Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 2000, 16, artículo 05 · http://hdl.handle.net/10481/7499
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Publicado: 2000-02
Implicaciones historiográficas de la posmodernidad. La superación fenomenológica de los paradigmas finalísticos de la historia
Historiographic implications of Post-Modernity: The phenomenological overcoming of teleological paradigms of history

Rafael Vidal Jiménez
Miembro investigador del Grupo de Investigación en Teoría y Tecnología de la Comunicación de la Universidad de Sevilla.


RESUMEN
La crisis de la idea ilustrada de progreso está impulsando una nueva concepción «a-histórica», en la medida en que la propia historia se está convirtiendo en un espacio temporal pluridimensional y ambiguo. En él ya no es posible pensar las diferencias en virtud de la identidad. La racionalidad, explicación, objetividad, linealidad, teleología, necesidad, normativismo y universalidad, que caracterizaban a los viejos paradigmas, van dando paso, pues, a nuevos modelos de construcción del relato histórico, según patrones fenomenológico-hermenéuticos (interpretación, ruptura, azar, relativismo, localismo). Se trata de plantear las consecuencias que ello puede representar desde la perspectiva del cambio social. Por tanto, este trabajo se desarrolla en torno a un interrogante fundamental: ¿es posible, a partir de ahora, la anticipación emancipadora del futuro desde un presente desligado de toda secuencia temporal, racionalmente inteligible para el sujeto?

ABSTRACT
The crisis of the illustrated idea of progress is impelling a new “ahistorical” concept, in which history is becoming pluridimensional and temporally ambiguous. It is no longer possible to think of differences in terms of identity. The rationality, explanation, objectivity, linearity, teleology, necessity, normatism and universality that characterized old paradigms are followed by new models of the construction of historical stories, according to phenomenological- hermeneutic patterns (interpretation, rupture, randomness, relativism, localism). The consequences of this evolution are outlined from a perspective of social change. This work is developed around a fundamental query: is an emancipating anticipation of the future from a present free of any temporal sequence possible or rationally intelligible for the subject?

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
posmodernidad | crisis de la Ilustración | paradigmas de la historia | fenomenología | hermenéutica | Post-Modernity | crisis of Enlightment | paradigms of history | phenomenology | hermeneutics


El siglo XX no se acaba con certezas ni reafirmaciones. No es un final convincente, puesto que sólo arroja profundas dudas materiales e intelectuales. No se presiente ya aquella proyección decimonónica hacia el futuro; es tiempo de contracción, de pérdida de la confianza en el hombre y en su propia historia fundada en los valores de la metafísica tradicional: la Verdad, La Bondad y la Belleza. Nos enfrentamos, pues, a la muerte de una idea, de un mito esencialmente contradictorio: el progreso como argumento fundamental de la historia humana. Por tanto, urge la necesidad de tender un puente crítico-reflexivo sobre sus inevitables consecuencias en todos los órdenes de la experiencia humana.

Abordaré el asunto desde la situación real, en este contexto problemático, de un sujeto específico: el historiador. Éste se había encomendado, hasta ahora, a la tarea socialmente responsable de aportar visiones de conjunto de los fenómenos humanos desde una triple óptica descriptivo-explicativa, integradora y proyectiva (1).

La materia prima con la que trabaja el historiador son los hechos humanos en su instalación y devenir temporal. Así, un análisis de la actitud del investigador del pasado en relación con esa categoría opaca y referencial que es el tiempo nos dará las claves de la conformación actual de una conciencia colectiva concreta de la temporalidad. Es decir, el problema de la historia sólo es comprensible dentro de una problemática de ámbito más general: la aprehensión cultural de la vivencia individual y colectiva del tiempo. La cultura convierte la experiencia total del tiempo en el núcleo en torno al cual se entretejen en tensión continua los elementos de configuración de la representación mental intersubjetiva de lo que una sociedad percibe de sí misma con pleno sentido: sistemas de relación-dominación, conflictos, deseos y perspectivas. Todas las culturas han construido y siguen construyendo relatos como mediadores simbólicos entre esa vivencia temporal, inaprensible en sí misma, y la coexistencia humana en su complejidad constitutiva. Como indican Appleby, Hunt y Jacob, «el intelecto humano reclama exactitud mientras el alma desea significación. La historia atiende a ambos con relatos» (Appleby, Hunt, Jacob, 1998: 245). En nuestra cultura occidental lo social devino en histórico desde el momento en que se hizo inteligible desde una perspectiva temporal en proyección. Es ahí donde hemos de situar, para empezar, el significado del desarrollo de ese tipo específico de relato historiográfico que comenzó a autodefinirse como disciplina científico-académica en el siglo XIX, desde el impulso de la modernidad.

Ciertamente, el panorama actual de la historiografía es tan complejo como el de la ciencia, en general (2). Podemos afirmar que existe hoy una enorme diversidad de formas de hacer historia en lo que atañe a aspectos tales como la manipulación concreta de la dimensión temporal donde se sitúan los fenómenos estudiados; el manejo específico de las categorías de verdad y objetividad; la utilización de diversas escalas de observación de los hechos investigados; el problema de la relación teórico-metodológica entre acción individual y estructuras sociales; y las técnicas de exposición, con el relato en el centro de la discusión, en suma. Ello entraña una notable dificultad para establecer agrupaciones, clasificaciones y secuencias según el esquema lineal-acumulativo utilizado en las historias de la filosofía y de la ciencia de corte «moderno» (3). Sin embargo, creo que es posible delimitar una clara línea de fractura en el desarrollo temporal de la historiografía. Esta ruptura tiene mucho que ver con la fisura que parece haberse abierto entre un pasado muy reciente y una actualidad que se aleja de los principios sobre los que se había asentado el mundo occidental hasta las décadas de los setenta y ochenta. En consecuencia, estimo factible la distinción entre, en un extremo, formas presentes de hacer historia, de tradición moderna, en constante alejamiento con respecto a la actualidad, y, en el otro, ciertos modelos historiográficos, situados entre la novedad y la moda, que sí son específicamente contemporáneos, nos guste o no, por cuanto responden de algún modo a las nuevas condiciones de inteligibilidad y de sociabilidad impuestas por ese fenómeno general que denominamos postmodernidad. Esto, como veremos, no nos obligará a hablar de una historia específicamente postmodernista, sino, más bien, de una disolución postmoderna gradual del pensamiento histórico clásico.

