El principio y las relaciones de colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas

 

Gregorio Cámara Villar

 

 

 

 

 

 

Relaciones entre Ordenamientos en la Unión Europea

 

SUMARIO

 

1.-Introducción: la racionalidad federal del estado autonómico como punto de partida.

2.-El principio de colaboración y sus condicionantes estructurales y funcionales en el estado autonómico.

3.-Aproximación a los mecanismos estructurales necesarios para la participación de las comunidades autónomas en la formación de la voluntad del estado autonómico. Una evaluación general.

4.-Consideración y valoración general de los mecanismos y técnicas  de colaboración entre el estado y las comunidades autónomas.

5.-Conclusiones.

6.-Bibliografía citada. 

 

 

 

 

 

1.-Introducción: la racionalidad federal del estado autonómico como punto de partida.  

 

         1.- Es ya un lugar común afirmar que el regionalismo y el federalismo de nuestros días,  superado el sistema liberal y abstencionista por el Estado intervencionista y de contenido social, responden no tanto a la satisfacción de la heterogeneidad histórica y sociocultural, cuanto al objetivo de conciliar unidad y diversidad a partir del reconocimiento y respeto del derecho al autogobierno de los ciudadanos y de las colectividades territoriales en que se integran, así como al de participar en las decisiones políticas generales en condiciones básicas de igualdad. Solo de este modo puede resultar una integración política legítima y eficaz entre los diferentes  niveles del gobierno tanto para los intereses particulares de los entes autónomos como para los generales de la organización política global. Como dijimos en otro lugar  J. Terrón Montero y el autor de estas líneas, “el federalismo moderno solo se explica desde una concepción profundamente democrática del Estado, en la que los entes territoriales tienen derecho, no sólo a ser partícipes, sino incluso protagonistas de las políticas que directamente les afectan” (1990: 44). Lo cual no quiere decir que, traducida esta idea a nuestro sistema, se deje a un lado el reconocimiento de que los elementos identitarios que sustentan los nacionalismos históricos, como realidad ideológica y política, están en la base del fenómeno como un ingrediente actuante con poderosa intensidad en el pacto constituyente y como fundamento de la diferenciación en ciertas dimensiones, ni que se desconozca su real importancia como fuente de legitimidad y como criterio a tener en cuenta para encontrar el equilibrio político del conjunto, así como líneas posibles de desarrollo futuro. Sin embargo, este reconocimiento no puede servir, por un lado, para satisfacer un difuso concepto de hecho diferencial global, soporte de reivindicaciones políticas y jurídicas inespecíficas y permanentemente abiertas de mayor grado de autonomía, que apunta más bien hacia la ruptura de la igualdad entre Comunidades y a la legitimación del privilegio para algunas de ellas (vid. J. Corcuera Atienza, 1994;  y  F. Balaguer, 2000, passim);  ni, por otro lado, para legitimar pretensiones independentistas y confederales, no menos confusamente planteadas, unilateralmente decididas y perseguidas al margen de los procedimientos democráticos constitucionalmente establecidos. Pese al reconocimiento de la importancia objetiva de los ingredientes identitarios de la autonomía política de ciertos territorios, en un Estado social y democrático de Derecho adquieren ineludiblemente una relevancia primordial, para todos ellos, los elementos funcionales para la satisfacción de las necesidades colectivas; cabe subrayar que, en este ámbito, la capacidad de respuesta del federalismo y, en general, de los diferentes modelos de descentralización política, se ha revelado muy alta para hacer posible, respetando las identidades propias y las aspiraciones de autogobierno, una mejor redistribución de los recursos, especialmente en relación con elementos centrales para la realización del principio del Estado social (salud, educación, servicios sociales...).

 

          Ciertamente hoy, precisamente por ello, el “principio federal” se resuelve antes en técnica que en ideología (J. Terrón y G. Cámara, 1990: 45), pero debe tenerse muy presente que la técnica también abarca a los modos en que se concilien los aspectos ideológicos y se operacionalicen el trasfondo valorativo y las reivindicaciones históricas conducentes a un determinado resultado de integración de índole cultural y axiológica  y no sólo “material”.  Como ha subrayado Peter Häberle, es indudable que  “el federalismo y el regionalismo forman parte esencial del Estado constitucional, como un elemento de la <<Constitución del pluralismo>>, como un aspecto de la libertad de la cultura y de la <<cultura de la libertad>>” (1997: 1162). En este sentido, aunque en España ya estemos instalados en un escenario distinto tras dos decenios y medio de profundo desarrollo jurídico-político de la autonomía de sus  nacionalidades y regiones, nunca debe perderse de vista que la descentralización política que con carácter muy abierto quedó plasmada en el texto constitucional, respondía no solo a la voluntad de consecución de objetivos políticos democráticos que imponían la apertura a su generalización, sino también -habría que decir que en aquél momento sobre todo- a la de integrar definitivamente en el Estado, resolviendo un intenso y costoso pleito histórico, a las Comunidades (Cataluña y el País Vasco) que habían desarrollado a lo largo de los siglos XIX y XX un fuerte sentimiento autonomista y un sentido muy diferenciado de su identidad cultural e histórica respecto de la del conjunto del Estado. Recordar estos aspectos, por obvios que sean, es de sustancial importancia para apreciar cabalmente cual sea la lógica política y jurídica del Estado autonómico.

 

         2.- En nuestro país, de manera ciertamente recurrente, discutimos con pasión -y casi siempre a remolque de la presión que introducen las estrategias políticas de ciertas fuerzas nacionalistas- sobre  los modelos regional, autonómico, federal e incluso -sin mucho rigor conceptual- confederal. A veces se llega hasta a negar que tengamos un verdadero modelo de Estado, lo cual resulta  un juicio excesivo y  distorsionante de nuestra realidad jurídico-política tras un cuarto de siglo de desarrollo constitucional. Los límites, defectos y carencias del Título VIII, construido a impulsos del consenso posible y sin un adecuado cuaderno de bitácora, son bien evidentes y es mucho lo que ya se ha escrito a este respecto para que tengamos que detenernos en ello; pero es muy cierto que, a partir de él, la configuración territorial  del Estado  hubiera podido desplegarse por derroteros muy diferentes de las referencias actuales, aunque no sabemos bien hasta qué punto. Es innegable que según lo dispuesto en el art. 2 CE y en el referido Título quedaba prefigurado un Estado territorialmente “descentralizable” con contornos muy imprecisos, necesariamente abiertos por la consagración del principio dispositivo de acceso a la autonomía y por la tácita delegación en el legislador orgánico de la competencia para cerrar los múltiples enunciados de apertura en él presentes. Pero a partir de ese entramado normativo superior, el legislador estatal y las instituciones de las propias nacionalidades y regiones una vez constituidas, así como la riqueza de las experiencias, han configurado y concretado después en su entrelazamiento con los respectivos Estatutos de Autonomía, los perfiles característicos de un avanzado Estado autonómico, viniendo la jurisprudencia del Tribunal Constitucional a precisar y consagrar casuísticamente los pilares doctrinales sobre los que se asienta. Y en este dilatado y complejo proceso son muchos los conceptos y las soluciones que precisamente se han tomado del federalismo alemán, con independencia de la consideración de que no todas ellas son trasladables a nuestra específica realidad. Es verdad, sin embargo, como señala E. Aja (2003:14 y 207), que de todos los grandes problemas constitucionales de nuestro país quizás el único que no esté todavía resuelto de manera aceptable es justamente el de la distribución y organización territorial del poder, porque el sistema autonómico, pese a su indudable desarrollo y al normal y razonable funcionamiento institucional interno de las CCAA, no se ha consolidado, y las tensiones en las que vive lo ponen recurrentemente en cuestión. Entre ellas cabe anotar como graves precisamente las deficiencias que presentan las relaciones entre el Estado y las CCAA y la conflictividad que esta circunstancia genera; deficiencias que, en ciertos supuestos, sencillamente se resuelven en la casi inexistencia de tales relaciones.

 

         Llegados a este punto, es preciso preguntarse por la línea directriz del desarrollo observable del sistema resultante hasta el momento para poder definir su lógica y poder captar el orden propio de un sistema que no tiene precisamente claros referentes comparativos. Sólo de esta manera será posible un diagnóstico fiable de la situación, así como la realización de proyecciones coherentes para su reforma y mejora. En este sentido, lo relevante a nuestros propósitos es partir del reconocimiento de que independientemente de como se  llegue al establecimiento de una estructura federal o “federalizante” (por federación de Estados preexistentes o por “federalización” de un Estado unitario o centralizado, cualesquiera sean las razones que lleven a este resultado y el modo en el que se manifieste el proceso), el problema básico en los Estados políticamente descentralizados, como dice J.J. González Encinar (1985:88),  siempre ha venido siendo y es el mismo: se trata de establecer unas estructuras correspondientes a la división y colaboración vertical del poder y unos principios y procedimientos funcionales en el Estado que sirvan al objetivo de desarrollar la política general -y muy especialmente las políticas correspondientes a las prestaciones sociales- de una manera equilibrada y respetuosa de la unidad y de la diversidad. Se trata, en definitiva, de garantizar con una perspectiva integradora el pluralismo territorial de la sociedad nacional que se autoorganiza en una forma concreta de Estado. Sencillamente formulada, la cuestión es, como dijera Friedrich, reunir o combinar una determinada unidad con una determinada diversidad (1975:379), si bien importa destacar que no en la perspectiva limitada de conseguir un equilibrio entre el poder central y los poderes territoriales, sino en la de alcanzar una unidad o síntesis dialéctica entre esas dos tendencias contradictorias (M. García Pelayo, 1987: 244 y ss.)

 

         En este orden de consideraciones, el punto de partida previo para preguntarnos por el principio y las relaciones de colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas, tanto desde la perspectiva del ser como de la del deber ser, es la valoración de la naturaleza de nuestro tipo de Estado. Sin duda, se trata de un Estado compuesto; nominatim, aunque esta caracterización no esté normativamente acuñada,  de un Estado de las autonomías o Estado autonómico. Pero, ¿cabría seriamente sostener que su realidad y sentido son  diferentes de los del Estado federal?. Sabido es que no existe un único modelo de federalismo, sino que los Estados federales presentan tantas y tan acusadas diferencias como Estados de esta clase cabe identificar en el tiempo y en el espacio.  Por otra parte, si orillamos la discusión en torno a la soberanía, cada vez más el “principio federalista” (y con él, el concepto de Estado "federal") deja de hacer referencia exclusiva a la noción formal de un Estado compuesto de Estados, para apuntar más ampliamente a aquellos que en su estructura combinan de una manera ciertamente sustantiva y profunda la centralización con la descentralización, pudiendo responder la forma resultante, al margen de modelos, a la riqueza de una respuesta concreta a las circunstancias histórico-políticas y sociales de un pueblo. Se trata de apelar al “paradigma federal”, en el sentido en  que, como dijera G. Trujillo (1994: 26), “el Estado federal no es tanto un modelo a imitar, cuanto un cúmulo de experiencias a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre nuestra forma territorial estatal y de afrontar algunos de sus problemas” (énfasis del propio autor del texto citado). De ahí la imbricación de elementos regionalistas y federalistas en la fórmula de Estado que este mismo autor denominó “federo-regional”, como manifestación actual de un concepto  amplio de federalismo. Como por otra parte subraya en esta misma línea A. Pérez Calvo (1997: 156), “...lo importante no es la soberanía...[sino] la calidad de la autonomía de la que gozan las entidades subestatales, se llamen Estados, Cantones, Provincias, Regiones o Comunidades Autónomas”.

 

Lo realmente decisivo, ciertamente, es la presencia de un grado superior de descentralización de naturaleza política, donde las colectividades que integran los entes que formen parte del Estado tengan constitucionalmente garantizada la autonomía y participen en la formación de la voluntad federal. Esta perspectiva se ha generalizado y cada vez se profundiza más en ella a la vista de los fines, objetivos y necesidades comunes que expresan la organización política de las regiones en el Estado constitucional. Clara manifestación de este fenómeno lo constituyen en Europa importantes textos comunitarios. Así, la “Carta Comunitaria de la regionalización” del Parlamento Europeo de 18 de noviembre de 1988, cuyo artículo 1.3 relativiza las diferentes denominaciones y la posición jurídico-política de las regiones en los diferentes Estados en orden a la aplicación de sus propias referencias; o la Declaración sobre el Regionalismo en Europa de la Asamblea de las Regiones de Europa de 4 de diciembre de 1996, que descansa expresamente sobre el reconocimiento de la compartida racionalidad de las estructuras políticas descentralizadas, ya sean  federales, autonómicas o de otro tipo, valorando esta diversidad, pero destacando su común faz de ser expresión del autogobierno político, con las ineludibles consecuencias que ello entraña en los órdenes estructural, competencial y funcional-participativo.

