Guerrilla y narcotráfico
en Colombia
Román
D. Ortiz
Cuadernos
de la Guardia Civil. Revista de Seguridad Pública. Núm XXII, Año 2000.
Si hubiese que encontrar un acontecimiento
que marcó la conclusión de la Guerra Fría en América Latina, sin duda, habría
que señalar al final del enfrentamiento civil en El Salvador con la firma del
acuerdo de paz entre el gobierno del conservador Alfredo Cristiani y la
guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en enero de
1992. En aquel entonces, una oleada de optimismo empujó a algunos analistas de
seguridad a interpretar la desmovilización de la que entonces era la fuerza
insurgente más poderosa del continente como un signo del ocaso definitivo de
los movimientos guerrilleros en América Latina. El juego democrático parecía
destinado a canalizar las demandas sociales de forma pacífica y dejar sin
espacio a aquéllos que habían recurrido a las armas como medio para alcanzar
sus objetivos ideológicos. Sin embargo, ocho años después, el éxito de la
guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se ha
convertido en la mejor demostración de que estos pronósticos estaban
dramáticamente equivocados. Lejos de debilitarse, la organización armada más
antigua del continente ha culminado una rápida adaptación al nuevo escenario
estratégico que, más allá de asegurar su supervivencia, la ha colocado en una
posición desde donde mantiene al gobierno de Bogotá acorralado en términos
políticos y militares. En esta transición, los insurgentes colombianos han
abandonado buena parte de los rasgos que caracterizaron a las viejas organizaciones
latinoamericanas para apostar por un conjunto de nuevas orientaciones
políticas, nuevos recursos y nuevas estrategias. Un nuevo modelo de acción
violenta que pone de manifiesto que las guerrillas no han desaparecido de la
escena política latinoamericana sino que simplemente se han transformado para
convertirse en un riesgo crítico para algunas de las democracias más frágiles
de la región.
Como modelo de acción colectiva, la violencia
política tuvo su época dorada en América Latina entre el éxito de la revolución
castrista en 1959 y la citada paz de El Salvador en 1992. Durante este periodo,
el comportamiento de los movimientos armados se guió en función de dos
referentes básicos. Por un lado, una doctrina revolucionaria que se cimentaba
básicamente sobre planteamientos de corte marxista-leninistas. Por otro, una
estrategia violenta que mezclaba actividades guerrilleras y terroristas en
distintas proporciones. Desde una óptica ideológica, la inmensa mayoría de las
organizaciones armadas se definieron abiertamente como seguidoras de alguna
variante del comunismo (troskismo, maoísmo, etc.). Pero incluso en aquellos
grupos que no se inscribieron explícitamente en estas corrientes ideológicas,
desarrollaron doctrinas influidas por ideas de corte marxista. Éste fue el
caso, por ejemplo, de los Montoneros argentinos que profesaban un populismo de
izquierdas con raíces en un radicalismo católico y nacionalista cuyo objetivo
declarado era la instauración por vía revolucionaria de una forma de socialismo
antiimperialista.[i][1] Lo mismo se puede decir del colombiano Movimiento
19 de Abril (M-19) que se definía como nacionalista y bolivariano; pero
apuntaba en sus primeros comunicados al establecimiento de un socialismo con
rasgos autóctonos. Más allá de unas u otras etiquetas, la adhesión a los
postulados marxistas resultó decisiva en la medida en que ofreció una
cosmovisión a partir de la que los revolucionarios diseñaron su oferta política
para atraer a sus seguidores, buscaron bases sociales en que apoyarse e ingeniaron
su estrategia de acceso al poder. Así, habitualmente, el programa máximo de los
insurgentes se centró en la puesta en práctica de reformas políticas y
económicas de corte socialista y nacionalista que garantizasen democracia,
justicia social y desarrollo. Dentro de este abanico genérico de ofertas, se
incluyeron la liberación del imperialismo estadounidense planteada por el
nicaragüense Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la implantación
de un estado socialista propuesta por el Ejército Revolucionario del Pueblo
(ERP) de Argentina o la construcción de una utopía agro-comunista impulsada por
los peruanos de Sendero Luminoso. Igualmente, la distinta versión de ideología
izquierdista enarbolada por cada organización hizo que buscaran el respaldo
popular en bases sociales diferentes. Los maoístas colombianos del Ejército de
Popular Liberación (EPL) intentaron encontrar sus apoyos entre el campesinado.
Por contra, los marxista-leninistas del Frente Patriótico Manuel Rodríguez
(FPMR) de Chile buscaron su base social entre las clases populares urbanas. Por
su parte, el castrista Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) de Guatemala
intentó encontrar respaldo entre una población básicamente definida con
criterios de identidad étnica indígena. Finalmente, las estrategias de los
distintos movimientos también estuvieron condicionadas ideológicamente. Así,
por ejemplo, la división del sandinismo entre las tendencias Proletaria, de
Guerra Popular Prolongada y Tercerista respondió a fórmulas de acceso al poder
según se buscase promover una revolución de la clase trabajadora, una larga
guerra de guerrillas apoyada en el campesinado o una insurrección popular con
una amplia base social. De forma similar, los distintos grupos integrados en el
Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) de El Salvador mantuvieron
posiciones ideológicas diversas que determinaron el grado de importancia que
cada uno de ellos daba al activismo político y a la acción militar así como la
elección de una larga insurgencia campesina o de una insurrección de masas como
vías para conquistar el gobierno.
El peso del discurso ideológico en la toma de
decisiones dentro de los grupos armados redujo su flexibilidad intelectual a la
hora de elaborar estrategias y su capacidad para adaptarse al entorno político
y social. De hecho, el peso del ideario doctrinal fue suficientemente grande
como para empujar a un comportamiento político y militar que muchas veces no se
ajustaba a las condiciones reales en las que se debía desarrollar la lucha. La
consecuencia inevitable era que el grupo cometía errores estratégicos de bulto
que muchas veces se traducían en aplastantes derrotas. Algunos ejemplos
resultan muy descriptivos de esta relación entre rigidez ideológica y fracaso
guerrillero. Desde luego, el fiasco más famoso fue la intentona de Ernesto
“Ché” Guevara de establecer un centro de actividad guerrillera en Bolivia en
1967[ii][2]. Los planes de Guevara pretendían únicamente llevar
adelante la doctrina foquista que el mismo había definido en sus escritos.
