DERECHO EUROPEO Y PRINCIPIO CONSTITUCIONAL DE IGUALDAD. EL TRATADO DE LA UNION ANTE LA PRUEBA DE LAS TRADICIONES CONSTITUCIONALES


Antonio López Pina

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.
Catedrático Jean Monnet de Cultura Jurídica Europea.

 

 

 

 

 

 

 

 La Constitución Europea (III). La Carta de los Derechos Fundamentales

 

 

SUMARIO

 

1.- Tensiones generales entre el Derecho europeo y las «tradiciones constitucionales de los Estados miembros».

2.- Colisiones entre las libertades económicas y el principio de libre competencia y la «igual libertad de todos».

3.- Posibles expedientes para amortiguar las tensiones entre el Derecho europeo y las «tradiciones constitucionales».


  

 

El Tratado nos plantea qué parámetro establecer para enjuiciarlo, o bien, desde qué perspectiva acometer una valoración del mismo. Podemos concebir, así, una aproximación de pura política del Derecho: ¿Dota este Tratado a la Unión Europea de los instrumentos necesarios de acción para afrontar los actuales retos nacionales e internacionales? O bien, podríamos, pues, referir el Tratado a la teoría constitucional para, de tal contraste, obtener criterios valorativos: ¿responde el Tratado al principio democrático?

Para los juristas, tal forma de proceder es incitante. Sobre todo, nos obliga a hacernos una composición de lugar, y a definir qué Unión Europea queremos y por qué razones. Lo cual no es poco, en medio de la confusión reinante. Una tal metodología adolece, sin embargo, de un inconveniente: si la distancia entre ideal y realidad se evidencian como demasiado grandes, la crítica o las eventuales propuestas de reforma amenazan, a falta de puntos concretos de apoyo, caer en el vacío.

Ello explica mi preferencia por una tercera, tal vez más compleja, vía que apunta a la reconstrucción racional de nuestro Orden jurídico, especialmente a partir del Orden político de nuestras «tradiciones constitucionales». Como a continuación expondré, las mismas permiten inferir claros parámetros normativos para el enjuiciamiento del Derecho europeo. Las «tradiciones constitucionales» tienen una doble ventaja: por un lado, no consisten en presupuestos ideales, sino en normas jurídico – positivas parte integrante del acervo común europeo; por otro, los parámetros elaborados a partir de las «tradiciones constitucionales» son asimismo de utilidad cuando se trata de amortiguar, por vía de interpretación, las tensiones entre el Derecho europeo y el Derecho constitucional nacional. Naturalmente que la interpretación tiene los límites de la literalidad del texto[1], más allá de los cuáles, de aspirar a corregirlo materialmente, habremos de plantearnos una reforma del Tratado. De todos modos, siempre disponemos de cierto margen para la interpretación; y debemos previamente intentar agotarlo de modo metodológicamente fundado[2].

Así, relataré brevemente las tensiones entre el Derecho europeo y el Derecho constitucional. A renglón seguido, trataré de identificar las bases dogmáticas que pueden sernos útiles tanto en la tarea de interpretación, como en la valoración del Tratado. En tal proceder, dedicaré especial atención al «principio» general «de igualdad», porque en él se evidencian con especial nitidez las posibilidades y límites de la interpretación.


1. Tensiones generales entre el Derecho europeo y las «tradiciones constitucionales de los Estados miembros».

 

La primacía del Derecho europeo (art. I – 6 CEu) es ineludible, ya que hoy día la realización de intereses y la conciliación de conflictos se despliegan cada vez más en marcos supraestatales. Ello impone ordenaciones jurídicas que trascienden el alcance de los Estados soberanos tradicionales, y explica la Unión Europea como «comunidad de Derecho».

