DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist. Illus. 2004, 24, 307-358.
Chiara CRISCIANI. Il papa e l’alchimia. Felice V, Gulielmo Fabri e l’elixir,
Roma, Viella, 2002, 217 pp. ISBN: 88-8334-079-5.
Siempre es agradable saludar que Chiara Crisciani siga dando continuidad
a un largo y fructífero trabajo. En esta ocasión lo hace como la décima
publicación de una serie agrupada en forma de colección. La misma, titulada
«La corte dei papi» y dirigida por Agostino Paravicini, viene dando cobertura
histórica a varios aspectos de la Curia Romana durante la Edad Media y
Moderna. Desde el nepotismo hasta el análisis de los rituales, la variedad
temática no podía excluir a la alquimia.
Aprovechando la oportunidad que presenta el estudio, edición y traducción
al italiano de un texto inédito latino en la segunda parte del libro (el Liber
de lapide philosophorum de Guilielmo Fabri de Die, escrito en 1449), Chiara
Crisciani nos hace tomar conciencia previamente de la importancia con que
debemos considerar la situación de la alquimia a mediados del siglo XIV. Siete
capítulos iniciales nos ponen magistralmente en situación. Y la misma no es
otra que un hecho histórico que, por conocido, no deja de ser llamativo. En
apenas dos siglos la alquimia cristiana ya ha adquirido la entidad cultural
suficiente como para ser tratada históricamente en el siglo XIV, que es lo que
hace Fabri en su texto.
Este importante hecho es reflejado por la profesora Crisciani en los capítulos
introductorios. Pero además, el discurso expositivo usado permite a la
autora sacar a la luz algo realmente magnífico y, dada su rareza y escasez en
la historia, delicioso. Con el texto de Fabri en la mano, podremos observar la
feliz convivencia entre una alquimia pasada y otra alquimia presente. Lo histórico
y lo actual simpatizaban de forma viva en la Baja Edad Media. Así, el
autor engalana un saber, un conocimiento plenamente vigente gracias a su
trayectoria anterior.
En el primer capítulo (L’alchimia in Occidente nel medioevo) se exponen
las ideas de dos «padres de la alquimia medieval cristiana». Tanto Alberto
Magno (1193-1280) como Roger Bacon (1211-1294) definieron y orientaron el
camino por el que la alquimia discurriría posteriormente. Bacon puso en vigor
la idea de que la alquimia es una ciencia, la ciencia de la generación y que la
práctica alquímica tiene por finalidad la preparación de un agente perfecto.
Dicho agente, además, podía transmitir su perfección a otras cosas, ya sean
éstas orgánicas o inorgánicas. Con unas estructuras epistemológicas similares a
la medicina, tales como tener una parte teórica y otra práctica, basadas ambas
en la razón (de aquél tiempo), la tradición y la experiencia, la alquimia del
siglo XIV quedaba a la misma altura que otros tipos de saberes. Tal es la idea
que también expusiera a finales de dicho siglo Petrus Bonus de Ferrara en su
Pretiota Margarita.
En el segundo (Doctrine alchemiche), se adentra en cómo se va definiendo
la existencia de un agente de transmutación. Según la teoría del elixir universal,
todo procedía de una sustancia original, homogénea, que a través de
procesos varios había dado lugar a los cuatro elementos. Este quinto elemento
incorruptible se hallaba en todos los organismos terrestres, dado que era el
precursor de los cuatro elementos corruptibles. No se tiene conocimiento
cierto de quién enunció esta idea por vez primera, pero ya aparece descrita en
1220 por Robert Grosseteste, que la hacía originaria de los supuestos alquímicos.