 

         Cuando la autonomía es política, esto es, cuando queda garantizada su existencia y la propia voluntad de los entes descentralizados, pudiendo innovar el ordenamiento mediante leyes aprobadas por sus propios parlamentos emanados de la voluntad popular, es ciertamente una operación muy artificiosa pretender en la actualidad una diferenciación significativa, sustancial, entre esta clase de entes y los Estados federados, por no hablar del evidente nominalismo que a veces impera en la calificación de ciertos Estados federales; cabe, incluso, apelar a la no menos evidente existencia histórica de una “escala móvil” en el Estado constitucional de nuestros días respecto a la adopción de una estructura regional o federal. Como ha dicho en este sentido P. Häberle, “los concretos Estados constitucionales cambian con el paso del tiempo pasando de gozar de estructuras regionales débiles a fuertes, o también en sentido contrario de estructuras federales fuertes a formas más bien unitarias como sucedió en la Alemania de Weimar...Lo importante es que el Estado constitucional de hoy en día adopte una estructura regional o federal. Cual sea la <<mejor forma>> de Estado para una concreta nación es algo que no es posible decir con carácter general” ( 1997: 1179) .

 

         Justamente la idea de continuum, con sus posibilidades de transición entre estas formas, es la que nos interesa destacar, porque es en esta dirección en la que es posible valorar la existencia de una serie de elementos estructurales y funcionales comunes en los distintos Estados compuestos del mundo occidental conforme a un “principio federalista” evolucionado y complejo, no dual y garantista (dual federalism), sino basado en la necesidad de la colaboración y de la integración de su diversidad territorial (new federalism). El examen de estos elementos puede permitirnos efectuar un contraste con la realidad política de nuestro Estado para apreciar su verdadera lógica o naturaleza una vez concluido el proceso autonómico en lo que cabe considerar como fundamental. Siguiendo de una manera un tanto libre la caracterización de Schultze (1983 :94 y ss., según la reseña de K. Schubert -1997: 163 y ss.-) y, en nuestra doctrina, entre otros, la de J.J. González Encinar (1985 :88-89), podrían ser sintetizados del siguiente modo:

         1) El Estado se integra por distintas unidades territoriales, cuyos entes  se  reparten el poder y se autoorganizan de tal manera que tengan atribuidas competencias no sólo administrativas, sino también legislativas y de dirección política (esto es, gozan de autonomía política garantizada).

         2) En el Estado existe una distribución razonablemente equitativa de las posibilidades y medios financieros entre los entes autónomos, susceptible de subvenir a las necesidades generadas por el reparto de las competencias y funciones estatales (gozan, correspondientemente, de autonomía financiera).

         3) Es necesaria la existencia de mecanismos de participación de los entes territoriales en la organización y en la voluntad general, singularmente mediante una segunda Cámara.

         4) Tales Estados cuentan con  mecanismos y técnicas de coordinación, colaboración y cooperación gubernativo-administrativas necesarias para hacer posible el aseguramiento de una cierta unidad de dirección de la voluntad política general con participación de los entes autónomos y con respeto a sus intereses y a sus voluntades particulares.

         5) Existen reglas y mecanismos suficientes de garantía de la autonomía, así como de resolución de los conflictos generados por esta particular estructura, que son básicamente de orden jurisdiccional.

 

         Puede sostenerse que en los referidos aspectos estructurales y funcionales no existen grandes diferencias de fondo entre las distintas variedades del continuum que abarcan los Estados políticamente descentralizados, independientemente de que sean conceptualizados desde un punto de vista formal como federales o no. Esto es así porque, siguiendo el planteamiento de J.J. Solozábal (1995 :2899 y ss.), los problemas fundamentales del Estado descentralizado son, por una parte, el de “verificación y aseguramiento del reparto competencial” y, de otra, el de la “disposición de instrumentos de articulación e intervención” de estos entes autónomos en la constitución y en la actuación de la organización estatal general, no sólo para hacer presentes en ésta su voluntad, sino también para dejar oír su voz en la determinación de la política común. Estamos hablando, en definitiva, de coparticipación en unos objetivos generales comunes conforme tanto a una vertiente jurídico-constitucional como política (G. Trujillo, 1997 :25), conducente a la consecución de un necesario grado de integración que permita un funcionamiento razonablemente coherente y eficaz del conjunto del sistema e, igualmente, a un cierto grado de colaboración y cooperación que asegure el necesario equilibrio en las políticas que interesan a la preservación y promoción tanto de la unidad como de la diversidad inherentes a ese sistema.

 

          3.- En definitiva y en este sentido político general, atendiendo a la evolución reciente de los Estados compuestos, como subrayara con justeza I. De Otto, “la distancia entre autonomía y federalismo se minimiza” (1987 :427), pudiendo entenderse que, ciertamente, la diferencia de fondo existente entre Estados federales y regionales es más una diferencia histórica y de naturaleza terminológico-simbólica que política o jurídica (De Vergottini, 1986 :13; Trujillo, 1997 :29-30 y 1997-II, p. 30). Tomando en cuenta que nuestro constituyente obvió estos problemas sobre la definición del Estado en su vertiente territorial por entendibles razones históricas y políticas, aunque sin “sustraer el producto de la categoría en la que le corresponde estar” (A. Pérez Calvo, 1997:157), podemos sostener que si bien oficial y  nominalmente, como forma jurídico-política, España no es ni puede ser un Estado federal en sentido propio si no se modifica antes la Constitución, el Estado autonómico se ha situado desde su surgimiento en una zona intermedia entre el Estado regional del periodo de entreguerras y el Estado federal, pero tras su evolución -sobre todo, funcionalmente hablando- está sin ninguna duda “federalizado” en niveles perfectamente comparables a los de los Estados federales europeos. No es inoportuno recordar una vez más, en este sentido, que existen incluso Comunidades Autónomas con mucha más autonomía que muchos Estados miembros de Estados federales. En realidad, como concluye E. Aja (1999: 240) recogiendo una apreciación hoy muy generalizada en la doctrina, España es un sistema federal con hechos diferenciales y “la diferencia de España respecto a Alemania, Austria, e incluso Suiza, consiste en que algunas CCAA tienen competencias especiales, que no existen en aquellos federalismos, basados en la igualdad entre Länder y Cantones”.

 

          En cualquier caso, la lógica del Estado autonómico  es, ciertamente, la misma de la de un Estado federal, tanto desde la perspectiva de los fines, de la racionalidad de la distribución competencial y de la armonización de los intereses en juego, como desde la propiamente participativa, pese a la existencia de ciertas carencias e incoherencias cuya solución permitiría un indudable perfeccionamiento en esta línea, sin necesidad de aspirar a un tan quizás poco realista como hoy por hoy indefinido cambio  del modelo por deseable que sea la definitiva constitucionalización de la forma territorial del Estado (vid. un desarrollo más detallado de la lógica jurídico-constitucional de estas tendencias federalizantes y sus inconsistencias en F. Balaguer, 1997, passim).  Indudablemente, la “desconstitucionalización de la estructura del Estado”, en la famosa expresión de P. Cruz Villalón (que desvelaba la apertura del modelo y sus posibilidades en el mismo origen de dar como resultado tanto un Estado unitario y centralizado como descentralizado según distintos grados, incluyendo el Estado federal, sin sufrir modificación formal), se ha superado por la vía de una configuración material en sentido “sustancialmente federal”. Ciertamente, como en hipótesis ya planteaba este autor en aquella temprana fecha, hoy por hoy todo el territorio del Estado está ocupado por Comunidades Autónomas que están dotadas de órganos y competencias sustancialmente iguales, lo que supone característicamente “una estructura federal si prescindimos de toda connotación federalista, es decir, de Estado resultado de un proceso de unificación política”. El poder político se halla, pues, distribuido irreversiblemente entre una instancia central y una serie de instancias periféricas, todas ellas subordinadas a la Constitución (1981 y 1999, passim). El “Estado posible” español, constitucionalmente innominado en su forma territorial, no es federal, pero “tiende a funcionar como si de un Estado federal se tratara”, pudiéndose decir que “constituye un supuesto de prefederalismo” que se mantiene “en la órbita o campo de atracción del Estado federal” (1985 y 1999: 442-443).

 

         En la configuración constitucional del Estado español se dan, en efecto, todos los elementos -permítaseme insistir para concluir este punto- que pueden considerarse imprescindibles para la existencia y funcionamiento de un Estado federal, aunque alguno de ellos en particular, como ocurre en el caso del Senado, pueda presentar ciertas debilidades o claros déficits de prefiguración y desarrollo normativo. Como nos recuerda F. De Carreras, en España existe “una única Constitución para todo el Estado; un mismo sistema de derechos fundamentales; unas instituciones de gobierno comunes a todo el Estado federal y otras distintas para los Estados federados; un reparto de competencias entre el Estado federal y los federados; una participación de los Estados federados en una voluntad federal, cuyo cauce más habitual es la existencia de un Senado; la inexistencia de controles políticos entre el Estado federal y los Estados federados; y, por último, una Hacienda propia del Estado federal y otra de cada uno de los Estados federados” (1997:98-99).

 

         Naturalmente, no es preciso seguir abundando en estas consideraciones generales, porque lo que se quiere destacar es tan solo una idea como punto de partida, la lógica federal o cuasi federal del sistema. A los efectos del tema aquí tratado, hay que sostener en consecuencia que donde fundamentalmente se juega la satisfacción del objetivo de la colaboración (entendida en sentido amplio) y de la  integración política resultante (considerada, obviamente, en situación de equilibrio inestable, permanentemente en mutación y reajuste entre fuerzas de distinto signo) es, por un lado, desde el punto de vista estructural, en la suficiencia de los mecanismos establecidos o que se establezcan para la participación de los entes autónomos en la formación de la voluntad “federal” del conjunto; y, por otro, desde el punto de vista funcional, en la asunción y mantenimiento de una voluntad política firme de consecución de la integración (traducible operativamente en el respeto del principio de mutua lealtad) y, consecuentemente, en la existencia de suficientes mecanismos procedimentales y técnico-jurídicos que permitan la coordinación, la cooperación y la mutua ayuda y asistencia entre las distintas instancias gubernativas y administrativas de poder, así como para la resolución de los conflictos que se puedan plantear.

 

          No es necesario recalcar, por otra parte, la interrelación que entre todos estos elementos existe. La participación encauza e incrementa la colaboración y ésta, a su vez, hace posible la eficacia de las decisiones que se adopten en beneficio del conjunto y de los entes autónomos, y realimenta la participación. De lo que se trata, pues, es de que el sistema globalmente resultante funcione, dentro de las coordenadas de la tensión dialéctica entre unidad y diversidad, con legitimidad y eficacia. La situación actual no puede comprenderse ni validarse, por tanto, a partir de un federalismo o autonomismo caracterizado por la separación estricta de competencias, celoso de los respectivos ámbitos de poder entendidos como compartimentos estancos, sino a partir de una decisión constituyente que comporta la necesidad de la participación y de la colaboración, produciendo una interdependencia dinámica de los poderes estatales centrales y autónomos. Como suele recordarse, la cuestión nos la propone muy gráficamente Stein: el Estado, responda a una forma federal o regional, es una carroza tirada por muchos caballos; en nuestro caso, por 18 caballos. Si no hay cierta armonía en la dirección y sentido en el que deben tirar los caballos, la carroza no avanza, o, en el peor de los casos, llega a romperse, porque todo Estado compuesto es sin duda  un delicado, delicadísimo mecanismo en el que se engarzan piezas muy distintas, dotadas de entidad propia y amplios poderes de decisión, y que sólo puede funcionar correctamente si se dan unos mínimos niveles de colaboración entre todas ellas (J. Tornos et alii, 1988 :134; E. Aja, 2003: 53 y 211).

 

         Hechas estas observaciones generales y de principio, procede ahora examinar y valorar  las condiciones y los mecanismos estructurales de participación y de colaboración con los que se ha provisto nuestro peculiar Estado autonómico en el diseño constitucional, así como aquellos otros de orden funcional que ha desarrollado a partir de una práctica ciertamente abigarrada y compleja en el ámbito de relaciones inter-gubernamentales y administrativas a lo largo de estos dos últimos decenios. De manera correspondiente, cabe efectuar algunas consideraciones sobre determinadas posiciones y  propuestas que están presentes en el debate jurídico y político en la encrucijada en la que se encuentra el Estado autonómico en el marco de un escenario de gran complejidad, cuando ya se ha producido irreversiblemente su desarrollo y un alto grado de consolidación, pero permaneciendo  actuantes importantes elementos de indefinición y apertura, y cuando es absolutamente preciso, sobre todo, resolver los problemas estructurales y participativos que siguen todavía pendientes, especialmente aquellos que son consecuencia de la integración europea.

 

 

2.-El principio de colaboración y sus condicionantes estructurales y funcionales en el estado autonómico.          

