LA GARANTÍA DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO, CONCIENCIA Y RELIGIÓN EN EL TRATADO CONSTITUCIONAL EUROPEO

 

José María Porras Ramírez

Profesor Titular de Derecho Constitucional. Universidad de Granada.

 

 

 

 

 

 

 

 La Constitución Europea (III). La Carta de los Derechos Fundamentales

 

 

SUMARIO

 

1.- El ámbito constitucional interno.

2.- El ámbito del Convenio de Roma.

3.- El ámbito propiamente comunitario.

 

  

  

El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, aún pendiente de entrar en vigor, al precisarse su ratificación en todos los Estados que integran la Unión , garantiza, junto a otras, la libertad de pensamiento, conciencia y religión (art. II-70). A tal efecto, como respecto a cualquier otro derecho declarado, dispone, en su art. II-113, la existencia de tres niveles de protección del mismo, cada uno de los cuales aparece referido a su propio ámbito de aplicación. Estos son, en primer lugar, el conformado por los mecanismos internos de tutela, establecidos en las Constituciones de cada uno de los Estados miembros. En segundo lugar, el derivado, en general, del Derecho internacional, y en particular, del Convenio Europeo de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales. Y, en tercer lugar, el propiamente comunitario, que se cifra en lo estipulado en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea , incorporada, como Parte II, al Tratado constitucional[1] .

 

1. El ámbito constitucional interno.

 

Cabe inicialmente afirmar que, tanto el reconocimiento, como la efectiva garantía de la libertad de pensamiento, conciencia y religión, cualquiera que sea la forma que su declaración revista, es común a todos los Estados miembros de la Unión , por lo que es en los mismos donde tal derecho encuentra una primera forma de aseguramiento. Su mimética incorporación a los textos de las Constituciones, se explica atendiendo a razones de emulación recíproca, en torno a modelos matriciales, de gran proyección y relevancia, entre los que destacan las principales declaraciones internacionales de derechos. A su vez, la constante labor desarrollada por la jurisprudencia, tanto ordinaria, como constitucional, de tales Estados, se une, en pro de la construcción de líneas interpretativas comunes, a los esfuerzos realizados, en este mismo sentido, por el Tribunal de Estrasburgo[2] . Todo ello ha contribuido a homogeneizar el sentido y alcance que merece, siquiera sea en consideración a su contenido esencial, la protección de la libertad de pensamiento, conciencia y religión. Se avala así la existencia de una «tradición constitucional compartida», que expresa un acervo común de criterios informadores de las legislaciones nacionales, en tutela del referido derecho[3] . Dicha tradición supone el aseguramiento de la igual libertad de profesar y manifestar cualquier clase de ideas y creencias, por parte de individuos y colectivos sociales, sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Tal libertad conlleva, de forma necesaria, la prohibición de obligar a nadie a declarar acerca de sus contenidos; o de ocasionar discriminación alguna por su causa. Es, por eso, por lo que, a modo de garantía objetiva, la misma conlleva, habitualmente, una cualificada exigencia de neutralidad del poder público ante sus diversas expresiones[4] .

Así, la Norma Fundamental española, aun imprimiendo un diferente acento a la regulación que establecen los textos internacionales al uso, participa de ese patrimonio europeo común, en materia de derechos, manifestando, de forma conjunta, su deseo de proteger, plenamente, «la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y de las comunidades» (art. 16.1)[5] . Parece, de ese modo, que reconociera, sirviéndose de una fórmula compleja, un solo y mismo derecho, cuando, en realidad, si se atiende a las referencias normativas adicionales que incorpora, a fin de contribuir a su más completa definición, está declarando dos, de carácter autónomo, y rango igualmente fundamental. Estos no son otros, según insiste en señalar una constante jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que la «libertad ideológica» y la «libertad religiosa», respectivamente[6] . Tal distinción no impide admitir el estrecho vínculo que media entre ambos, el cual se revela en la existencia de indudables analogías en la conformación de su régimen jurídico. Esa relación es fruto, principalmente, de su común surgimiento histórico, en el curso del proceso de lucha por la tolerancia y la secularización en Occidente, contexto cultural propiciatorio del establecimiento mismo del Estado constitucional[7] . De ahí que la Norma Fundamental extienda a ambas libertades la interdicción de establecer discriminaciones por su causa (art. 14 CE), prohibiendo, a su vez, cualquier suerte de constricción que obligue a declarar acerca de sus contenidos (art. 16.2 CE).

Aun así, ni en la exigencia de laicidad del Estado, ni en la alusión expresa a las confesiones (art. 16.3 CE), donde cabe encontrar un fundamento que, en su caso, avale la regulación específica de la libertad de creencias, ya que de la propia Constitución se infiere, de manera simultánea, tanto un deber proporcional de neutralidad ideológica del poder público, como una referencia, también, explícita, a las «comunidades» que articulan la dimensión colectiva e institucional de la libertad de concebir y manifestar toda suerte de convicciones. Es así que la única habilitación que, legítimamente, se halla, a fin de permitir que el legislador opte, si tal es su deseo, por atribuirle un régimen jurídico diferenciado a la garantía de la libertad religiosa y de culto, reside más bien en el polémico mandato programático, dirigido a los poderes públicos, en orden a que, teniendo en cuenta las creencias de la sociedad española, mantengan las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones (art. 16.3 «in fine» CE)[8] .

Insistiendo, por tanto, más en las diferencias que en las similitudes, en atención, en parte, a su diferente objeto específico, pese a aceptar la común pertenencia a un mismo «genus», que no es otro que esa «libertad de pensamiento y de conciencia», a la que se refieren los textos internacionales, el Tribunal Constitucional ha contribuido a singularizar los contenidos de ambos derechos, definiendo, de un lado, a la libertad ideológica , como «la facultad individual de adoptar una determinada posición intelectual ante la vida y cuanto le concierne, y a representar o enjuiciar la realidad según sus personales convicciones» (STC 120/1990)[9] . De ese modo, ha subrayado que tal libertad implica el derecho a escoger o elaborar un sistema o cosmovisión, más o menos coherente, de ideas y concepciones de la existencia (« Weltanschauung» ), desde el que interpretar el mundo y la sociedad en la que se vive, en términos políticos, filosóficos y morales, de acuerdo con las propias preferencias, lo que implica la consiguiente garantía de inmunidad (STC 120/1990). Al tiempo, esa libertad, de índole intelectual, conlleva, necesariamente, una dimensión externa de «agere licere», esto es, el simultáneo derecho, igualmente asegurado, frente a los poderes públicos, aunque, también, en el ámbito de las relaciones entre particulares, de manifestar esas ideas y convicciones, libremente, mediante conductas o «comportamientos simbólicos», siempre y cuando éstos no se expresen mediante el lenguaje, hablado o escrito, lo que los encuadraría, más bien, en el derecho fundamental específico a la libertad de expresión. Y todo ello sin perjuicio de las consecuencias sancionadoras que puedan derivarse de la posible antijuridicidad de los mismos[10] .