Consideremos, primeramente, de forma global, todo ese núcleo historiográfíco de matriz moderna ilustrada que, con un origen decimonónico preciso, ha dominado el ámbito profesional-académico de la disciplina hasta el último tercio del siglo. En directa conexión con la emergencia del proceso industrializador de las sociedades occidentales, la historia se forjó como disciplina reglamentada de conocimiento dentro de un rígido marco intelectual positivista. El pensamiento histórico que comenzó a perfilarse en este momento fue estimulado por las concepciones fundamentales que serán el eje de las estructuras de pensamiento y sistemas de creencias a través de los cuales se ha desenvuelto la cultura occidental hasta hoy. Para empezar, las posibilidades ilimitadas del conocimiento racional objetivo humano. Pero la ciencia histórica no sólo surge como fruto del intento de aplicación al terreno de lo social de las estructuras de conocimiento científico genuinamente modernas que entonces se desarrollaban. La historia fue posible porque es en ese instante cuando se comienza a concebir un modo de articulación de dos dimensiones de la vida humana que, en principio, se mostraban separadas e ininteligibles desde un enfoque unificador: la repetición de lo idéntico -la tesis del sujeto- y la sucesión de lo diferente -la tesis de la historia-. Ése elemento conector será la idea de progreso, la concepción de la existencia humana, insertada en el tiempo, como un proceso de perfeccionamiento indefinido según una finalidad racionalmente determinada.

Hasta entonces las categorías del pensamiento premoderno se habían basado en una comprensión de la existencia humana centrada en la repetición cíclica de una identidad originaria arquetípica. Este tipo de pensamiento mítico estudiado, entre otros, por Mircea Eliade en obras como El mito del eterno retorno (Eliade 1994), convertía el tiempo en un receptáculo sagrado portador de la esencia constitutiva del ser de las sociedades. En este caso, el rito, con sus símbolos mnemónicos, cumpliría la función de ahuyentador mágico de las contingencias de un presente exorcizado a través de una continua referencia a la creación cósmica, realizada de una vez y para siempre (4). La acción humana, dentro de la perspectiva de la aprehensión colectiva de un tiempo circular y eterno, quedaba, pues, determinada firmemente por las señas de identificación fijadas en los llamados relatos de origen. Pero, es una radical ruptura con este concepto premoderno del tiempo la que determina el verdadero impulso que cobra la historia como principio nuclear de significación de la existencia humana. No se trata, por consiguiente, de la aparición de un modo concreto de concepción de la historia, sino de la irrupción histórica de la propia historia por medio de la idea de progreso como solución al problema de la aprehensión social de la singularidad e irreversibilidad de los hechos tal y como se perciben por medio de los sentidos.

En definitiva, la labor de ese nuevo científico social de la historia, como he sugerido, se plasmará en la confección de metanarraciones, de grandes esquemas descriptivo-legitimadores de los nuevos órdenes sociales emergentes en las revoluciones económicas y políticas del XIX (5). Basados en un esquema heroico del progreso humano estimulado por los avances de la ciencia, y en un concepto épico del desarrollo del «estado-nación», estos relatos serán el producto de un trabajo directo sobre los documentos, alentado por un principio de conexión necesaria implícita lineal congruente con la propia ordenación lógico-textual de los acontecimientos protagonizados por sujetos activos perfectamente individualizados. Las fuentes documentales alcanzarán, así, carácter transcendente y la acción humana se convertirá, pues, en la expresión de un tiempo sin camino de vuelta, donde la causalidad queda inscrita en la orientación temporal, racionalmente autorregulada, hacia un futuro previsible y deseable. Esta es la idea de modernidad, la de una época que no se define sino en su incontenible apertura hacia un futuro universal como permanente traslación hacia lo nuevo. El presente no cobra, pues, entidad, sino como simple enlace entre lo que Koselleck identifica como el espacio de la experiencia -el pasado- y el horizonte de las expectativas -el futuro- (Kosselleck 1993). Por eso, en este sentido, toda comunidad insertada en la historia no se autolegitima ya en lo que es, sino en la idea de lo que quiere y debe ser. Como señala Beriain, lo que define a la modernidad es ese horizonte de movimiento que se excede a sí mismo continuamente, convirtiéndose el tiempo en una experiencia que ya no sólo tiene que ver con un principio y un fin, sino con la transición, con la superación cada vez más acelerada del acontecimiento (Beriain 1990). Ello explica, a mi entender, el especial acento que estos historiadores pusieron sobre el cambio en sus relatos, hasta el punto de que la creciente aceleración del ritmo histórico fue atenuando esa otra dimensión constitutiva de lo social que es la permanencia.

