DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist. Illus. 2003, 23, 409-454.

Ricardo CAMPOS MARÍN; José MARTÍNEZ PÉREZ; Rafael HUERTAS GARCÍA-ALEJO. Los ilegales de la naturaleza. Medicina y degeneracionismo en las España de la Restauración (1876-1923), Madrid, CSIC, 2000. ISBN: 84-00-07906-X.

Este libro representa la síntesis de una línea de investigación de larga andadura para los autores. El degeneracionismo es una de esas cuestiones queridas por cierto tipo de historiografía interesada en la vertiente más represiva (y productiva a la vez) del discurso médico y, también, por las confluencias de la biología, la medicina y los discursos de normalización. Dada la resonancia del degeneracionismo en la sociedad española, no es de extrañar que haya sido identificado como problema histórico clave, como muestra esta monografía. Los autores, en este texto, optan por acercarse al problema usando, alternativamente, historia de las ideas médicas e historia social, permitiéndonos conocer en profundidad los entresijos del discurso científico degeneracionista producido por médicos españoles y, en un capítulo final, las interpretaciones que los partidos socialista y anarquista hicieron de la cuestión.
En el primer capítulo se aborda la incorporación en España de las ideas sobre el degeneracionismo procedentes del alienismo francés, a través de B. A. Morel (1809-1873) que recopiló, según los autores, tanto las ideas de herencia disimilar de Prosper Lucas como la concepción lamarkiana del evolucionismo. Más tardíamente se incorporaron también las ideas darvinistas para configurar el degeneracionismo, no tanto como una desviación respecto al hombre ideal, sino como un movimiento contrario a la naturaleza que, en lugar de hacer progresar al ser humano, lo retrasaba hacia un lugar más primitivo, menos perfecto. De esta manera, en la medicalización de la idea de decadencia biológica, el alienismo encontró una explicación a la enfermedad mental a lo largo de la segunda mitad del XIX. Sin embargo, no hay que confundir la aceptación del degeneracionismo para explicar la enfermedad mental, explicación que aún tenía eco en la década de los cuarenta del siglo XX español, con la incorporación de las teorías biológicas de la herencia. La mayor parte de los psiquiatras permanecieron anclados a las ideas sobre el plasma germinativo más que adheridos a las más recientes teorías de la herencia por la más tardía configuración de la genética médica en España. La aceptación del degeneracionismo tuvo mayores aplicaciones para la vertiente médico-legal del alienismo español que para la clínica, como exploran los autores en el segundo capítulo. En cierta forma, el segundo capítulo puede considerarse un ejemplo del proceso de configuración de una especialidad médica, en este caso el alienismo, así como un estudio de cómo se construyó la definición de criminal. La clave teórica que permitió configurar un conocimiento experto alrededor de la locura fue, inicialmente, el concepto de monomanía para ser finalmente sustituido por el de degeneración por su mayor eficacia argumentativa.
Frente a la monomanía, el degeneracionismo proporcionaba la probabilidad de explicar físicamente las causas de la criminalidad, ajustándose a la fuerza argumentativa de los nuevos regímenes de visibilización propiciados por la medicina de laboratorio. La clave social de los alienistas fue la de convencer de su utilidad médico-legal frente a los propios juristas. Aquí se traza el vínculo, ya conocido desde los trabajos clásicos de Foucault y Castel, y en nuestro terreno de Álvarez Uría, entre la psiquiatría y el aparato legal del estado, es decir la configuración de un modelo médico-biológico de criminalidad. Como es bien conocido, una idea científica tiene mayores posibilidades de éxito cuanto más efectiva, útil y aceptada sea en diversos ámbitos. De manera que el degeneracionismo tuvo utilidad profesional para definir un espacio de conocimiento experto con la objetividad de lo visible y crudamente físico; una utilidad legal y de gobierno para la definición del criminal y una aceptación social y cultural, aspecto este último quizá poco desarrollado en esta obra. El testimonio de Ángel Pulido de 1881 que recogen los autores (p. 88) no puede ser más elocuente para mostrar cómo se legitimó el alienismo al mostrarse efectivo para la identificación científica de la criminalidad, desde supuestos anatómicos y fisiológicos. Pulido, frente a «controversias psicológicas» o «disquisiciones escolásticas» sobre la locura, daba la bienvenida a la orientación positivista del alienismo, basado ahora en la clínica y el laboratorio y que, en lugar de argumentar, «suma hechos para deducir leyes». Pero el proceso de legitimación no sólo estuvo dirigido a la audiencia médica sino también hacia los propios juristas y en esto residió el escollo argumentativo principal de la degeneración pues cuestionaba el libre albedrío y, sobre todo, su determinismo biológico extremo obligaba a declarar irresponsables a los criminales. La salida argumentativa, representada por Lecha-Marzo, es una buena muestra del inextricable entreverado de las ciencias médicas con las jurídicas. El sujeto degenerado —identificado por rasgos físicos como las muelas, la mandíbula y la similitud con los simios— o bien poseía una responsabilidad atenuada, como defendían Dolsa u Ots hacia 1895 o, bien, como señalaba Lecha-Marzo algunos años después (1911), su débil voluntad como degenerado hacía su cerebro más vulnerable al castigo ejemplar carcelario. De esta manera se entraba en el territorio de la psicología criminal de la mano de las antropología física de la degeneración.