En cambio, se ha resaltado, por otra parte, que la « libertad religiosa» posee un « objeto» de rasgos característicos propios y, en consecuencia, diferenciados, al definirse en relación con un fenómeno que, igualmente, la Constitución no entra a considerar en sí mismo, esto es, atendiendo a la valoración que pueda merecer su naturaleza intrínseca o esencial. Esta alude a un « conjunto de creencias y prácticas, tanto individuales como sociales, relativas (religadas) a lo sagrado, en general, y a lo trascendente o divino, en particular» (STC 46/2001)[11] , que, en su dimensión constitutiva, y dada su condición eminentemente irracional y simbólica, escapan a toda posibilidad de aprehensión y tratamiento jurídico por parte de un Estado que, al autoproclamarse laico o aconfesional, en realidad «neutral» (art. 16.3 CE), resulta, por definición, ajeno e incompetente ante la misma, en aras de preservar la libertad de creencias y de culto a que da lugar[12] . Ello le supone, dada su consideración negativa, básica o esencial, renunciar, a cualquier tentativa de adoctrinamiento o restricción infundada, con lo que garantiza así la libre e igual formación y expresión de las creencias, y el consiguiente derecho a ordenar la propia vida individual y social con arreglo a las mismas, sin más limitaciones que las estrictamente orientadas al mantenimiento del orden público protegido por la ley[13] . Al Estado sólo le incumbe, pues, proteger, ante todo, la elección individual que entraña el ejercicio del derecho, en lo que se refiere a la asunción o el abandono de ciertas creencias religiosas, impidiendo toda forma de compulsión por parte de los poderes públicos o de terceros, manifestada mediante la imposición o la represión de las mismas (STC 24/1982). Al tiempo, le compete garantizar la facultad de conducirse conforme a ellas y a no ser obligado a actuar en su contra, asegurando, en todo caso, el derecho a exteriorizarlas y a hacer a los demás partícipes de su existencia (STC 141/2000).

De ahí que, en síntesis, tal y como se deduce del art. 2.1 de la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa , los poderes públicos deban contraerse, de un lado, a tutelar la existencia de un ámbito de libertad interior, reservado a la esfera íntima del individuo, que se refiere a la facultad irrestricta que al mismo se le reconoce para formar autónomamente sus propias convicciones personales en materia religiosa. Y, de otro, les corresponderá regular lo que, entrando, de manera efectiva, dentro de su esfera de atribuciones propias, requiere, más precisamente, de su intensa acción normativa, esto es, el « conjunto de actividades, intereses y manifestaciones del ciudadano, en forma individual o asociada, y de las confesiones…, que, teniendo índole o finalidad religiosas, crean, modifican o extinguen relaciones intersubjetivas en el seno del ordenamiento…»[14] .

No obstante lo dicho, hay quien entiende, al advertir las frecuentes coincidencias y analogías que se dan en la consideración de las libertades ideológica y religiosa, que, en realidad, estamos en presencia de un único derecho fundamental, que abarca a las dos libertades mencionadas, exteriorizándose a través de manifestaciones alternativas, tanto de ideas como de creencias. Se alude así a la existencia de una genérica y omnicomprensiva « libertad de conciencia» , frecuentemente invocada en los textos de derecho internacional, cuyo núcleo o contenido esencial vendría a coincidir con la susodicha libertad ideológica, la cual no sería sino su sinónimo o equivalente, apareciendo así la de carácter religioso como una mera, aunque cualificada, especie de la misma, estando, por tanto, en todo caso, contenida conceptualmente en ella. Se sostiene así, en resumen, que el constituyente, por medio del art. 16.1 CE, sólo quiso proteger una única libertad unitaria, garante de un ámbito exento de coacción, en el que se forman y expresan las convicciones personales, de toda índole y naturaleza. De ahí que se afirme la existencia de un solo y mismo derecho fundamental, que hace de la libertad ideológica el derecho común en la materia. Así, el derecho especial que se genere, siempre interpretado de forma restrictiva, afectará a todo cuanto se aparte extraordinariamente de aquél, en los aspectos que, de manera inevitable, conciernan a la regulación peculiar de la dimensión religiosa de la libertad de conciencia[15] .

Dicha concepción contradice, sin embargo, el desarrollo legislativo y jurisprudencial que, hasta la fecha, se ha venido realizando, al minimizar el alcance que el constituyente ha querido atribuirle al principio de cooperación con las confesiones, dispuesto en el art. 16.3 «in fine», entendiendo que éste sólo viene a reiterar, en alusión específica a la libertad religiosa, lo ya dispuesto, con carácter genérico, en el art. 9.2 CE, por lo que nada aporta, realmente, al limitarse a insistir, de modo redundante, en que el Estado ha de promocionar los derechos que asisten a los diversos grupos sociales. De este modo, se niega la existencia de una « diversidad de objetos», fundamentando dos derechos diferenciados. Pero lo cierto es que no es ésa la conclusión que se extrae de la Constitución , que ha incorporado, expresamente, al principio de cooperación, pretendiendo ir más allá, en ese sentido, al obligar a los poderes públicos a mantener, sin posibilidad alguna de incurrir en dejación por su parte, una relación directa de colaboración con las formaciones sociales institucionalizadas, que, en tanto que sujetos colectivos del derecho de referencia, orientan específicamente su actuación a la persecución de fines religiosos. Dicho mandato, del que no se benefician, de forma simultánea, los titulares asociados del derecho a la libertad ideológica, podrá efectivamente criticarse, considerándolo, si se quiere, un vestigio de confesionalidad, tributario de la estimación privilegiada de la que se hacía merecedor el hecho religioso en el pasado. Sin embargo, sean cuáles sean las motivaciones que lo inspiren, lo cierto es que el principio a que da lugar resulta indisponible, y, en tanto que tal, de necesario cumplimiento, por parte de los poderes públicos, manifestándose en la exigencia de un tratamiento singularizado de las confesiones religiosas, sustraído del derecho común, en otro caso, aplicable a las mismas[16] .

Además, el «derecho a la libertad de conciencia», como tal, no aparece mencionado, ni en ése, ni en ningún otro precepto de la Constitución , lo que, por otra parte, no implica su completa falta de tutela expresa en la misma, en conexión, a veces, con las libertades ideológica y religiosa, como sucede en el art. 30.2 CE, referido a la objeción de conciencia a la realización del servicio militar[17] . En todo caso, esa libertad de conciencia, más parece una consecuencia o concreción de aquéllas, que no su presupuesto o fuente genérica, pues debe estimarse que el juicio de conciencia que los individuos y grupos realizan, ordinariamente, aparece, en realidad, como una derivación concreta de las ideas y creencias que los mismos han previamente asumido, y no como el resultado de un proceso lógico inverso. Este es, siempre, el fruto o la consecuencia intelectual de una visión, ya metafísica y trascendente de la realidad, entendida en clave religiosa, ya, en otras ocasiones, de su intento de inteligencia o comprensión racional, iluminada desde una perspectiva ideológica. Por tanto, lo que, en ningún caso, resulta ser aquél es un principio autónomo y previo de moralidad y conducta, al deducirse siempre de los sistemas religiosos e ideológicos, libre y anteriormente adoptados, que no al revés[18] .

Así, de acuerdo con una lectura atenta de la Constitución española, en razón a todo lo expuesto, ha de afirmarse que « no existe tal derecho común, aplicable a las comunidades ideológicas y a las confesiones religiosas» , por no ser la libertad que invocan éstas últimas un tipo o especie de la libertad de ideas, sino un derecho autónomo, de ese modo dispuesto en la Norma Fundamental. Aseverar lo contrario supone, además, privar al mismo de parte de su contenido más genuino, merecedor de un tratamiento propio, coherente con su particular idiosincrasia, a fin de no difuminar sus rasgos característicos básicos, como « libertad de culto» , de ejercicio frecuentemente colectivo, público e institucionalizado. Si no fuera así, se sacrificaría su realización efectiva como derecho fundamental, en todas sus dimensiones, tanto constitutivas, como potenciales, en aras de alcanzar una uniforme y artificiosa igualdad de trato, entre creyentes y no creyentes, que no valora la singularidad que muestran las actividades religiosas, de carácter esencialmente fideista, al tiempo que de clara proyección social. Las mismas precisan, para ver garantizada su especificidad, de una tutela y promoción, si no superiores, sí especiales, que, de no darse, podría abocar a la generación, más que probable, de discriminaciones, que supusieran su desmerecimiento o menoscabo injustificados[19] .

