DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist. Illus. 2003, 23, 409-454.

Othmar KEEL. L’avènement de la médecine clinique moderne en Europe: 1750-1815. Politiques, institutions et savoirs, Montréal, Les Presses de l’Université de Montréal. ISBN: 2-7606-1822-6 [59,95$]/Genève, Georg Éditeur, Bibliothèque d’Histoire de la Médecine et de la Santé, 2001. ISBN: 2-8257-0762-7.

En 1979, con el libro La généalogie de l’histopathologie, Une révisión déchirante: Philippe Pinel, lecteur discret de J.-C. Smyth (1714-1821) (reseñado en Dynamis, 1981, 1, 327-329) inauguró Othmar Keel una concienzuda línea de investigación sobre la medicina a caballo entre los siglos XVIII y XIX. El presente libro sistematiza el estado de la cuestión hasta la fecha, a partir de una serie considerable de trabajos publicados, como artículos (en Gesnerus, 1980, 1987, 1988, 1997; en History and Philosophy of the Life Sciences, 1984; en Bull. Canad. Hist. Méd. 1985 y 1986), comunicaciones a Congresos internacionales de Historia de la Medicina (Barcelona, Bolonia) y capítulos en libros escogidos, como William Hunter and the Eighteenth Century Medical World (editado por W. Bynum y R. Porter, Cambridge, 1985) o La médecine des Lumières: autour de S.A.A.D. Tissot (editado por V. Barras y M. Courvoisier, Genève, 2001).
El propósito central de este libro y de la línea de investigación de que hablamos no es sino llamar la atención sobre lo que López Piñero (contribución que ignora en su amplia revisión bibliográfica) ha conceptualizado y popularizado en la comunidad historicomédica hispánica como «mentalidad antisistemática». En tal empeño, produce una minusvaloración de las contribuciones iniciales de la llamada Escuela de París, en particular de Pinel, Bichat, Corvisart y Broussais, a las que niega originalidad (de hecho, considera que suponen un retroceso sobre algunos aspectos de la clínica ilustrada), postulando una reescritura de las líneas generales de la historiografía médica contemporánea (que no aborda, sin embargo), de donde debería desaparecer el carácter copernicano, revolucionario, del inicial programa anatomoclínico parisiense. Coincide en el tiempo con la publicación de otra interesante contribución sobre una temática paralela (Ulrich Tröhler, «To Improve the evidence of medicine»: The 18th century British origin of a critical approach. Edinburgh, Royal College of Physicians of Edinburgh, 2000), donde también se retrasa el reloj de la gran narrativa historicomédica en lo que se refiere a la incorporación de acercamientos cuantitativos (protoestadísticos) a la clínica y la terapéutica, con la consiguiente erosión de la imagen fundadora de P. C. A. Louis.
Nuestro autor se enfrenta manifiesta y reiteradamente contra quienes han postulado esa interpretación —hasta ahora dominante en la historiografía— de la Escuela de París como matriz de la modernidad (Foucault, Ackerknecht, Bynum o Maulitz) y aprovecha detalles y consideraciones avanzadas por muchos otros autores, en particular del área centroeuropea, así como la lectura que Laín Entralgo proporcionó de la obra de Albertini, sobre las aportaciones antisistemáticas producidas en la época ilustrada. Tal empeño tiene firmes soportes, como veremos a continuación, si bien no termina de sustentar del todo una tesis alternativa, como igualmente pretendo comentar.
La estructura del texto se ordena en dos grandes apartados. En el primero («Políticas, instituciones y prácticas») se analizan los modelos de enseñanza médica y quirúrgica y el afianzamiento del modelo clínico en la segunda mitad del siglo XVIII, tanto en Francia como en otros países, en particular en Gran Bretaña, y se compone de cuatro capítulos. El relato que Jorge Navarro ha producido recientemente sobre La introducción de la clínica en Valencia (Valencia, 1998) coincide sustancialmente con la idea defendida por Keel, puesto que el comienzo de las cátedras de Práctica o Clínica en España es de clara influencia vienesa, con anterioridad a las novedades francesas. El segundo apartado, titulado «Conceptos, técnicas y métodos», analiza en los capítulos quinto a séptimo la aparición y extensión de los procedimientos de exploración física, en los octavo a undécimo la aparición de una problemática histológica, en la doble perspectiva de la estequiología normal y patológica, con anterioridad al enunciado del programa de Bichat, para terminar (capítulo duodécimo) con una revisión comparada del panorama anatomoclínico europeo. Una conclusión final reitera las hipótesis del autor, que ya han sido expuestas de forma reiterada en el transcurso de la narración, asentada sobre un férreo engranaje de citas extensas de fuentes primarias y notas bibliográficas pertinentes, que, si bien peca de cierta reiteración y circularidad para quien lea el texto de corrido, resultan útiles para los apresurados que aborden la lectura de manera fragmentaria. Esta estructura permite que se advierta la práctica totalidad de las hipótesis revisionistas del autor. En esa tarea de revisión hay varios puntos fundamentales, como son la relevancia concedida al hospital en tanto que agente especializado dentro de los esquemas de la política sanitaria iniciada en la Ilustración; la constitución de una patología anatomoclínica sobre la doble base de la práctica medicoquirúrgica y obstétrica (incluyendo el recurso a distintos métodos de exploración física) y el examen anatómico sistemático de los cadáveres; la constitución de una visión tisular en lo que se refiere a la composición del cuerpo humano, por la vía de la patología y de la experimentación fisiológica y anatomo-comparada; finalmente, la extensión de la enseñanza clínica en el medio hospitalario, conteniendo todas las novedades anteriores. Hay también un cuidadoso análisis cronológico, para mejor percibir la generalización de determinadas propuestas.