Se habían sentado, por consiguiente, los cimientos de una ciencia historiográfica que se sometió, no obstante, a una intensa renovación, especialmente, a partir del primer tercio del siglo XX. Es el momento de la puesta en marcha de la historia de las estructuras representada por corrientes como la escuela francesa de Annales y el marxismo como teoría general del movimiento histórico, heredera directa del proyecto de progreso moderno en su modalidad alternativa a la originaria fórmula liberal. Más allá de sus encuentros y diferencias, estas tendencias incluyen como novedad un nuevo modo de gestión textual del concepto histórico del tiempo. Ello tiene lugar a través de la noción de estructura, la cual pretende ser un principio de causalidad interna entre los fenómenos históricos de mayor alcance que la superficial narratividad de la historia-relato positivista. Para Braudel, uno de los más destacados teóricos de Annales, si no el único, estructura es «una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y usos sociales...que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar...» (6). Este concepto hace referencia a múltiples, casi imperceptibles y profundas conexiones entre todas las dimensiones de la realidad histórica. Por ello está directamente ligado a una idea específica del tiempo histórico que se asienta en la captación de las permanencias y de las resistencias al cambio en el plano de la larga duración. Lo que aquí subyace es un modelo de tiempo constituido por distintos ritmos de aceleración: el tiempo como velocidad histórica, como velocidad diferencial de cambio. Y de ahí el engranaje que Braudel estableció entre distintas longitudes de onda temporal histórica, haciendo alusión a un tiempo corto, a un tiempo medio y a un tiempo largo, el de esas estructuras en las que se mantienen casi inalterables las condiciones sociales impuestas en una época determinada (Braudel, 1968). En realidad, esta perspectiva, como puso de manifiesto Tuñón de Lara, apoyándose en Labrousse y Vilar, tiene un claro paralelismo con los constructos marxistas de estructura y coyuntura, al margen de las diferencias de enfoque (Tuñón de Lara 1993). Pero lo que pretendo resaltar es que estos modelos historiográficos no forzaron, a mi entender, un verdadero cambio de paradigma. La sustitución del acontecimiento por la estructura y de la corta por la larga duración no me parecen hitos teóricos que realmente afectasen al concepto mismo de historia y de tiempo histórico. Lo que se puso en marcha fue un simple cambio de técnica expositiva, no de concepción esencial del objeto de estudio. Y es que, en realidad, el artificio conceptual de las estructuras, en cuanto manera específica de ordenación textual de los hechos, no alteraba en lo más mínimo la concepción teleológica y necesaria del proceso histórico. Más allá de algunas resistencias al cambio, el concepto moderno de la historia no quedaba, en modo alguno, en entredicho como perspectiva de movimiento hacia un futuro en continua autosuperación. El sentido de la determinación espacio-temporal se mantenía inalterable en el devenir del proceso histórico entendido como fenómeno global complejo en evolución constante.

Hasta aquí siglo y medio de historiografía moderna, cuyos pilares esenciales lo representan el concepto fundacionalista de la ciencia; la afirmación de la realidad extra-mental del objeto de estudio y del valor de verdad de los enunciados propuestos; el principio de conexión causal-explicativa y de reguralidad legaliforme de los fenómenos; y la percepción del tiempo social como tiempo histórico, esto es, continuo, ascendente, irreversible, necesario, unitario, universal, previsible. Proyectado hacia un fin. Volcado hacia una meta como referente absoluto del sentido total de todo lo acontecido en el pasado: la expresión integradora y significativa de la duración y el cambio, de lo que permanece y fluye en las sociedades en torno al objetivo esencial de la libertad y el bienestar humanos. Pero un nuevo marco socio-histórico se está delimitando en la sociedades de fin de milenio. Éste no nos permite seguir leyendo los hechos de acuerdo con los patrones de inteligibilidad específicamente modernos. Siguiendo a Zygmunt Bauman, pienso que, al margen de que aceptemos o no los presupuestos elementales en los que se basa ese movimiento intelectual tan ambiguo en su propia definición como es el postmodernismo, es necesario reconocer cambios fundamentales en la estructuración de una nueva realidad social que podemos denominar postmoderna (7). Algunos de sus rasgos fundamentales son: primero, papel determinante de la intensificación de los procesos comunicativos que, implicando un aumento de las contactos sociales en el tiempo y en el espacio, representan una reducción paulatina de la distancia entre emisor y receptor a escala planetaria (Virilio 1997). Segundo, extensión globalizadora de la lógica expansionista, dominadora y explotadora de un sistema económico capitalista transnacional, donde la producción predomina sobre el factor trabajo, los medios técnicos sobre los fines sociales y la figura social del consumidor frente a esas otras dimensiones del individuo como ciudadano y trabajador (Castells 1997). Tercero, crisis global de sentido con la consecuente atomización progresiva de las comunidades en torno a una creciente multiplicidad de identidades inestables elaboradas según afinidades étnico-lingüísticas, de género, y de gustos, estilos y modas consumistas (Berger y Luckmann 1997). Cuarto, cuestionamiento del principio funcionalista de la cohesión social entre sistemas normativos dominantes y acción individual, compatible con nuevos modos de control político panóptico conectados a las nuevas tecnologías cibernéticas (Lyon 1995). Quinto, geopolítica internacional de caos. Junto al dominio político-militar de uno solo -Estados Unidos- y el poder económico ejercido por la tríada norteamericana, europea y japonesa, se pone de manifiesto una paulatina usurpación de la autonomía institucional de los gobiernos. Esto se debe al deslizamiento de los núcleos de toma de decisiones fundamentales hacia nuevos centros de poder constituidos por la grandes corporaciones multinacionales y sus prolongaciones mediáticas subsidiarias (Chomsky 1996).