El contenido de nuestras constituciones y su fuerza normativa se ven, a su vez, influidos por el Derecho comunitario. Las funciones que en la teoría clásica identificaban materialmente a la Constitución, se cumplen ahora a través de un nuevo entramado jurídico, en el cual el Derecho comunitario ocupa un lugar por demás relevante. Ello se pone de manifiesto ya desde una elemental consideración: mientras que la Constitución aspira a regular los procedimientos y límites en la producción ordinaria del Derecho, le queda extramuros el Derecho comunitario – un acervo cuantitativa y cualitativamente fundamental del Ordenamiento. Es producido por modos no regulados por la Constitución española, y no sólo se impone a la libertad de configuración del legislador nacional, sino que tampoco está sujeto a las reglas constitucionales – al menos, de modo semejante a como lo está el resto del ordenamiento jurídico. Las tareas de los poderes públicos y el Derecho que rige las conductas de los ciudadanos no derivan ya simplemente de mandatos o de procesos regulados por la Constitución; normas y procesos comunitarios se cruzan con ellos en relaciones diversas, desplazando con frecuencia al Derecho propio de los Estados.

La jurisprudencia del Tribunal de Justicia, mediante su adopción como pauta interpretativa general del Derecho comunitario, permea, incluso, materias en las que no estaba previsto que incidiera aquél. En particular, porque cada vez resulta menos nítida la diferencia entre asuntos de relevancia nacional y relevancia comunitaria. Los diferentes ordenamientos jurídicos de los Estados miembros cobran unidad a través de la jurisprudencia de Luxemburgo. Parece irreversible, así, una progresiva unificación de los Derechos nacionales en la dirección señalada por las instituciones comunitarias y el Tribunal de Justicia.

Ahora bien, la jurisprudencia comunitaria toma, a su vez, en cuenta los criterios y principios vigentes en los diversos Estados miembros. El Derecho comunitario es configurado por la jurisprudencia como Ordenamiento y en torno a «principios generales»; siendo éstos recogidos precisamente en una interpretación armonizadora de las «tradiciones constitucionales de los Estados – miembros» (art. I – 9.3 CEu).

Konrad Hesse constataba ya en 1999[3] una creciente concordancia, de un lado, entre el Derecho europeo y el Derecho constitucional nacional, de otro, entre el Derecho constitucional de los Estados miembros. No temía que las constituciones nacionales fueran a perder significado en el proceso europeo de integración, en primer lugar, por la recíproca dependencia de ambos; pero, adicionalmente, porque el principio democrático solo está rudimentariamente presente en el orden fundamental de la Unión.

Pero es que, hay que considerar también como rudimentario al menos otro aspecto importante del Derecho europeo: la teoría constitucional clásica nos dice, que, desde la Revolución francesa, «el fin de toda asociación política es la realización de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre» (art. 2, Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789). Nuestras constituciones han satisfecho hasta ahora tal parámetro. Sin embargo, éste no es el caso del Derecho comunitario. Desde la fundación de la Comunidad, determinados derechos y libertades han sido concebidos como condiciones funcionales de una economía libre de mercado y no a la inversa, es decir, que el mercado esté al servicio de la realización de los derechos. Frente a tal evolución, los tratados de Niza (2000) y Roma (2004) ciertamente han incluido el reconocimiento de la Carta de derechos en el Derecho europeo. Sin embargo, no acaba de tener lugar el giro copernicano, de hacer de los derechos el fin de la Unión y no simplemente un medio para otros fines.

Cuando cobramos conciencia del déficit democrático y del déficit de los derechos, una conclusión se nos impone: si de lo que se trata es de constituir poder público y un orden social en Europa conforme a los postulados del imperio del Derecho, la teoría clásica de la Constitución es portadora de un legado que bien podría inspirar la forja del nuevo «Derecho común». El reto consiste, pues, en configurar el Derecho comunitario desde la experiencia del Derecho constitucional.