Desde esta perspectiva, una minoría armada podía ejercer un papel catalizador
sobre las masas populares hasta el punto de empujarlas hacia la revolución con
independencia de cuáles fueran las condiciones políticas, económicas y sociales
del medio en el que se desarrollaba la lucha. Con estos planteamientos, el
revolucionario argentino y su partida de militantes comenzaron a actuar en un
medio hostil y desconocido donde los campesinos indígenas, que se habían
beneficiado de una reciente reforma agraria, los veían como una amenaza
extranjera. El resultado fue inevitable: el grupo armado fue diezmado y Guevara
murió a manos de las fuerzas de seguridad bolivianas. Dos décadas después,
Sendero Luminoso ofreció otra muestra de cómo la obcecación ideológica puede
conducir al desastre[iii][3]. A medida que tomó el control de comunidades
indígenas en los departamentos andinos de Perú, la organización maoísta comenzó
a aplicar a rajatabla su credo
político. La producción agraria se colectivizó y se destinó en gran medida para
el partido. Al mismo tiempo, se aplicaron rígidos códigos morales que incluían
los castigos físicos contra los adúlteros y la prohibición del alcohol. El
descontento provocado por estas medidas empujó a amplios sectores de la población
indígena a organizarse en una forma de comités de autodefensa denominados
Rondas Campesinas y expulsar a Sendero de amplias zonas rurales.
En lo que se refiere a la estrategia militar,
la guerrilla y el terrorismo fueron dos concepciones bajo las que se manifestaron
visiones distintas sobre la mejor forma de derrotar a las autoridades
estatales.[iv][4] Con la práctica de la guerrilla, se pretendía
compensar la inferioridad de los insurgentes a través de fórmulas de guerra
irregular en las que sólo se hacía frente al adversario cuando el triunfo
estaba prácticamente garantizado y se rehuía el combate siempre que las
condiciones no eran las óptimas. El desarrollo de esta forma de lucha mantuvo,
al menos, tres rasgos distintivos. Por un lado, el uso de la violencia gozaba
de un carácter instrumental, es decir, estaba dirigido a alcanzar ciertos
objetivos físicos (la destrucción de una unidad militar, la ocupación de una
posición, etc.). Además, la lucha guerrillera tenía una clara dimensión
territorial en la medida en que estaba dirigida a ocupar un espacio que luego
sería utilizado como base de operaciones para iniciar el asalto de otro nuevo
fragmento del territorio adversario. Por último, el objetivo de la guerrilla
siempre era acrecentar su capacidad militar hasta ser capaz de tomar el poder
por la fuerza de las armas. En lo que respecta al terrorismo, este tipo de
estrategia violenta se situaba fuera de la lógica militar clásica en la medida
en que no tenía por finalidad afectar a los recursos físicos del adversario
para defenderse sino a sus reflejos psicológicos. De hecho, los rasgos
principales de la actividad terrorista la diferenciaban claramente de la
guerrilla. Para empezar, las acciones terroristas no tenían por finalidad
última la destrucción del objetivo escogido. Más bien servían como instrumentos
comunicadores de una coacción, una advertencia de que una colectividad debía
alterar un cierto tipo de comunicación o prepararse para recibir un nuevo
castigo. Por otra parte, el terrorista no buscaba la ocupación de un territorio
sino que intentaba apoderarse del máximo espacio informativo posible entre las
autoridades y la opinión pública con el fin de que la abrumadora presencia
psicológica de sus actos hiciese inevitable ceder a sus exigencias. Finalmente,
el terrorismo no pretendía lograr una victoria militar sobre las fuerzas
gubernamentales. Su apuesta estratégica era otra. Esperaba que la combinación
de atentados cada vez más contundentes y reacciones desproporcionadas del lado
de las autoridades generasen una espiral de caos que debilitase la legitimidad
del estado. El objetivo último era provocar el colapso del gobierno y crear las
condiciones para una insurrección general. Así pues, el terrorismo buscaba
derrotar al gobierno políticamente en lugar de militarmente.
Los grupos armados latinoamericanos
practicaron ambas estrategias. Algunos desarrollaron básicamente acciones con
una orientación guerrillera como el todavía activo Ejército de Liberación
Nacional (ELN) de Colombia. Otros, como el Movimiento de Liberación
Nacional-Tupamaros (MLN-T) uruguayo, mantuvieron una práctica exclusivamente
terrorista. Muchas organizaciones, como las Fuerzas Armadas de Liberación
Nacional (FALN) de Venezuela, tuvieron
una estrategia ambivalente con actividades de uno y otro tipo apoyándose
mutuamente en el esfuerzo por debilitar a las autoridades y crear las
condiciones para tomar el poder. Finalmente, hubo grupos que fracasaron en los
intentos de organizar un foco guerrillero viable y derivaron hacia un activismo
cada vez más exclusivamente terrorista. Éste fue el caso del Movimiento
Revolucionario Tupac-Amaru (MRTA) peruano.
Cualquiera que fuese la estrategia escogida,
terrorismo o guerrilla, los movimientos armados latinoamericanos durante la
Guerra Fría disfrutaron de una capacidad militar fuertemente limitada. Salvo
contadas excepciones, las guerrillas nunca llegaron a disponer de recursos
bélicos para plantear un desafío estratégico a las fuerzas gubernamentales. De
hecho, habitualmente, cuando las autoridades utilizaron todo su potencial
militar contra los grupos insurgentes, éstos fueron arrinconados en zonas
remotas de la geografía nacional o sencillamente destruidos. Los rebeldes
demostraron en numerosas ocasiones notables carencias tácticas que se
manifestaron en sus dificultades para ejecutar operaciones complejas. Éste fue
el caso, por ejemplo, de los focos constituidos por el Movimiento de Izquierda
Revolucionaria (MIR) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Perú que
fueron rápidamente desmantelados por las fuerzas de Lima. En un entorno urbano,
lo mismo se puede decir de los Montoneros, cuyas primeras operaciones
demostraron una completa falta de experiencia sobre las reglas de la acción
armada clandestina. Desde luego, el nivel técnico fue mejorando con el paso del
tiempo a medida que los militantes revolucionarios acumulaban experiencia y
participaban en cursillos de entrenamiento en Cuba. En cualquier caso, este
proceso de sofisticación militar corrió paralelo a la mejora de las capacidades
de contrainsurgencia de las fuerzas armadas latinoamericanas gracias a los
programas de entrenamiento y asistencia técnica desarrollados por EE.UU. En
consecuencia, el diferencial de capacidad bélica entre guerrillas y fuerzas de
seguridad permaneció constante e incluso se amplió a favor de las autoridades.