 

         1.- En primer lugar, desde una perspectiva estructural, en el plano político, lo verdaderamente decisivo es la existencia de las condiciones precisas para que pueda darse una cierta forma de voluntad política en las partes implicadas (primero de las fuerzas políticas y, por su intermediación, de los entes de autogobierno) para que sea posible  la integración, la colaboración y su optimización (lo que condicionará el desarrollo y, eventualmente, los ajustes y cambios en el modelo, así como su eficacia). Esta es una precisión que no es menos importante, por obvia y sencilla que sea. En segundo lugar, debe valorarse la existencia y la suficiencia de cauces necesarios para la participación, la integración y la colaboración, teniendo presente que un ingrediente especial de estos cauces debe ser su idoneidad para  la resolución de los conflictos que pueden generarse por el cruce de las dos grandes dinámicas (E. Albertí, 1993 :227) que despliegan las dos convivientes legitimidades divergentes en el Estado autonómico a las que me refería al comienzo de estas reflexiones: por un lado, la histórico-reivindicativa que llama a la diferencia y al mantenimiento de un cierto grado de apertura respecto a los hechos que la cualifican y, por otra, la utilitarista y prestacional propia de un Estado social, que llama a la igualdad y a la solidaridad entre Comunidades. Justamente aquí nos encontramos con el crucial tema de la conformación federal del Senado, como instancia en la que pueden encontrarse vías de debate y análisis, de acuerdo y de resolución para los múltiples temas que están entre las tensiones generadas por la dinámica simetría-asimetría; pero no solo con esta cuestión, sino también con todos aquellos aspectos estructurales e institucionales que hacen posible unas relaciones de colaboración y cooperación fluidas y eficaces entre los distintos niveles de gobierno.

 

         2.- Situémonos primero en el plano de la consideración de si existen o no las condiciones más favorables para la integración desde la voluntad política, lo cual es en cierto modo un requisito estructural, en tanto conformador de una determinada cultura política más o menos estable y más o menos proclive a la colaboración, pero también funcional y dinámico, en tanto que aquella es flexible y cambiante por naturaleza. Consideremos, en este sentido, que para un funcionamiento ajustado del Estado autonómico se necesita, de un lado, operar sobre la base de un consenso mínimo y fundamental, aceptable para todas las partes, sobre lo que sea el interés general, en cuya definición o concreción tienen que estar presentes, mediante los correspondientes cauces de participación, las Comunidades Autónomas; de otro lado,  deben ser reconocidos los intereses parciales de cada uno de los entes territoriales autónomos, así como aquellos otros que puedan concernir o afectar a un conjunto de Comunidades, de tal manera que éstas puedan actuar legítima y coherentemente desde la posición que les corresponda en los procesos de adopción de las decisiones que les afecten.

 

         Desde esta perspectiva, los problemas primarios aparecen cuando observamos las consecuencias pasadas, actuales y posibles pro futuro del funcionamiento del sistema de partidos sobre el que se articula la política general, a menos que cambien determinados elementos de esa cultura política a la que apelamos.  Como ha venido destacando la doctrina ( por todos, E. Albertí, 1993 :233 y ss., G. Trujillo, 1997 (II)),  junto a dos grandes fuerzas -y una minoritaria- de implantación nacional, fuertemente amuralladas en sus posiciones y, por lo general, bastante reacias al pacto incluso en esta fundamental cuestión de Estado (al menos, hasta comienzos de la década de 2000), encontramos un conjunto de fuerzas nacionalistas, que son fuerzas actuales o potenciales de gobierno en sus respectivos ámbitos territoriales, disponiendo algunas de ellas de las posibilidades de apoyo necesarias en ciertos momentos para la conformación de las mayorías parlamentarias de gobierno en el nivel general. En este escenario, son muy elevadas y constantes las ocasiones -y las tentaciones- de que estas “fuerzas-bisagra” puedan percibir la participación en la vida política general como un medio para satisfacer única o prioritariamente intereses particulares (generales en el propio nivel territorial o incluso de la propia fuerza política mayoritaria en ese nivel) o para conseguir diferenciarse simbólicamente del común de la estirpe (por emplear la gráfica expresión debida a García de Enterría -1987: 20-), o una mezcla de todo ello, utilizando a tales efectos una estrategia de relación de orden fundamentalmente bilateral. Incluso, por reflejo, las fracciones territoriales de las mismas fuerzas políticas de implantación estatal pueden dejarse llevar en ciertos casos y coyunturas políticas por la dinámica de la confrontación con instancias generales para obtener determinadas ventajas o concesiones, muchas veces inducidas por el sentimiento de agravio y de trato desigual que la actuación política de las primeras provoca, lo cual es obviamente más perceptible y más intenso cuando las fuerzas gobernantes en la CCAA y en el Estado no son las mismas. De esta manera la cultura política de la colaboración, necesaria para el funcionamiento razonable del sistema, puede verse seriamente afectada, incrementándose extraordinariamente los niveles de conflictividad y, de manera correspondiente, los recursos residenciados ante el Tribunal Constitucional que pueden afectar a elementos centrales del sistema (como es por ejemplo, notoriamente, el caso de la financiación de las CCAA), lo que a la postre provoca una gran incertidumbre que el Tribunal, debido a su extraordinaria tardanza para dictar las sentencias (constatación de hecho, en cuyas causas no es posible entrar ahora), no salva de manera adecuada, como correspondería a su función.

 

          Dejando de lado otros factores de excepcional importancia como los que singularizan la situación del País Vasco, especialmente tras el reto lanzado por el llamado Plan Ibarretxe, este es el factor que me parece políticamente más relevante para constatar que la colaboración y la integración política de la que estamos hablando no ha venido siendo de la calidad que debiera de haber sido, permaneciendo, además, constantemente  en riesgo; riesgo que se ha visto recrudecido cuando (como sucedió entre los años 1996 y 2000) existía una fuerte dependencia de la fuerza política mayoritaria en el poder respecto de la minoritaria territorial que le prestaba su apoyo a cambio de fuertes contrapartidas que dejaban en la más clara desnudez los grandes inconvenientes y el gran precio que hay que pagar en ocasiones por la tantas veces mencionada apertura del modelo de Estado. Ciertamente, como ha sucedido hasta las elecciones del 14 de marzo de 2004, este problema ha decrecido en cierta medida y sentido, supuesto que la existencia de una fuerza política nacional que contaba con la mayoría absoluta le permitía, si no definir, sí dar su más característica y fuerte impronta al desarrollo del modelo ya encauzado, en cuyas manos estaba liderarlo. Pero en este escenario surgió otro gran problema: apareció en escena un atrincheramiento en las propias posiciones de esa fuerza mayoritaria y, así las cosas, cayó reiteradamente en la tentación de pretender definir el interés general sin contar (o sin contar suficientemente) con las Comunidades Autónomas, dando curso incluso a intentos de recuperación y retenciones centralistas, más o menos encubiertas en opciones racionalizadoras y armonizadoras, susceptibles de poner en riesgo los delicados equilibrios alcanzados tras años y años de funcionamiento y desarrollo. En esta clave fueron políticamente entendidas las propuestas sobre la abortada Ley de Cooperación Autonómica y las nuevas medidas sobre estabilidad presupuestaria, entre otros muchos aspectos, como la definición y regulación de las bases estatales en muchas materias competenciales compartidas de especial relevancia, que dejaban un escaso margen de desarrollo normativo a las CCAA para plasmar sus propias opciones políticas, cuando no, sencillamente, lo anulaba.

 

          Por tanto, es precisamente el mantenimiento de esta apertura y la demora en la realización de un paquete de reformas necesarias, como se verá, lo que convierte a este aspecto político en una condición estructural y no solo funcional en la evaluación actual de la integración política del Estado autonómico y las posibilidades de la colaboración, a menos que el cambio político que se ha concretado en la primavera del año 2004 permita reconstruir ciertos consensos para llevar a cabo tales reformas. Con independencia de que esta situación pueda modificarse o desaparecer por el propio peso de las necesidades objetivas de confluencia en puntos básicos de acuerdo ante los fenómenos  de la generalización de los efectos de ciertas decisiones políticas en temas clave (aguas, crisis sanitarias, inmigración,...), de la progresiva integración en Europa y de  la globalización, es preciso afirmar rotundamente, por obvio que parezca, dos ideas clave. La primera es que la legitimidad de la persecución del interés territorial particular nunca puede sobreponerse al interés general, so riesgo de caer en una dinámica particularista, centrífuga y, a la postre, desintegradora, aunque a veces sea difícil distinguir en estos casos lo que es actitud arraigada y proceso funcional establecido de lo que simplemente es una ocasional estrategia negociadora. Esto no impide reconocer que, ciertamente, han sido a veces estas actitudes sostenidas por parte de algunos entes autónomos las que, manteniendo la tensión necesaria  a las nuevas creaciones, han hecho avanzar en la mejora o en el desarrollo de algunas piezas o elementos necesarios del sistema. Y la segunda es que la necesidad y legitimidad del establecimiento del interés general impone que ésta se haga sin extralimitaciones y sin reservas o retenciones centralizadoras, más o menos encubiertas, y tomando como presupuesto que la pluralidad territorial y política de España obliga al reconocimiento de esa realidad y de su reflejo competencial en las CCAA, partiendo de las decisiones plasmadas en sus respectivos Estatutos dentro del marco constitucional.

 

         3.- En consecuencia, desde la perspectiva de lo razonable, de lo deseable y de lo  exigible como legítimo, debemos subrayar que todas las partes, para que se haga realidad la colaboración y la integración resultante, han de asumir su posición desde el principio de mutua lealtad (Bundestreue), que debe ser entendido de manera general y multidireccional: del Estado con las Comunidades Autónomas y de éstas, singularmente y en su conjunto, con el Estado, y aún de las Comunidades entre sí, y a partir del reconocimiento mutuo de que ni el interés general es patrimonio exclusivo del nivel central del gobierno, ni los intereses propios de cada Comunidad son indiferentes al interés general y a otras instancias de gobierno. La lealtad significa “diferenciación de actuaciones, según la lógica propia del interés presente en cada caso, respeto de todos a los intereses generales y comunes, y respeto recíproco de todas las partes a los intereses propios y particulares de las demás” (E. Albertí, ibidem). El reconocimiento del principio de mutua lealtad implica, pues, un postulado básico según el cual la distribución vertical del poder es un acuerdo beneficioso para todas las partes al que tanto el poder central como los autónomos contribuyen por igual y, en la medida de sus propias facultades, en la realización de un único sistema de gobierno y de un único objetivo común (J. Terrón y G. Cámara, 1987: 54). Sin este reconocimiento no será posible la consecución de la integración del sistema, por muchos elementos participativos o técnicas de colaboración que puedan ponerse en juego para su diseño. Se trata, por tanto, de un deber político que tiene también, indudablemente, su vertiente jurídica al ser una exigencia constitucional, tal como lo ha entendido nuestro Tribunal Constitucional que lo califica como de “colaboración, auxilio recíproco o buena fe”, o de “recíproco apoyo y mutua lealtad” entre autoridades estatales y autónomas o de “lealtad constitucional” (entre otras, SSTC 18/1982, 80/1985, 96/1986  46/1990, 237/1992, 208/1999 y 235/1999).

        

         Como se ha destacado ya hasta la saciedad, este deber general de colaboración constituye una exigencia y un elemento central para el buen y eficaz funcionamiento del Estado autonómico, cada vez más importante ante la creciente complejidad que introduce su desarrollo y progresiva consolidación, máxime si se tiene en cuenta que solo en contadísimas ocasiones las materias competenciales determinan con claridad ámbitos de actuación separados para los poderes centrales y autonómicos y que, en cualquier caso, el ejercicio de la respectiva competencia por cada ente siempre es susceptible de mejorar si se cuenta con la colaboración de otras instancias de poder (J. Tornos, 1994: 74). Aunque no esté expresamente formulado en el texto constitucional (como sucede también a nivel comparado), no es preciso justificarlo, como dice el Tribunal Constitucional, en preceptos concretos “porque es de esencia al modelo de organización territorial del Estado implantado por la Constitución”. En su dimensión negativa obliga a cada instancia de poder del Estado y de las CCAA, en el ejercicio de sus respectivas competencias, al respeto tanto de los intereses generales del conjunto del Estado cuanto de aquellos propios de  los demás ámbitos de gobierno.  En su dimensión positiva, todas las instancias están concernidas con la necesidad de colaborar, esto es, de prestar el auxilio y la asistencia que razonablemente les pueda ser requerida o demandada por otra instancia de gobierno en el ejercicio legítimo de sus competencias propias.

 

         De conformidad con esta caracterización, como es conocido, tal principio y deber  ha sido enunciado del mismo modo para el ámbito de las relaciones  interadministrativas (y sin que, por supuesto, se agote o restrinja con ello su contenido constitucional) por la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, denominándolo con la expresión  “lealtad institucional” en la reforma introducida por la Ley 4/1999, tanto en su dimensión negativa, proscribiendo que una instancia administrativa realice actuaciones que no tengan en cuenta los intereses del conjunto de las demás instancias, como en su dimensión positiva, debiendo cada instancia facilitar a las demás la información que precisen, así como prestar la cooperación y asistencia activas que pudieran demandar  para el eficaz ejercicio de sus propias competencias (art. 4). Similares previsiones cabe encontrar en relación con la Administración Local y sus relaciones con la Administraciones del Estado y de las Comunidades Autónomas en la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases de Régimen Local ( artículo 55).