Es, en conclusión, una confusa tensión entre tendencias centrípetas globalizadoras y reacciones centrífugas, situadas a nivel local, las que caracterizan a este mundo finisecular. En este reino de lo fugaz y lo transitorio, la pérdida de la centralidad y la opacidad creciente de las nuevas formas de control social implican la disolución del punto de referencia moderno. El que representaba la racionalidad sustantiva de los fines, de la idea. Ello en favor de una racionalidad más débil y formal, pero más eficaz desde su conformación técnica, comunicativa e informática. Desde esta sombría perspectiva, es evidente que los grandes relatos historiográficos modernos van dejando de tener sentido. La historia padece, en consecuencia, el impacto irreparable de una profunda crisis de inteligibilidad del mundo como producto de la razón. Es por ello que la nuevas corrientes que antes situaba entre la moda y la novedad, aun cuando no se pretenden postmodernistas, no hayan podido mantenerse a salvo de la andanada de críticas relativistas que, rayando el nihilismo más implacable, amenazan con implantar de forma oficiosa el desierto nietzscheano en todas las esferas del conocimiento científico institucionalizado.

Hemos de afrontar la crisis del representacionismo como principio de correspondencia entre lenguaje y realidad impulsada, en parte, por Richard Rorty y su «giro lingüístico» (Rorty 1990). Esto se traduce en una concepción de la realidad como producto cultural, como entidad no-preexistente al proceso social de creación y captación simbólica de la misma. La consecuencia inmediata será la consideración de la verdad como expresión de prácticas sociales concretas dotadoras de sentido de una realidad cuyo significado, indeterminado apriorísticamente, sólo se produce por medio de dichas prácticas y dentro de un consenso (Rorty 1996). La realidad queda, así, convertida en discurso social. Y éste en un espacio enunciativo configurador y habilitador de un objeto emergente de la nada (Foucault 1987). Un discurso que en sí se pluraliza en la incomensurabilidad de las prácticas que las generan y donde el sujeto ya no se realiza mediante la disolución del otro en el mismo, sino en la ilimitada dispersión que deja a los demás ser lo que son. El pensamiento deja de ser un neutralizador absoluto de la diferencia en la unidad, para operar como organizador fenomenológico-hermenéutico del diálogo infinito con el otro (Gadamer 1998). Por ello, en la medida en que la suspensión fenomenológica de la realidad convierte a ésta en mero contenido intersubjetivo de la conciencia, la explicación ya no constituye el modo dominante de aproximación al objeto contingente. Es la interpretación la que sirve de catalizador de una experiencia puramente comprensiva. Ésta apunta a un mundo disgregado en la infinitud de significados liberados en la excepcionalidad metafísica de las prácticas a las que puedan remitir. Se trata de una verdadera quiebra de los principios mismos de realidad y objetividad que enlaza perfectamente con la óptica deconstruccionista de Derrida. El resultado: el desanclaje referencial parcial del discurso, el extrañamiento de una «realidad» que no sólo subsiste en la tensión entre interminables «juegos del lenguaje», sino, también, en los actos concretos en los que éstos tienen lugar (Derrida 1989).

Bajo estas premisas la escritura de la historia, obviamente, no puede seguir siendo lo que ha sido hasta ahora. Están quedando al descubierto los sesgos culturales e ideológicos, camuflados de racionalidad y progreso, que permitían a los grandes relatos modernos un deliberado sometimiento de culturas, grupos e individuos, arbitrariamente arrancados de sus núcleos argumentales esenciales. Como sabemos, la crisis deslegitimadora de las grandes metanarraciones emancipadoras y especulativas anunciada por Lyotard sirvió para poner de manifiesto la inviabilidad de un proyecto histórico fundado científicamente en los presupuestos ilustrados de la objetividad y la universalidad. El conocimiento quedaba relegado a una mera perspectiva ideológica; absorto en su propia «vulgaridad». Y es esta «vulgaridad» del discurso científico, en general, y del histórico, en particular, la que constituyó el centro de la reflexión crítico-filosófica de Michel Foucault. En resumen, este pensador firmó la verdadera carta de defunción de la historiografía en su sentido clásico y moderno. Esto llevó a un ferviente admirador suyo a decir que «Foucault es el historiador completo, el final de la historia» (Veyne 1984: 200). Foucault instala los hechos humanos en la «rareza», esto es, en el inmenso vacío desde el que no es posible su inteligibilidad racional. Reduce los objetos sociales a la calidad de objetivaciones contigentes de prácticas sociales singulares. En consecuencia, hace de la gramática historiográfica una actividad preconceptual, puesto que la representación remite a la acción concreta desde la que la conciencia se dirige hacia un mundo no inmanente. De esta forma, la conexión lineal entre los acontecimientos y la evolución finalística de categorías humanas universales se desmoronan ante una historia de rupturas, de discontinuidades, de la desintegración de su sentido transcendente. Una historia que deja, pues, de ser historia, que sólo es simple expresión de una «voluntad de poder» circunstancialmente desplegada hacia un sujeto plenamente objetivado (Foucault 1984).