La lista de afirmaciones de manual que revisa el autor canadiense es corta, pero sustancial. Keel niega originalidad al programa de Bichat (mejor planteado y ejecutado por los hermanos Hunter, la dinastía escocesa de los Monro y sus numerosos discípulos); niega la aportación clave de Pinel en su propuesta de relacionar la patología con una base anatómica tisular (copia textual de Carmichael Smyth, como demostró en su libro de 1979 antes citado), que, por otra parte, habría que adjudicar a Andreas Bonn (otro ilustre tapado en la obra de Bichat) o incluso al propio Haller; niega que Corvisart haya sido el responsable de la difusión de la percusión torácica (responsabilidad que hay que adjudicar en plenitud a Auenbrugger y a Stoll), que mal entendió y mal practicó, generando la desconfianza que, por ejemplo, ilustró Laennec en su Tratado de la auscultación mediata; y, por fin, niega que el modelo de enseñanza clínica hospitalaria proceda del París posrevolucionario (construido a imitación de las clínicas centroeuropeas y dotado de mucha menor capacidad de formación práctica que la norma inglesa y escocesa había conseguido decenios antes). La estrategia demostrativa se apoya en primer lugar en el examen detallado de una ingente bibliografía europea del periodo 1750-1850, aproximadamente, buscando localizar los afiliaciones confesadas así como las señaladas por los contemporáneos o los autores inmediatamente posteriores, además de la discusión de sus contenidos conceptuales. Testimonios franceses, como los de Ratier (1828), Richerand (1800, 1825) y Flourens (1858) son especialmente significativos de una lucidez crítica que no se mantuvo como norma en la mayoría de los relatos y análisis —claramente hiperbólicos, según Keel— de las contribuciones anatomoclínicas de Bichat y sus seguidores, empezando por los propios testimonios de los Pinel, Bichat o Laennec, sesgados en su favor por el expeditivo recurso a la ocultación de sus fuentes principales, comenzando por A. von Haller (de quien resalta su propuesta textural antes que la estequiología fibrilar) y T. Bordeu y siguiendo por A. Bonn, J. Hunter, J. G. Walter o M. Baillie, a veces bajo la declaración de «conocimientos normales». A ellos suma una excelente revisión de autores británicos, holandeses y centroeuropeos, además de los mencionados, en los que se unieron comentarios favorables a las propuestas parisinas junto al reconocimiento de su genealogía intelectual y práctica en la tradición clínica, fisiológica y anatomopatológica europea —punto en el que se apoya Keel para justificar la rápida popularización de la rutina anatomoclínica en la primera mitad del Ochocientos, con la inclusión de la auscultación mediata, bajo la forma de una reiterada «fertilización cruzada» desde y hacia Francia— así como el estudio minucioso de los trabajos clínicos en Viena, Pavía, Edimburgo y numerosos centros universitarios alemanes y escuelas privadas de clínica británicas. La existencia de una red informal (en el sentido de su ubicación fuera del marco universitario) para la enseñanza de la medicina, íntimamente ligada a las nuevas propuestas asistenciales derivadas del interés público por la salud de las poblaciones y en cuyo seno se mezclaron las vías médica, quirúrgica y obstétrica, es otro de los pilares argumentales a favor de la tesis central de este libro y contra las tesis de Maulitz referidas a Gran Bretaña (resumidas en Morbid appearances: the anatomy of pathology in the early nineteenth century. Cambridge, CUP, 1987).