La distancia entre los insurgentes y el
estado fue aún más notoria en el caso del acceso a armamento. No se trataba
únicamente de que los ejércitos regulares dispusiesen de medios de combate de
mayor envergadura (helicópteros, aviones, vehículos blindados, etc.). Además,
el acceso de las organizaciones armadas al equipo que necesitaban para
desarrollar sus operaciones de corte guerrillero o terrorista (armamento
ligero, explosivos, comunicaciones, etc.) resultaba escaso. Un vistazo al
arsenal a disposición de Sendero Luminoso a principios en febrero 1990 revela
que la organización, por entonces considerada una de las más poderosas del
continente, disponía de menos de 300 armas de guerra (fusiles de asalto y
subfusiles), cerca de 500 carabinas y 235 revólveres y pistolas automáticas[v][5]. Ciertamente, algunas organizaciones consiguieron
un nivel de equipamiento muy superior, pero a condición de contar con el
respaldo de un gobierno extranjero. De hecho, el robo de armas a las fuerzas de
seguridad no era suficiente para satisfacer las necesidades de equipamiento de
los grupos rebeldes. Por otra parte, ni el mercado negro podía suministrar amas
en cantidad suficiente como para sostener de forma estable operaciones insurgentes
de envergadura, ni la mayoría de los líderes guerrilleros gozaban de un acceso
fácil a los grandes traficantes de armas clandestinos. En consecuencia, había
que recurrir a gobiernos ideológicamente cercanos para asegurarse un apoyo
logístico imprescindible. En este sentido, La Habana desempeñó un papel clave
como canal de suministro de armamento a una larga lista de movimientos armados
latinoamericanos que incluyó desde las FALN venezolanas en los años 60 hasta el
FPMR chileno en los 80. Junto con Cuba, aunque de forma mucho más coyuntural,
otros gobiernos de la región también ofrecieron su respaldo a algunas
organizaciones armadas. Basta recordar el crítico apoyo proporcionado por
Venezuela a los Sandinistas en su lucha para derribar a Somoza. En cualquier
caso, en la mayor parte de los casos, los suministros de armamento por parte de
estados afines pudieron incrementar sustancialmente la capacidad operativa de
las guerrillas; pero casi nunca no fueron capaces de alterar el balance
estratégico entre el gobierno y los rebeldes. De hecho, por ejemplo, la llegada
de importantes partidas de armas procedentes de Cuba al M-19 colombiano
incrementó sustancialmente la capacidad de este grupo para asestar golpes de
envergadura a las fuerzas de Bogotá, pero no alteró radicalmente el equilibrio
militar entre esta organización y el estado[vi][6]. Además, la aguda dependencia logística de estados
extranjeros resultó ser una considerable vulnerabilidad para la capacidad de maniobra político-militar de las
guerrillas. Los gobiernos podían cambiar de política o ser presionados por
otros gobiernos para que cancelasen su respaldo a un determinado proceso
revolucionario. En tal caso, el resultado era una reducción de los suministros
bélicos y una rápida caída en la capacidad bélica de los insurgentes. Así
sucedió a finales de 1989, cuando EE.UU. presionó la URSS para que redujese el
flujo de armamento que alcanzaba a la guerrilla salvadoreña a través de Cuba[vii][7].
Dentro de este panorama de pobreza militar,
las contadas victorias de la guerrilla se explican, sobre todo, por la
extraordinaria debilidad de los regímenes y las fuerzas armadas a que se
enfrentaron. El triunfo castrista en Cuba puso de relieve más la ineptitud de
las fuerzas del presidente Batista que las habilidades tácticas de los rebeldes
de Sierra Maestra. El ejército de La Habana mostró una notable falta de
cohesión interna y demostró un absoluto desconocimiento de las técnicas
antiguerrilla más básicas. Paralelamente, el gobierno se enfrentó a un
amplísimo descontento social y un creciente aislamiento internacional,
especialmente tras la ruptura con EE.UU. La consecuencia fue el súbito derrumbe
de la capacidad militar gubernamental que obligó a Batista a abandonar la isla.
El caso de Nicaragua es muy similar al de Cuba aunque con algunas matizaciones
importantes. De hecho, la Guardia Nacional nicaragüense disfrutaba de un cierto
grado de profesionalidad y un extenso entrenamiento en contrainsurgencia que le
convertía en una fuerza superior al ineficaz ejército de Batista.[viii][8] Sin embargo, una serie de variables militares y
políticas debilitaron la capacidad de resistencia del somocismo. De modo muy
similar al caso cubano, la politización de la Guardia, su enorme impopularidad
entre los sectores populares y sus divisiones internas socavaron su capacidad
para enfrentarse a la guerrilla del FSLN. Paralelamente, el personalismo y la
corrupción de la dictadura empujaron a la oposición a la práctica totalidad de
la población nicaragüense. A estos factores se añadió la ruptura del régimen
con Washington que desmoralizó a los
escasos partidarios de Somoza en el interior del país. Por el contrario, el
FSLN disfrutó de un notable apoyo por parte de Cuba y algunos países
latinoamericanos. En cualquier caso, al margen de este respaldo internacional,
fueron las propias debilidades del estado nicaragüense y sus fuerzas armadas
las que abrieron la puerta a una victoria de la insurgencia. Paradójicamente,
la excepción a la baja capacidad militar de los grupos armados del continente se
debe de buscar en una organización que no consiguió conquistar el poder por la
fuerza: el FMLN salvadoreño. Pese a que fue contenido en el campo de batalla,
se puede afirmar que esta guerrilla alcanzó un grado de sofisticación militar
sin punto de comparación con otros movimientos homólogos[ix][9]. Los guerrilleros salvadoreños demostraron una
excepcional capacidad para coordinar operaciones a nivel nacional y mejoraron
paulatinamente sus tácticas con un incremento de la movilidad de sus unidades y
un inteligente uso de fuerzas especiales. Además, incorporaron a sus acciones
armas que nunca antes habían sido alineadas por otras guerrillas como misiles
tierra-aire portátiles. Todo ello, al mismo tiempo que mantenían la capacidad
de supervivencia de sus fuerzas en un teatro crecientemente hostil debido a las
continuas mejoras en inteligencia, movilidad y potencia fuego que Washington
introdujo en el desempeño operativo de las fuerzas armadas de El Salvador.