La realidad hasta ahora es tendencialmente, más bien lo contrario, un vaciamiento del Derecho constitucional mediante el Derecho comunitario. Lo que Hesse no pudo tal vez prever fue, que por mor del déficit democrático el Derecho europeo desarrollara una no - querida dinámica propia, como ha sido el caso, por ejemplo, en España: el art. 93 CE supone no solamente la vía estatal de apertura a la integración europea. Simultáneamente, abre una suerte de boquete, por el que el Derecho europeo influye en nuestra dinámica institucional y nuestro Ordenamiento jurídico: la integración europea ha modificado, así, entretanto, nuestra Constitución por cauces diferentes a los previstos en los artículos del texto dedicados a la reforma constitucional. El principio de «autonomía institucional» de los Estados miembros es poco más que una mentira piadosa para disimular el alcance constituyente de la integración europea. De forma semejante, la prevalencia de las libertades comunitarias y del principio de libre competencia han cuarteado (Lassalle) los últimos años la garantía estatal, mediante servicios públicos y prestaciones sociales, de los derechos fundamentales. En fin, en la medida en que las libertades económicas y la determinación comunitaria de la política económica de los Estados han afectado a las tareas del Estado, han dado lugar a algo más que a simples «mutaciones constitucionales».

De este modo, en el actual proceso constituyente europeo la alternativa no se plantea entre reforma o estabilidad de nuestras constituciones nacionales, sino que debemos optar entre una disposición inerte frente a «mutaciones» de considerable envergadura en el plano constitucional y una reforma del Tratado consistente con nuestra «tradición constitucional». No bastaría, así, una política que, buscando asegurar los principios constitucionales originarios puestos en peligro por la integración europea, se redujera a modificaciones «ad hoc». Si, de verdad, queremos que la Unión Europea respete nuestros principios constitucionales, de poco va a servir limitarnos a formalizar su garantía en la Constitución.

En la medida, en que se otorga primacía al Derecho europeo sobre el Derecho constitucional (art. I – 6 CEu), no habrá modo de preservar el orden fundamental de los Estados miembros – en concreto, de Alemania, Francia, Italia o España –, como no sea proyectando los propios principios constitucionales sobre el Derecho comunitario. En definitiva, se trata de extraer del postulado de la «homogeneidad constitucional» (art. 23 GG) entre los Estados miembros y la Unión Europea, de nuestra «unión constitucional» («Verfassungsverbund»)[4] , sus consecuencias últimas; no sólo en la interpretación constitucional, sino asimismo respecto de una reforma del Tratado que haga a las instituciones europeas capaces de garantizar los derechos fundamentales.

Ello podemos apreciarlo en las tensiones entre la garantía de las libertades económicas y de la libre competencia y el principio de igualdad, a las que ahora desciendo en detalle.


2. Colisiones entre las libertades económicas y el principio de libre competencia y la «igual libertad de todos».

 

A la hora de tratar los derechos fundamentales se distingue entre una dimensión subjetiva y una dimensión objetiva. De la última resultan obligaciones para los poderes públicos; es decir, no se trata ya de proteger al individuo de la intervención del Estado en su esfera subjetiva como objeto del componente de defensa de los derechos, sino de generar condiciones sociales y económicas, bajo las que los derechos puedan desplegar su máxima efectividad. Ésta es en suma el presupuesto de la «igual libertad de todos».

Cuando contemplamos el Tratado desde tal perspectiva, se aprecian tensiones normativas de envergadura, habida cuenta de que los derechos fundamentales son subordinados al principio de la libre competencia (art. II – 112.2 CEu).

En materia de política económica el texto es decepcionante. La referencia a la «economía social de mercado» (art. I – 3.3 CEu) es por demás ambigua. Ciertamente el concepto aparece en la Parte I, consagrada a los principios generales. No aparece, sin embargo, en la Parte III, que define las políticas y el funcionamiento institucional de la Unión. La fórmula que en vez de «economía social de mercado» se observa repetidamente es «una economía abierta de mercado presidida por el principio de libre competencia» (art. III – 177 CEu). El adjetivo social y los contenidos han, literalmente, desaparecido. Y, así, el art. III – 209 CEu precisa, que la convergencia de políticas sociales tendrá como límite «la necesidad de mantener la competitividad de la economía de la Unión» y que deberá, sobre todo, resultar «del funcionamiento del mercado interior». Nadie debería albergar, pues, la menor duda sobre el sentido de las normas. En suma, la política social es concebida en el Tratado como una resultante en paralelogramo del libre juego de las fuerzas del mercado.