 

         La cultura política de la colaboración, del entendimiento y de la integración que demanda este deber general constitucional, ha conocido periodos y situaciones en los que trabajosamente se ha ido abriendo camino, pero también ha conocido y está conociendo otros de  retroceso, como cabría caracterizar al periodo que se cierra en el momento en que estas líneas se escriben, en el que los conflictos derivados de un diseño y ejercicio acusadamente particularistas de la política, tanto desde instancias centrales como territoriales, se están planteando muchas veces con singular crudeza y con manifiesto desdén por las exigencias de la lealtad constitucionalmente debida y la necesidad de la colaboración que ésta implica. Como ha destacado uno de los más acreditados analistas en esta materia, Eliseo Aja (1999 y 2003 :143 y 160, respectivamente), la asunción que de este principio de lealtad federal se ha hecho en España “está resultando poco útil”, pues es preciso que deje de ser utilizado de manera muchas veces retórica o invocado a mayor abundamiento para reforzar una determinada perspectiva, y pase a ser concebido, como sucede en Alemania,  como un “criterio jurídico que puede dar lugar a la anulación de las normas que infrinjan su contenido negativo o positivo”. Sin duda, en palabras del Tribunal, se trata de una “pauta hermenéutica a seguir para la interpretación armónica de las competencias en conflicto”. Aunque nuestro Tribunal lo ha empleado así en diversos supuestos (por ejemplo, en la STC 166/2000, a la que corresponde la precedente cita entrecomillada), en otros solo lo emplea como recurso más o menos retórico y, al mismo tiempo, los políticos lo utilizan recurrente y negativamente como arma arrojadiza para combatirse entre sí, como nos recuerda el autor citado, siendo a su juicio la causa de la devaluación de este principio “la falta de un <<ambiente>> de colaboración”, lo que en este trabajo venimos calificando con más intensidad como ausencia de una arraigada cultura política en este sentido, como contrariamente cabe percibir en el funcionamiento de sistemas federales como Suiza o Alemania. Procedería, en consecuencia, la realización de un mayor esfuerzo de concretización jurídica de este principio tanto en el plano normativo como en el plano interpretativo y aplicativo.

 

 

3.-Aproximación a los mecanismos estructurales necesarios para la participación de las comunidades autónomas en la formación de la voluntad del estado autonómico. Una evaluación general.   

 

         1.- La apertura y la relativa indefinición constitucional del modelo territorial del Estado español debido, entre otros factores, a la cautela política del constituyente por razones históricas bien conocidas, llevó también a que la Constitución no previera expresamente muchos mecanismos e instituciones de integración susceptibles de inordinar la pluralidad de voluntades de las Comunidades Autónomas en la formulación del “interés general” en el marco de una  instancia final común y central. En este plano, es tan inevitable como tópico recordar que nuestro Senado no responde a las características estructurales y funcionales del tipo de Senado federal, pese a caracterizarse en la propia Constitución como “Cámara de representación territorial” (art. 69.1), y esto introduce quizás la principal disfunción en un modelo de Estado que  teniendo una racionalidad federal y perteneciendo por tanto a la familia de este tipo de Estados, presenta una carencia de primer orden para desplegar toda su eficacia en tal dirección. Ciertamente, el constituyente no valoró la hipótesis de una generalización del sistema de autonomías territoriales de alto nivel a partir del desarrollo del principio dispositivo, ni la eventual relevancia política que podrían alcanzar los poderes territoriales y, en consecuencia, no dotó al texto constitucional de los mecanismos necesarios para la articulación de estas exigencias. Algunos de los previstos en la Constitución podrían ser tenidos en cuenta en este sentido si se orientaran precisamente en la dirección señalada, como es el caso del Consejo para la Planificación Económica, en función de lo previsto en el art. 131.2 sobre la elaboración por el Gobierno de los proyectos de planificación de acuerdo con las previsiones que le sean suministradas por las Comunidades Autónomas. No obstante, los mecanismos más claros por su generalidad y naturaleza propia, en tanto que cauces de participación político-parlamentaria, así como por el eventual alcance general de sus efectos, son la iniciativa legislativa autonómica ante las Cortes y, por supuesto, el Senado, y éstos no responden, manifiestamente, a las necesidades estructurales y funcionales de la descentralización política propia del Estado autonómico.

 

        

         2.- Por lo que se refiere a la iniciativa legislativa, la doctrina es prácticamente unánime al considerar la escasez y la debilidad de este mecanismo, tal como está concebido, para la consecución de objetivos de integración, habida cuenta del disminuido papel que en él juegan las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas ( por todos, P. Santolaya Machetti, 1984 :354; J. Cano Bueso, 1990 :73, J. Tajadura Tejada, 2000 :53-55). El artículo 87.2 de la Constitución dispone que “las asambleas de las CCAA podrán solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley o remitir a la Mesa del Congreso una proposición de ley, delegando ante dicha Cámara un máximo de tres miembros de la Asamblea encargados de su defensa”. Este precepto, por consiguiente, se refiere a dos facultades. La primera, tiene el limitadísimo alcance de solicitar al Gobierno la adopción de un proyecto de ley, lo que, obviamente, no le vincula para hacerlo suyo, quedando tan solo, a la postre, en una especie de genérica facultad de petición, lo que explica su  nula operatividad en términos prácticos. La segunda sí configura una auténtica iniciativa legislativa de carácter general al poder presentar proposiciones de ley ante la Mesa del Congreso, si bien sorprende que no lo sea ante la del Senado, precisamente por ser ésta la Cámara de representación territorial. Esta iniciativa, del mismo modo que el eventual proyecto adoptado por el Gobierno a solicitud de la Comunidad Autónoma, desemboca en el procedimiento legislativo ordinario, presentando la particularidad de que su defensa en el trámite de toma en consideración corresponde a la Delegación de la Comunidad. Ciertamente, como se ha sostenido con toda razón por la doctrina que se ha ocupado del tema, sin que sea necesario insistir más en ello, el mismo reconocimiento de esta iniciativa viene a subrayar la evidencia de las insuficiencias de otros medios de participación de las Comunidades Autónomas en la formación de la voluntad estatal.

 

         3.- En relación con el Senado, es ya igualmente un lugar común subrayar que su esquizofrénica configuración en sede constituyente, rebajado en su teórica función de ser órgano de representación territorial y subordinado en su papel en relación al Congreso, ha ocasionado que hasta ahora prácticamente no haya cumplido una función muy señalada desde la perspectiva de la integración que aquí estamos considerando.  En efecto, ni el número limitado de senadores de designación autonómica, ni el ámbito funcional autonómico constitucionalmente prefigurado para el Senado (arts. 145.2, 150.3, 155 y 158.2) permiten afirmar, por un lado, la presencia de las Comunidades Autónomas  en este órgano de acuerdo con su relevancia político-institucional y, por otro, el cumplimiento de  un papel destacado en esta dimensión política, cuando lo que está en juego es la participación de las Comunidades  tanto en la función legislativa, especialmente en aquellas leyes llamadas a tener una especial incidencia o relevancia territorial, como en la formación de las decisiones estatales relevantes en el ámbito eurocomunitario (vid., entre muchos otros, J.A. Portero Molina, 1997 :1082 y ss.). Y ni siquiera el intento de potenciación de su función autonómica mediante la creación de la Comisión General de las Comunidades Autónomas por reforma del Reglamento de 11 de enero de 1994 -Comisión de la que se ha dicho con razón que tiene más legitimidad que poder-  ha supuesto una modificación sustancial de la situación anterior, salvo en algunos aspectos de orden fundamentalmente informativo y simbólico (M.C. Pérez Villalobos, 1997:1313-1315) . Como dijera el recordado Prf. Trujillo, tal Comisión ha venido a ser más un paliativo que una solución definitiva al problema de la participación en esta sede (1997:24), predominando a pesar de su existencia la faz de clon de la Cámara baja que al Senado le proporcionan sus principales funciones reflexivas en el ámbito legislativo y de control ordinario del ejecutivo.

 

         Así las cosas, el horizonte se sitúa claramente, como cuestión de principio, en la reforma constitucional del Senado para configurarla como Cámara autonómica en sentido propio, si bien el gran inconveniente sigue estando en la falta de consenso sobre su oportunidad, la orientación a seguir y sobre los límites de esta eventual reforma (el tipo de Cámara susceptible de cubrir eficazmente estas necesidades), cuestiones en las que obviamente se insertan dos dimensiones de gran complejidad que dificultan grandemente las posibilidades de acuerdo entre las principales fuerzas políticas: la preservación de la identidad constitucional básica y el problema de como integrar  los hechos diferenciales en caso de llevarla a cabo (cfr. J.F. López Aguilar, 1998). No es del caso ni posible, en el marco de este diagnóstico general sobre el  principio de colaboración, aportar soluciones en una dirección determinada, aunque todo parece apuntar a que el modelo Bundesrat sería en esta línea de razonamientos la perspectiva inspiradora quizás más compartida en la doctrina (vid. los rasgos principales de la instrumentación de la propuesta en E. Aja, 1999 y 2003 : 217 y 247 y ss., respectivamente), si bien con ello se afectaría radicalmente el tipo de representación que queda plasmada en los artículos 66 y 69 de la Constitución. Esta cuestión tan específica, cuyo análisis nos desviaría de nuestros objetivos, tampoco puede ser aquí analizada.

 

         Sin embargo, sí es necesario resaltar en estas reflexiones que para que el Senado pueda cumplir adecuadamente su función como Cámara territorial debe convertirse en un verdadero foro o espacio político para la participación de las Comunidades Autónomas en la formación de la voluntad política estatal en las materias que afecten a sus intereses, singularmente participando en la definición del mínimo común denominador (las bases estatales) que todas ellas deben respetar (E. Lucas Murillo, 2000: 22), pudiendo reducirse  por esta vía la conflictividad, hoy por hoy tan intensa, tan amplia y tan disfuncional en materias competenciales de tanta importancia como educación, sanidad, medio ambiente, etc... Repárese, en este sentido, que las bases no solo suponen un “mínimo común denominador normativo necesario para asegurar la unidad fundamental prevista por las normas del bloque de la constitucionalidad que establecen la distribución de competencias” (STC 48/1988, FJ 3), sino que este mínimo está dotado al mismo tiempo de una cierta estabilidad en tanto que con las bases “se atiende a aspectos más estructurales que coyunturales” (STC 1/1982, FJ 1), estableciendo un ámbito a partir del cual cada Comunidad pueda, en defensa y promoción de su propio interés, “introducir las peculiaridades que estime convenientes dentro del marco competencial que en la materia correspondiente le asigne su Estatuto” (STC 197/1996, FJ 5). Del mismo modo, el Senado debe servir como foro de encuentro para optimizar las posibilidades de la colaboración y la cooperación, asumiendo un protagonismo político efectivo en el debate de todas aquellas cuestiones que tengan una especial trascendencia territorial o en todas aquellas decisiones estatales, con independencia de la titularidad de la competencia, que  produzcan grandes e importantes efectos en todas o en algunas de las Comunidades Autónomas, singularmente en relación con los asuntos europeos, y sin que ello redunde, por otra parte, en una afectación de la posición del Congreso como Cámara que expresa en todo caso el carácter indivisible de la soberanía popular.  Igualmente, el Senado ha de tener como horizonte la promoción general de las relaciones de colaboración y de cooperación entre las Comunidades Autónomas, y aún cabe justificar su participación más intensa, como se viene planteando, en el nombramiento de los miembros que componen altos órganos del Estado, como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial. La articulación de un Senado de estas características clarificaría el sistema de relaciones del Estado autonómico en su conjunto, mejoraría las posibilidades de la colaboración y la cooperación y reduciría presumiblemente de manera notable la conflictividad entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Y este Senado es posible a condición de que las fuerzas políticas consigan ponerse de acuerdo en unas ideas básicas desde el postulado de la asunción de la voluntad política necesaria para racionalizar y constitucionalizar el Estado autonómico.

 

 

         Aunque en el nivel comparado puede comprobarse también la existencia de una crisis de legitimación y una cierta insuficiencia o inadecuación de algunas segundas Cámaras respecto de las dinámicas federalistas (casos de Canadá, Australia y Estados Unidos), así como la inclinación a conseguir objetivos propios de estos procesos preferentemente  mediante la negociación y la adopción de acuerdos entre los ejecutivos (E. Ceccherini, 2001: 2), forzoso es reconocer que la situación vivida en España respecto a esta crucial cuestión no es precisamente muy alentadora. Con independencia de las posturas doctrinales más escépticas ante las posibilidades reales de la reforma del Senado o incluso reacias a emprenderla por muy diversos motivos, llevamos más de dos decenios debatiendo sobre ella y, aunque todos parecemos convenir en que esta sería en todo caso la primera y más necesaria reforma, todavía no existe acuerdo entre las fuerzas políticas ni sobre su conveniencia, ni, en su caso, sobre  su alcance y la forma de llevarla a cabo. Solo ahora se abre una posibilidad más intensa, toda vez que el triunfo del Partido Socialista Obrero Español en las recientes elecciones del 14 de marzo de 2004  ha permitido al Presidente del Gobierno, Sr. Rodríguez Zapatero, reafirmar esta cuestión en su discurso de investidura, junto con otras encaminadas a la racionalización del Estado autonómico, como una línea central para la política de Estado de esta legislatura.