En cualquier caso, pese a las excepciones, se
puede afirmar que los grupos armados latinoamericanos desarrollaron durante la
Guerra Fría un patrón de comportamiento definido por una serie de rasgos
básicos. En términos políticos, se configuraron como organizaciones fuertemente
ideologizadas de modo que sus estrategias se elaboraban sobre la base de
rígidos principios doctrinales y contaban con poco margen para adaptarse a
cambios en el entorno. En términos militares, fueron formaciones que mantenían
un bajo desempeño operativo en comparación con las fuerzas de seguridad
estatales así como una aguda dependencia del respaldo de estados extranjeros
para satisfacer sus demandas logísticas. La evolución de las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia ha modificado sustancialmente algunos rasgos
básicos de este modelo. Para ello, este grupo se apoyó en las experiencias
acumuladas durante su larga trayectoria histórica y en la ventana de
oportunidad creada por el escenario internacional emergente tras el fin de la
Guerra Fría. Sobre estas bases, durante los años 90, las FARC realizaron una
profunda y compleja transición estratégica. El resultado ha sido una
organización insurgente de nueva planta con una amplia flexibilidad política,
un sofisticado comportamiento bélico y una creciente autonomía logística. Estos
rasgos han reforzado su capacidad de supervivencia y han ampliado sus
posibilidades de desafiar al gobierno de Bogotá en términos estratégicos.
El primer cambio sustancial de las FARC ha
sido su abandono de la ortodoxia marxista-leninista y su sustitución por un
envoltorio ideológico mucho menos rígido, etiquetado como “bolivariano”. Bajo
esta denominación se han incluido una serie de propuestas que combinan
nacionalismo e izquierdismo; pero que deja al margen objetivos máximos como el
establecimiento de un socialismo de corte clásico. Éste es el talante de buena
parte de los planteamientos políticos, económicos y sociales con que las FARC
han acudido a las conversaciones que mantienen con el gobierno del presidente
Pastrana desde noviembre de 1998. En este sentido se puede entender la demanda
de que se construya un amplio sistema de protección social para las clases
populares o la exigencia de una amplia reforma agraria[x][10]. En cualquier caso, la evolución ideológica de las
FARC no debe ser entendida únicamente como un cambio en el contenido de sus
exigencias programáticas. En realidad, lo que ha sucedido ha sido una
transformación de la naturaleza de su competencia con el estado.
Tradicionalmente, las guerrillas se habían enfrentado con los gobiernos latinoamericanos
sobre la base de criterios ideológicos que consideraban a las autoridades un
poder con un origen ilegítimo en función de que actuaban a favor de los
intereses de una oligarquía y en contra de la mayoría del pueblo. Las FARC no
se han desecho formalmente de este discurso; pero han enfatizado las críticas
al gobierno por su ineficacia para abordar los grandes problemas del país
(desigualdad social, delincuencia, etc.) mientras se han presentado cada vez
más con una alternativa creíble para un “buen gobierno”. De alguna forma, la
guerrilla colombiana ha pasado de criticar la legitimidad de origen del estado
a poner en cuestión su legitimidad funcional. Esta transformación política se
ha manifestado en varios aspectos de la orientación estratégica de la
organización. Así, a lo largo de la década de los 90, las FARC han otorgado una
especial relevancia a ganar cuotas de poder en el nivel municipal del estado,
donde resulta más visible su papel como gestor[xi][11]. Al mismo tiempo, la guerrilla ha multiplicado su
capacidad para prestar servicios a la población en el campo de la sanidad, la
educación, el orden público, etc. Desde luego, las guerrillas han apostado
tradicionalmente por presentarse como una alternativa de gobierno más justa y
eficaz y configurarse como un poder “paraestatal” proveedor de servicios
sociales. Dos iniciativas que resultaban críticas en sus esfuerzos para ganar
respaldo popular. De cualquier forma, en la mayor parte de los casos, las
fórmulas a través de las que se prestaban los servicios y las propuestas para
la construcción de un nuevo gobierno estaban elaboradas a partir de unos
criterios ideológicos más o menos estrechos que chocaban con la cultura
política de buena parte de población. Esto restaba flexibilidad al grupo armado
para adaptarse a las condiciones del entorno donde operaba y ganar el respaldo
de amplias coaliciones sociales. Lo que diferencia a las FARC es que esta
búsqueda del “buen gobierno” ha ocupado el primer plano de sus planteamientos
políticos colocando al margen cualquier dogma que prometa el logro de una
utopía y abriendo paso a una estrategia puramente pragmática de acceso al
poder.
Esta mutación desde una acción
político-militar de “finalidad ideológica” hacia otra en la que se presenta
como un “gestor público alternativo” ha sido decisiva para garantizar la
supervivencia de las FARC como organización. De hecho, con el cambio, los
insurgentes han podido superar la crisis creada por el hundimiento del bloque
del Este. En realidad, se han colocado al margen de la crisis del comunismo en
la medida en que su nuevo discurso político no propone transformar el estado de
acuerdo con ciertos patrones ideológicos sino más bien construir uno nuevo que
sea, sencillamente, más eficaz. Pero además, esta apuesta por configurarse como
un “gestor público alternativo” ha incrementado el atractivo político de su
mensaje. No es probable que haya un excesivo porcentaje de colombianos
dispuestos a apoyar el desarrollo de un experimento socialista. Pero si se
tienen en cuenta los antecedentes de fragilidad e ineficiencia del estado
andino, es probable que sectores notables de la población -particularmente, en
las zonas rurales más desatendidas por la administración- vean un cambio
radical en la cúpula dominante del país como una opción aceptable. De hecho,
esta alternativa puede resultar particularmente atractiva si se tiene en cuenta
que no implica una implantación de modelos sociales o económicos rígidamente
ideológicos sino un programa de cambios dirigidos en teoría únicamente a buscar
un “buen gobierno”.