Referencias retóricas semejantes merecen, al Tratado, los objetivos del desarrollo sostenible, de crecimiento, pleno empleo y progreso social o de protección del medio ambiente (art. I – 3.3 CEu). También tales objetivos desaparecen en la Parte III, el núcleo duro del Tratado. Significativamente, se proclama que «los principios rectores de la política económica serán precios estables, finanzas públicas y condiciones monetarias saneadas y balanza de pagos estable» (art. III – 177 CEu). Es decir, la política neoliberal dura de los años ochenta sometida hoy, por razón de sus consecuencias, a un severo examen crítico.

Cuando se contempla el conjunto del texto, la palabra «mercado» es citada 78 veces, el término «libre competencia» 27 veces; por el contrario, las expresiones «progreso social 3 veces y economía social de mercado» una única vez.

¿Progresamos, con la ratificación del Tratado, hacia una política económica común de los países del «grupo euro»? En modo alguno, las instituciones comunitarias solamente llevan a cabo la política monetaria. Los otros aspectos de la política económica son solo objeto de una mera «coordinación» – de la que es evidente no solo que no funciona, sino que impide que nadie se responsabilice de una política europea de crecimiento y de empleo.

El objetivo principal de la política monetaria es el mantenimiento de la estabilidad de precios (arts. I – 30.2; III – 177; III – 185 CEu). Queda vedado a los gobiernos nacionales y a las instituciones europeas tratar de influir en la política del Banco central (art. III – 188 CEu).

Lo que en este ámbito se debería haber establecido es un Gobierno económico europeo, cuya imperiosidad viene dictada tanto por la naturaleza de la política económica y la tradición europea como por el sentido común. Pero las resistencias eran demasiado fuertes – de ahí que la política monetaria haya quedado confiada en exclusiva al Banco central. Y no importa que el día de mañana haya una mayoría de gobiernos de izquierda en Europa, que consideren conveniente desarrollar una política monetaria expansionista. Tropezarán con el rigor liberal – ortodoxo del Banco central, blindado en el Tratado.

En los años sesenta y setenta del siglo XX ha pasado a formar parte del consenso europeo la idea, de que la organización de la Humanidad debe tender a un reequilibrio de las disparidades económicas y sociales, en el sentido de asegurar a todos ciertos mínimos de servicios públicos, asistencia y prestaciones sociales.

Ello significa que, conforme a las «tradiciones constitucionales», un determinado concepto de la libertad, entendida como «igual libertad de todos» subyace a los derechos de la «Carta» y, por ende, de la «federación europea de Estados – nación» en ciernes. Una rápida mirada a determinados preceptos nucleares de nuestras constituciones, que tienen por objeto el principio de la igualdad, puede ayudarnos a visualizarlo.

En las constituciones de los Estados miembros, la Convención europea de Derechos del hombre y en otros documentos internacionales encontramos disposiciones que coinciden en enunciar el principio de igualdad ante la ley y la prohibición de toda suerte de discriminación. La jurisprudencia europea ha dedicado mucha atención también al principio de igualdad como canon general de razonabilidad («ragionevolezza»). Un concepto material de igualdad que subyace a varias constituciones es claramente distinguible de tal concepto formal de igualdad. Las constituciones italiana (1948), alemana (1949) y española son inequívocas al respecto. El art. 3 de la Constitución italiana contiene, por ejemplo, uno de los enunciados más completos en el Derecho comparado del principio de igualdad, planteando como tarea de los poderes públicos no solamente la abolición de las discriminaciones sino también la intervención directa para corregir las desigualdades de hecho derivadas de injusticias del pasado o de causas puramente naturales. Los arts. 20, 72.2 y 106.3 GG han sido la base dogmática de la legislación social y la jurisprudencia alemana. En fin, inspirado en el art. 3 de la italiana, el art. 9.2 de la Constitución española irradia a la totalidad del texto (arts. 39 – 52; 40.1; 138.1 CE).

Pues bien, esta «igual libertad para todos de las tradiciones constitucionales» italiana, alemana y española que gravita hoy sobre la «Carta» de derechos, debe ser entendida como contrapunto del «concepto economicista de libertad» que subyace a las libertades económicas de los Tratados – libertad de circulación de personas, mercancías, capitales, servicios, libertad de establecimiento, libre competencia (arts. I – 4; III – 161 – 169 CEu).