        

          Como es conocido, a pesar de haberse adoptado por una abrumadora mayoría de los senadores la decisión reformar el Senado en 1994 tras el debate sobre el Estado de las Autonomías, el decurso político establecido después del acceso al poder del Partido Popular en 1996 y su revalidación en las elecciones del año 2000 por mayoría absoluta ha acabado frustrando cualquier impulso en este sentido. El partido en el gobierno hasta marzo de 2004 -con alguna importante disidencia simbólica sin mayores efectos- se ha mantenido con firmeza en la posición de que la reforma en estos asuntos no debe afectar en ningún caso al texto constitucional, en tanto que la principal fuerza de la oposición en este periodo, el Partido Socialista, ha apostado decididamente por una limitada y controlada reforma constitucional, lo cual abre importantes expectativas en este sentido tras su victoria electoral, toda vez que esta fundamental cuestión ocupó una posición de primer plano en el programa con el que este partido ha concurrido a las elecciones. Mientras todo este tiempo transcurría, la Comisión General de las Comunidades Autónomas se ha revitalizado en algunos aspectos: sobre todo en la realización de determinados debates y en la recepción y canalización de información territorial relevante, siendo curiosamente su principal fruto –según ya se destacaba en el Informe sobre Comunidades Autónomas 2000- precisamente la creación en su seno de una nueva Ponencia para el estudio de la reforma del Senado. También merece reseñarse la creación de la Comisión Permanente de Entidades Locales, habiéndose modificado a estos efectos el artículo 49 del Reglamento. Es evidente que de esta manera, en tanto que con ella encuentran las entidades locales un cauce general de participación en los asuntos que más directamente pueden afectarles, también se potencia por esta vía la estructura adecuada para  la integración en la descentralización y, por tanto, el carácter de Cámara territorial que cabe predicar del Senado. Sin embargo, valorados en su conjunto estos logros en relación con las necesidades aquí contempladas, el resultado no puede aparecer sino como extraordinariamente magro y limitado.

 

          La cuestión es que el problema de fondo persiste y que siendo la reforma necesaria, ha permanecido dilatada sine die, pues la propuesta del partido en el Gobierno hasta 2004 se ha centrado tan solo en instrumentar la presencia de los Presidentes de las CCAA en la Cámara Alta, definir un nuevo “formato” para el debate del Estado de las Autonomías, con celebración cada dos años conforme a una agenda sectorial y no general, y en promover que las iniciativas con trascendencia territorial se debatan en su seno, pero sin especificar su concreción y su régimen jurídico. Por otra parte, tampoco los partidos nacionalistas gobernantes han mostrado en este periodo un interés particularmente intenso en esta concreta cuestión, presupuesta la mayor funcionalidad para sus intereses del bilateralismo y de la permanente actuación en el ámbito de la negociación política, luego formalizada en el Congreso, el cual en éste orden de consideraciones, como dice F. Balaguer con toda razón (1997:142) “ha actuado de hecho como una Cámara de representación territorial resolviendo sobre las reivindicaciones de los partidos con mayor capacidad de presión autonómica, los partidos nacionalistas catalanes y vascos”.

 

          La principal conclusión que cabe obtener de este panorama nos la ofrece brillantemente E. Lucas Murillo: “La falta de resolución de esta importante cuestión implica que, superadas las dos décadas de vigencia de la Constitución de 1978, la construcción del Estado autonómico siga su curso sin que las Comunidades Autónomas tengan garantizada, ni institucionalizada, la participación en el Derecho estatal que enmarca o condiciona el ejercicio de sus competencias. Persiste así una situación que potencial y realmente restringe el margen de actuación del legislador autonómico y, consiguientemente, el proceso de libre discusión que permita definir su propia orientación política conforme a la voluntad popular representada en las Cámaras autonómicas. Es decir, nos mantenemos todavía en un ordenamiento que, salvo en los escasos espacios de actuación verdaderamente exclusiva de las Comunidades Autónomas, responde a la concepción y a los intereses de los órganos centrales del Estado” (2000:46-47).

 

         4.- Del mismo modo que es necesario reconfigurar al Senado como auténtica Cámara de representación territorial, se hace preciso en el momento presente del Estado autonómico desarrollar y, en su caso, institucionalizar, como se viene reiterando desde la doctrina y desde ciertos ambientes políticos desde hace ya muchos años, la Conferencia de Presidentes, susceptible de definir los intereses comunes de las Comunidades Autónomas y las estrategias para su satisfacción de común acuerdo en el marco de los intereses generales del Estado, para lo cual ha de estar diseñada de tal modo que pueda reunir al Presidente del  Gobierno de la Nación y a los de las Comunidades Autónomas en un marco de encuentro en el que pudieran abordarse al máximo nivel político las cuestiones centrales en el ámbito de las relaciones Estado-Comunidades Autónomas. Esta funcionaría, fundamentalmente, como instancia de diálogo y de debate sobre las grandes cuestiones nacionales e internacionales, especialmente de la Unión Europea, que afectaran a aquellas relaciones, sin perjuicio de que se pudiera dotar a ciertos acuerdos de fuerza vinculante. De esta manera, además  de los beneficiosos efectos que el debate político en este nivel puede generar (como por otra parte han revelado los ejemplos de Alemania y Austria), las decisiones que se adoptaran en órganos y niveles inferiores de colaboración y cooperación serían mucho más eficaces, sencillamente porque estarían genéricamente orientadas y dispondrían de una fundamentación y legitimación política aún mayor. El funcionamiento de todo el sistema, de esta manera, se vería revitalizado y las posibilidades de la colaboración, multiplicadas. En resumidas cuentas, se dotaría así al conjunto de estos órganos, como acertadamente se viene subrayando,  de un soporte de indirizzo politico  que hoy no tienen como referente, lo que incrementaría notablemente su operatividad y eficacia. Complementariamente y en este sentido, pues, la Conferencia de Presidentes podría actuar como instancia no solo de dirección, sino también de supervisión de la actividad de las Conferencias Sectoriales, que se verían así extraordinariamente estimuladas para la acción concertada en beneficio del conjunto. En definitiva, “además del alto valor simbólico y político que ostentaría, a efectos de integración, podría convertirse en el centro general de imputación e impulso de las diversas formas y medios de colaboración sectorial” (E. Albertí, 1993: 246). Como ha apuntado E. Aja (1999 y 2003: 214 y 219, respectivamente), las razones de la inexistencia de esta Conferencia se deben buscar en la pretensión del bilateralismo y en el temor del Gobierno central a encontrarse, tras su convocatoria, con la negativa de asistencia de los  Presidentes vasco y catalán, o de algunos de los dos, aunque la existencia obvia de este riesgo no debe operar como justificación para santificar la situación, ni permite destruir la hipótesis de que, incluso en ese supuesto de ausencia, su eficaz funcionamiento pudiera finalmente acabar integrando en ella a los Presidentes reacios. En todo caso, una actitud de esa naturaleza estaría siempre necesitada de una difícil justificación política pública, por lo que no sería nada fácil su mantenimiento por principio, que podría tener consecuencias políticas negativas para quien la mantuviera.

 

         5.- De excepcional importancia es también, por supuesto, considerar las fórmulas de participación y de colaboración de las Comunidades Autónomas en la dimensión específicamente eurocomunitaria. Ante el carácter mancomunado que tienen las decisiones que el Estado español adopta con los demás Estados miembros en las instituciones comunitarias y que implican necesariamente a los intereses y competencias de las Comunidades Autónomas, éste aspecto es sin duda uno de los retos principales ante los que se encuentra el Estado autonómico (A. Pérez Calvo, 1998: 18 y ss. y 1997:177), pues de ello depende en gran medida la integración efectiva de las Comunidades Autónomas, en plenitud de derechos y de asunción de responsabilidades, tanto en el plano nacional como comunitario, sin que se produzcan pérdidas de posibilidades de decisión sobre los asuntos que les conciernen y que son de su competencia. Aunque los repartos competenciales entre el Estado y las Comunidades autónomas no tienen por qué verse afectados por la pertenencia a la Unión Europea, supuesto el principio de autonomía institucional (proclamado en el artículo 6.3 del TUE y corroborado por la jurisprudencia europea y constitucional),  la representación del Estado en los procesos decisorios de ésta hacen que las Comunidades puedan verse  afectadas y preteridas en sus posibilidades de participación en la toma de decisiones,  con las consiguientes repercusiones en la fase descendente o de ejecución de las mismas, toda vez que aquellas no se adoptan en las Cortes, sino en instancias diferentes en las que no tienen  presencia, ni siquiera indirecta.

 

          Por tanto, por lo que se refiere a la institucionalización de la participación de las Comunidades Autónomas  en este ámbito, cabe remitirse en primer lugar a las consideraciones antes realizadas sobre la insuficiencia de los canales existentes de participación autonómica en la definición de la voluntad general, lo que nos llevaría de nuevo a la consideración de las insuficiencias del Senado y de la Comisión General de las Comunidades Autónomas creada en su seno (vid., entre otros, M. Cienfuegos Mateos, 1977: 155 y ss.). En tanto que en otros países europeos (como Alemania y Bélgica) tales asuntos han sido planteados en términos de reforma constitucional, los esfuerzos realizados en España para paliar estas insuficiencias y atender a objetivos de participación, aunque indirecta (esto es, mediando el Gobierno y la Administración centrales, incluso en materias en las que las Comunidades ostentan competencias exclusivas), se orientaron hacia las Conferencias Sectoriales y desembocaron primero en la creación, al amparo del artículo 4 de la Ley 12/1983, del Proceso Autonómico, de la Conferencia sectorial para los Asuntos Relacionados con las Comunidades Europeas. Posteriormente, tras el impulso de los Pactos Autonómicos de 28 de febrero de 1992, se institucionalizó la Conferencia y se perfeccionaron sus métodos de trabajo  para resolver “los diferentes aspectos que han planteado y planteen en el futuro la participación de las Comunidades Autónomas en las fases ascendente y descendente en el proceso comunitario europeo” desde una perspectiva general. Como es bien conocido, frutos de esta dinámica son el Acuerdo de 28 de octubre de 1992, de Institucionalización de esta Conferencia, las reglas del Acuerdo de 30 de noviembre de 1994 de Participación Interna y, finalmente, como concreción de un nuevo impulso, la Ley 2/1997, de 13 de marzo, que regula  esta Conferencia  codificando  en un único texto lo establecido en el Acuerdo de Institucionalización y reforzando su papel al estar regulado por ley, asegurándose de manera genérica la recepción por las Comunidades de la información precisa y relevante, así como que, en su caso, participen en la posición común del Estado ante la Unión  Europea.

 

         De esta manera esta Conferencia asume con carácter general la canalización horizontal y general de la participación autonómica en los asuntos europeos. Constituida por el Ministro de Administraciones Públicas y por los Consejeros que sean designados por cada Comunidad Autónoma e integrando la representación de la Administración del Estado el Secretario de Estado de Política Exterior y para la Unión Europea y el Secretario de Estado para las Administraciones Territoriales, sus funciones principales son las siguientes: la información a las Comunidades Autónomas y la discusión en común sobre el proceso de la construcción europea, la articulación de mecanismos para hacer efectiva su participación  en la formación de la voluntad del Estado en el seno de las Comunidades Europeas, el tratamiento y resolución con arreglo al principio de cooperación de cuestiones de alcance general o de contenido institucional relacionadas con las Comunidades Europeas y el impulso y seguimiento del procedimiento de participación de las Comunidades Autónomas a través de las respectivas Conferencias Sectoriales u organismos equivalentes en las políticas o acciones comunitarias que afecten a sus competencias. El régimen de sus acuerdos se rige por lo dispuesto en el artículo 5 de la Ley 30/1992 y en su Reglamento interno. Por otro lado, mediante el Real Decreto 2105/1996, de 20 de septiembre y fruto de un acuerdo previo respaldado por todas las Comunidades Autónomas (incluido el País Vasco), se creó la Consejería para Asuntos Autonómicos en la Representación Permanente de España ante la Unión Europea, siendo funciones del Consejero las de relacionarse  con las oficinas de las Comunidades Autónomas en Bruselas y canalizar la información hacia aquellas, articulando así ciertos modos de relación entre la representación Permanente de España, las Instituciones Europeas y las Comunidades.