Este es el panorama general de una crítica postmodernista «anti-histórica» que lanza enormes retos a los historiadores de este fin de milenio. Es la amenaza del triunfo de un pensamiento a-histórico que, poniendo de relieve la unívoca correspondencia entre modernidad, progreso e historia como modo de comprensión de lo social, preconiza la no idoneidad actual de tal perspectiva. Es decir, se pretende que lo histórico es una forma de pensamiento exclusivamente moderna que va dejando de tener sentido en nuestro nuevo mundo postmoderno. De esta manera, una actitud revisionista y relativizadora va impregnando día a día esas nuevas formas de hacer historia que, con anterioridad, clasifiqué en torno a un nuevo paradigma de naturaleza postmoderna. Se trata de la «nueva historia cultural» y de la «microhistoria» italiana. El nuevo tipo de relato que se está escribiendo en el seno de estas corrientes lleva impresas las marcas imborrables de los nuevos discursos deconstructores de la concepción ilustrada de la ciencia y de la historia. Es más, es posible admitir que el nacimiento de esta nueva historiografía emana, en parte, de una intensa reflexión teórica, de un permanente diálogo con esas otras disciplinas sociales -la sociología, la antropología y la lingüísticas- pioneras en la asunción de la nueva perspectiva pragmática, postestructuralista y postmodernista que cuestiona los viejos paradigmas modernos.

En lo que atañe a la «nueva historia cultural», son Robert Darnton, Lynn Hunt, Gabrielle S. Spiegel y Roger Chartier los autores que sin duda mejor la representan. Esta corriente historiográfica surge de un doble intento de superación. De la historia de la cultura tradicional -«historia intelectual»-, por una parte; y de los modelos macroestructurales de la historia de la mentalidades, según la escuela de los Annales, por otra (8). Junto con las aportaciones de Hunt, es el trabajo teórico de Roger Chartier el que mejor expresa la nueva perspectiva. En un libro lleno de resonancias foucaultianas como es El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Chartier alude a una historia encaminada hacia los procedimientos reguladores de la producción de significado. Convirtiendo los textos en mediatizadores discursivos de las prácticas sociales concretas desde las que aquéllos cobran vida, indica que «las obras, en efecto, no tienen un sentido estable, universal, fijo. Están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, entre las formas y los motivos que les dan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas» (Chartier 1995: XI). Esta historia se asienta en una concepción mucho más dinámica y heterogénea de lo social respecto a los paradigmas estructurales. Y, también, en un marco decididamente hermenéutico- fenomenológico que, a su vez, ofrece plena acogida a los planteamientos esenciales del deconstruccionismo derridiano -lo acabamos de comprobar-. Esta nueva historia privilegia, pues, en nombre del «giro lingüístico», el análisis del discurso sobre cualquier otro tipo de indagaciones relativas a un mundo social material exterior al mismo. Mediante la identificación que establece entre realidad humana y universo simbólico que la configura, esta historia culmina en un estricto reduccionismo cultural de lo social que no permite las viejas distinciones sectoriales entre historia de las mentalidades e historia socio-estructural. Es una historia del discurso. Centrada la atención en los efectos siempre cambiantes de sentido de los textos y en las prácticas indeterminadas vinculadas circunstancialmente a ellos, relativismo, ruptura y variación acaban desplazando, en definitiva, la objetividad, continuidad y necesidad en la historia. Dicho de otro modo, puesto que los elementos de los códigos simbólicos están sometidos a una incesante reactualización en los contactos sociales cotidianos, la singularización e individualización del significado en relación con el contexto, que este concepto de cultura pone en juego, abre las posibilidades de la negación de la universalidad del lenguaje conceptual y de la racionalidad humana.

Consecuencias similares para la suerte de la historia se perciben en la «microhistoria». Ésta, de origen italiano, tiene sus más destacadas figuras en Carlo Ginzburg y Giovanni Levi. Ausencia de ortodoxia doctrinal, eclecticismo y una práctica basadas en formalismos teóricos débiles son los signos que definen esta escuela. Sin embargo, como Levi señala, existen algunos rasgos comunes que dan sentido global al trabajo microhistórico. Ante todo, en lo relativo al automatismo del cambio social, situándose la crisis de la idea de progreso en el centro en torno al cual gravita toda la especulación. La microhistoria renuncia a la predicción, al establecimiento de esquemas teóricos previos que sometan los hechos desde el «a priori» de la experimentación, y, por ello, descarta la atribución de una dirección preconcebida a los fenómenos históricos estudiados. Su objetivo será el intento de comprensión e interpretación -no de explicación bajo leyes generales- de la acción y conflictos humanos en su doble autonomía e inscripción en sistemas sociales normativos. La «microhistoria» entiende lo social no como estructura de objetos naturales y universales dotados de atributos consustanciales, sino como conjunto complejo de relaciones cambiantes dentro de contextos en permanente readaptación. La ambigüedad de los mundos simbólicos entrecruzados, la pluralidad de interpretaciones por parte de los actores sociales, y la continua tensión entre símbolos y acción, entre ésta y estructura, definen el proceso de descripción microhistórica (Levi 1996).

Tres podrían ser, en resumen, los aspectos fundamentales que delimitan el talante fenomenológico de este modo de hacer historia. El primero, la escala de observación. El microhistoriador basa su investigación en una expresa reducción metodológica de la misma. Este análisis microscópico al nivel local de individuos concretos insertados en espacios de relaciones concretas responde a fines experimentales que, en todo caso, condicionan las conclusiones y su modo de exposición. Se trata del valor metodológico de la pista, del indicio configurado en lo que se ha llamado lo "excepcional normal», esto es, la situación particular que tras su intensa indagación desvela lo que puede ser útil para alcanzar generalizaciones flexibles relativamente extrapolables, y nunca modelos rígidos mecanicistas. Un segundo aspecto destacable en la toma de posición microhistórica es la influencia recogida directamente de la antropología fenomenológica del Clifford Geertz de La interpretación de las culturas (Geertz 1988). Hecho también atribuible a la ya aludida «historia cultural». El modelo teóricamente débil de la «descripción densa» de este autor, el cual entiende su trabajo como el registro de redes de significación en contextos sociales de interacción simbólica en constante flujo y variación, es decisivo para esta nueva historia postmoderna. La teoría queda, por tanto, reducida a una mera translación al lenguaje académico de los resultados de una experiencia investigadora muy pegada a la práctica y al contexto interpretativo específico donde se sitúe dicho trabajo. Un relativismo que el propio Geertz asumía, más bien, como «anti-antirrelativismo», como el rechazo de constantes formales, evolutivas y operativas que, en nombre de una razón sustantiva, sólo suponen la superioridad etnocentrista de la civilización occidental sobre el resto de culturas. Por último, como se desprende de todo lo anterior, el concepto de «contexto» alcanza aquí una nueva dimensión. Éste ya no se percibe como estructura social dada, sino como marco socio-histórico hallado en el juego variable de conexiones intersubjetivas cambiantes no necesarias.