Subyace a tales propósitos uniformizadores la voluntad implícita de mantener la depresiva comprensión de la libertad religiosa, característica del Estado laicista, de cuño francés, del último cuarto del siglo XIX y primero de XX, que, animado por una actitud secularista exagerada, se plasmó en España, de forma paradigmática, en la Constitución y legislación de la II República. El mismo expresaba, en la propia terminología gala, una suerte de «laicismo militante» o «de combate», de marcado carácter anticlerical, que, en tanto que peculiar forma de «confesionalismo a la contra», se orientaba, primordialmente, a limitar, cuando no a impedir, la presencia y consiguiente proyección social de las actividades de las confesiones, restringiendo así, a la postre, la posibilidad de exteriorizar las diversas manifestaciones públicas del culto. De ahí la tendencia que fomentara a relegar a ámbitos estrictamente privados la experiencia religiosa de los individuos y grupos, entendiéndola como algo exclusivamente personal e íntimo, a efectos de evitarle toda suerte de repercusión social, que requiriera una ordenación jurídica por parte del Estado, más allá de la garantía de su dimensión interna, como mero «acto de conciencia»[20] .

En evitación de ese entendimiento reduccionista de la libertad religiosa, en un contexto interpretativo bien disímil, el propio del Estado social y democrático de derecho, que busca optimizar la interpretación de los derechos y libertades fundamentales, en todas sus dimensiones, el legislador reconoce la distinta personalidad de las libertades de ideas y de creencias, materializándola en un diverso y especializado régimen jurídico. A ello le incita la proclamación constitucional de la neutralidad del Estado ante el hecho religioso, la cual, dado su carácter «activo» y «abierto», en tanto que «laicidad positiva» (STC 46/2001), al combinarse con la exigencia de cooperación con las confesiones (SSTC 128/2001, 154/2002 y 101/2004), no se entiende ya, sólo, negativamente, tal que antaño, esto es, como exclusiva afirmación de la separación o independencia que ha de mostrar el poder civil respecto del religioso; sino, expresando, al tiempo, la vocación de los poderes públicos de colaborar con las confesiones a las que los individuos se adscriben. El reconocimiento de es modelo de relación conlleva un mandato cualificado de tutela de las mismas, en aras de promocionar el derecho que les asiste, si bien desde la perspectiva que implica la obligada autonomía institucional recíproca y el deber genérico de abstenerse de asumir como propia cualquier tendencia u orientación particular al respecto (art. 16.3 en relación con el 16.1 CE)[21] . En consecuencia, la Ley Orgánica de Libertad Religiosa acoge tales exigencias, determinando así, con carácter general, el singular estatus que poseen, tanto las confesiones, propiamente dichas, como las entidades religiosas a ellas vinculadas. Tal norma dispone un conjunto de medidas orientadas a promover la cooperación del Estado con aquéllas, a fin de mejorar las condiciones de ejercicio del derecho que ya poseen y disfrutan, «ope constitutionis», eliminando los obstáculos que, en su desarrollo, pudieran encontrar.

De ahí que sea, en todo caso, el concurso expreso de dicho principio, unido a la mención explícita de tales «sujetos constitucionales», la circunstancia que evita, a su vez, el sometimiento preferente de las confesiones al derecho común, regulador de la libertad de asociación[22] . Se insta así a la creación, al igual que ocurre con los partidos políticos y los sindicatos, de un régimen jurídico especial y, sin duda, más favorable, en beneficio de tales formaciones sociales, que sólo alcanza aplicación plena, cuando el Estado que lo dispensa, les reconoce a las comunidades institucionalizadas demandantes del mismo, el derecho a obtener ese trato más ventajoso[23] . De este modo, la Constitución dispone las bases que permiten al legislador regular las condiciones de ejercicio de la vertiente colectiva del derecho, de manera necesariamente distinta a como ordena el desarrollo de la libertad ideológica, por amparar ésta fenómenos de otra naturaleza y, normalmente, más reducido alcance, que no manifiestan, con una intensidad equiparable, tal dimensión indicada.

Así, expresando esa voluntad específica, la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, deja fuera de su ámbito de protección « las actividades, finalidades y entidades relacionadas con el estudio y experimentación de los fenómenos psíquicos o parapsicológicos, o la difusión de los valores humanísticos o espiritualistas, u otros fines análogos, ajenos a los religiosos» (art. 3.2). Tal mandato no supone su marginación, ni su consideración negativa, sino la constatación de su distinto carácter, merecedor de un tratamiento propio, en atención a su singularidad, al amparo, en su caso, de otro u otros derechos fundamentales[24] . De ese modo sucede, también, destacadamente, con « el ateísmo» y « el agnosticismo» , más bien referibles a la libertad ideológica, al no guardar relación con el ámbito de las creencias, si no con el de las convicciones, al representar ideas, ya contrarias, ya indiferentes, ante el hecho religioso, que nada tienen que ver con las manifestaciones positivas del mismo que aquel derecho fundamental protege. La libertad religiosa garantiza así el « derecho a tener o a no tener creencias religiosas» , pero hecha esta última elección, que conlleva el derecho a no ser obligado a poseerlas, se agota aquí, esto es, en la pura negatividad, no amparando, por tanto, el derecho a albergar otras convicciones e ideas, y a declararlas, emprendiendo actividades coherentes con esa opción, contraria o ajena al hecho religioso, libremente adoptada. Esta se verá, en todo caso, amparada por otros derechos fundamentales, como pueden ser las libertades de ideas, de expresión, de reunión o de asociación, según cuáles sean sus diferentes manifestaciones[25] .

 

2. El ámbito del Convenio de Roma.

 

El nivel interno de garantía de los derechos se articula, de manera necesaria, con los mecanismos de tutela internacional dispuestos en favor de los mismos. Así ocurre, particularmente, por determinación del Tratado constitucional, en relación con el «Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales». Este, de forma muy similar a como procede la Declaración Universal de Naciones Unidas, reconoce, igualmente, en su art. 9.1, que «toda persona tiene derecho a libertad de pensamiento, conciencia y religión», atribuyéndole un contenido y manifestaciones, en buena medida, análogos a los que aparecen desarrollados en el art. 18 del «Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos». De este modo, el precepto en cuestión determina que «este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones, individual o colectivamente, en público o en privado, por medio de la enseñanza, las prácticas, y la observancia de los ritos». Se trata, por tanto, de una norma que comprende, dado su carácter genérico, la tutela conjunta de las libertades ideológica y religiosa, al atribuirse a la voz convicciones un significado omnicomprensivo de ambas. Así, al igual que entendiera el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, se llega a la conclusión de que tal derecho «protege las convicciones teístas, no teístas y ateas, así como el derecho de no profesar ninguna religión o convicción». A su vez, el art. 14, estrechamente ligado a aquél, prohíbe, entre otras, cualquier forma de discriminación por razón de religión o convicciones. Además, el art. 2 del Protocolo I, incorporado a dicho Convenio, vincula el derecho en cuestión a la libertad de enseñanza[26] .