Para el doctrinarismo neoliberal que subyace a los Tratados de Mastrique, Amsterdam y Niza, la «libertad» se reduce a los derechos subjetivos frente al poder público, libertad de iniciativa económica en particular. Y se explica, que quiénes durante el último cuarto de siglo han hecho de la economía monetarista credo ideológico hayan concentrado su asalto a la «igual libertad», imponiendo que «lo público» se reduzca a un «poder comunitario gendarme» garante del mercado en Europa: el capital sabe que en una sociedad atomizada, compuesta sólo de una suma numérica de individuos arrojados a una despiadada competitividad, la dominación de los más fuertes está garantizada. Ésa es la lógica del ánimo de lucro. Por más que no se excluya entre los propios liberales quiénes, más tolerantes, comprendan dentro de su idea de libertad la igualdad formal ante la ley, la no discriminación por razón de raza, religión, condición social, etc. y la «igualdad de oportunidades» – que cuentan con bases normativas asimismo en los Tratados.

El caso es que conforme a la «igualdad de oportunidades», la proclamación de derechos subjetivos no va acompañada de la garantía de acceso universal a las condiciones de una vida digna, y muy en particular al derecho al trabajo. De ahí que no podamos muchos juristas olvidar la raíz mercantil de la «igualdad de oportunidades»; es decir, la idea de la lucha darwiniana para maximizar egoísmo y lucro como utopía salvaje de la felicidad humana (Adam Smith)[5]. Al fin y al cabo, la «igualdad de oportunidades» (New Labour Regierung, Anthony Giddens, 1997) es en el mejor de los casos la «igualdad para competir»; cuando demasiado bien sabemos el orden de servidumbre que resulta de la competición en el mercado. Romper con una política compensadora de redistribución de recursos como persigue el neoliberalismo es pura regresión histórica. Sólo con esa libertad, nunca será una gran parte de los europeos real y verdaderamente libre.

Ello explica nuestra interpretación opuesta a tal idea economicista de libertad: como ningún otro derecho – libertad, el derecho a iniciativa económica y la libertad económica de competir no pueden ser utilizados legítimamente para reducir a lo inane las libertades reales de los otros, ni para imponer la dominación despótica de unos sobre el trabajo y sobre la formación de la conciencia de los otros – «un derecho de libertad nunca comporta dominio sobre otros seres libres» (Kirchhof, 1991)[6] . De otro modo, carecería de sentido el «contrato social», garantía recíproca del uso de las libertades.

Una vez que hemos tratado las tensiones normativas entre el Tratado y nuestras «tradiciones constitucionales» se nos plantea la cuestión de cómo abordarlas dogmáticamente. La doctrina y el Tratado vienen en nuestra ayuda por vía de los «principios generales del Derecho comunitario», que conviene describir.


3. Posibles expedientes para amortiguar las tensiones entre el derecho europeo y las «tradiciones constitucionales».


3.1. Normas jurídico-positivas, que pueden ayudar a conciliar las tensiones por vía de la interpretación concorde.

 

La fuerza normativa de la Carta trae causa de expresar sistemáticamente un cuerpo de principios deducibles del Derecho constitucional de los Estados miembros; es decir, de las «tradiciones» que constituyen el patrimonio constitucional común, que la Unión ha hecho suyo y que ha entrado a formar parte del Derecho de la Unión. Hay que entender, así, que el art. I – 9.3 CEu emite instrucciones, a las que los órganos de la Unión y los Estados miembros deben atenerse. En consecuencia, la fuerza vinculante de la «Carta» no puede ser considerada al margen de la fuerza normativa de las otras fuentes del Derecho con las que coexiste y coopera -constituciones estatales, Derecho comunitario, Derecho internacional, etc.-; más bien, la fuerza de obligar de la «Carta» resulta de su función interpretativa de precisar, desarrollar y dar unidad los principios que son comunes a la diversidad europea.