En resumen, estamos ante una historiografía que renuncia a las clásicas visiones globales de conjunto para realizarse en la contemplación de lo local. Que desecha las estructuras y coloca a los sujetos anónimos en el papel concreto que desempeñan dentro del contexto al que pertenecen en tensión con sus propios intereses. Que desencadena una renovación de las técnicas expositivas del relato. Pero no ya desde esa legitimación positivista que convertía a los grandes hombres en sujetos transcendentes reales inscritos en un plan superior y objetivo de la historia. Desaparecen tales pretensiones de verdad. Estamos ante una historia «débil». A la vez que el propio sujeto se desubjetiviza, aquí la técnica narrativa responde a la simple necesidad, en la que insiste Hayden White, de percibir la realidad en su conformación coherente con principio y fin. La narración, pues, como aparato semiótico que dota a los hechos, desde su similitud y contiguidad, de un orden común instalado en el tiempo, donde lo supuestamente real se presenta como deseable y concebible en su consumación (White 1992). Como señala Manuel Cruz, haciéndose eco de la obra de Ricoeur, «el correlato más próximo, que probablemente sería 'contar las cosas tal como son', debe ser sustituido por este otro, sólo en apariencia más modesto: 'contar las cosas tal como nos pasan'» (Cruz 1991: 163). Desplazado el progreso del eje de descripción de lo social en el tiempo, anulado el principio de conocimiento racional absoluto de la realidad, la interpretación hermenéutica se convierte en un nuevo modo de ser-en-el-mundo. Siendo cada hecho susceptible de ser liberado desde cualquier sistema simbólico en su sentido no predeterminado, no parece quedar alternativa a los intentos de traslación fenomenológica de significados de una comunidad discursiva a otra. Pero ello va acompañado de una nueva concepción colectiva del tiempo que suprime la historia universal como perspectiva de lo social. A la condición postmoderna, testimoniada en esta nueva historiografía, le corresponde, pues, una nueva forma de pensar lo temporal que altera los problemas de la legitimidad y el cambio. El periodo premoderno se situaba en la perspectiva de la lógica de la repetición, encontrando su legitimación en un acto fundacional originario reproducido ritualmente: el tiempo como eternidad. La época moderna se había situado no en la perspectiva de un pasado definitivo continuamente actualizado, sino en los parámetros de un ideal realizable en el futuro, encontrando la comunidad su legitimación en lo que quería llegar a ser, en la realización de un proyecto total: el tiempo como progreso. Estoy con Antonio Campillo al atribuir a la postmodernidad una categoría temporal específica: la variación (Campillo 1995). Al no existir ya jerarquías de perfección, ante la desaparición de la centralidad de la referencia, las diferencias no pueden ser pensadas en virtud de la relación que puedan guardar con la identidad. No hay soluciones para el problema de la oposición entre sujeto e historia. Es más, éste deja de ser un problema, puesto que desaparecen los esquemas simbólicos desde los que era percibido como tal.

Se impone, por tanto, un tiempo pluridimensional, ambiguo, reversible, polivalente, atemporal: el no-tiempo. Y pienso que este nuevo modo de aprehender la instalación de lo social en el tiempo encuentra su modelo en la ubicuidad e instantaneidad de la arquitectura flexible e inmaterial de las nuevas tecnologías de la comunicación informática planetaria. La aceleración de los intercambios comunicativos supone la propia aceleración de los acontecimientos hasta el punto de producirse su propia reversión, su autoanulación antes de consumarse. Podemos hablar de un auténtico paradigma de la comunicación porque, en su actual conformación global, es la que determina una nueva existencia humana desprendida del sentido de la orientación proyectiva en el tiempo. Ya no parece posible la afirmación de Askin en el sentido de que «tender hacia el futuro es crear ese futuro. El movimiento hacia el futuro es el proceso de su creación y realización» (Askin 1979: 155). Como argumenta Baudrillard, desde su radicalismo extremo, «es el fin de la linealidad. En esta perspectiva, el futuro ya no existe. Pero si ya no hay futuro, tampoco hay fin. Por lo tanto ni siquiera se trata del fin de la historia» (Baudrillard 1995: 24). Este autor nos sitúa en la reversión de una modernidad aniquilada por anticipación de su propia finalidad. No obstante, quizá podamos seguir percibiendo el flujo creciente de los acontecimientos, que Baudrillard declara en huelga. Pero de lo que sí estamos prescindiendo es de la capacidad de proyectar el cambio, la transformación revolucionaria de la realidad social. La pérdida de la conciencia colectiva de la duración implica la conciencia colectiva del no-cambio, lo cual conduce fenomenológicamente hacia el no-cambio real, hacia la congelación y perpetuación de un cierto orden establecido. Un claro síntoma de ello es la creciente esterilización del vocabulario del que hacen gala estas nuevas historiografías donde los conceptos relativos a la conflictividad social han dejado su lugar a una peligrosa «neutralidad», al nuevo conservadurismo de lo «políticamente correcto». El fin del proyecto unitario moderno en torno a la idea de progreso ha culminado, no obstante, en su consolidación parcial. La que hace referencia al triunfo de la lógica expansiva y dominadora del desarrollo técnico-científico del capitalismo. Los que han sido aniquilados son los demás aspectos que venían a completar la idea: bienestar material humano universal, libertad política en una sociedad civil plenamente constituida, principios de justicia e igualdad, etc. Por eso, autores como Fontana piensan el fin de la historia como consecuencia del éxito de una versión equivocada de la idea conectada al esquema omnímodo del crecimiento económico, el cual arrastró consigo al comunismo fracasado (Fontana 1992). Y por lo mismo, cree en una posible reconsideración del proyecto desde planteamientos más auténticamente sociales. Mientras tanto, estamos ante la perpetuación de un orden donde el conflicto de los «diferendos» se salda con la victoria hegemónica de un determinado régimen de discurso: el de la explotación, la dominación, la estimulación mediática de un consumismo alienador que sumerge al sujeto a la baja en una ilusión anestésica, paralizadora.