Posteriormente fue Roger Bacon (1211-1294) quien postuló la teoría de que
todos los cuerpos tenían un mismo origen en una única sustancia, no identificable
con ninguno de los cuatro elementos, sino origen de todos. Se origina
así la primera idea que conduce a la posible existencia de un fármaco perfecto:
si todos los cuerpos procedían de una sola sustancia incorruptible, sólo había
que hallar la manera de alcanzarla para poner fin a la degeneración y muerte
causada por los cuatro elementos corruptibles. Las propiedades que se atribuyeron
al oro-metal hicieron que pronto dejase de ser visto como tal y se pasase
a considerarlo una maravilla natural accesible y, sobre todo, capaz de traspasar
todo o parte de su carácter maravilloso al hombre.
La asimilación de propiedades terapéuticas al concepto alquímico de elixir
es un proceso dilatado a lo largo de los siglos XIII y XIV. La primera mención
aparece en el De anima in arte alchemiae, obra atribuida a Avicena (980-1037) y
que ejerció gran influencia en todos los autores latinos que trataron el tema
después. El origen de la obra es oscuro. Parece ser que aparece en la España
del siglo XII y se traduce al latín en 1235, aunque todavía no se ha podido
identificar el original. En el capítulo séptimo de la obra De anima aparecen
recogidas las diversas definiciones del término elixir. Entre ellas, destaca la
que lo define como la mezcla de sustancias de origen mineral con sustancias
orgánicas que, en virtud de operaciones alquímicas, terminan confeccionando
una capaz de transformar metales en oro. En textos de Avicena, como los
Cánones o De viribus Cordis, queda reflejado el empleo farmacológico del oro,
que recogiera más tarde Johannes de Rupescissa. Este tratamiento es sobrio y
neutro aunque no se deja de considerar al oro como un fármaco especial.
Avicena pudo influenciar a Bacon, concretamente en su texto De anima.
En cualquier caso, Bacon combinó elementos orgánicos (sangre, orina, pelo)
para preparar el elixir. Lo mismo hará Rupescissa en el siglo XIV y lo mismo
se dirá en el texto pseudoluliano Liber de investigatione. Pero Avicena escribe
mucho más acerca del oro como medicamento en sus Canon medicinae. Aquí el
oro en limaduras es usado contra la melancolía y como colirio para los ojos,
además de los dolores del corazón. Pongo estos ejemplos porque durante
muchos siglos después el oro recibirá un uso terapéutico centrado exclusivamente
en remedios externos. Y Avicena ya otorga propiedades curativas al oro
en tratamientos internos, base de lo que llegará a ser el futuro oro potable
típico del siglo XVII, el de consistencia líquida.
A partir de la obra pseudoaviceniana se originan tres vías interpretativas
del concepto de elixir. Por una parte, aquellos autores que consideran el elixir
formado por sustancias orgánicas e inorgánicas. Por otra, los que sólo consideran
las sustancias orgánicas como materia prima del elixir. En tercer lugar, se
encuentran aquellos autores que consideran el elixir formado exclusivamente
por sustancias de origen mineral. Las obras clave de esta tercera vía interpretativa,
mayoritariamente aceptada, son el Testamentum pseudoluliano y el Rosarius
philosophorum pseudoarnaldiano, que destacan, no tanto por la doctrina relativa
a su composición, cuanto por su utilización. En efecto, en ambos textos aparece
la afirmación explícita de que el elixir tiene un doble objetivo: es el
agente de la transmutación, obtenido con operaciones estrictamente alquímicas
efectuadas sobre minerales, metales y sus derivados, así como un fármaco
capaz de curar cualquier enfermedad y obtener efectos maravillosos sobre
todos los reinos de la naturaleza. Pero todo ello dentro de la disciplina alquímica,
aunque sin negar que el resultado de la práctica sea de orientación medicinal.
En el tercer capítulo (Alchimia domun Dei. Tra religiosità e Chiesa) se deja
constancia del interés que la Iglesia mostró hacia las nuevas ideas alquímicas,
las cuales hicieron que quedaran depositadas en el propio seno del catolicismo.