 

         Ahora bien, sin perjuicio de estos avances y de la existencia de otras vías de acceso de las Comunidades Autónomas a la Unión Europea (así, en su orden y limitadas posibilidades, a través del Comité de las Regiones), partiendo de que el Estado se ha reservado  las actuaciones ante la Comisión y el Consejo de Ministros desde la contemplación de la competencia sobre relaciones internacionales y la salvaguarda del interés general de España, es preciso concluir que el papel de las Comunidades Autónomas se constriñe por ahora, desde el Acuerdo  de la Conferencia sobre la participación interna de las Comunidades Autónomas en los asuntos comunitarios europeos a través de las Conferencias Sectoriales de 10 de marzo de 1995, a su presencia en determinados Comités de la Comisión. Esta participación,  ciertamente,  ha sido muy positiva para la dinamización de las relaciones interautonómicas y, por tanto, para una mejora en la definición de la posición común, con los correspondientes efectos positivos internos en la elaboración y aplicación de las políticas públicas que engarzan con las competencias e intereses europeos. Sin embargo, debe subrayarse que no han sido todavía atendidas las justificadas demandas autonómicas relativas a la asunción de la representación en el Consejo directamente por las propias Comunidades Autónomas en la discusión y decisión sobre aquellas cuestiones en las que tengan un interés directo e inmediato, posibilidad abierta a la luz del artículo 203.1 TUE. La importancia de esta cuestión es clara si se tiene en cuenta no solo que el Consejo tiene la competencia para adoptar las decisiones que condicionan en la base las principales resoluciones comunitarias, sino que son muchas las materias se deciden únicamente en esta esfera (entre muchos otros, A. Mangas, 1998:548; E, Lucas Murillo, 2000: 120 y ss.).

 

         Tras esta rápida mirada a estos aspectos institucionales, cabría decir, en conclusión, que en España, contrariamente a la experiencia de algunos países federales, no se ha acertado a articular  adecuadamente la participación de las Comunidades Autónomas en los procesos de formación unitaria de la voluntad del Estado, tanto en su vertiente interior como de cara a las relaciones eurocomunitarias. Y ésta es una característica que introduce importantes disfunciones en el sistema, debilitando en buena medida la aplicación de los principios de colaboración y cooperación y, por ende, el objetivo global de la integración política.

 

        

         6.- Reparemos en que precisamente las carencias de estos mecanismos (especialmente la de un Senado que cumpla los objetivos de la representación territorial articulando adecuadamente la negociación política con consecuencias sobre la distribución territorial del poder) ha alimentado extraordinariamente la conflictividad  entre el Estado y las Comunidades Autónomas, manifestada tanto en los conflictos de competencia como en la misma vía de los recursos de inconstitucionalidad, llevando incluso a  que el legislador haya instrumentado reformas procesales “puntuales” con la pretensión de aminorarla, de configuración y resultados muy discutibles . En esta clave puede considerarse el característico régimen procesal de los recursos de inconstitucionalidad promovidos por el Estado o los Ejecutivos de las Comunidades Autónomas cuando la impugnación de las leyes tenga un contenido competencial, que viene a situar la negociación política propia de la colaboración en un ámbito muy discutible y con unas consecuencias no menos preocupantes . Así, la Ley 1/2000, de 7 de enero, con el objetivo de facilitar la evitación de la interposición de estos recursos, añadió dos nuevos apartados al artículo 33 LOTC para hacer posible que el Presidente del Gobierno y los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas puedan interponer el recurso no en el plazo común de tres meses, sino en el de nueve meses, contra leyes, disposiciones o actos con fuerza de ley, siempre que se cumplan los requisitos siguientes: a) que se reúna la Comisión Bilateral de Cooperación entre la Administración General del Estado y la respectiva Comunidad Autónoma; b) que en el seno de esta Comisión se haya adoptado un acuerdo de negociaciones para resolver las discrepancias, pudiendo instar, en su caso, la modificación del texto normativo, con posibilidad de referencia a la invocación o no de la suspensión de la norma;  y c) que el acuerdo sea puesto en conocimiento del Tribunal Constitucional dentro de los tres meses siguientes a la publicación de la ley, disposición o acto con fuerza de ley, y se inserte en el Boletín Oficial del Estado y en el Diario Oficial de la Comunidad Autónoma correspondiente.  Se ha activado de esta manera una medida propia de una “política de la constitucionalidad” (J. Jiménez Campo, 2000: 11 y ss.) que merece una valoración crítica. Como ha destacado F. Caamaño (2000: 35) según juicio ampliamente compartido en la doctrina,  esta fórmula “no parece del todo compatible con la naturaleza misma de la ley y, sobre todo, con el deber que cabe exigir a todo poder público de que coadyuve en la depuración del Ordenamiento de leyes inconstitucionales”. Con independencia del reconocimiento de la realidad del funcionamiento del “Estado de partidos” y sus consecuencias en las relaciones entre los poderes, y aún de la intrínseca y general bondad de la idea de procurar reunir a las Administraciones para negociar en orden a la búsqueda de una formulación normativa que evite el conflicto y, en su caso, el recurso, no parece que la negociación sobre un texto normativo en una Comisión a la postre dependiente de los ejecutivos sea el instrumento más acertado desde la lógica que preside el control de la ley y, en consecuencia, del recurso de inconstitucionalidad. Como también señalan los autores antes mencionados, no se trata  ya solo de la incongruencia de que la negociación  administrativa pueda girar en torno a la constitucionalidad de ley, desembocando incluso en una especie de acuerdo interpretativo (o varios) sobre la misma carentes de publicidad, sino que por esta vía se ve comprometida la posición constitucional de la asamblea legislativa autora de la ley (a la que el acuerdo no podría en cualquier caso vincular jurídicamente) y, además, que no queda resuelta la fundamental cuestión de la coordinación de lo pactado en el caso de que haya una pluralidad de Comunidades Autónomas implicadas y, por tanto, más de una Comisión Bilateral. Esta última precisión conduce a considerar, como observara tempranamente J. Jiménez Campo (2000: 19), que esta especie de “conciliación constitucional voluntaria” entre ejecutivos lo que trata de evitar es justamente la impugnación de leyes autonómicas ante el Tribunal Constitucional mediante una interpretación conciliadora del alcance de las competencias en presencia.  A pesar de estos y otros aspectos deducibles de esta nueva regulación, parte de la doctrina la ha valorado positivamente, aunque con muchas cautelas y propuestas de modificaciones, en cuanto que viene a ser considerada adecuada y razonable para evitar la judicialización de la controversia competencial con la interposición de un recurso de inconstitucionalidad (J. A. Montilla Martos, 2000-2001, passim), toda vez que introduce procedimientos de acuerdo en los ámbitos extra y pre-procesales, sin excesiva formalización, que favorece objetivamente la colaboración y cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Desde esta exclusiva óptica (y sin pretender entrar en otras cuestiones más complejas que demandarían otro enfoque, más espacio y otra sede) se ha traído a estas reflexiones esta sucinta mención, sin perjuicio de volver a insistir en que se trata de una nueva medida, pese a su importancia objetiva y funcional, de alcance parcial, que puede hacerse efectiva in extremis (como último recurso antes del recurso, si se me permite el juego de palabras) y, en consecuencia -una vez más-, de orden paliativo de las carencias de los ámbitos políticos de negociación y colaboración que se han analizado precedentemente, por lo que no viene  sino a confirmar el diagnóstico de que en un Estado que es sustancialmente federal la inadecuación de su estructura orgánica, supuesto que esta cuestión no se aborda en términos de una reforma constitucional adecuada, exige el recurso permanente a medidas parciales e indirectas susceptibles de mejorar la situación, pero que también pueden traer consigo notorias incoherencias.  Pero volvamos  a tomar el hilo de nuestro discurso principal realizando finalmente una valoración general de los mecanismos más específicos establecidos para conseguir el objetivo de la colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas.

                                     

 

 

4.-Consideración y valoración general de los mecanismos y técnicas de colaboración entre el estado y las comunidades autónomas.   

 

         1.- La relativa debilidad de los cauces de participación en el ámbito político parlamentario general  ha sido uno de los factores que explican las carencias y deficiencias observables en las relaciones de colaboración en el sistema de las Comunidades autónomas, así como el nivel de conflictividad habido entre estas y el Estado y la existencia de una acusada tendencia al predominio de  la bilateralización en sus relaciones, sólo relativizada tras los Acuerdos Autonómicos de 1992 y los desarrollos a los que éstos han dado lugar. Pero también lo ha sido, precisamente por ello, del surgimiento, para paliar esta situación y abrir caminos a la necesidad objetiva de conseguir determinados niveles de integración, de un conjunto de prácticas y medios técnicos conformadores de lo que se ha dado en llamar “federalismo cooperativo”, donde se concitan muy variados modos de relacionarse los ejecutivos y las administraciones en la práctica comparada de los modernos Estados compuestos con vocación social y que a veces se plantean, más o menos implícitamente, incluso como una alternativa pragmática y aceptable a aquellas carencias. El carácter en buena medida empírico, abigarrado y complejo de muchas de estas técnicas, así como el hecho de que en muchas ocasiones estén interrelacionadas entre sí, hace muy difícil su sistematización para su exposición y valoración crítica.  Muy esquemáticamente seguiré la exposición que en su día realizamos conjuntamente el Prof. J. Terrón y el autor de estas reflexiones (1990 : 45 y ss.), ajustándolas, naturalmente, a la realidad actual.

 

De acuerdo con los estudiosos que más se han ocupado del tema (entre muchos otros, los profesores Albertí y Santolaya), son tres las grandes clases de mecanismos que pueden identificarse: en primer lugar, el deber de auxilio como deber genérico de colaboración, susceptible de ser concretado de muy diferentes maneras; en segundo lugar, la coordinación entendida como técnica colaborativa y no estrictamente como título competencial (aunque ambas cuestiones puedan articularse), dando lugar al fenómeno de las llamadas conferencias sectoriales y otros órganos que,  sin serlo, pueden asimilárseles; y, en tercer lugar, la cooperación propiamente dicha, que puede manifestarse tanto verticalmente, esto es, entre el Estado y las Comunidades Autónomas u horizontalmente, es decir, entre Comunidades Autónomas entre sí, siendo el  convenio su instrumento jurídico más propio. No debemos tampoco olvidar la posibilidad de la creación de órganos comunes, mediante la figura del consorcio, como otro de los instrumentos importantes de acción cooperativa. Veamos estas diferentes dimensiones, a modo de balance, de forma sucinta y por separado.

 

         2.- El deber de auxilio incluye en su más amplia concepción tanto el intercambio de información conducente a la gestión de los medios organizativos, personales y materiales propios, así como su puesta a disposición de otra instancia para que ésta pueda cumplir con sus funciones propias con mayor eficacia y economía de medios. Fue incorporado a nuestro ordenamiento por la Ley del Proceso Autonómico (art.2), así como por la Ley de Bases de Régimen Local y la  Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Como anteriormente se especificó, se ha referido a él el Tribunal Constitucional diciendo que no es menester justificarlo en preceptos concretos, pues “se encuentra implícito en la propia esencia de la organización territorial del Estado que se implanta en la Constitución” (STC 18/1982). Este deber de información que debe presidir las relaciones interadministrativas, incardinado en el principio general de “lealtad institucional”,  no puede erigirse, sin embargo, como ha advertido el Tribunal Constitucional, en una especie de control administrativo desde el Estado, incompatible con las competencias que tienen atribuidas las Comunidades Autónomas (SSTC 104/1988, 201/1988 y 96/1990).

 

         Ya hemos considerado que la observancia de este deber, aunque va abriéndose camino, no está todavía a la altura de lo que sería necesario. Como viene destacándose en los sucesivos Informes anuales sobre Comunidades Autónomas del Instituto de Derecho Público, España sigue siendo deficitaria en mecanismos de información y apoyo que establezcan canales permanentes de relación entre el Estado y las Comunidades Autónomas, por un lado, o de estas entre sí, por otro, bien sea en términos bilaterales, bien multilaterales, lo que disminuye considerablemente la eficacia y aumenta, también de manera notable, las posibilidades de conflicto entre administraciones. No obstante, esta apreciación debe ser matizada a la vista de la práctica del último decenio. Desde 1993, como se desprende de los mencionados Informes, son numerosas las normas que prevén el intercambio de información entre administraciones, y no sólo a través de la cláusula general, sino estableciendo mecanismos y cauces específicos, muy variados, respecto de sectores y actuaciones determinados. A veces se acude, a este título, al expediente de la encomienda de gestión prevista en el art. 15 de la Ley 30/1992.

 

         3.- La coordinación, entendida como técnica de colaboración y no como título competencial atribuido al Estado en diversas reglas competenciales (cuestión más específica que queda fuera de nuestra consideración, por más que, obviamente, esté relacionada con los problemas que aquí se tratan) abarca el establecimiento de líneas de actuación política homogéneas, pero sin que ello signifique una modificación del sistema de reparto competencial establecido, ni siquiera de su ejercicio. Cada uno de los poderes implicados conserva intactas sus potestades y facultades y el ámbito material sobre el que éstas se ejercen, si bien dicho ejercicio -como señaló el Tribunal Constitucional en la STC 32/1983 y ha reiterado en otras posteriores, como, por ejemplo, la 148/2000- ha de orientarse de manera tal que se logre la integración de actos parciales en la globalidad del sistema. A ella se refiere con carácter general el art. 103 CE como uno de los principios rectores de la actuación de la Administración Pública.