De esta forma, el «Convenio de Roma» viene a suponer la fijación de un «estándar mínimo y común de protección» de estas libertades, que es necesario poner en relación con el derecho interno de los Estados miembros. La particularidad y eficacia de tal sistema de garantía estriba, como es bien sabido, en que dispone un triple mecanismo de tutela de los derechos, que se manifiesta en los informes de los Estados, en las demandas interestatales, y en las demandas individuales, formuladas por los particulares, que son nacionales de los Estados miembros[27] . A modo de eficaz complemento, diversas «recomendaciones de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa», dictadas en referencia al conjunto de derechos objeto de comentario, pretenden realizar una labor orientativa de su interpretación, destacando así, entre otras, dignas de mencionarse, las dedicadas a la «tolerancia religiosa» (1202/1993), a las «sectas» (1178/1992 y 1412/1999), y a la «relación» que ha de mediar entre «religión» y «democracia» (196/1999). Además, a ellas se añaden distintas «convenciones marco», que inciden, también, directa o indirectamente, en el ámbito de desarrollo y aplicación de las libertades expresadas, como son los casos de la «Convención cultural europea», de 19 de diciembre de 1954, o la «Convención marco para la protección de las minorías nacionales», de 1 de febrero de 1995.

Teniendo en cuenta todos estos elementos, la jurisprudencia emanada del «Tribunal Europeo de Derechos Humanos», en ejecución del referido art. 9 y preceptos concordantes, ha contribuido, de manera muy notable, a la determinación del contenido, las manifestaciones legítimas y los límites que presenta la susodicha libertad de pensamiento, conciencia y religión. Se ha llegado así a la conclusión de que, al afectar ésta a las más profundas convicciones y creencias humanas, se ha de referir, indistintamente, en su consideración básica o esencial, a creyentes y no creyentes, extendiéndose, tanto al fuero interno de la persona, en cuyo caso la misma se considera irrestricta, como a sus adecuadas formas de expresión, pública y privada. De este modo, en la Sentencia que resuelve el «Asunto Kokkinakis contra Grecia», de 23 de mayo de 1993, se afirma, de modo concluyente, que tal libertad afecta a la identidad de todo ser humano, amparando la concepción de la vida y de la existencia que cualquiera tenga. De ahí que constituya un bien precioso, también, para ateos, agnósticos, escépticos e indiferentes.

De todos modos, la doctrina jurisprudencial más minuciosa y exhaustiva, dictada hasta el presente, en lo que a este derecho se refiere, afecta a su vertiente o dimensión religiosa, dada su mayor proyección pública, que provoca una más frecuente litigiosidad[28] . Así, de forma particular, desde 1993, fecha de su primera resolución específicamente dedicada a la materia, el Tribunal ha entendido que la misma implica, tal y como resume la Sentencia recaída en el «Asunto Buscarini y otros contra San Marino», de 18 de febrero de 1999, la libertad de adherirse, o no, a unas determinadas creencias, y a practicarlas, o no, sin constricción o compulsión externa alguna que pueda forzar a ello. De lo que se deriva, como sugiere la Sentencia relativa al «Asunto Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen contra Dinamarca», de 7 de diciembre de 1976, la conveniencia de asegurar la neutralidad o laicidad del Estado, que, en ningún supuesto, debe creerse legitimado para imponer, ni el seguimiento de unas creencias concretas, ni su prohibición, debiendo limitarse a garantizar, objetivamente, la libertad, tanto individual como colectiva, correspondiente. Por tanto, los poderes públicos habrán de reconocer el derecho a exteriorizar tales creencias o convicciones, a través de vías legítimas, a título personal o asociadamente, brindando, en este último caso, de requerírseles, a ese fin, tal y como señala la Sentencia resolutoria del «Asunto Iglesia Metropolitana de Besarabia contra Moldavia», de 13 de diciembre de 2001, el correspondiente reconocimiento jurídico, tanto de su autonomía interna, como de su capacidad de libre actuación, en el marco del ordenamiento estatal vigente. Al tiempo, habrán de garantizar, según entiende la Sentencia que pone fin al «Asunto Manoussakis contra Grecia», de 26 de septiembre de 1996, el derecho que poseen las confesiones, y demás entidades a ellas vinculadas, a la prestación de la necesaria asistencia a sus fieles y a la utilización de lugares de culto y reunión; además de permitirles la práctica de la enseñanza y el proselitismo, siempre y cuando éste, tal y como subraya el Tribunal de Estrasburgo, en la resolución del «Asunto Larissis y otros contra Grecia», de 24 de febrero de 1998, no afecte a otros derechos reconocidos, ni implique el uso de amenazas, coacciones o abusos, de cualquier índole. En consecuencia, los límites al derecho en cuestión, dispuestos en el art. 9.2 del Convenio, habrán de interpretarse, en todo caso, restrictivamente, por lo que deberán resultar proporcionales, exigiéndose su oportuna previsión legal, la demostración de su carácter necesario en una sociedad democrática y la correspondiente valoración del carácter adecuado de sus fines legítimos[29] .

Aún así, la conveniencia de conjugar las garantías contempladas en el Convenio, con la atención a las peculiaridades propias de cada ordenamiento estatal, ha dado lugar a la «doctrina del ‘margen de apreciación'», que viene afectando, sobre todo, últimamente, de manera muy directa, entre otras, a la consideración de las libertades de pensamiento, conciencia y religión. La misma, que, en referencia particular a la libertad de creencias, fue expuesta, por vez primera, en la Sentencia relativa al «Asunto Kalaç contra Turquía», de 1 de julio de 1997, ha llevado al Tribunal de Estrasburgo a reconocer a las autoridades nacionales, dada su mayor proximidad a las necesidades sociales, una considerable capacidad para apreciar, en protección del interés público, la concurrencia de circunstancias que hacen necesario adoptar ciertas medidas restrictivas de las expresiones que puede alcanzar la libertad de referencia. De este modo, en los últimos años, sobre todo, desde que, en aplicación de esta doctrina, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos resolviera, mediante Sentencia, el «Asunto Dahlab contra Suiza», de 15 de febrero de 2001, ha estimado que la laicidad del Estado, proclamada como principio fundamental en las Constituciones de varios de los países firmantes del Convenio de Roma, puede erigirse, legítimamente, en freno específico a la libre manifestación de las creencias en los espacios públicos, a fin de preservar la debida neutralidad de los mismos. Tal doctrina ha sido reiterada, más recientemente, en la resolución de los «Asuntos Karaduman contra Turquía» y «Bulut contra Turquía», ambos de 3 de mayo de 2003, y «Leyla Sahin contra Turquía», de 29 de junio de 2004 [30] .

 

3. El ámbito propiamente comunitario.

 

Aun no habiendo constituido un objetivo específico de la Comunidad Europea (art. 2 TCE), hasta la adopción de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión , la garantía de la libertad de pensamiento, conciencia y religión, en modo alguno se ha encontrado ausente de los procesos de creación y aplicación del Derecho comunitario. Tal circunstancia se debe a la confluencia de las competencias, de carácter económico, originariamente asumidas por aquélla, en desarrollo de las clásicas libertades, tanto de establecimiento (art. 43 TCE), como de circulación, en particular, de los trabajadores (art. 39 TCE), bienes (art. 23 TCE) y servicios (art. 49 TCE), con algunas de las manifestaciones características de ese derecho. A ello se añade el compromiso asumido por la propia Unión, primero a través de una reiterada práctica jurisprudencial, que inicia la STJCE , de 12 de noviembre de 1969 («Asunto Stauder c. Ciudad de Ulm») y, luego, con base en lo dispuesto en el art. 6.1 TUE, de asentar su existencia en el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales[31] . De ahí que el Tribunal de Justicia, colmando las lagunas del ordenamiento que ha de aplicar, a fin de preservar su plenitud y asegurar su primacía, se comprometiera a ampararlos, en tanto que principios generales del derecho comunitario. De tal modo, procedió a derivarlos de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, empleando, con vistas a su más correcta identificación e interpretación, aunque siguiendo criterios propios (art. 220 TCE), el instrumento cualificado que representa el Convenio Europeo de los Derechos Humanos (art. 6.2 TUE)[32] .