Frente al engaño herético, un grupo de intelectuales, como Bacon o
Pietro Bonus de Ferrara, daban dignidad, como hemos dicho arriba, a un arte
susceptible de ser convertido en ciencia.
En el cuarto (Felice V, Gulielmo Fabri e il Liber de lapide philosophorum),
intercalado muy adecuadamente en el desarrollo histórico que hace la profesora
Crisciani, se pone en relieve el entorno, el «mundo» que envuelve al texto
que traduce al final.
Pero hasta en la generalización de la quintaesencia como una especie
química encontramos diferencias. Rupescissa asienta que el proyecto de trabajo
y la finalidad del operador son algo único y se realizan también por un
camino singular. Él quiere dejar claro que la quinta esencia del vino incrementa
las virtudes terapéuticas de un oro preparado artificialmente. Por ejemplo, el
alcohol obtenido al destilar el vino y que preserva de la corrupción a las
sustancias orgánicas. Esto es lo que diferencia a Rupescissa de la ortodoxia
alquimista, y por ello será discutido, no sólo por alquimistas, sino también por
médicos, como Guillermo Fabri de Die.
Fue Fabri el exponente de aquellas personas que estaban atravesando esta
fase del desarrollo del pensamiento, no sólo científico, sino podríamos decir
que humano, sin considerarse a sí mismo como un alquimista propiamente
dicho. Aún a riesgo de ser calificado como un médico vulgar, tal y como se hacía
en sus tiempos a los que se salían de la ortodoxia, y basándose en Arnau de
Vilanova, decía ser un entendido en «otro tipo de Medicina», y la especificó:
aquélla que trataba de remediar los defectos de una incómoda vejez, tal y
como ya habló de ella el propio Arnau de Vilanova. El atractivo de Fabri es que
su texto, dirigido al Papa Félix V, contiene un avance espetacular en la visión
de la alquimia. El Papa no pudo ver cómo el galenismo era capaz de corregir
la artritis de sus manos y decidió entonces recurrir a otras medicinas. Este
momento fue aprovechado por Fabri para presentar al Papa las excelencias de
la Medicina alquímica. Para ello, recordemos que estamos en la mitad del siglo
XV, Fabri elabora ya, como hemos dicho, toda una historia de la alquimia
cristiana. Apenas doscientos años después, tres ilustres predecesores como
Arnau de Vilanova, Ramón Llull y Juan de Rupescissa han conseguido al
milagro de que alguien trate a la alquimia de forma histórica.
En los siglos XIV y XV ocurrirán varios hechos importantes para nosotros.
Aparecieron nuevas enfermedades y se sucederán las epidemias, como la Peste
Negra. Los médicos ejercían su oficio y cobraban un papel importante. Pero
sus resultados, los remedios que aplicaban los médicos no pudieron tomarse
como válidos después del muchos fracasos, especialmente en las epidemias.
Estos fracasos pudieron provocar que se cuestionase su utilidad, lo que implicaba
dudar de sus soportes mentales. Es entonces cuando se estudia la forma
de obtener resultados ajenos a la Medicina oficial. Se deseaba que hubiera un
medicamento que pudiera dar salud, habría de ser mejor y distinto de los de
los galenistas. Se pedía algo distinto. Nada mejor que el oro potable, aquello
que contiene la vida extraída de su depositario más excelso, el oro, y adaptada
a nuestro organismo, quien será el nuevo depositario de esa fuente de vida.
Tomando como referencia la teoría de los cuatro elementos de Aristóteles,
Fabri flirtea con la idea de la transmutación metálica, no sin dejar de mencionar
todas las afinidades ancestrales del oro que ya hemos citado antes. Además,
Fabri no es que trate de demostrar la corrección de los filósofos cuando se
acercaban a estudiar estas cuestiones, cosa que parece dejar ya por asentada en
su tiempo. Él se «entretiene» en una actitud que desprende la idea de la
transmutación y de la fabricación del oro potable como si fuera un arte,
cuestión tratada por la autora en el quinto capítulo (Transmutazione ed etica).