 

         El resultado más frecuente de este mecanismo es la formalización de marcos de encuentro para el examen y deliberación de los problemas comunes. Así se concretan instancias como las Conferencias Sectoriales de los Consejeros de las Comunidades Autónomas con el Ministro del ramo correspondiente, previstas con carácter general en el art. 4 de la Ley 12/1983, del Proceso Autonómico, a las que asigna la finalidad de “asegurar en todo momento la necesaria coherencia de actuación de los poderes públicos y la imprescindible coordinación”; regulación que se reprodujo, de forma casi literal, en el art. 5 de la Ley 30/1992 y que la reforma de 1999 ha pretendido regular de forma más coherente junto con las Comisiones Bilaterales de cooperación, si bien no se han introducido novedades sustanciales en su régimen jurídico, remitiéndose al correspondiente acuerdo de institucionalización y a su reglamento interno. De la naturaleza de estos órganos coordinadores ha dicho el Tribunal Constitucional que “han de ser órganos de encuentro para el examen de problemas comunes y para la discusión de las oportunas líneas de acción”, sin que en ningún caso dichas Conferencias puedan sustituir a los órganos propios de las Comunidades Autónomas ni sus decisiones puedan anular sus facultades decisorias.

 

Por lo tanto, desde la perspectiva de la integración política resultante, es preciso destacar la importancia de estas instituciones comunes, cuyo grado de institucionalización debiera ser mayor del que actualmente existe para evitar, entre otras cosas, la precariedad que en algunas de ellas tienen las Comunidades Autónomas. Como se ha reiterado por la doctrina y antes recordábamos, es previsible -y deseable- la creación de la  Conferencia de Presidentes por la funcionalidad que con carácter general podría proyectar sobre estas Conferencias, pues si -como dice Eliseo Aja- los sistemas políticos central y autonómicos pivotan sobre ellos, no se entiende que no se reúnan para discutir las cuestiones comunes, máxime cuando se observa el excelente resultado que están dando en otros países, como es el caso de Alemania y Austria (ICA, 1993:34; 2003 :218 y ss.).

 

          Es bien conocido, por otra parte, el impulso que a las Conferencias sectoriales se ha querido dar desde los Acuerdos Autonómicos de febrero de 1992 y del Acuerdo del Consejo de Ministros de 29 de enero de 1993 sobre el desarrollo del principio de cooperación mediante la institucionalización de aquellas, ya sean constituidas con carácter general, ya con carácter plurilateral o aún bilateral. Es de presumir en este terreno que serán más funcionales y eficaces desde la perspectiva global de la integración las Conferencias Sectoriales que reúnan en un mismo marco de encuentro al Estado y a todas las Comunidades Autónomas, razón por la cual debieran potenciarse especialmente.

 

         Es preciso, no obstante, dejar bien claros los límites en los que se mueven estas Conferencias. El alcance de la toma de decisiones no puede ser otro que el que se derive del ejercicio de la correspondiente o las correspondientes competencias, asentado todo ello en el principio del consentimiento de las partes y adoptándose los acuerdos, en consecuencia, por unanimidad. Sin embargo, como se establece en el punto 8 de los citados Acuerdos, la regla de la unanimidad podrá ser sustituida por la regla de las mayorías “en aquellos supuestos de interés común, que siendo considerados por las partes como actuaciones imprescindibles o de eficacia u operatividad necesaria, así se establezca en sus normas de funcionamiento”. En esta línea, cabe referirse a la STC 76/1983, en la que el Tribunal afirma que “cuando la Conferencia Sectorial afecte a materias donde entre las competencias estatales figure de forma explícita la coordinación, el alcance de lo acordado por la correspondiente Conferencia Sectorial al ejercitar dicha atribución constitucional no estará sujeto al límite dimanante del principio del consentimiento, ni, por tanto, a la regla de la unanimidad en su adopción”. El hecho de que el Estado, en diferentes materias, pueda ostentar un título competencial genérico o de intervención que se superponga a las competencias de las CCAA sobre esas mismas materias, como sucede cuando ejercita la competencia de coordinación (art. 149.1, reglas 13, 15 y 16, así como en materia de financiación ex art. 156.1 CE), supone obviamente el carácter obligatorio resultante del ejercicio de la potestad de coordinar por parte del Estado, pero ésta, por un lado, no puede implicar una intervención sustancial en las competencias de las CCAA –entre otras, SSTC 32/1983, 13/1992 y 98/2001),  que han de ver respetado su propio margen de opción política correspondiente a sus propias competencias; y, por otro lado, en este margen siempre queda espacio también, incluso en estos supuestos, para la coordinación voluntaria. El resultado de esta coordinación es muchas veces, como es lógico, el establecimiento en las normas estatales de fórmulas y sistemas de coordinación de servicios y actuaciones que reflejan y aplican los acuerdos alcanzados en las correspondientes Conferencias sectoriales.

 

         Del mismo modo, debe recordarse la inserción en la Ley 30/92, mediante su reforma por Ley 4/1999, de la figura de los Planes y Programas conjuntos, acordados por la Administración General del Estado y las Administraciones de las Comunidades Autónomas, para el logro de objetivos comunes en materias en las que ostenten competencias concurrentes, correspondiendo a las Conferencias Sectoriales la iniciativa para este acuerdo, la aprobación de su contenido y el seguimiento y evaluación multilateral de su puesta en práctica (art. 7). Tales acuerdos, que son objeto de publicación oficial,  tienen eficacia vinculante para la Administración General del Estado y las Comunidades Autónomas suscribientes, y pueden ser completados con cada Comunidad concretando aquellos extremos que deban ser especificados de forma bilateral.

 

         Manifestación específica del principio de coordinación es la existencia en la legislación sectorial de órganos que se integran en la Administración estatal, en los que participan las Comunidades Autónomas, como es el caso, por ejemplo, del Consejo de Política Fiscal y Financiera de las Comunidades Autónomas (LO 8/1980, de 27 de septiembre), el Consejo Interterritorial del Servicio Nacional de Salud (Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad), el Consejo General de la Ciencia y la Tecnología (Ley 13/1986, de 14 de abril), y otros órganos como la Comisión de Protección Civil (Ley 2/1985, de 21 de enero), etc...Se trata de órganos que, en su mayoría, se crearon tras la primera mitad de los años ochenta para dar respuesta a los problemas de coordinación, de participación y de integración que sectorialmente se iban presentando. Su actuación se produce en ámbitos donde la competencia sobre las bases o la coordinación corresponde al Estado y, en ellos, la posición de las Comunidades es, por tanto, muy diferente de la de las Conferencias Sectoriales propiamente dichas, aspecto al que anteriormente nos hemos referido, pues se trata de órganos creados por el Estado ejercitando la potestad de asignarles cometidos propios de su función de coordinación (J. Tornos, 1994: 79) o de consecución de la homogeneidad resultante del respeto a las bases por las Comunidades Autónomas. Precisamente por ello su régimen jurídico es distinto: no el que nace de lo dispuesto en el art. 5 de la Ley 30/92, sino el establecido en el art. 22.2 de la misma Ley. Junto a estos órganos existen conferencias sectoriales creadas por una disposición legal, plenamente asimiladas por tanto a esta figura.

 

          La trascendencia, operatividad y flexibilidad de estos órganos y conferencias para conseguir la participación de las Comunidades Autónomas en instancias centrales y, por ende, para la integración por la vía de la coordinación, difícilmente puede ser exagerada en términos teóricos y potenciales, por lo que cabe postular la profundización y mejora en el funcionamiento de estos mecanismos para incrementar el rendimiento global del sistema autonómico. En particular, la necesidad ineludible de mejora en el caso de las conferencias sectoriales, proviene del hecho de que, por una parte, solo pueden ser convocadas por el ministro correspondiente que, además de presidirlas, decide los asuntos que se tratarán y, por otra, de la constatación de que no disponen de una infraestructura y organización estable que garantice la continuidad y el seguimiento más técnico y riguroso de los acuerdos, lo que sin duda redunda o puede redundar en una minoración del grado de eficacia en las actuaciones emprendidas en su marco. La consecuencia de todo ello es que su operatividad e importancia, además de estar muy condicionada por el clima político, viene, a la postre, a ser dependiente de los intereses del Gobierno central e incluso del talante del ministro de turno. La inexistencia de conferencias sectoriales  horizontales dificulta también extraordinariamente la adopción de posturas comunes entre las Comunidades Autónomas, lo que viene a completar un panorama no muy positivo ni halagüeño respecto de estos mecanismos de colaboración ( cfr. E. Aja, 1999 y 2003 :211-212 y 216-217, respectivamente).

 

         4.- El concepto de cooperación, entendido en sentido estricto, tiene un alcance cualitativo distinto y está ligado a las más modernas concepciones del federalismo. Aunque a veces no resulte enteramente discernible de la coordinación, puede entenderse por tal “una toma conjunta de decisiones, un coejercicio de competencias y, consiguientemente, una corresponsabilización de las actuaciones realizadas bajo ese régimen” (Albertí, 1986:369). Como puede apreciarse, la competencia o materia implicada precisa, para ser realizada, la actuación conjunta de los poderes, pudiendo resultar, así, un régimen materialmente atributivo de competencias. Las formas de esta clase de cooperación son muy variadas. Desde una perspectiva vertical, esto es, en el plano de la cooperación entre el Estado y las Comunidades Autónomas, el producto típico es el convenio. Su objeto puede ser enormemente diverso, pero los convenios no pueden alterar el orden competencial constitucionalmente dispuesto, salvo en aquellos casos en que el “bloque de la constitucionalidad” permita interpretar precisamente la existencia de un régimen atributivo específicamente cooperativo. Un convenio, como ha precisado el Tribunal Constitucional, si bien tiene “un indudable alcance práctico”, es del todo “irrelevante para determinar el ordenamiento competencial en lo material”. No obstante, y pese a esa limitación, lo cierto es que muchos convenios suponen materialmente una transferencia de competencias de unas instancias a otras o, por mejor decir, una transferencia del ejercicio de la competencia, constitucionalmente indisponible.

 

         A pesar de que tales convenios no están constitucionalmente previstos, ha habido un uso creciente de esta técnica a partir de los Reales Decretos de Transferencias, previéndose implícitamente en algunas leyes sectoriales (LOFCA, arts. 16 y 18, y Ley del Fondo de Compensación Interterritorial, art. 9), así como en gran cantidad de Decretos de Traspasos. La Ley 30/1992, del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, establece algunas normas para disciplinar aspectos concretos de la actividad convencional, cada vez más importante. Y, así, se prevén los llamados Convenios de Conferencia Sectorial, disciplinándose sus aspectos jurídicos en los arts. 6 a 8, que lógicamente tienen carácter básico. Es preciso insistir en que el orden constitucional de competencias opera como límite infranqueable a la efectividad y alcance de los convenios. La jurisprudencia constitucional así lo ha advertido en diversas ocasiones, precisando que los convenios no forman parte del bloque de la constitucionalidad con arreglo al cual se ha efectuado el reparto competencial (entre otras, SSTC 71/1983, 11/1984, 95/1986, 96/1986 y 13/1992). Es importante recordar el hecho de que el Tribunal Constitucional, debido a que a veces se han celebrado convenios no para articular la cooperación, sino para dar cauce a “reservas y retenciones indebidas que ha venido haciendo la Administración estatal al actualizar las transferencias de servicios” (Muñoz Machado, 1982 :232),  haya puntualizado en las últimas sentencias citadas que   “...no puede aceptarse que al socaire de un Convenio de colaboración...el Estado se arrogue un nuevo título competencial que menoscabe o elimine las atribuciones que en esta materia incumben a la Comunidad Autónoma por gracia de la Constitución y del Estatuto, ni tampoco es admisible que, merced a este convenio, ésta haya podido renunciar a unas competencias que son indisponibles por imperativo constitucional y estatutario”.

 

         Esta técnica de cooperación está incrementándose notablemente, debido a su eficacia probada tanto en los países federales europeos (M. J. García Morales: 1998, passim) como en España, apuntando la tendencia a la especialización en ciertos sectores de la acción pública (sobre todo en servicios sociales) y para determinado tipo de actuaciones (en general, de carácter subvencional), lo cual supone la utilización de esta vía para transferir fondos del Estado a las CAA, completándose de esta manera su financiación. Como es sabido, sólo una pequeña parte de los convenios se refieren al establecimiento de procedimientos y mecanismos generales de colaboración en las relaciones interadministrativas (aquellos que prevén fórmulas de auxilio y asistencia técnica, sobre todo en materia de estadística, tributos, consumo, control de fondos procedentes de la Unión Europea, farmacovigilancia, etc...) Como se suele recordar, no debe inducir a confusión el, a veces, elevado número de los que se suscriben, pues muchos de los que se publican son prórrogas de programas ya iniciados en años anteriores y muchos otros responden a un modelo que se concreta y concierta bilateralmente entre el Estado y cada una de las CCAA. No obstante, cabe reseñar en general  una positiva tendencia hacia el incremento en la celebración de convenios que tienen como objeto principal el establecimiento de un marco global de colaboración entre la Administración estatal y las autonómicas en sectores determinados, lo cual va justamente en la dirección de la lógica del sistema. Esto no empece al reconocimiento de que su regulación en España sea todavía deficiente y que su práctica no se extienda a ciertas actuaciones supra-autonómicas que así lo demandan, como viene destacándose (así, E. Aja, 1999 y 2003 : 207 y 220 y ss.).