La facilidad con que la
guerrilla colombiana se ha desprendido de sus ropajes marxista-leninistas se ha
visto favorecida por sus propios orígenes históricos que anteceden a la
revolución castrista y la oleada de movimientos armados izquierdistas que la
siguieron. De hecho, para
rastrear sus orígenes es necesario remontarse a las largas luchas civiles entre
conservadores y liberales que marcaron toda la vida republicana de Colombia
hasta culminar en el periodo de La Violencia (1946-53). Durante esos años, la
lucha entre las bandas armadas de los dos partidos degeneró en una espiral de
enfrentamientos que barrió las débiles estructuras estatales de amplias zonas
de país andino. Las víctimas de atentados y matanzas sumaron unas 180.000
vidas. En este contexto de anarquía, en 1949, el Partido Comunista de Colombia
(PCC) puso en práctica una política conocida como de “Autodefensa de Masas”
cuyo objetivo era organizar a los campesinos en bastiones autónomos para
defenderse del estado de violencia generalizada y, en particular, de las
partidas armadas conservadoras. Fruto de esta estrategia fue la aparición de
una cadena de santuarios como El Pato, Río Chiquito, Sumapaz o la más famosa
Marquetalia que llegaron a ser conocidos como las “Repúblicas Independientes”.
En cualquier caso, la composición política de estos enclaves terminó siendo muy
diversa. Con sus efectivos muy disminuidos, el PCC lideró la formación de estas
entidades, pero tuvo que recurrir a cuadros y militantes del Partido Liberal
para construir las estructuras de autogobierno. Además, el caos existente en
toda Colombia empujó a un aluvión de campesinos a trasladarse hacia unas áreas
que resultaban relativamente seguras. Entre los desplazados había comunistas y
liberales, pero también protestantes, católicos e incluso conservadores.
Las “Repúblicas
Independientes” desaparecieron entre 1958 y 1965, víctimas de una combinación
de promesas gubernamentales de amnistía y una cadena de intervenciones
militares. Sin embargo, los insurgentes desalojados de estos enclaves
mantuvieron su actividad militar y se reagruparon políticamente a través de una
serie de encuentros de debate político. En septiembre de 1964, los distintos
grupos armados decidieron formar una laxa alianza denominada Bloque Sur de
Guerrilla. Año y medio después, esta coalición guerrillera se transformó en las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. A partir de ese momento, las FARC
y el PCC se comportaron como dos organizaciones distintas que mantenían algunos
vínculos; pero que conservaban autonomía propia y mantenían notables
discrepancias políticas. De hecho, el Partido Comunista mantuvo una fuerte
ambigüedad sobre la lucha armada. Por un lado, calificó a las FARC como su
brazo militar. Pero al mismo tiempo, se negó a apoyar formalmente el desarrollo
de un proceso de insurrección armada en la medida en que consideraba que no
existían las condiciones idóneas para su triunfo. De hecho, el PCC nunca
abandonó la competición electoral legal. A mediados de los años 80, la
iniciativa de diálogo del presidente Betancour con las FARC creó un nuevo
escenario político que facilitó la convergencia entre guerrilleros y
comunistas. Ambos grupos constituyeron una coalición bajo la denominación de
Unión Patriótica (UP) como parte del proceso destinado a permitir que la
organización insurgente se sumara a la actividad política legal y abandonara
las armas. Sin embargo, una intensa campaña de terrorismo de extrema derecha
diezmó a los militantes de la UP e impidió su participación en la competición
electoral en condiciones de mínima normalidad. Como consecuencia, el proceso de
paz naufragó definitivamente. La guerrilla retornó a la actividad militar
mientras el Partido Comunista se mantenía vinculado a la UP y participaba en la
vida política legal. En estas circunstancias, las relaciones entre ambas
organizaciones retornaron a la ambigüedad y la distancia que las había
caracterizado en periodos anteriores. En cualquier caso, a lo largo de la
década de los 90, la propia dinámica de la violencia multiplicó la influencia y
el protagonismo de las FARC mientras los resultados electorales del PCC-UP
mantenían estancados. De esta forma, la relación de fuerzas entre el partido y
el movimiento armado se invirtió definitivamente a favor de este último.
Sobre la base
de esta trayectoria, las FARC se encontraron en unas condiciones favorables
para evolucionar hacia un mensaje político pragmático por varias razones. Para
empezar, su nacimiento en el contexto de las Repúblicas Independientes inclinó
el comportamiento de la organización más en la dirección de comportarse como
una estructura paraestatal que como un grupo que pretendía promover una
determinada ideología a través de la lucha armada. De hecho, las Repúblicas
Independientes se configuraron como enclaves destinados a sustituir a un estado
que no existía. Desde estos antecedentes era más sencillo evolucionar hacia una
guerrilla con una baja carga ideológica y con una oferta de “buen gobierno”. Un
giro mucho más difícil si se intentaba desde planteamientos políticos de
extremo dogmatismo. Al mismo tiempo, este proceso de desideologización fue
favorecido por la heterogeneidad política que caracterizó desde sus orígenes
las bases políticas de las FARC. Una diversidad que hizo mucho más tenue el compromiso
con los planteamientos marxistas-leninistas y facilitó los avances hacia un
programa con fuertes dosis de pragmatismo. En este sentido, la distancia de las
FARC con respecto al PCC hizo la adaptación más sencilla en la medida en que el
control ideológico del partido sólo tenía un peso muy relativo sobre la
organización armada.
La estrategia de las FARC
para configurarse como una alternativa de gobierno dio otro paso significativo
tras lograr que el gobierno del presidente Pastrana aceptase crear una “zona de
despeje” como marco geográfico para el desarrollo de las actuales
conversaciones. La aceptación de esta demanda ha permitido a la guerrilla
afirmar su control sobre un área de 25.000 kilómetros cuadrados en torno a la
localidad de San Vicente del Caguan. De este modo, con casi cuatro décadas de
diferencia, las FARC han creado un escenario estratégico en el interior de
Colombia muy similar al que existió durante el periodo de las Repúblicas
Independientes. Con ello, en términos militares, los rebeldes han obtenido una
privilegiada base de operaciones en el centro del país. Pero además, esta
concesión ha tenido consecuencias políticas claves. Para empezar, las FARC han
obtenido “de facto” el reconocimiento de su carácter de poder soberano en la medida
en que el gobierno de Bogotá les aceptó como única autoridad reconocida en el
territorio desmilitarizado. Además, la “zona de despeje” se ha convertido en un
escaparate desde donde mostrar el proyecto de gobierno alternativo presentado
por los insurgentes a la opinión pública de dentro y fuera de Colombia. El
resultado ha sido una afirmación de las FARC como poder paraestatal.