Para ello pone ejemplos contemporáneos y redunda en el carácter operativo
de dicho arte, frente al especulativo o al mágico. Esto es muy interesante, ya
que será este mismo carácter, el operativo, el que finalmente predomine en la
historia del oro potable de la Edad Moderna. Por supuesto, no hay ni que decir
que era un seguidor de Ramon Llull, de ahí que la profesora Crisciani dedique
a Llull el sexto capítulo (La «legenda» di Lullo e l’oro potabile).
Por otra parte, Fabri también deja asentado que el elixir es el punto
culminante de toda esta «operatividad» y de la alquimia transmutatoria, pudiendo
ser también enlazado a un remedio perteneciente a la alquimia medicinal,
esto es: el oro potable.
A diferencia de Rupescissa, Fabri confiere al elixir dos aspectos. De un
lado habla de él como parte de la Gran Obra de la transmutación y de la otra
lo menciona como oro potable. Y sólo alude al segundo en estos últimos
términos cuando se refiere a los aspectos medicinales. Esta posición está en
concordancia con la de otros físicos de su tiempo y otros puntos de vista que
distinguieron entre las disciplinas de la alquimia y la de la Medicina. Fabri
sigue a Alberto Magno en su De mineralibus, y, como él, no es nada claro, dando
escasas muestras de locuacidad cuando se pone a hablar del elixir. Sí habla de
que los metales contienen todos ellos una humedad radical y que ésta, extraída
del metal imperfecto y digerida es el elixir. Cuando se trata de digestión, se
está haciendo lo que los alquimistas llamaron limpiar las superfluidades y
heterogeneidades del metal. Es la citada humedad radical la que encierra lo más
íntimo de la materia. Cuando Fabri trata del oro potable dice que es la unión
de dos tipos distintos de humedades radicales, capaces de eliminar las superfluidades
humorales del cuerpo humano.
No era el único ni el primero, pero Fabri sabe perfectamente que partiendo
de un punto de vista sumamente teórico y abusando de la retórica, hay un
campo abonado en la homogeneidad del lenguaje, los argumentos cargados de
silogismos y la «intertextualidad» de los conceptos, sin escapar a su coherencia
teórica, a la que él vuelve siempre. Por último, no debemos de dejar de
mencionar que Fabri fue uno de los primeros constructores de la teoría de un
Ramon Llull alquimista, sobre todo si conocemos las relaciones de Llull con
Arnau de Vilanova, su estancia en Inglaterra y sus relaciones con los reyes.
Falta decir que Fabri resultó ser una persona muy competente en cuanto
a teorizar sobre la alquimia metalúrgica, dando una explicación «lógica» de la
transmutación, siempre después de reconocer que él nunca había entrado a
discutir las doctrinas operativas ni la Gran Obra. Como muy bien nos enseña
Crisciani en el séptimo y último capítulo (Elixir: erudizione, medicina e magia),
el conjunto efervescente nacido del interés por definir el oro potable en el
siglo XIV, los múltiples ejercicios prácticos, desde Saboya hasta Roma, o teóricos,
reflejan el siempre fructífero dilema entre el proceder operativo y la
especulación intelectual.
Estamos, pues, ante un excelente trabajo histórico e historiográfico, puro
y nítido. Gracias a la labor de estudiosas como Chiara Crisciani o Michela
Pereira, otra excelente historiadora de la alquimia y la filosofía medieval,
sacando a la luz textos como el que ahora es tratado, definiendo un periodo
tan áspero y una materia tan delicada, capaces de ensombrecer a un Julius
Ruska o a un Marcelin Berthelot, volvemos a disfrutar del mismo hecho que
acaeció con Fabri. Investigadoras como ellas nos hacen sentir que grandes
historiadores de la alquimia pueden ser saboreados en el momento presente.
MIGUEL LÓPEZ PÉREZ
Universidad Complutense de Madrid