DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist. Illus. 2005, 25, 547-585.

Steven PINKER. La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, 2002, 704 pp. ISBN: 84-493-1489-5 [39 €].

Como señala el propio autor, profesor de psicología en el departamento de Brain and Cognitive Sciences en el MIT de Cambridge (EE.UU.), este libro está dirigido a todos aquellos que se preguntan de dónde surgió «el tabú contra la naturaleza humana». El texto, por tanto, reactiva la vieja polémica naturaleza/cultura, posicionándose del lado de la naturaleza.
La tesis de Pinker está claramente expuesta: a lo largo de los últimos siglos (y especialmente durante la primera mitad del siglo XX) se ha creado el contexto ideológico, político y social propicio para que las explicaciones en clave biológica, sobre los distintos aspectos de la vida humana, se hayan criticado como posturas extremistas y reduccionistas. En su lugar, se ha consolidado una perspectiva que explica la conducta humana como un cúmulo de conocimientos y pautas adquiridas durante la infancia, como una construcción paulatina ejercida por parte de los demás individuos, así como por las estructuras sociales y culturales presentes en un lugar y momento histórico concretos. Considerar al ser humano y a todo lo que le rodea, como simples construcciones ha llevado, según Pinker, a graves confusiones teóricas, a la «desconexión entre la vida intelectual y el sentido común» (p.15) y, en definitiva, ha llevado a regímenes educativos artificiales y perjudiciales.
En la primera parte del libro se presenta la supremacía de la teoría de la «tabla rasa» en la vida intelectual moderna. Las ciencias sociales, así como la política y la ética, han incorporado el término «tabla rasa» —utilizado por primera vez por John Locke (1632-1704)—, en sus explicaciones sobre el aprendizaje y la socialización, para referirse a las diferencias culturales, sociales y económicas impuestas en la vida humana por las experiencias vividas de la propia biografía individual en contextos sociales y culturales específicos. Durante los siglos XIX y XX una serie de corrientes de pensamiento fueron construyendo el armazón teórico que negaba la importancia de una «naturaleza humana» y defendían la importancia del entorno cultural en el desarrollo de las personas. Entre estas contribuciones, Pinker presenta las aportaciones de autores como John Stuart Mill (1806-1873) creador del «asociacionismo», Franz Boas (1858-1942), Kroeber (1876-1960) o Durheim (1858-1917).
Para Pinker, la tabla rasa se configura paulatinamente como la teoría dominante y, junto con ella, otras dos teorías más vendrían a apoyarla y complementarla. La primera sería la teoría del Buen Salvaje de Rousseau (1712-1778) y su idea de que los humanos en su estado natural son pacíficos y la violencia y agresividad son producto de la civilización. La segunda es la teoría del Fantasma en la Máquina ideada por Descartes (1596-1650), según la cual el ser humano estaría configurado a través de la dualidad cuerpo/ espíritu y todas sus conductas, lejos de tener una causalidad biológica, son elegidas intencionadamente por el espíritu, por la mente. Estas tres teorías configurarían la acción política y social durante el siglo XX y descansarían sobre un completo y consistente entramado ideológico, frente al cual parecía no poderse contra argumentar.
Sin embargo, Pinker plantea que en la segunda parte del siglo XX esta trilogía teórica se empezó a criticar desde varias direcciones intelectuales. En primer lugar, la Revolución cognitiva habría impuesto una concepción de la mente como un sistema complejo e interactivo, capaz de generar una variedad infinita de conductas. Los procesos mentales serían por tanto universales y subyacentes a las variaciones superficiales entre culturas. La neurociencia, por su parte, vendría a afirmar que todo lo que sentimos, pensamos o deseamos es fruto de una actividad psicológica concreta producida desde el cerebro. La genética conductual vino a defender que el potencial para pensar, aprender o sentir residía en la información contenida en el ADN del óvulo fecundado. Por último, la psicología evolutiva ofrecía la idea de que la mente evolucionaba como un complejo diseño universal, que no se podía manipular desde el exterior.
Estas cuatro perspectivas habrían creado el núcleo ideológico de la teoría de la naturaleza humana que Pinker intenta defender a lo largo de todo su libro frente a la idea de la tabla rasa, es decir, frente a aquellas ideas que han defendido que los seres humanos se constituyen en la compleja interacción de factores coyunturales sociales, culturales a lo largo del proceso biográfico. El autor enfrenta las dos teorías y las analiza de forma paralela, como en un diálogo entre las dos: lo que la Tabla Rasa propone y lo que la Naturaleza Humana objeta, refuta y argumenta.