Abunda en la importancia de las «tradiciones constitucionales», el que la tutela de los derechos en la «Carta» tenga como objetivo, menos acabar con situaciones de violación de derechos, que armonizar el orden de derechos fundamentales propio de los países miembros que resulta de las constituciones estatales, de los documentos de Derecho internacional y de los pronunciamientos más avanzados de doctrina y jurisprudencia. En el propio Preámbulo, la «Carta» reconoce no haber nacido «ex nihilo», sino como un eslabón más de una cadena, en la que el Convenio Europeo de Derechos Humanos y la jurisprudencia del Tribunal de Justicia le han precedido; más aún, la «Carta» reconoce que su finalidad última es expresar «de forma más visible los valores comunes» a cuya preservación y desarrollo quiere servir la Unión.

Para la práctica jurídica ello significa, que el problema central va a consistir en conectar la «Carta» con el Derecho de los Estados miembros. A falta de una entrada formal en vigor de la «Carta», a la que dadas las circunstancias no es prudente poner plazo, hay que señalar que, mientras tanto, cualquier cuestión relativa a la salvaguardia de los derechos fundamentales en el ámbito europeo habrá de discurrir por la vía prevista en el art. I – 9 CEu. Este precepto implica que los derechos habrán de ir siendo reconocidos y delimitados por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, que tomará las «tradiciones constitucionales de los Estados miembros» y el Convenio Europeo de Derechos Humanos como fuente de inspiración.

Dado que las «tradiciones constitucionales» a ser ponderadas en la interpretación de la «Carta» son múltiples y con frecuencia serán heterogéneas, debería tener un lugar especialmente relevante, a mi juicio, entre todas ellas el postulado de la «igual libertad de todos». Al respecto procederá, de las múltiples interpretaciones abiertas, identificar una que responda al «bien común» europeo y «global» a la altura de los tiempos y corregir las subversivas tendencias del Derecho europeo en las dos últimas décadas.

La «precomprensión» en las «tradiciones constitucionales» de los Estados miembros nos remite a una idea de libertad socialmente determinada. Si se imponen los derechos de la «Carta» como documento fundacional de un nuevo constitucionalismo europeo, esta concepción de la libertad servirá como marco de referencia a la flamante federación europea de Estados. De ese modo, en cuanto condensación de las «tradiciones constitucionales» de los Estados miembros, la libertad concebida como «igual libertad de todos» puede convertirse en pieza maestra de la federación en ciernes.

 

3.2. Política de reforma del Tratado según el principio de la homogeneidad constitucional.

 

Varias constituciones de los Estados establecen en sus cláusulas de integración requisitos estructurales para la organización comunitaria, a la que el Estado está dispuesto a confiar el ejercicio de competencias soberanas. El art. 23 GG es la prescripción más explícita:

«La República Federal de Alemania participa en la realización de una Europa unida por vía del desarrollo de la Unión Europea, comprometida con los postulados democráticos, de Estado de Derecho, social y federal y con el principio de subsidiariedad, y garantizadora de una protección de los derechos fundamentales homologable en lo esencial con la ofrecida por la Ley Fundamental».

Otras constituciones son menos detalladas, pero requieren asimismo sea una efectiva protección de los derechos, y el respeto a la subsidiariedad y al principio de cohesión social y económica, sea la igualdad de los derechos de los Estados miembros a la hora de formar la voluntad política de la Unión.

Estas cláusulas institucionales deben extenderse a la forma europea de gobierno: ahí se revelan tanto la ambigüedad de pronunciar, en la «Carta», como valor el principio democrático mientras

- se escamotean los derechos políticos;

- se desarrollan en la Parte III formas oligárquicas de decisión y se definen políticas conservadoras blindadas contra la irradiación de los derechos fundamentales;

- y se registra un déficit democrático en la producción del Derecho (art. I – 34; I – 23; III – 396 CEu).

La contradicción resulta demasiado flagrante. Así, el texto del Tratado alcanza el límite, de que ya no sea posible superar las tensiones mediante interpretación y de que resulte indispensable una reforma del Tratado. De ahí la pertinencia de plantearnos, qué consecuencias dogmáticas podamos ganar del «principio de homogeneidad constitucional» para la forma europea de gobierno, de cuya funcionalidad depende la efectividad de los derechos[7]. También al respecto vamos a orientarnos por el «principio de igualdad».