 

        

         5.- Cabría referirse, por último, a la creación de órganos comunes como nueva técnica cooperativa. Mediante ella los diferentes poderes atribuyen a un órgano específico la facultad de emanar resoluciones que sean tenidas por propias de todas y cada una de las esferas implicadas. De otra manera dicho, se trata de la creación de una auténtica “administración mixta”, encargada de ejercer competencias pertenecientes a entes distintos. En este sentido, como es conocido, el art. 6.5  de la Ley 30/92, reformada por la Ley 4/1999, prevé  la posibilidad de que la gestión del convenio haga necesario crear una organización común que podrá adoptar la  forma de consorcio dotado de personalidad jurídica o sociedad mercantil. De esta forma se produce un reconocimiento legal de una práctica que venía siendo relativamente habitual en las relaciones cooperativas de ambas instancias. En ellos lo que se traspasa es la gestión de las competencias, con lo cual se gestionan fiduciariamente  los intereses que sólo podrían ser alcanzados mediante la actividad unilateral de cada uno de los entes consorciados.

 

 

         6.- Mención aparte merecería la llamada cooperación horizontal, que puede llevarse a cabo mediante la técnica de convenios entre las CCAA, previstos en el art. 145.2 de la Constitución y regulados por los Estatutos de Autonomía, como es sabido, conforme a una distinción entre convenios para la prestación y gestión de servicios y los acuerdos de cooperación; técnica ésta ultima que podría ser de gran importancia en un modelo cooperativo, pero que hasta ahora permanece en un muy bajo nivel de uso. Un sólo dato bastaría para demostrar esta afirmación: mientras que entre los años 1988-1992 se celebraron más de 1.000 convenios entre el Estado y las CCAA, en el mismo periodo sólo pueden contabilizarse 3 convenios entre CCAA que hayan seguido las prescripciones contenidas en el mencionado precepto constitucional. Tal situación se ha mantenido con posterioridad y, si cabe, cabría decir que incluso a la baja por lo que se refiere a los convenios horizontales. Así, por ejemplo, mientras que en el año 1996 se celebraron 389 convenios verticales, sólo se firmaron 3 de carácter horizontal; y mientras que en el año 2002 se celebraron 715 convenios verticales, sólo se produjeron 2 de carácter horizontal. De hecho, la cota máxima de celebración de esta última clase de convenios se sitúa en el año 1998, en el que se celebraron 4. No deja de ser muy significativo en relación con las carencias e incoherencias de los mecanismos de colaboración previstos para el Estado autonómico que estos convenios estén regulados en la Constitución y en un modo tan rígido (revelador de la desconfianza política hacia las Comunidades Autónomas) y que, paradójicamente, nada se haya previsto en ella respecto de los convenios verticales.

 

         Conviene recordar que esta situación generalizada de la cooperación horizontal también repercute muy negativamente en los rendimientos del sistema autonómico, y que las causas deben buscarse en factores diversos. Por un lado, es claro que existen razones de índole política: el recíprocamente escaso conocimiento mutuo, a veces acompañado de cierto recelo, entre las Comunidades en la fase de construcción del Estado de las autonomías; la propia actitud recelosa de la Administración central cuando las Comunidades se han orientado a adoptar iniciativas sin contar con ella; la falta de maduración de una cultura política que permita identificar como comunes una serie de intereses frente al centro, para cuya representación y defensa deban instrumentarse mecanismos permanentes de relación, etc...Todo ello era hasta cierto punto lógico en las primeras fases de la construcción del Estado de las autonomías, en las que tuvo que prevalecer la afirmación de la propia identidad y la reivindicación de la singularidad y no la búsqueda de un modelo global de organización estatal que conlleve la unión y la aproximación de posturas entre Comunidades tras la identificación de intereses comunes. Pero no tiene sentido en la actualidad, una vez consolidado el desarrollo del proceso autonómico, cuando ya se ha podido comprobar la necesaria interdependencia en muchas materias y la existencia de amplios intereses comunes, especialmente entre Comunidades vecinas, cercanas o con áreas comunes de problemas de desarrollo o de gestión.

 

Pero de otro lado existen también, indudablemente, razones jurídicas: la rigidez con la que se regula la colaboración horizontal en la Constitución y en los Estatutos. Brevemente dicho, al requisito estatutario de la formación de la voluntad negocial con la intervención de los respectivos Parlamentos de las CCAA, hay que sumar el requisito constitucional de la intervención de las Cortes, con el problema adyacente de la difícil calificación de los convenios, pues si son para la gestión y prestación de servicios sólo se requiere la comunicación a las Cortes, pero si se trata de convenios de cooperación, es necesaria la previa aprobación del convenio por las mismas. No es entonces extraño que las CCAA hayan preferido, habida cuenta del alto coste que exige su rigidez, huir de estos mecanismos institucionalizados (E. Albertí, 1993 :66 y 85), disimular acuerdos contraídos con denominaciones distintas a los convenios (E. Aja, 2003 : 222) o que, cuando se han intentado su celebración de acuerdo con las pautas constitucionales, la consecuencia haya sido la gestación de un conflicto político de amplio alcance. Todo ello dificulta sobremanera, si no impide, la posibilidad de adoptar posiciones comunes por parte de las Comunidades Autónomas en algunas cuestiones de fundamental importancia que, sin embargo, profundizaría la construcción del Estado autonómico y evitaría procesos de recentralización (E. Aja, 1999: 207 y ss.) que pueden operar en sentido contrario a la lógica del sistema. Especialmente se señala la conveniencia de este tipo de convenios en aquellos campos en que es necesaria una actuación supraautonómica concertada o en aquellos otros en que se presenta muy conveniente la asunción de efectos jurídicos por las CCAA de actuaciones realizadas por otras CCAA, como es el caso de reconocimiento de títulos académicos propios, control de calidad de materiales industriales o de construcción, captación de televisiones autonómicas en CCAA vecinas, etc… (E. Aja, 2003:223).

 

 

5.-Conclusiones.   

 

         Examinadas de esta manera las necesidades estructurales y funcionales de la integración mediante la valoración de los más importantes mecanismos de participación y las más relevantes técnicas de colaboración y cooperación en el Estado autonómico a la luz del principio general de mutua lealtad y de colaboración entre el Estado y las Comunidades Autónomas, se imponen unas reflexiones finales a modo de recapitulación:

 

1- Desde el punto de vista constitucional, habida cuenta de que la racionalidad autonómica se aproxima cada vez más a la racionalidad federal, persiste la necesidad de dotar de mayor coherencia al sistema mediante, tras el  consenso que sea posible, la realización de las  reformas que procuren a las Comunidades Autónomas, especialmente en el nivel político-parlamentario, la representación y participación necesarias en la toma de decisiones del Estado y que aseguren la efectividad y la garantía de  los hechos diferenciales que sean tales -esto es, que estén en la Constitución-. No obstante esta constatación, también es un dato de la realidad que el sistema está consiguiendo un funcionamiento aceptable pese a estas deficiencias, alcanzándose los objetivos mínimos y fundamentales de la acción pública, tanto en los niveles centrales como autónomos, mediante la coordinación y la concertación entre los ejecutivos.

 

2- La integración política, desde el punto de vista político, exige la voluntad efectiva de racionalizar y hacer operativos todos los mecanismos de participación y de colaboración desde la perspectiva del principio de la mutua lealtad constitucional, y es realista reconocer que esto es en el fondo mucho más importante que los diseños normativos, pues aunque existan procedimientos y técnicas, la colaboración, en definitiva, siempre estará pendiendo de la voluntad de aplicarla por parte de las autoridades estatales y autonómica concernidas.

 

3- Se ha avanzado en la regulación global e integrada de los diferentes instrumentos de colaboración y cooperación vertical, pero los que existen en la horizontal son demasiado rígidos e inoperantes. Respecto a los primeros, partiendo del camino trazado por la Ley 12/1983, del Proceso Autonómico, la Ley 30/92 supuso un indudable avance, aunque quizás por temor a las incertidumbres que proyectaba la apertura del modelo de organización territorial de Estado no se empleó a fondo en el establecimiento de un régimen jurídico constitucionalmente más adecuado a partir de la apreciación de que es de esencia al sistema diseñado por el constituyente, como ha dicho el Tribunal Constitucional, el principio de cooperación (SSTC 80/1985 y 96/1986). Posteriormente, la Ley 4/1999 incide en ciertas imprevisiones normativas y avanza en el reconocimiento de la existencia de otros órganos de cooperación distintos de las Conferencias Sectoriales, introduciendo y desarrollando la figura del Plan y Programa conjunto  y ampliando los sujetos que podrán celebrar convenios de colaboración entre sí y en el marco de sus respectivas competencias. Respecto de los segundos -los instrumentos de cooperación horizontal-, cabe subrayar con énfasis que su precariedad es notoria, por lo que es necesario remover los obstáculos de naturaleza jurídica y política que impiden su efectividad.

 

4- Aunque, según los datos disponibles, se ha producido un importante incremento en los últimos años de los encuentros entre los dos niveles de gobierno, determinante de una importante actividad de las Conferencias sectoriales que va en incremento, las que efectivamente se han reunido de manera regular y efectiva, desarrollando adecuadamente sus funciones,  han sido pocas si se tienen en cuenta los objetivos declarados en los acuerdos políticos relativos al desarrollo del federalismo cooperativo.

 

5- Si bien todos los mecanismos examinados tienen la virtualidad de conceder a las unidades menores del sistema un notable grado de protagonismo en las tareas políticas y administrativas, es lo cierto que también esconden un indudable riesgo que ocasionalmente se presenta y que no cabe desconocer: facilitar, bajo ciertas condiciones, un deslizamiento hacia situaciones de preeminencia de facto del poder central, quien, so pretexto de la necesaria colaboración, puede acabar imponiendo sus propios criterios, sobre todo en aquellas ocasiones en que lo que está en juego es la disposición de medios financieros sobre los que sólo ese poder puede decidir.

 

6- La cada vez mayor uniformización de los procesos económicos propia de la globalización, el peso en este contexto de las tecnoestructuras, la necesidad de proyección unitaria hacia el exterior, especialmente en el ámbito europeo, así como la inercia de los poderes centrales a la intervención irrazonablemente expansiva, son entre otros, los principales peligros de todo Estado compuesto que pueden desvirtuar grandemente los principios sobre los que se asienta y, en esta medida, también lo son del nuestro.

 

7- Pero igualmente lo es el que determinadas Comunidades, desde una básica posición de enfrentamiento estratégico por su carácter histórico diferenciado, mantengan una tendencia al acuerdo circunstancial bilateral con el Estado, huyendo del tratamiento uniforme u homogéneo que sobre determinadas materias puede conseguirse multilateralmente en el marco institucional o en el más general de una Conferencia sectorial, donde les resulta mucho más difícil y, a veces imposible, imponer su particularidad. Este inconveniente es especialmente disfuncional en el marco de las relaciones con la Unión Europea, donde es necesario que el Estado se presente con posturas unitarias que previamente hayan sido consensuadas o al menos contrastadas con las posturas e intereses de todas las Comunidades Autónomas. Desde esta perspectiva, puede evidenciarse la existencia de déficits importantes tanto por parte del Gobierno para impulsar la actividad de la Conferencia Europea para los Asuntos relacionados con la Unión Europea, como por parte de ciertas Comunidades Autónomas que miran con recelo hacia este organismo y, en concreto, País Vasco y Cataluña, que han instituido Comisiones Bilaterales para el tratamiento de estos asuntos.

 

8- Precisamente por todo ello es necesario un nuevo paso cualitativo y que se adopten medidas más precisas y aquilatadas, fundamentadas en la importante experiencia previa ya acuñada tanto en el nivel interno como comparado y en los numerosos estudios realizados, que aseguren la libertad e independencia de las partes, pero en un ámbito y marco común, condición básica del fenómeno cooperativo y, por tanto, del funcionamiento equilibrado de un Estado sustentado en la colaboración y en la corresponsabilización entre los poderes del Estado y de las Comunidades Autónomas. A ello obliga especialmente la interdependencia sistémica de las decisiones que se adopten en los diferente niveles del gobierno, que desplegarán sus efectos de manera compleja en el marco de la globalización de la economía, de las comunicaciones y de los nuevos procesos culturales aparejados a estos fenómenos.

 

 

 

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