A través de tales vías, las instituciones comunitarias han venido dictando, tanto normas como resoluciones judiciales, que han contribuido, paulatina, aunque fragmentariamente, a la configuración de algunas de las dimensiones constitutivas de la libertad de referencia. Buena parte de las mismas afectan, aunque no sólo, a cuestiones concernientes al desarrollo del principio de no discriminación de los trabajadores por razón de sus creencias e ideas (art. 13 TCE), fundándose, en todo caso, ya en cualquiera de las tradicionales libertades comunitarias a las que se ha hecho alusión, ya en los más recientes derechos de ciudadanía, introducidos por los Tratados de Maastricht y Ámsterdam. Así, entre otros ejemplos destacables, cabe señalar, en el contexto del establecimiento de un marco general para la igualdad de trato en el empleo, la norma, basada en una previa decisión jurisprudencial (STJCE, de 5 de octubre de 1988)[33] , que permite al empleador, vinculado a una «empresa» u «organización de tendencia», justificar diferencias de trato, por motivos de religión o convicciones, siempre y cuando demuestre que las mismas resultan necesarias para mantener los principios sobre los que se sustenta la actuación de la empresa. Al tiempo, se lo faculta para exigir a sus empleados una actitud de buena fe y lealtad para con esos principios (Directiva 2000/78, del Consejo)[34] . En no menor medida, ha de subrayarse el específico reconocimiento, en relación con la ordenación del tiempo de trabajo, del derecho que asiste a los trabajadores a que se respeten y consideren las festividades y prácticas religiosas (Directiva 2003/88, del Parlamento y del Consejo); la prohibición del dictado excepcional de medidas restrictivas de la libertad de residencia y circulación (art. 18 TCE), que tengan por destinatarios a trabajadores pertenecientes a determinadas confesiones (STJCE, de 4 de diciembre de 1974)[35] ; la expresa declaración del derecho a la objeción de conciencia, por motivaciones religiosas, en lo que a la prestación de determinados servicios públicos se refiere (STJCE, de 27 de octubre de 1979)[36] ; la interdicción de cualquier forma de tratamiento de datos de carácter personal, que pueda suponer la revelación de las convicciones religiosas o ideológicas, asumidas, libremente, por sus titulares (Directiva 1995/46, del Parlamento y del Consejo); la preservación cualificada de los derechos de autor en los supuestos en que se reproduzcan artículos u obras publicadas sobre temas, entre otros, de actualidad religiosa (Directiva 2001/29, del Parlamento y del Consejo); la garantía del derecho que poseen los distintos colectivos afectados a exigir que la publicidad divulgada por los medios de comunicación respete y no menoscabe los sentimientos religiosos extendidos entre la población (Directivas 1989/552, del Consejo y 1997/36, del Parlamento y del Consejo); y, finalmente, la tutela cualificada de la libre circulación de bienes culturales, adscritos a concretas manifestaciones del culto religioso (Directiva 1993/7)[37] .

Asumiendo tales precedentes, pero tomando conciencia de que la deducción de derechos vinculados a las mencionadas «libertades comunitarias» no puede suplir la ausencia de un genuino «bill of rights», los redactores de la «Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea », incorporada, en tanto que elemento central, como Parte II, al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, acometen, por fin, la tarea de garantizar, expresamente, entre otras, dicha libertad básica. Hasta ese momento, según se ha indicado, el derecho originario de la Unión no hacía sino remitirse a fuentes que, únicamente, alcanzaban eficacia a través de vías indirectas, al «inspirar», limitando, de ese modo, las posibilidades de actuación de los órganos encargados de la creación y aplicación del derecho comunitario[38] . Tal hecho, unido a la constatación de la inexistencia de procedimiento específico alguno de tutela de esas libertades, hizo presente la «necesidad de constitucionalizar el sistema». Se optó así por incorporar a las normas fundacionales de la Unión , un elenco, siquiera mínimo y básico, de derechos, al margen de su eventual relación con las libertades económicas clásicas, entre los que, necesariamente, se encontrara el precepto de referencia. Se pretendió, de ese modo, colmar las carencias que presenta un sistema basado en la casuística jurisprudencial, a fin, no sólo de aportar certeza al mismo, si no de determinar el contenido primario de unos derechos, hasta ese momento, definidos de modo fragmentario e incompleto, al tiempo que se dispone un conjunto de instrumentos específicos de garantía, orientados a asegurar su eficacia plena[39] .

Por tanto, superadas múltiples vicisitudes, ha tenido que ser la «Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea », solemnemente proclamada en Niza, en 2000, quien, pese a carecer, aún, de fuerza jurídica vinculante, por primera vez, de forma sistemática, esto es, en el contexto del reconocimiento de un catálogo general de derechos, que otorga legitimidad al ordenamiento comunitario en su conjunto[40] , se refiera, «de modo directo y expreso», a la libertad en cuestión, en su art. 10 (art. II-70 del Tratado constitucional europeo). Aún así, el tenor literal de su declaración presenta una escasa originalidad, al seguir muy de cerca, tanto lo dispuesto, en ese mismo sentido, en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de Naciones Unidas (art. 18), como, sobre todo, en el Convenio de Roma (art. 9). A lo sumo, cabe destacar, en su enunciado, la introducción de algún añadido novedoso, en relación con la objeción de conciencia, fundado en la doctrina del Tribunal de Justicia, junto a la omisión de toda referencia expresa a los límites que presenta el derecho. Se establece así un nivel primario de garantía que, en lo esencial, no supera, inicialmente, la protección que ya ofrecen el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la mayor parte de los ordenamientos de los Estados miembros[41] . Por eso, y en aras de evitar fricciones con tales «principios generales» del Derecho de la Unión (art. I-9.3), la Carta lleva a cabo, con carácter general, un doble y claudicante reenvío, siguiendo el criterio introducido, primero por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia comunitario y, luego, por los Tratados de Maastricht, en su art. F2, y, más tarde, de Ámsterdam (art. 6.2), en favor, por una parte, de dicho Convenio, al que, además, por fin, la Unión se compromete a adherirse formalmente (art. I-9.2), para dotar a los derechos declarados en la propia Carta de un «sentido y alcance…iguales» a los que les confiere éste (art. II-112.3); y, de otra, habida cuenta de que la Carta reconoce «derechos fundamentales resultantes de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros de la Unión », en orden a que los mismos hayan de interpretarse «en armonía» con aquéllas (art. II-112.4). De este modo, no se hace sino incitar a la aplicación inicial de los mecanismos de protección, tanto nacionales como internacionales, ya consolidados, que revelan una más intensa y completa eficacia aseguradora[42] . De ahí que la Carta formule, al tiempo, una importante reserva, en su art. II-113, al ordenar que se acoja el nivel más elevado de garantía previsto, en su caso, en las Constituciones de los Estados miembros, una vez comprobada la aceptación, por parte de éstos, del grado, mínimo y básico, de protección contenido en la propia Carta. Se pretende así evitar que los enunciados en ella incluidos, puedan suponer, en la medida que fuere, una potencial e indeseable reducción del estándar de tutela del que ya vienen disfrutando, hasta ese momento, los ciudadanos europeos[43] .