La «igual libertad para todos» ha tenido en la historia europea el derecho igual al sufragio como presupuesto. Pues bien, la votación en las elecciones al Parlamento Europeo queda muy lejos de tal parámetro. Y ello explica que apenas si pueda el Parlamento exigir responsabilidad política a los mandatarios europeos. Más aún: que las instituciones europeas no respondan, en su relación entre sí, al principio de la división de poderes y no sean concebidas funcionalmente como garantes de los derechos fundamentales se explica, asimismo, porque desde hace cincuenta años los ciudadanos solo han dispuesto de derechos políticos limitados.

De ahí que, en cuanto concierne al derecho igual al sufragio, la legitimidad popular o la responsabilidad política en el ejercicio del poder – materias todas ellas que afectan al principio democrático – hayamos de exigir, que la forma europea de gobierno se oriente más fuertemente a las «tradiciones constitucionales» de los Estados y que se abandonen las resistencias a tomar en serio el «principio de la homogeneidad constitucional». El único modo de lograr la representación proporcional de los ciudadanos europeos sería -prescindiendo de la distribución de escaños entre los Estados-, configurar circunscripciones electorales que trasciendan las fronteras nacionales teniendo en cuenta fundamentalmente el criterio de población. Para que pueda hablarse de igualdad en el ejercicio del derecho al sufragio, condición imprescindible para una auténtica ciudadanía democrática[8] , es preciso no solo que el voto emitido en los diferentes Estados tenga un peso equivalente, sino también un régimen electoral uniforme en todo el territorio[9].

En la actualidad, a la hora de votar candidatos al Parlamento Europeo, los ciudadanos han de atenerse a las reglas establecidas en los diversos Estados. Ello confirma que, pese a ser la Cámara directamente elegida por los ciudadanos y pretender por ello la representación democrática a escala europea, representa, en realidad, como reconocía el Tratado de la Comunidad Europea, «a los pueblos de los Estados» y no a los ciudadanos de la Unión.

Mediante una auténtica representación democrática podríamos superar las tensiones entre las libertades económicas y el principio de libre competencia, por un lado, y el postulado de «igual libertad para todos», por otro. Por vía de la tutela pública de los derechos y la regulación del mercado (arts. 72.2; 106.3 GG; 39 – 52; 138.1 CE; 3 CI) será posible acceder a la «libertad real para todos», es decir a la «igual libertad». En Europa, afortunadamente, la memoria nos remite a una tradición de poder público regulador del mercado y redistribuidor de las rentas producidas a «aggiornare»; el recuerdo, no tan lejano en el tiempo, documenta la ejecutoria benéfica de un poder de gasto público que, hasta los años ochenta, ha sostenido los servicios universales de la sanidad, la educación, la cultura, la tutela judicial, el transporte público, la comunicación, la seguridad social, la vivienda, el medio ambiente.

Este modelo de Estado del Bienestar pertenece al pasado en unos Estados nacionales capitidisminuidos en competencias y posibilidades de acción. Nadie puede hacer girar hacia atrás la rueda de la Historia, y tratar de mantener a todo trance un sistema de previsión social asociado a la forma económica fondista-taylorista de producción y distribución, la socialdemocracia y políticas keynesianas. Pero ello, antes que llevarnos ello a abdicar de derechos sociales irrenunciables, nos urge a ingeniar una política social a escala europea que tenga el principio de igualdad como fundamento.

Sólo el poder democrático puede regular el poder económico, someterlo a responsabilidad y contrarrestar sus subversivas tendencias. La «igual libertad de todos» exige disponer no sólo de derechos subjetivos de defensa frente al Estado y la Administración pública; también necesitan los ciudadanos emanciparse del poder que el dinero privado ejerce, y que llega hasta a dominar la vida política, el orden social y las actividades privadas. Frente a tal «idea económica de la libertad», nos cabe también a nosotros los europeos una «idea igualitaria de la libertad» que tenga en cuenta las necesidades de los seres humanos. En nuestra idea de la libertad cabe colaborar solidariamente y, mediante la procura pública, crear las condiciones materiales de existencia que, por encima del principio de libre competencia en el mercado, cohesionan un territorio y una sociedad. De ese modo, satisfaremos la función del Derecho de someter la lógica económica, el libre juego del mercado y la instrumentalidad de la tecnología a la razón universal, entendida como la autonomía de la conciencia moral individual y el logro de una convivencia sin opresión (L. Gómez Llorente, 2002)[10] .