Esta situación viene siendo objeto de diversas tomas de posición. Por una parte, el fracaso del proyecto moderno está estimulando hoy día un cierto intento de retorno a lo sagrado, a la remitificación expresa del sentido de la vida humana. Tal actitud invocadora de lo premoderno es la que se encuentra en autores como David Lyon, la cual descarto (Lyon 1996). Recurrencia a motivos premodernos que, al fin y al cabo, no pueden escapar de la propia condición postmoderna. Lo cual nos lleva, por otra parte, al otro extremo del entusiasmo emancipador que Gianni Vattimo experimenta ante el estallido de la pluralidad en su «sociedad transparente» (Vattimo 1994). Pero, pienso que, tras la aparente liberación que se celebra debido a los efectos desarraigadores del fin de la historia y de la explosión de lo local, el proceso de erosión implacable del principio de realidad que se presupone será la oportunidad para fenómenos de control social más efectivos por su propia oscuridad panóptica. Así, no parece quedar otro camino que el de los intentos de reconstrucción de una determinada idea de modernidad desde ángulos que integren los efectos insoslayables de la postmodernidad. En esa situación se encontraría la propuesta de Habermas en el sentido de imponer un verdadero interés emancipador frente al interés práctico e instrumental de la racionalidad práctica del capitalismo tardío. Ésta quedaría sustituida por la autorreflexión, por la «acción comunicativa» integradora de las diferencias desde criterios autovalidados de objetividad dentro de un espacio de auténtico intercambio simbólico (Habermas 1991). Ello conlleva muchas dudas, pero, pienso que en el plano de las ciencias sociales, en general, y de la historia, en particular, quizá sean reclamables cierta conservación de los protocolos racionalistas de verdad y el restablecimiento de un compromiso moral de naturaleza ilustrada sobre nuevas bases. Se plantea la urgencia de un nuevo programa de la objetividad. A éste responden Appleby, Hunt y Jacob en su trabajo colectivo, ya citado, La verdad sobre la historia. Se trata de la propuesta de un realismo pragmático que sea capaz de conciliar la explicación causal con la interpretación hermenéutica. Entendiendo que la objetividad, propiedad del objeto, es la que incita la proyección de la subjetividad sobre éste, aquélla permitirá tanto las diferencias interpretativas excluyentes, como la diversidad de perspectivas dentro de un marco discursivo donde sí es posible la inclusión. Es la proposición, pues, de un modo de autoconocimiento a través del otro que no impida, en el marco del respeto de la diversidad cultural, la elaboración de ciertas visiones de conjunto sin las cuales el compromiso social de la historia sería imposible. Existe, por consiguiente, la posibilidad de revitalizar una conciencia histórica crítica que se ponga al servicio del desenmascaramiento de los dispositivos de saber-poder que impregnan los discursos enfrentados; que haga de la genealogía una labor útil de cara a la conservación de la memoria colectiva. Las autoras americanas aluden a esto recordando que Milan Kundera situaba la lucha del pueblo contra el poder en la lucha de la memoria contra el olvido. Y concluyen: «para los historiadores, la lucha de la memoria contra el olvido también involucra al poder, pero en su caso es el poder para resistir dudas debilitantes acerca de la cognoscibilidad del pasado, acerca de la realidad de lo olvidado» (Appleby, Hunt y Jacob 1998: 253).