Aún así, pese a la escasa ambición demostrada por la norma declarativa de la libertad de pensamiento, conciencia y religión, conjugada con las cláusulas generales a que se ha hecho referencia, no deben despreciarse las posibilidades que la Carta abre a que el derecho derivado de la Unión pueda concederle, en su momento, como a cualquier otro derecho reconocido, «una protección más extensa» (art. II.112.3 «in fine»). Será, entonces, cuando alegando competencias que los órganos de la misma ya poseen, en tanto que derivadas de la propia Constitución, a fin de respetar lo estipulado en el art. II-111.2, que determina que «la presente Carta no amplía el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión más allá de las competencias de la Unión , ni crea ninguna competencia o misión nuevas para la Unión », sus instituciones asuman el consiguiente deber de respeto, observación y promoción del derecho en cuestión (art. II-111.1), desarrollando cuantas acciones estimen oportunas en aras de asegurar su efectividad plena[44] .

En cualquier caso, el fundamento normativo originario de dicha garantía radica en el propio art. II-70, que aclara el significado de la libertad de referencia, al señalar, contemplando su doble dimensión subjetiva, tanto interna como externa, que «este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o convicciones, individual o colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos». Tal norma, fundada en la «inviolable» «dignidad humana» (art. II-61), que es fundamento de todos los derechos reconocidos, se pone en relación con otras, a ella vinculadas, tales como la que establece el deber de respetar «el derecho de los padres a garantizar la educación y la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y pedagógicas» (art. II-74.3); la que prohibe toda forma de discriminación, ejercida, entre otras, por razones de «religión o convicciones» (art. II-81.1); o la que dispone, con notable modernidad, la obligación de respetar «la diversidad cultural, religiosa y lingüística» existente (art. II-82). De igual modo, el párrafo segundo de dicho art. II-70 reconoce, como gran novedad, que viene a actualizar lo estipulado en el Convenio de Roma, asumiendo así una previa decisión del Tribunal de Luxemburgo, expuesta en la Sentencia del «Caso Prais contra el Consejo», de 27 de octubre de 1979, el «derecho a la objeción de conciencia, de acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio». Se viene, de ese modo, a afirmar, expresamente, la íntima conexión que media entre el mismo y la libertad en cuestión, constatándose que el ejercicio de aquél, frente a deberes expresos, impuestos a los ciudadanos por los poderes públicos, ha de producirse, necesariamente, al amparo de ésta[45] .

De todos modos, la referencia más significativa que aporta la Constitución europea a la configuración de la libertad de pensamiento, conciencia y religión, guarda relación con la titularidad del derecho. Así, pese a que en la declaración original del mismo, contenida en el art. II-70, aquél se atribuye a «toda persona», con propósitos inequívocamente individualistas, dado el tenor literal del precepto; en otro, expresado en el art. I-52, se alude, de forma explícita, a su simultánea dimensión colectiva, al referirse al «Estatuto de las Iglesias y organizaciones no confesionales»[46] . Lo que ocurre es que tal norma, que recoge, de modo prácticamente literal, la «Declaración nº 11», que acompaña, con carácter programático, al «Acta Final del Tratado de Ámsterdam», adoptada en la Conferencia Intergubernamental de Turín, de 29 de marzo de 1996, aparece ubicada, no en la Parte II , relativa a los Derechos Fundamentales, si no en el Título VI de la Parte I , que lleva por rúbrica «De la vida democrática de la Unión ». No obstante, ello no impide, a mi modo de ver, de acuerdo con una interpretación sistemática del Tratado constitucional, asignarle a la misma el correspondiente valor hermenéutico, proyectándola sobre la libertad en cuestión, a fin de atribuirle a la expresión «persona», en atención al propio carácter del derecho, un significado que abarque, tanto a las físicas como a las jurídicas.

Tal norma, objeto de comentario, se refiere a las «iglesias, asociaciones o comunidades religiosas» (art. I-52.1) y a las «organizaciones filosóficas y no confesionales» (art. I-52.2), en tanto que cualificados agentes sociales, llamados a participar y entablar relaciones con las instituciones comunitarias. Es así que, más allá de afirmar, apelando al principio de subsidiariedad, que « la Unión respetará y no prejuzgará el estatuto reconocido en los Estados miembros, en virtud del derecho interno, a las iglesias y asociaciones o comunidades religiosas» (art. I-52.1), al igual que hace con el que le corresponde a «las organizaciones filosóficas y no confesionales» (art. I-52.2), reconoce «su identidad y aportación específica», al tiempo que se compromete a mantener «un diálogo abierto, permanente y regular con dichas iglesias y organizaciones» (art. I-52.3).

Este último párrafo viene así a otorgarle fundamento constitucional expreso al deseo recurrente de conseguir la efectiva institucionalización de las relaciones, ya existentes, entre tales formaciones asociativas y el Ejecutivo europeo[47] . Se culminan así los esfuerzos desplegados, previamente, por la llamada Célula de Prospectiva («Forward Studies Unit»), dependiente de la Presidencia de la Comisión , por organizaciones supranacionales, vinculadas al espacio europeo[48] , y por documentos políticos y jurídicos, entre los que destaca, fundamentalmente, la ya mencionada Declaración nº 11, que figura como Anexo al Tratado de Ámsterdam, todos los cuales han pretendido, a través de diferentes pero complementarias vías, implicar a las organizaciones surgidas de la sociedad civil, en el funcionamiento de las instituciones de la Unión , a fin de fomentar, mediante el impulso de mecanismos de cooperación, el desarrollo de la «dimensión ética y espiritual de la comunidad política europea», sin pretender que ello pueda comportar, para las mismas, en detrimento de la neutralidad, tanto religiosa como ideológica de la Unión , trato alguno de favor o privilegio, que beneficie a las unas respecto de las otras[49] .

 

 

 