Desde el punto
de vista del comportamiento bélico, la transición estratégica de las FARC ha
desembocado en un incremento exponencial de sus capacidades militares. Visto en
perspectiva, este grupo armado había evolucionado paulatinamente hacia
operaciones de mayor tamaño y complejidad. Así, en 1973, el grupo alcanzó, por
primera vez, el nivel de crecimiento en militancia y el grado de sofisticación
táctica para coordinar la actuación de hasta 50 combatientes en el desarrollo
de una sola operación. Cinco años más tarde, en marzo de 1978, el mando
insurgente llegó a concentrar hasta 150 guerrilleros en una única acción. La
operación tuvo un carácter excepcional; pero marcó un nuevo techo operativo de
la organización. En cualquier caso, este lento incremento en la capacidad
militar dio muestras de una súbita aceleración en abril de 1996. En esa fecha,
la organización armada llegó a coordinar el despliegue de 400 combatientes
pertenecientes a cinco frentes y una compañía de fuerzas especiales en el
asalto a una base del ejército en Las Delicias, departamento de Putumayo[xii][12]. Esta operación, que luego sería seguida por
incursiones de similares características, demostró que el mando de las FARC
había incrementado sustancialmente la sofisticación de los procedimientos
tácticos.
El incremento
de la capacidad militar de las FARC se materializó en varias innovaciones
concretas. Para empezar, perfeccionó sustancialmente el sistema de mando y
control de las fuerzas sobre el terreno hasta poder integrar con precisión la
acción conjunta de unidades diversas. En parte, esta renovada capacidad de
coordinación fue producto del ascenso dentro de los escalones de la
organización de una nueva generación de cuadros más profesionalizados,
bastantes de los cuales se habían beneficiado de cursos de formación militar en
el antiguo bloque soviético. Además, la introducción de nuevos equipos de
comunicaciones facilitó notablemente la tarea de mover las fuerzas sobre el
teatro de operaciones de forma ordenada. Una segunda novedad militar de las
FARC fue la tendencia a constituir categorías de fuerzas especiales destinadas
a cumplir misiones concretas. En particular, se hizo visible el empleo de
unidades de zapadores especializadas en operaciones de demolición y asalto a
posiciones fortificadas. Ciertamente, había antecedentes en el empleo de
fuerzas especiales por las guerrillas latinoamericanas. Sin embargo, los
zapadores de las FARC demostraron una
capacidad técnica poco común. Por último, la guerrilla colombiana utilizó en
sus operaciones una gama de armamento de apoyo de una cantidad y una calidad
completamente infrecuente entre los movimientos revolucionarios del continente.
Entre este material, se incluyeron morteros, lanzacohetes y ametralladoras de
apoyo. Además, sin llegar a ser utilizados en combate, llegó a ser conocido que
disponían de una cierta cantidad de misiles tierra-aire portátiles así como
algunos helicópteros y aviones de ala fija utilizados en tareas de apoyo. Si se
exceptúa el caso del FMLN salvadoreño, ninguna fuerza insurgente
latinoamericana había realizado operaciones de envergadura comparable contando
con un arsenal de esta importancia.
En cualquier caso, el rasgo diferencial de
las FARC ha sido que ha desarrollado esta maquinaria bélica como un actor
independiente, sin contar con un patrocinio relevante de estados extranjeros. De
hecho, esta guerrilla ha conseguido autonomía en tres aspectos decisivos que le
proporcionaron una cadena logística libre de dependencias. Para empezar, ha
logrado alcanzar una completa capacidad de autofinanciación. Desde luego, el
origen de este sostenimiento económico se encuentra en la vinculación de las
FARC al narcotráfico. En términos generales, los insurgentes no han entrado en
la venta de estupefacientes, entendiendo por ésta el traslado de los narcóticos
a sus mercados en Europa y EE.UU. Este segmento del negocio de la droga ha
continuado en manos de grupos especializados de delincuentes comunes. Por
contra, los rebeldes han asumido el papel de un poder paraestatal en las zonas
de producción de narcóticos. De hecho, han proporcionado a los campesinos y
traficantes involucrados en el negocio servicios básicos como el ejercicio de
la justicia, el mantenimiento del orden y la defensa contra las operaciones del
ejército y la policía. A cambio, las FARC han recogido tributos en la forma de
un porcentaje sobre el valor de la droga producida y exportada. Desde luego,
algunos comandantes regionales de la guerrilla se han involucrado más en el
narcotráfico con el establecimiento de sus propios laboratorios para la
sintetizar droga de forma autónoma. Pero en términos generales, el rendimiento
del narcotráfico para los insurgentes ha venido mucho más de los pagos por
protección que de la producción de estupefacientes en sí misma. De hecho este
negocio ha resultado suficientemente importante como para que la guerrilla
asigne en torno a un 20 por 100 de sus efectivos a tareas de protección en las
áreas de cultivo y producción de estupefacientes. En total, según estimaciones
de las fuerzas de seguridad de Bogotá, los ingresos totales de las FARC habrían
alcanzado en 1998 la suma de 285 millones de dólares. De ellos, 136 habrían
venido directamente del cobro de servicios a narcotraficantes mientras que el
resto se dividiría entre el producto de los secuestros, los robos y el
“impuesto revolucionario” cobrado a propietarios agrícolas, empresarios y
profesionales. En cualquier caso, resulta particularmente importante que, del
total de fondos recaudados, los gastos de operaciones de las FARC sólo consumen
en torno a un 15 por 100 mientras que el resto de los fondos se destinarían a
la adquisición de material o a inversiones en la economía legal. Ninguna
organización armada latinoamericana ha disfrutado de una capacidad financiera
semejante[xiii][13].