 

* Se agradecen las observaciones críticas de José Asensi, Miguel Azpitarte, Francisco Balaguer, Carlos de Cabo, Vlad Constantinesco, Ignacio Gutiérrez, José Mª Porras, Juan Francisco Sánchez Barrilao, Dimitris Tsatsos y Rainer Wahl.

 

 

[1] Vid. K. Hesse, El texto constitucional como límite de la interpretación en División de poderes e Interpretación. Hacia una teoría de la praxis constitucional, edición y Prólogo de A. López Pina, Madrid: Ed. Tecnos, 1987.
[2] Para un desarrollo de los conceptos e ideas que sirven de base a este trabajo, vid. A. López – Pina, Europa, un proyecto irrenunciable. La Constitución para Europa desde la teoría constitucional, Madrid: Ed. Dykinson, 2004.
[3] Vid. Konrad Hesse, “Deutsche Verfassungsgerichtsbarkeit an der Schwelle zum neuen Jahrhundert”, en Verfassungsrecht und Verfassungsgerichtsbarkeit im Zeichen Europas, Jürgen Schwarze, Hrsg., Baden – Baden: Nomos Verlagsgesellschaft, 1999
[4] Vid. Ingolf Pernice, “Europäisches und nationales Verfassungsrecht”. Bericht VVDStrl.
[5] Cfr. Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Oxford: Oxford University Press, 1998.
[6] Vid. Paul Kirchhof, “Fuerza normativa e interpretación de los derechos fundamentales. Efectividad de los derechos fundamentales – en particular, en relación con el ejercicio del poder legislativo”, en La garantía constitucional de los derechos fundamentales. Alemania, España, Francia e Italia, edición de A. López - Pina, Madrid: Civitas, Servicio de Publicaciones, Facultad de Derecho, Universidad Complutense, Madrid, 1991.
[7] El principio federal no es considerable como parte del principio de homogeneidad constitucional sino justo como su límite, vid. A. López - Pina, “Das föderale Prinzip in der Europäischen Union”, in Die Konsolidierung der europäischen Verfassung: von Nizza bis 2004, Walter Hallstein – Institut für Europäisches Verfassungsrecht, Hrsg., Baden – Baden: Nomos Verlagsgesellschaft, 2002; O. Beaud, Fédéralisme et fédération en France. Histoire d’un concept impossible?, Strasbourg: Presses Universitaires de Strasbourg, 1999; V. Constantinesco; S. Pierré – Caps, Droit constitutionnel, Paris: Presses Universitaires de France, 2004; A. López Pina; I. Gutiérrez, Elementos de Derecho público, Madrid: Marcial Pons Ediciones jurídicas, 2002.
[8] Vid. A. López - Pina, “Die Bürgerschaft als Voraussetzung einer Europäischen Republik: Rechtspolitische Reflexionen”, en Das Grundgesetz im Prozess europäischer und globaler Verfassungsentwicklung, U. Battis; Ph. Kunig; I. Pernice; A. Randelzhofer, Hrsg., Baden – Baden: Nomos Verlagsgesellschaft, 2000.
[9] Dimitris Tsatsos me ha convencido de los méritos de un régimen electoral distinto en cada uno de los Estados miembros de la Unión. Yo hago a partir de ahora mía tal tesis; eso sí, con la reserva de que las circunscripciones electorales y las candidaturas sean europeas, es decir, supranacionales. Para elaborar un régimen electoral federal para Europa, no conozco otro experto más dotado que el Sr. Tsatsos. Esperamos, pues, su proyecto.
[10] Vid. Luis Gómez Llorente, “El valor de la Igualdad”, en Izquierda Socialista, Un futuro para la izquierda. 20 años de Izquierda Socialista, Madrid: Biblioteca Nueva, 2002.