[1] Cfr., a modo sintética visión de conjunto, F. BALAGUER CALLEJÓN, “La configuración normativa de los principios y derechos constitucionales en la Constitución europea”, en Studia Iuridica 84, 2005, Boletim da Facultade de Dereito, Universidade de Coimbra, pp. 167-181; y, también, destacadamente, G. CÁMARA VILLAR, “Los derechos fundamentales en el proceso histórico de construcción de la Unión Europea y su valor en el Tratado constitucional”, en ibídem, pp. 223-247.
[2] Para lo que se refiere a la construcción de un Ius commune , en materia de Derechos fundamentales, en el ámbito europeo, cfr., P. HÄBERLE, “Gemeineuropäisches Verfassungsrecht” (1991), en Europäische Rechtskultur , Suhrkamp, Frankfurt an Main, 1997, pp. 33-73. Específicamente, T. FREIXES SANJUÁN, “La construcción jurisprudencial europea de la libertad religiosa”, en A. MARZAL (ed.), Libertad religiosa y derechos humanos , Bosch, Barcelona, 2004, pp. 51-67.
[3] J. MARTÍNEZ TORRÓN, “La protección internacional de la libertad religiosa”, en VVAA, Tratado de Derecho eclesiástico , Eunsa, Pamplona, , 1994, pp. 141-239.
[4] Al respecto, vid., M. MORLOK, “Artikel 4: Glaubens-, Gewissens- und Bekenntnisfreiheit, Kriegdienstverweigerung”, en H. DREIER (hrsg.), Grundgesetz Kommentar , Tübingen, Mohr Siebeck, 1996, Band I: “Artikel 1- 19” , pp. 294 y ss.
[5] Este precepto se inspira, claramente, en el art. 4.1 de la Ley Fundamental de Bonn, que dispone: “La libertad de creencia y de conciencia, y la libertad de profesión religiosa e ideológica son inviolables”.
[6] A. LÓPEZ CASTILLO,  “Libertad de conciencia y de religión”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 63, 2001, pp 11-42.
[7] En general, cfr., E. W. BÖCKENFÖRDE, “Die Entstehung des Staates als Vorgang der Säkularisation”, en Recht, Staat, Freiheit. Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie und Verfassungsgeschichte ”, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1991, pp. 92-113; y en concreta alusión a su proceso de decantación histórico-jurídica, vid., M. KRIELE, Einführung in die Staatslehre. Die geschichtlichen Legimitätgrundlagen des demokratischen Verfassungsstaates (Trad. esp.), Desalma, Buenos Aires, 1980, pp. 208 y ss.); y, también, C. STARCK, “Raíces históricas de la libertad religiosa moderna”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 47, 1996, pp. 9-27.
[8] R. Mª SATORRAS FIORETTI, Aconfesionalidad del Estado y cooperación con las confesiones religiosas (art. 16.3 CE), Cedecs, Barcelona, 2001, pp. 73-75.
[9] Acerca de la inicial definición del derecho realizada, en su primera década de trabajo, por el Tribunal Constitucional, vid., G. ROLLNERT LIERN, “Ideología y libertad ideológica en la jurisprudencia constitucional” (1980-1990)”, Revista de Estudios Políticos, núm. 99, 1998, pp. 228 y ss.
[10] Vid., por todos, J. JIMENEZ CAMPO, Voz “Libertad ideológica”, en Enciclopedia Jurídica Básica , Civitas, Madrid, 1995, Tomo III, pp. 4056-4059.
[11] Cfr., las clásicas definiciones que han aportado, entre otros, E. DURCKHEIM, Les formes élémentaires de la vie religieuse , Paris, 1912; M. WEBER, Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie , Berlin, 1920; M. SCHELER, Von Ewigen im Menschen , Leipzig, 1921; J. ORTEGA y GASSET, Ideas y creencias , Buenos Aires, 1940; M. ZAMBRANO ALARCÓN, El hombre y lo divino , Buenos Aires, 1955.
[12] En este sentido, definiendo a dicha “neutralidad” estatal, por oposición tanto a “confesionalidad”, como a “hostilidad” hacia el hecho religioso, concibiéndola, en fin, como garantía efectiva de la libertad religiosa, cfr., Mª J. ROCA FERNÁNDEZ, “La neutralidad del Estado: fundamento doctrinal y actual delimitación en la jurisprudencia”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm.. 48, 1996, pp. 251-272.
[13] Así, entre otros, A. FERNÁNDEZ-MIRANDA CAMPOAMOR, “Estado laico y libertad religiosa”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid , núm. 54, 1978, pp. 5-27; en especial, pp. 23 y ss.; y M. LOPEZ ALARCÓN, “Actitud del Estado ante el factor social religioso”, Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado , 1989, pp. 63-68.
[14] Definen, de tal modo, al fenómeno religioso como “factor social”, necesitado de ordenación jurídica, P. J. VILADRICH BATALLER y J. FERRER ORTIZ, “Los principios informadores del Derecho eclesiástico español”, en VVAA, Derecho eclesiástico del Estado español, (1980), Eunsa, Pamplona, 4ª ed., 1996, pág. 119.
[15] Así, vid., entre otros, D. LLAMAZARES FERNÁNDEZ, Derecho de la libertad de conciencia , Tomo I: “Libertad de conciencia y laicidad”, Civitas-Thomson, Madrid, 2ª ed., 2002, pp. 17 y ss.; también, A. FERNÁNDEZ-CORONADO GONZÁLEZ, Voz, “Libertad de conciencia”, en Enciclopedia Jurídica Básica , Civitas, Madrid, 1995, Tomo III, pp. 4022 y ss.; y J. MARTÍNEZ DE PISÓN CAVERO, “Constitución y libertad religiosa en España”, Dyckinson, Madrid, 2000, pp. 290 y ss.
[16] En este mismo sentido, R. Mª SATORRAS FIORETTI, “Aconfesionalidad del Estado y cooperación con las confesiones religiosas (art. 16.3 CE)”, op. cit., p. 75.
[17] En este sentido, cfr., G. CÁMARA VILLAR, La objeción de conciencia al servicio militar. Las dimensiones constitucionales del problema , Civitas, Madrid, 1991, pp. 19-34.
[18] M. MORLOK, “Artikel 4: Glaubens-, Gewissens- und Bekentnnisfreiheit...”, op. cit., pp. 301-302.
[19] Y, también, A. MOTILLA DE LA CALLE , “Breves notas en torno a la libertad religiosa en el Estado promocional contemporáneo”, en I. C IBÁN PÉREZ (coord), T. MARTINES y G. PECES-BARBA MARTÍNEZ, Libertad y derecho fundamental de libertad religiosa, Universidad Complutense, Madrid,1989, pp. 191-204.
[20] L. GUERZONI, “Stato laico e Stato liberale. Un´ipotesi interpretativa”, en Il Diritto ecclesiastico , I, 1977, pp. 537 y ss. También, M. BURLEIGH, Earthly powers. The conflict between Religion and Politics from the French Revolution to the Great War, 2005 (trad. esp., Madrid, Taurus, 2005, pp. 387 y ss.). Con respeto a España, cfr. W. CALLAHAN, The Catholic Church in Spain (1875-1998), (trad. esp, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 221-271).
[21] Define atinadamente el modelo constitucional de relación entre el Estado y el hecho religioso, en tanto que objeto específico de una concreta libertad fundamental, entre otras, la importante STC 54/1982. Desde una perspectiva teórica, L. GUERZONI, “Considerazioni critiche sul `principio supremo´di laicità dello Stato alla luce dell´esperienza giuridica contemporanea”, en Il Diritto ecclesiastico , I, 1992, pp. 86 y ss. También, analizando la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español, cfr., A. SEGLERS GÓMEZ-QUINTERO, La laicidad y sus matices , Comares, Granada, 2005, pp. 29-35.
[22] A. J. GÓMEZ MONTORO, Asociación, Constitución, Ley. Sobre el contenido constitucional del derecho de asociación , Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2004, pp. 128-129.
[23] J. Mª VÁZQUEZ GARCÍA-PEÑUELA, “Posición jurídica de las confesiones religiosas y de sus entidades en el ordenamiento jurídico español”, en VVAA, Tratado de Derecho eclesiástico , Eunsa, Pamplona, 1994, pp. 547 y ss.
[24] Sin embargo, la STC 141/2000, de 29 de mayo, en su Fundamento Jurídico 4º, afirma, entiendo que discutiblemente, que la profesión y manifestación de las creencias no religiosas, queda, también, bajo el ámbito genérico de protección del art. 16.1 CE, en su referencia al derecho fundamental a la libertad religiosa, aunque no gocen las mismas de la especial tutela de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, más restrictiva en este sentido, que resulta así criticada.