La conclusión de esta primera parte del libro sería que la cultura no es una suma de roles y símbolos arbitrarios, inventados y perpetuados por los propios humanos según sus intereses, tal y como afirma la tesis de la tabla rasa. Para Pinker, la cultura es el diseño distintivo que nos permite sobrevivir y perpetuar nuestros linajes y está grabada en la naturaleza, entendida ésta como la carga genética. La cultura se adquiere, según el autor, a través de unos mecanismos con los que nacemos para leer los objetivos de otras personas y así copiar sus actos. Este proceso, llamado por Pinker de conformidad humana, tendría una doble función: informativa, para beneficiarnos del conocimiento de los demás y normativa, para seguir las reglas de la comunidad sociocultural.
En la segunda parte del texto, el autor aborda las diversas posturas y motivaciones políticas, ante las nuevas ciencias de la naturaleza humana, que los intelectuales adoptaron ante la pérdida de hegemonía de la teoría de la tabla rasa, principalmente desde 1975, cuando E.O. Wilson escribió su libro Sociobiología, poniendo de relieve la importancia de los patrones universales que caracterizan la naturaleza humana. Pinker relaciona la teoría de la tabla rasa con posiciones políticas conservadoras o con el fundamentalismo cristiano, preocupado por la idea del alma o de la creación, con el neoconservadurismo y, en general, con todos aquellos que dan importancia a las implicaciones morales relacionadas con el comportamiento humano. En mi opinión, Pinker muestra cierta obsesión por relacionar la teoría de la tabla rasa con los ideales políticos de derecha, buscando desacreditar ambas cuestiones en un solo libro. Sin embargo, como es bien conocido, la importancia de las variables sociales o culturales en la biografía de los sujetos no es sólo una idea defendida desde la derecha conservadora.
En la tercera parte de esta monografía se presentan las inquietudes, miedos o inseguridades que la teoría de la naturaleza humana parece haber suscitado. Se trataría para este autor de cuatro falsas interpretaciones de los postulados de la naturaleza humana.
En primer lugar, si las personas son diferentes de forma innata, se justificaría la opresión y discriminación. Pinker responde afirmando que las diferencias humanas son cuantitativas, pero no cualitativas. Todos tenemos una identidad (conferida por las diferencias genéticas y por las adaptaciones al medio donde vivimos) pero ésta no va en contra de la igualdad. En segundo lugar, si las personas son inmorales de forma innata, resultarían vanas las esperanzas de mejorar la condición humana. La refutación de Pinker es que los hechos molestos de la naturaleza se deben identificar y contrarrestar, aceptando que no todo lo que conlleva la naturaleza es perfecto.
En tercer lugar, si las personas somos producto de la biología, no se nos podría responsabilizar de nuestros actos. Desde la naturaleza humana se objetaría que todos los actos son producto de los sistemas cognitivo y emocional del cerebro. No deberíamos preocuparnos tanto por castigar, como por disuadir y así contrarrestar la conducta delictiva.
En cuarto lugar, si las personas son producto de la biología, la vida no tendría sentido ni propósito. La explicación biológica no niega el sentido personal de nuestras vidas porque separa entre causalidad próxima (el ente aquí y ahora) y causalidad última (la evolución por selección natural de la especie humana).
En la cuarta sección de esta prolija monografía Pinker se propone presentar la naturaleza humana en el contexto de la vida pública y privada y en relación a algunos temas que el autor considera espinosos y problemáticos en nuestra época: la política, la violencia, la cuestión del género, los hijos y las artes.
La política se analiza en clave teórico-histórica y manteniendo la dialéctica «tabla rasa» frente a «naturaleza humana». Pinker parte de otras dos perspectivas enfrentadas: la visión trágica y la visión utópica de la política. La tabla rasa se asocia a la visión utópica de la política, demasiado optimista y entregada a buscar soluciones rápidas a los problemas sociales. La naturaleza humana se sitúa, según Pinker, en una visión trágica, apuntando los motivos interesados de las personas que llevan a cabo las políticas, poniendo de manifiesto la primacía de los lazos familiares, el limitado alcance del reparto comunal, la universalidad de la violencia y del dominio, el etnocentrismo, la hostilidad humana, etc. Se podría decir que Pinker tiende a ofrecer una visión reduccionista sobre las ideologías políticas (tanto de derechas como de izquierdas), identificándolas a través de símbolos morales o eslóganes aislados.
