprende «sentido» desde dentro. Se siente vacío en la existencia.
En los modos en que ello ocurre afectando a la autoexperiencia temporal —la única variante que aquí podemos abordar—, aquello con lo que es llenado el vacío es, por eso, una realidad ficticia, emancipada del flujo de experiencia inmediata, y autonomizada como si constituyese una legalidad inexorable. L. Binswanger llama a esta patología «continuidad fatídica». En ella se rompe la conexión e integración del tiempo —en cuanto nexo pasado-presente-futuro— de forma que todo queda reducido a un presente continuo, vacuo y monónoto, experimentado como fatídico, en el sentido del cual el fluir del tiempo queda reducido a la regla de una sola categoría (aquella con la que es embozado el vacío). Sobre esa base se pueden entender los elementos fóbicos de la psicosis. Se posee un miedo, un pánico, a que, si se rompe dicha continuidad ocurra algo catastrófico. Así, refiere el caso de una mujer que experimentaba ataques fortísimos de ansiedad si se movía alguno de los tacones de sus zapatos.
En su famoso estudio El caso Ellen West aclara cómo la continuidad fatídica integra un doble movimiento, de ascenso y descenso. La enferma no está arraigada en el mundo, no ha plantado «firmemente ambos pies en tierra». Y como consecuencia se mueve entre el mundo etéreo y el de mazmorra, sepulcral, en dos irreconciliables: el ágil, amplio y brillante del éter, por un lado, y el mundo oscuro, macizo, pesado, estrecho, duro, de la tierra fangosa y de la tumba. El hombre sin mundo se queda fijo en ese movimiento ascendente-descendente, anegando la oquedad en que dicho movimiento oscila con diferentes panaceas —la glotonería, en el caso de E. West— .
Si quisiéramos extrapolar al campo de lo trans-individual este tipo de patología y la entendiésemos en cuanto patología de civilización desde las claves que aquí proponemos, habría que desestimar la idea de que pivota estrictamente sobre un desarraigo del abrigo mundano. Sería, en cualquier caso, un desarraigo, tanto respecto a la «pertenencia céntrica a un mundo», como a la «distancia excéntrica» que impulsa a extraditarse de él, en los términos, más arriba formulados, de un desasimiento. En realidad, se trata de una existencia-en-vacío que se defiende del horror vacui saturándolo ficcionalmente, mediante el consumo, bien de un mundo ideal, bien de una facticidad apetitosa.
Consumo, sí, pero en un sentido ontológico que no puede ser restringido al usual significado mercantil del término. Hoy el consumo es, ante todo, inmaterial, descorporeizado. Devoramos ideales y sueños, por el lado excéntrico, con el fin subyacente de saciar nuestra falta de potencia para promover un nuevo mundo. Sueños e ideales de postín, como los que se abanderan continuamente a través de los medios de comunicación: éxito, fama, gloria, reconocimiento, sustentados en su fuero interno, no por genuinos retos, sino por la imagen representacional que nos deparan. Deglutimos saber, a base de cúmulos de información que se hacinan grandilocuentemente, sin que haya en ellos sabiduría cualitativa. Pero, al unísono, consumimos realidades fácticas, desde el punto de vista céntrico. Engullimos tragonamente cursos de autorrealización, prácticas orientales de relajación, amistades virtuales a través de las redes, juegos de consola, discursos y narraciones que sirven de espectáculo…Y del mismo modo, afectos y desafectos, que no nos tocan en lo más próximo porque están ahí como cosecha emocional para convencernos de que no estamos solos y vacíos.
Desde el punto de vista político, cabe encontrar estas patologías de civilización en el corazón mismo de cualquier forma de totalitarismo. La forma en que se alza y florece una ideología totalitaria —nos enseña H. Arend— es sustrayéndose a la dinámica de la existencia y quedando dirigida exclusivamente por la «lógica de su desarrollo». Semejante lógica se convierte en una «ley» eterna, invulnerable a la experiencia.
«Por eso, el pensamiento ideológico se emancipa de la realidad que percibimos con nuestros cinco sentidos e insiste en una realidad ‘más verdadera’ (...), oculta tras todas las cosas perceptibles, dominándolas desde este escondrijo y requiriendo un sexto sentido que nos permita ser conscientes de ella».
En nuestros términos, el autoritarismo está varado en una organización de su vacío, al que abarrota, por el extremo excéntrico, de ideologías consumibles con tanta avidez que imperan como si fuesen leyes sin las que se puede vivir y, por el lado de la centricidad, con el regocijo inconfesado e inconfesable que encierra la producción deseante de víctimas. Ha ocurrido en grado extremo en las dos guerras mundiales y en el socialismo real. Pero el fantasma de ese apogeo autoritario vaga por nuestras más actuales instituciones, como una amenaza constante atraída por el inmovilismo y por la ausencia de nuevos modelos valorativos. Mientras tanto, un terror silencioso crea pesadillas en los pueblos, en la gente, como la transmutación, a gran escala, de esa «política de los desperdicios» en que —en palabras de É. Minkowski— cursó la enfermedad de uno de sus pacientes: sumido en el vacío, temía pavorosamente una confabulación contra él para hacerle tragar y atravesar por el aparato digestivo todos los desperdicios humanos, toda la inmundicia del mundo"
(Extracto de Sáez Rueda, L., "Enfermedades de Occidente. Patologías actuales del vacío desde el nexo entre filosofía y psicopatología", pp. 87-90)