[25] A modo de síntesis, vid., J. ROSSELL GRANADOS, “El concepto y contenido del derecho de libertad religiosa en la doctrina científica española y su incidencia en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional”, Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado , 1989, pp. 87-128; en especial, pp. 127-128. En sentido contrario, afirmando que las opciones no fideístas son, en realidad, una forma crítica de libertad religiosa, cuyas manifestaciones protege este derecho, que no el de libertad ideológica, vid., R. SORIANO DIAZ, “Del pluralismo confesional al pluralismo religioso íntegro: los límites al principio de igualdad religiosa”, Revista de las Cortes Generales , núm. 7, 1986, pp. 95-156; en especial, pp. 112 y ss.
[26] En general, vid., C. EVANS, Freedom of religion under the European Convention of Human Rights , Oxford University Press, Oxford, 2001; T. MASSIS, La liberté religieuse et la Convention européene des Droits de l´Homme , Bruylant, Bruxelles, 2004; y, también, Mª J. GUTIÉRREZ DEL MORAL y M. A. CAÑIVANO SALVADOR, El Estado frente a la libertad de religión: jurisprudencia constitucional española y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Atelier, Barcelona, 2003.
[27] A. RODRÍGUEZ DÍAZ, Integración europea y derechos fundamentales , Civitas, Madrid, 2001, pp. 31 y ss.
[28] A modo de ponderada síntesis, cfr., J. MARTÍNEZ TORRÓN, “La protección de la libertad religiosa en el ámbito del Consejo de Europa”, en A. DE LA HERA y R. Mª MARTÍNEZ DE CODES (coords.), Proyección nacional e internacional de la libertad religiosa , Madrid, 2001.
[29] J. MARTÍNEZ TORRÓN, “Los límites a la libertad de religión y de creencia en el Convenio Europeo de Derechos Humanos”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado, núm. 2, en www.iustel.com.
[30] D. TEGA, “ La Corte di Strasburgo torna a pronunciarse sul velo islamico. Il caso Leyla Sahin c. Turchia”, Quaderni costituzionali , núm. 4, 2004, pp. 846 y ss.
[31] Como es bien sabido, las instituciones comunitarias, en el ejercicio de sus competencias propias, afectan derechos fundamentales, como consecuencia de la distribución de poderes existente en la Unión Europea. Cfr., F. RUBIO LLORENTE, “Mostrar los derechos sin destruir la Unión. (Consideraciones sobre la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea )”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 64, 2002, pp. 13-52; en especial, p. 35.
[32] Para un sintético comentario, vid., L. Mª DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, “¿Una Constitución sin declaración de derechos? (Reflexiones constitucionales sobre los derechos fundamentales en la Comunidad Europea )”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 32, 1991, pp. 135-155; en especial, pp. 139-141.
[33] Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, de 5 de octubre de 1988: caso Steymann, en cuestión prejudicial suscitada por el Consejo de Estado de los Países Bajos.
[34] Cfr., el comentario que hace de dicha Directiva, publicada en el Diario Oficial de las Comunidades Europeas L 303, 02/12/2000, P. 0016- 0022, F . ONIDA, “Il problema delle organizzazioni di tendenza. La Direttiva 2000/78/EC attuativa dell´art. 13 del Trattato sull´Unione Europea”, Il Diritto ecclesiastico , Vol. 3, 2001, pp. 905 y ss.
[35] Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, de 4 de diciembre de 1974: caso Van Duyn contra el Home Office británico.
[36] Sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, de 27 de octubre de 1979: caso Prais contra el Consejo de las Comunidades Europeas.
[37] I. MARTÍN SÁNCHEZ, “La protección de las libertades de conciencia, religiosa y de enseñanza en la Unión Europea ”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado , núm. 2, en www.iustel.com.
[38] Así, J. FORNÉS DE LA ROSA , “La libertad religiosa en Europa”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado , núm. 7, en www.iustel.com.
[39] F. BALAGUER CALLEJÓN, “Niveles y técnicas internacionales e internas de realización de los derechos en Europa. Una perspectiva constitucional”, en Revista de Derecho Constitucional Europeo, núm. 1, 2004, pp. 25-46; en especial, pp. 35 y ss.
[40] L. Mª DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, “Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea ” (2001), en Constitucionalismo de la Unión Europea , Civitas, Madrid, 2002, pág. 24; también, A. PACE, “A che serve la Carta dei Diritti Fondamentali dell´Unione Europea? Appunti preliminari”, Giurisprudenza costituzionale , Giuffré, Giuffré, 1/2001, pp. 193-207; en especial, pp. 196-202.
[41] I. MARTÍN SÁNCHEZ, “La protección de las libertades de conciencia, religión y enseñanza en la Unión Europea ”, op. cit., en www.iustel.com.
[42] En general, vid., M. AZPITARTE SÁNCHEZ, “La cultura constitucional de la Unión Europea. Análisis del art. 6 TUE”, en F. BALAGUER CALLEJÓN (coord.), Derecho constitucional y Cultura. Estudios en homenaje a Peter Häberle , Tecnos, Madrid, 2004, pp. 369 y ss. En general, acerca de la escasa originalidad de la Carta y de su consiguiente carácter derivado o reflejo de otras fuentes textuales, reconocedoras de otros derechos fundamentales, cfr., P. CRUZ VILLALÓN, “ La Carta o el convidado de piedra. (Una mirada a la Parte II del Proyecto de Tratado/Constitución para Europa)”, recogido en su obra La Constitución inédita. Estudios sobre la constitucionalización de Europa , Trotta, Madrid, 2004, pp. 115-129.
[43] En este sentido, P. RIDOLA, “ La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y el desarrollo del constitucionalismo europeo”, en F. BALAGUER CALLEJÓN (coord.), “Derecho constitucional y Cultura…”, op. cit., pp. 463 y ss.
[44] P. BIGLINO CAMPOS, “Derechos fundamentales y competencias de la Unión ”, Revista de Derecho comunitario europeo , núm. 14, 2003, pp. 45 y ss. También, L. Mª DÍEZ-PICAZO GIMÉNEZ, “Relación entre la Unión Europea y el Convenio Europeo de Derechos Humanos”, Teoría y Realidad Constitucional , núm. 15, 2005, pp. 159-170; en especial, pp. 164-165.
[45] A. FERNÁNDEZ-CORONADO GONZÁLEZ, “El contenido del derecho de libertad de conciencia en la futura Constitución europea”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado , núm. 2, en www.iustel.com.
[46] Cfr., entre otros, E. RELAÑO PASTOR, “Las comunidades y los grupos religiosos en la futura Constitución europea”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado , núm. 4, en www.iustel.com.
[47] Entre otros, cfr., I. MARTÍN SÁNCHEZ, “El diálogo entre la Unión Europea y las iglesias y organizaciones no confesionales”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado , núm. 7, en www.iustel.com.
[48] A saber, la Comisión de Episcopados de la Unión Europea , la Comisión Iglesia y Sociedad de la Conferencia de Iglesias Europeas, la Mesa de la Iglesia Ortodoxa ante la Unión Europea , la Conferencia de Rabinos Europeos, el Consejo Musulmán de Cooperación en Europa, la Federación Humanista Europea, la Alianza Evangélica Europea, los Espacios Espirituales Cultura y Sociedad en Europa, la Conferencia Mundial sobre la Religión y la Paz y la Asociación Un Alma para Europa.
[49] E. SOUTO GALVÁN, “El estatuto de las Iglesias y de las organizaciones no confesionales”, en E. ÁLVAREZ CONDE y V. GARRIDO MAYOL (dirs.), Comentarios a la Constitución europea , Libro II Los derechos y libertades , Tirant lo Blanch, Valencia, 2004, pp. 359-378. También, I. MARTÍN SÁNCHEZ, “El diálogo entre la Unión Europea y las iglesias y organizaciones no confesionales”, op cit., en www.iustel.com y A. GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ y I. MARTÍN DELGADO, “Función y estatuto jurídico de las confesiones religiosas en el proceso de construcción de Europa”, Revista General de Derecho canónico y Derecho eclesiástico del Estado , núm. 7, en www.iustel.com