Me parece que la contribución teórica más relevante de Keel radica en esa interpretación mestiza del nacimiento de la anatomoclínica, que destaca el contexto relacional entre París y los restantes centros importantes de enseñanza y práctica de la medicina europeos. Fatiga un poco su empeño desmitificador, que le conduce a considerar que cualquier elemento parecido anterior es poco menos que anatomoclínico. Así, en opinión de Keel, la consideración ontológica de la enfermedad producto de la nosotaxia ilustrada, de Sauvages a Cullen, debería verse francamente minimizada, si no desaparecer del todo. La misma prioridad de su estrategia analítica le lleva, en un contexto en que sugiere expresamente que otros historiadores fuerzan el sentido de las fuentes que manejan, a exponer que si Tissot habla de «especies» y de «géneros» no lo hace «sometido a la nosología de tipo botánico» en la cita siguiente: «[el objeto de una clínica es] se faire une idée juste, sinon de toutes les espèces de maladies, ce qui serait peut-être impossible, même sur plusieurs années, parce qu’il y en a de très rares, mais au moins de tous les genres» (p. 134). Para Keel, estas palabras identifican una clínica que no es «el teatro nosológico» dibujado por Foucault, entre otros, sino una estructura encaminada a conseguir «los conocimientos necesarios» y proporcionar «tratamiento a sus enfermos», lo que, a juzgar estrictamente por el contenido de esta sola cita, no es defendible, a mi parecer. Del mismo modo, rechaza las aportaciones (Waddington, Jewson) que sugieren un cambio profundo en la estructura de relación entre sanadores profesionales y enfermos a partir de la generalización de medios masivos de asistencia, en especial del hospital, proceso en el cual los pacientes como individualidades personales tendieron a desaparecer; su argumento en contra es que la actividad clínica siempre se centró en personas concretas, al servicio de su tratamiento, pero no considera las vertientes de poder en dicha relación. Casi sorprende que no haga referencia a la tradición clínica bajomedieval de la Facultad de Medicina de Padua o la escuela médico-quirúrgica de Guadalupe, así como la antigüedad de la práctica de la percusión abdominal para el diagnóstico de la ascitis (uno de sus puntos fuertes en la discusión sobre la generalización de las exploraciones físicas a finales del siglo XVIII). En el último libro de Luis García Ballester (La búsqueda de la salud, Barcelona, Península, 2000, p. 311) se recoge la siguiente cita de la Sinonimia de los nombres de las medeçinas griegas e latynos e arabigos (obra anónima de mediados del siglo XIV): «cuando se golpea [el vientre del paciente que tiene ascitis] se oye un ruido como de odre medio lleno».
Sobre el gran argumento revisionista de base, sigo considerando, respecto a mi anterior reseña de 1981, que la gran incógnita es por qué ni J. C. Smyth denunció en su día el plagio de Pinel, ni autores como W. Alison o A. Monro tertius, pusieron en claro una visión más equilibrada de los acontecimientos en torno a la génesis de la medicina anatomoclínica. Keel maneja tres elementos para explicar el singular éxito histórico de lo que considera una mentira: 1º) la capacidad formalizadora y sistemática de Bichat y sus seguidores, aun cuando ni sus contribuciones fueran tan originales ni sus planteamientos tan acertados; 2) una voluntaria tarea de «ocultación» de la propia tradición hunteriana en Gran Bretaña por motivos profesionales, puesto que considera que las aportaciones de Hunter se identificaban con la cúpula profesional que controlaba el ejercicio médico y los sujetos emergentes de una profesión médico-quirúrgica de servicio prefirieron una opción organizativa similar a la imperante en Francia (argumento retorcido donde los halla, que nada nos aclara respecto al área centroeuropea, por ejemplo, tan relevante en la consideración del autor); y, 3) la atracción de los extranjeros por París, por razones no necesariamente unidas a la (inexistente) excelencia académica de los primeros 30 años del siglo.
Pese a todo, este libro tiene muchos alicientes. Nos hace reflexionar sobre la importancia de no considerar los actores históricos por lo que estos digan de sí mismos. Plantea la conveniencia de actualizar nuestros manuales, combatiendo una cierta conciencia de «trabajo acabado» al pensar en cuestiones objeto de gran atención durante las dos generaciones precedentes de historiadores. Y cuestiona el peso que nuestras tradiciones historiográficas tienen (o deben tener) en la delimitación de nuestras tareas docentes y de investigación originales. Con independencia del gran refuerzo que, en la perspectiva de la historia de la clínica, recibe la segunda mitad del Setecientos, el problema fascinante que se alza ante nosotros es el de comprobar en qué medida seremos capaces de romper del todo con una tradición que busca «nacimientos» y «paternidades» (en este caso, de la anatomoclínica) como actos precisos, ciertamente complejos por supuesto, para generar una manera de interpretar el pasado que prime los procesos gestacionales, algo que, en este terreno que nos ocupa ahora, ya sugirieron Temkin y Gelfand, si bien no con la amplitud y articulación que presenta este libro.

ESTEBAN RODRÍGUEZ OCAÑA
Universidad de Granada