Un segundo
aspecto en el que las FARC han alcanzado una amplia autonomía ha sido en el
acceso a suministros bélicos. En este sentido, la guerrilla se ha beneficiado
de la expansión del mercado negro de armamentos. En este contexto, los
insurgentes han recurrido a dos fuentes particularmente importantes de material
de guerra. Por un lado, se han beneficiado de los excedentes de equipo militar
resultantes de los procesos de desmovilización de las guerrillas
centroamericanas. En este sentido, las relaciones de las FARC con sectores
radicales del sandinismo o antiguos militantes del FMLN salvadoreño han
resultado críticos para acceder a estos “stocks” de equipo militar. Así, por
ejemplo, a través de estos circuitos los insurgentes colombianos podrían haber
adquirido un paquete sustancial de misiles tierra-aire de fabricación soviética[xiv][14]. Por otra parte, la guerrilla ha accedido a los
arsenales de la antigua URSS a través de contactos con sectores de la mafia
rusa que se han infiltrado en Colombia con el fin de adquirir narcóticos para
satisfacer el creciente mercado de estupefacientes de los estados del antiguo
bloque soviético[xv][15]. En este tipo de operaciones, los
narcotraficantes colombianos han jugado un papel relevante como intermediarios
entre sus protectores locales de las FARC y sus compradores exteriores de la
antigua Unión Soviética. El resultado ha sido trueques de armas por drogas que
han venido a reforzar los arsenales de los insurgentes. De hecho, se ha
detectado el envío de armas de origen ruso por vía aérea con destino a los
guerrilleros. Por último, un tercer
aspecto en el que los insurgentes colombianos han conseguido una notable
independencia ha sido a la hora de acceder a formación técnica y asesoramiento
con el fin de incrementar la sofisticación de sus operaciones. En este sentido,
las relaciones de las FARC con otros grupos armados han jugado un papel
esencial. De hecho, la enorme similitud entre las tácticas desarrolladas en los
últimos años por las FARC y aquéllas utilizadas por el FMLN durante la guerra
civil salvadoreña han confirmado la sospecha de que los guerrilleros colombianos
han recurrido al asesoramiento directo de antiguos revolucionarios
centroamericanos a la hora de mejorar sus capacidades militares. Del mismo
modo, se ha detectado la llegada de miembros del Ejército Rojo Japonés (ERJ) a
Colombia con el fin de proporcionar formación a las FARC sobre cierto tipo de
operaciones de terrorismo urbano[xvi][16]. Este tipo de redes ha jugado un papel
relevante a la hora de permitir ampliar a las FARC su repertorio de tácticas. Como
consecuencia de esta independencia logística, las FARC se han convertido en una
organización con una enorme impermeabilidad a las presiones internacionales. Sus
recursos financieros y militares no dependen de socios estatales que puedan ser
influidos a través de canales diplomáticos convencionales para conseguir que
retiren su apoyo. En consecuencia, disponen de un amplio margen de maniobra
político y militar.
En cualquier
caso, la autonomía logística y la gran descentralización de la organización se
han combinado para crear algunos problemas de cohesión a la guerrilla. Las FARC
se estructuran en torno a tres niveles jerárquicos. En la base de la pirámide
se encuentran los frentes que son la unidad táctica elemental con unos
efectivos de entre 150 y 200 hombres. Los frentes se agrupan en bloques cuya cúpula
de mando cuenta con ciertos efectivos de protección y mantiene el control
directo sobre algunas unidades especiales. Un bloque es responsable de las
operaciones en una determinada región y puede reunir en torno a unos 2.000
hombres. Finalmente, en la cúspide de la organización, se encuentra un estado
mayor central protegido por un perímetro de seguridad de unos 2.000 hombres
además de un contingente de fuerzas especiales en reserva. Como respaldo a esta
estructura militar, las FARC cuentan con contingentes de milicias populares que
operan como elementos de apoyo y fuerzas de reserva en las zonas urbanas.
El problema de
esta estructura es que las órdenes y los recursos fluyen en direcciones
opuestas. Evidentemente, la definición de las grandes directrices estratégicas
y las decisiones sobre operaciones de envergadura son tomadas por el estado
mayor que las transmite a los bloques y, de ahí, pasan a los frentes. Sin
embargo, los recursos económicos son recolectados desde la base de la
organización. De hecho, en la mayoría de los casos, son los frentes quienes
reúnen los tributos de los narcotraficantes o los rescates de los secuestros. Parte
de estos fondos son destinados al mantenimiento de la unidad que los ha
recogido mientras que una parte son entregados a los escalones superiores
(bloques y estado mayor) para ser invertidos en la caja común de la
organización. Igualmente, cuando se trata de realizar una acción militar de
grandes dimensiones, los bloques aportan efectivos al estado mayor para que
éste pueda reunir un volumen de fuerzas suficiente como para alcanzar el
objetivo que se propone. La elevada descentralización resulta muy efectiva
desde un punto de vista estratégico en la medida en que aumenta la flexibilidad
de la organización. Sin embargo, también es cierto que este sistema de
funcionamiento facilita notablemente las escisiones. De hecho, si un comandante
de frente o bloque no está de acuerdo con alguna decisión de sus superiores,
puede preferir apropiarse de la totalidad de los fondos recaudados por su
unidad en lugar de entregárselos a sus
mandos. De este modo, puede conseguir con extraordinaria facilidad medios para
independizarse. En un país como Colombia con una fragmentación política y
social elevada y dentro de un organización como las FARC con una débil cohesión
ideológica, este tipo de rupturas son una posibilidad cierta. Hasta el momento,
dos factores han contribuido a evitar una desintegración general del
movimiento. Por un lado, el fuerte liderazgo carismático de su líder, Pedro Antonio
Marín, conocido como Manuel Marulanda Pérez, o “Tirofijo”, que ha permanecido
al frente de la organización desde su creación en los años 60. Por otro, una
fuerte inversión en comunicaciones fiables que garantizan la llegada de las
órdenes a los distintos escalones de la organización dispersos por la
accidentada geografía colombiana. En cualquier caso, la desaparición de
Marulanda o el incremento de las tensiones políticas en el seno de la guerrilla
podrían tener un efecto muy disgregador sobre la estructura de las FARC.
En cualquier caso, a la vista
del éxito del nuevo modelo de insurgencia ensayado por las FARC, la pregunta
más evidente es si esta experiencia de lucha armada puede repetirse en otros
escenarios de América Latina. Desde luego, este movimiento guerrillero tiene
una trayectoria histórica excepcional y, en consecuencia, resulta poco
verosímil que otros grupos violentos tengan la misma facilidad para
desideologizarse y presentar su oferta política como una alternativa de
gobierno eficaz opuesta a una administración tradicionalmente débil y corrupta.