En relación a la violencia humana, Pinker propone el modelo de la naturaleza humana como el más adecuado para la gestión y control de los actos violentos. Desde esta perspectiva, la violencia sería un rasgo humano (principalmente masculino), producto de la mente, que se puede evitar, aceptando que, a veces, puede ser rentable. Igual que la violencia nace en una parte del cerebro, existe en la mente otra parte preparada para contrarrestarla. Pinker cae de nuevo en una simplificación del problema, en una falta de sensibilidad ante la gravedad y consecuencias de los actos violentos, al considerar la mente como un instrumento natural de auto-control humano y olvidando la larga tradición histórica de métodos desarrollados por las sociedades para evitar la violencia.
En relación a las diferencias entre mujeres y hombres, el autor, muy «políticamente correcto», parte de reflejar la compatibilidad entre las propuestas feministas y la teoría de la naturaleza humana, pero aceptando como válidas sólo las del feminismo de la igualdad (no el feminismo de género, que niega las diferencias biológicas entre hombres y mujeres y presenta el poder como única motivación social, mantenida no a nivel interindividual, sino también intergrupal). Desde la naturaleza humana se refutan las ideas del feminismo de género y se indica que existen claras diferencias entre hombres y mujeres, en cuanto se refiere a la forma de pensar, sentir o actuar. Cayendo de nuevo en la simplificación, el autor presenta una serie de argumentos para apoyar su tesis de las diferencias biológicas entre los sexos, comparando la vida humana con la de los primates y relacionando artificialmente la sexualidad humana con el poder, el trabajo o los sentimientos.
La postura de Pinker se clarifica cuando al acercarse al problema social de las diferencias en el trato laboral entre hombres y mujeres, el autor elimina de un plumazo todos los trabajos críticos elaborados sobre este aspecto de la desigualdad de géneros y postula que no es preocupante, dado que las diferencias biológicas y psicológicas hacen que hombres y mujeres prefieran y aprecien trabajos distintos. Otro ejemplo clarificador lo proporciona cuando analiza la violación relacionándola con motivaciones sexuales —y por tanto biológicas— peculiares en los hombres y niega, de esta manera, cualquier relación con la socialización masculina en la violencia.
Referido a la educación de los hijos, Pinker defiende que todos los rasgos conductuales de los niños son hereditarios con excepción de la lengua o la religión. El autor critica la idea de que los padres sean los responsables exclusivos de la educación de sus hijos, relegando la importancia casi exclusiva de los genes. Aunque se salva de la crítica afirmando que la educación es una responsabilidad ética.
En el capítulo dedicado a las artes parte de la crítica a las formas artísticas impuestas por el modernismo y el postmodernismo, por dejarse llevar por la necesidad de innovar para adquirir reconocimiento social abandonando la búsqueda de la belleza por considerarla un objetivo superficial. Según Pinker, el problema del postmodernismo radica en que es incapaz de deconstruir sus propias pretensiones morales.
Aunque el libro está en todo momento impregnado de citas, teorías, estudios e investigaciones y aunque cualquier afirmación se intenta avalar desde el punto de vista empírico, existen muchas insuficiencias en la argumentación. La pretensión de abarcar desde un único punto de vista, el que proporciona la moderna sociobiología, cuestiones tan variadas y relacionadas con campos científicos muy diversos o, según los propios términos narrativos del texto, el intento de relacionar la ideología de la tabla rasa con todas las corrientes, teorías y manifestaciones humanas del siglo XX, hacen del libro un recorrido rápido y accidentado por la historia, la vida intelectual, la ideología y la forma de vida de la sociedad norteamericana.
El libro proporciona una información valiosa, escrita con buena pluma, sobre los argumentos con los que la sociobiología —en su vertiente de la psicología evolutiva— pervive en el mundo cultural norteamericano. La oportunidad de su rápida traducción al castellano en una editorial como Paidós, o su inclusión en determinadas bibliografías con fines docentes, da mucho que pensar sobre la pervivencia en nuestro medio de un enfoque biologicista, y en gran medida determinista, como el que representa la sociobiología y la falta de estudios históricos al respecto al respecto en nuestro contexto.

ALINA DANET
Universidad de Granada