Quizá algo más confusos en la argumentación sean los siguientes capítulos. El capítulo tercero se acerca a la incorporación de la figura de la infancia al debate del degeneracionismo. El capítulo intenta seguir la transición de ideas desde el determinismo del estigma físico a la incorporación inicial de ciertas causas sociales en la discusión sobre el «niño golfo».
La discusión sobre la demencia precoz, incorporada ya la nosografía kraepeliniana en la segunda década del siglo XX, muestra el inicio de propuestas higiénicas para la prevención en algunos alienistas españoles como Lafora. Es, precisamente, en estos aspectos higiénicos en los que se centra el capítulo cuarto. Aunque las vinculaciones de la pobreza a la degeneración eran ya explícitas en los discursos finiseculares de los médicos higienistas, la higiene entendió que la degeneración progresiva hereditaria conllevaría la degeneración de la raza, de la que ya se encontraban signos en la escasez de talla y la esterilidad de sectores de la población. La degeneración estaría producida por causas o enfermedades sociales (alcoholismo y tuberculosis). Las dos herramientas de intervención social que propugnaron los higienistas, a lo largo de las primeras décadas del XX, fueron, para unos, la mejora de las condiciones de vida y, para otros, la eugenesia. Especial interés tiene en el capítulo el análisis sobre la propuesta de ley para la creación del certificado prematrimonial como medida eugenésica estatal. Una redacción más esmerada —a veces se confunde la voz de las fuentes con las de los autores— y un aparato crítico más elaborado hubieron dado mayor hondura argumentativa a las fuentes utilizadas sobre todo en los aspectos relativos a la construcción patriarcal de la mujer y, también, a la cuestión de la raza cuyo estudio histórico en profundidad en el caso español está aún pendiente.
El libro se cierra con un capítulo de interés que desentraña —a través del estudio de las analogías sociales del discurso médico y la apropiación de la idea de degeneración por socialistas y anarquistas— el entretejido social inextricable, complejo y contradictorio del degeneracionismo. La analogía entre degeneración biológica y social fue un enérgico motor discursivo que incluía también la materialidad del atraso sanitario del país. Si el discurso de higienistas y médicos sociales ponía el énfasis en el determinismo biológico de la degeneración, el discurso político invertiría el orden subrayando las condiciones sociales del capitalismo como causantes de la degeneración de la raza y, por ende, de la sociedad española. Sin embargo, también se recurría al determinismo biológico, en ocasiones, para explicar la degeneración de la burguesía.
Como señalan los autores, sobre el auge social del criminal como «figura central» en la segunda mitad del XIX, el poder del degeneracionismo residiría en su capacidad para «ocultar casi sistemáticamente [a la sociedad] la innegable repercusión de los cambios sociales que la instauración de un nuevo modo de producción imponía sobre determinados comportamientos humanos» (p. 107). A mi entender el libro se habría beneficiado de un mayor desarrollo de este marco explicativo general y sus peculiaridades en el contexto español. Más allá del papel legitimador de la medicina al encubrir las causas estructurales de la conmoción social, el degeneracionismo plantea también otra cuestión relevante al reflexionar sobre las relaciones entre ciencia y sociedad. Me refiero a la manera en la que la ciencia, inmersa en la trama de relaciones complejas de cada época, configura sus preguntas. En este sentido se echa de menos la puesta en relación de estas teorías científicas con ciertos aspectos culturales socialmente relevantes en el periodo estudiado. Como la producción histórica reciente ha venido mostrando, el clima cultural de fascinación por los monstruos en el siglo XIX que las nuevas tecnologías de visualización —la fotografía, los museos, los circos o las desarrolladas específicamente por las ciencia médicas— estaban exhibiendo en espectáculos de enorme repercusión social, es una buena muestra de la conmoción causada no sólo por el industrialismo, sino también por el imperialismo, en los modelos tradicionales de identidad individual y social en una incipiente sociedad de masas. Este trasfondo del proceso histórico de individuación e identidad que buscaba la identificación de un «otro» ajeno (obrero, negro, colonizado, mujer o niño, etc.) para la reconstrucción propia, habría inspirado y moldeado las explicaciones proporcionadas por la teoría científica de la degeneración. Pero, a la par, estas teorías científicas habrían contribuido tanto a legitimar el poder opresivo de las nuevas estructuras de gobierno como a «producir» nuevos sujetos.

ROSA M.ª MEDINA DOMÉNECH
Universidad de Granada