Sin embargo, otra serie de factores abren una ventana de oportunidad para que,
en determinados escenarios del continente americano, reaparezcan fenómenos de
violencia política. Para empezar, la incapacidad de ciertos estados para
integrar la totalidad de su población y territorio de forma coherente crea
espacios vacíos que pueden ser aprovechados por grupos armados para
constituirse en poderes paraestatales. Al mismo tiempo, el desarrollo del negocio
del narcotráfico en ciertas regiones crea una fuente de financiación
independiente para aquellas organizaciones extremistas que se inclinen por la
práctica de la violencia. Por último, la facilidad para acceder a redes de
actores no estatales capaces de suministrar material bélico y asesoramiento
militar multiplica las oportunidades de guerrilleros y terroristas para
reforzar su potencial de lucha armada. En escenarios donde estos tres factores
confluyen, existen posibilidades significativas de que una organización
violenta nazca y se perpetúe hasta configurarse como un factor con una notable
capacidad de desestabilización.
Román D. Ortiz
Coordinador del Observatorio de Seguridad y
Defensa en América Latina del Instituto Ortega y Gasset y profesor de Seguridad
en América Latina del Instituto General Gutiérrez Mellado.
[i][1] Un análisis pormenorizado de las raíces
ideológicas de los Montoneros en Richard Gillespie, Soldados de Perón. Los Montoneros, Grijalbo, Buenos Aires,
1982, pag. 73 y ss.
[ii][2] Detalles de la intentona de Ernesto “Ché” Guevara en Bolivia se
pueden encontrar en Richard Gott, Guerrilla
Movements in Latin America, Thomas Nelson and Sons Ltd, Londres, 1970, pag.
300 y ss.
[iii][3] Las raíces de la crisis entre Sendero Luminoso y la población
campesina así como el papel de las Rondes Campesinas en la lucha contra la
organización maoísta en Carlos Ivan Degregori, “Cosechando tempestades. Las
rondas campesinas y la derrota de Sendero Luminoso en Ayacucho” en Carlos Ivan
Degregori, José Coronel, Ponciano del Pino, Orin Starn, Las
rondas campesinas y la derrota de Sendero Luminoso, Instituto de Estudios
Peruanos, Lima, 1996, pag. 189 y ss.
[iv][4] Una más detallado análisis contrastando las estrategias
guerrillera y terrorista puede encontrar en Peter Waldman, Terrorismo y guerrilla: un análisis comparativo de la violencia
organizada en Europa y América Latina, Documento de Trabajo Nº 32, IRELA,
Madrid, 1991, especialmente pag. 3 y ss. Más en particular, hay una excelente
conceptualización del fenómenos terrorista en Fernando Reinares,
“Características y formas del terrorismo político en sociedades industriales
avanzadas”, Revista Internacional de Sociología, Tercera Epoca, Nº 5, Madrid,
Mayo-Agosto 1993, pag. 35 y ss.
[v][5] Estas cifras proceden de información capturada a Sendero
Luminoso y publicada en Carlos Tapia, Las
fuerzas armadas y Sendero Luminoso. Dos estrategias y un final,. Instituto
de Estudios Peruanos, Lima 1997, pag. 105 y ss.
[vi][6] Más detalles sobre esta escalada militar del M-19 gracias al
apoyo cubano se puede encontrar en Devid Spencer. From Vietnam to El Salvador. The Saga of the FMLN Sappers and other
guerrilla special forces in Latin America, Praeger, Westport, pag. 139 y
ss.
[vii][7] Joseph G. Sullivan “How peace came to El Salvador”, Orbis, Vol. 28, Nº1, Invierno 1994.
[viii][8] Un breve; pero interesante análisis de los factores que
condujeron a la victoria sandinista en Nicaragua en Timothy P. Wickham-Crowley,
Guerrilla & revolution in Latin
America. A comparative study of insurgents and regimens since 1956,
Princeton University Press, Princeton, 1992, pag. 263 y ss.
[ix][9] Más detalles sobre la capacidad militar del FMLN en José Angel
Moroni Bracamonte y David E. Spencer Strategy
and tactics of the Salvadoran FMLN Guerrillas. Last battle of the Cold War,
blueprint for future conflicts, Praeger, Westport, 1995, particularmente
interesantes resultan las tácticas descritas en pag. 93 y ss.
[x][10] Se puede encontrar más información sobre las demandas políticas
y económicas planteadas por las FARC en la mesa de conversaciones con la
administración Pastrana en el “Discurso de Manuel Marulanda Vélex, Comandante
en Jefe de las FARC-EP” y en el “Discurso de la Comisión de Diálogos de las
FARC-EP” ambos emitidos en la iniciación de la mesa de diálogos en SanVicente
del Caguan el día 7 de enero de 1999 y disponibles en la página web de la
organización en http://burn.ucsd.edu/~farc-ep
[xi][11] Más detalles sobre la expansión de la influencia de las FARC
sobre las estrucuturas de poder local en Alfredo Rangel Suarez, “Colombia: la
guerra irregular en el fin de siglo”, Análisis
Político, Nº28, 1996, pag. 74 y ss.
[xii][12] ´Más información sobre el asalto a la base de Las Delicias y
los nuevos procedimientos tácticos de las FARC en David Spencer, “A lesson for
Colombia”, Jane´s Intelligence Review,
Jane´s Information Group, Coulsdon, vol. 9, núm. 10, octubre de 1997, pag. 474
y ss
[xiii][13] Más información sobre las finanzas de las FARC en “Los negocios
de las FARC”, Revista Semana, Edición
879, Bogotá, 8 de marzo de 1999.
[xiv][14] Detalles sobre la adquisición de los misiles tierra-aire en
“Los misiles de las FARC” Revista Semana,
Edición 905, Bogotá, 6 de septiembre de 1999.
[xv][15] Sobre la llegada de armas a Europa Oriental se puede consultar
Douglas Farah, “Colombian rebels tap E. Europe for arms; guerrillas’ firepower
superior to Army’s”, Washington Post,
Washington, 4 de noviembre de 1999.
[xvi][16] Detalles de la conexión entre el Ejército Rojo Japonés y las
FARC en “Japón”, Jane´s World Insurgency
and Terrorism, Jane´s Information Group,... núm. 1, enero 1998.