Asumo los argumentos centrales de las críticas postmodernistas contra los absolutismos encerrados en la idea de modernidad. Pero, comienzo a comprender que la radicalización de las posturas amenaza con introducirnos en absolutismos más paralizantes. Se plantea, por decirlo de este modo, el juego borgiano de «Los dos reyes y los dos laberintos». El laberinto de la «confusión y la maravilla» del rey de Babilonia -el modernismo- va siendo superado por ese otro laberinto, sin «escaleras, puertas y muros», del desierto del rey árabe: el postmodernismo (9). La salida sólo puede ser el establecimiento de una estrategia activa de la resistencia, una estrategia de la confrontación, de la búsqueda incesante de contradicciones dentro de un régimen de discurso al interior del cual sí me parece posible un diálogo entre la verdad y la mentira, entre el objeto y su representación, con independencia del relativismo asumible fuera de ese discurso. Aludo a una «guerra» abierta entre perspectivas encontradas en relación con los objetos configurados por un mismo orden discursivo. Pienso que esta cultura del «simulacro» presenta intersticios desde los que se puede penetrar siempre que se adopte una posición determinada. Tras los regímenes de frases lanzados por el poder se esconden correspondencias descifrables entre lo verdadero y lo falso que proyectan sombras sobre las verdaderas relaciones entre medios y fines. Creo que es posible distinguir niveles de apariencia y realidad en la conexión entre las prácticas concretas y los discursos que las generan. Son las víctimas reales de la última guerra de Kosovo las que deslegitiman, por ejemplo, los principios justificadores desde los que se ha situado la acción bélica de la fuerzas internacionales de la OTAN (Petras 1999). El sistema de cobertura mediática de los acontecimientos -como, también, se puso de manifiesto en la «Guerra del Golfo»- sí corresponde al ámbito del «simulacro»; la realidad insultante de los muertos, cuya presencia se puede contrastar, no. Ellos atacan con señales televisivas y con bombas, pero nosotros podemos atacar con otras armas: la toma de partido mediante el desmantelamiento crítico y riguroso de las contradicciones entre la realidad como ilusión manufacturada y la realidad como sistema «real» de relaciones de poder captadas simbólicamente.

Por tanto, aun plenamente inmersa en los terrenos fangosos y movedizos del lenguaje, la historia no debe dar la espalda a la acción, a las prácticas, a los acontecimientos como indicios de los conflictos que realmente acucian al hombre en su situación socio-histórica particular. Esta estrategia de la confrontación podría, incluso, ser más ambiciosa. Un discurso sólo se combate con otro discurso capaz de englobar al otro en sus categorías. Admitiendo los sesgos subjetivos e ideológicos que toda teoría social conlleva, Manuel Cruz indica que «entre dos teorías sociales antagónicas, el primer paso para saber cuál de las dos tiene un valor científico mayor es preguntarse cuál de las dos permite comprender a la otra como fenómeno social y humano y hacer patentes, a través de una crítica inmanente, sus consecuencias y límites» (Cruz 1991: 146). Pero, también, una acción sólo se combate con otra acción. La que generaría, como respuesta, la imposición de un discurso alternativo, cuya relativa, y nunca definitiva, superioridad residiese en esa capacidad hacia la que apunto. Sólo así será posible proyectar en la conciencia colectiva mundos diferentes más deseables. ¿Cuál sería ese nuevo marco teórico desde el que proceder? Su construcción es una tarea pendiente que ha de estar abierta a todo aquello que pueda satisfacer los objetivos planteados, con independencia de su origen intelectual. En tanto aceptemos el fin de los absolutismos de cualquier signo, debe ser una auténtica tarea intertextual en conexión con fines de auténtica naturaleza emancipadora. En este sentido, prescindiendo de prejuicios académicos instrumentalizados políticamente, y desechando toda versión «catequística» y ortodoxa del marxismo fracasado, creo que no será una labor estéril, entre muchas otras, insisto, integrar en ese trabajo heterogéneo una relectura, adaptada a los nuevos tiempos, de la obra personal del Marx maduro. Pienso, con otros autores, que en ella quizá no encontremos lo que muchos han creído ver hasta ahora: un inútil determinismo metafísico economicista unilineal, de raíz hegeliana. A lo mejor se nos desvela un compromiso no dogmático con el problema de la emancipación humana en las sociedades industriales. Un compromiso en virtud de un realismo práctico abierto a las posibilidades concretas que cada circunstancia social específica ofrezca (10). Al fin y al cabo, ha de reivindicarse la utopía. Opino que la salud de una sociedad debe basarse en su capacidad para seguir proyectando universos simbólicos renovadores. Se trata, en definitiva, de recuperar la historia y de ir perfilando procesos de transformación social habilitadores de las mayorías silenciosas. La historia ha de reconstituirse desde su originaria lucha contra el poder; debe ser fundamentalmente utópica. El poder, por naturaleza, aspira a la permanencia; la historia, ante todo, ha de ser energía renovadora. Predisposición al cambio. 



Notas

1. Josep Fontana considera que toda visión global de la historia se estructura en torno a tres elementos solidarios entre sí: descripción genealógica del presente -historia-, explicación racional de las relaciones sociales -economía política-, y proyección hacia el futuro -proyecto social. Las conexiones e interferencias entre estos tres aspectos dependerá del vínculo legitimador o revolucionario que el discurso historiográfico pueda tener con respecto al orden establecido en un momento histórico dado (Fontana 1982).

2. Para un acercamiento general al panorama actual de la historiografía, puede consultarse la obra de Julio Aróstegui La investigación histórica: teoría y método (Aróstegui 1995). También, Los caminos de la historia. Cuestiones de historiografía y método (Hernández Sandoica 1995).

3. Esto, en todo caso, nos llevará a considerar la evolución de la ciencia desde la perspectiva de La estructura de las revoluciones científicas de Thomas S. Kuhn. En ella el autor consagró el concepto de paradigmas como: «realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones de una comunidad científica» (Kuhn 1984: 13). Se trata de una noción que sirvió para sustituir la visión acumulativa de la historia de la ciencia por un nuevo esquema basado en las rupturas y las discontinuidades. Es evidente que la actitud de Kuhn en relación con la evolución histórica de la ciencia es fiel reflejo de la crisis de la idea de progreso que aquí se está tratando.

4. Creo que, desde la perspectiva de la absoluta independencia material que en las épocas premodernas vinculaba al hombre con la naturaleza, esta concepción de un tiempo cíclico y eterno respondía al modelo impuesto por la directa y cotidiana percepción de los ritmos cíclicos naturales y astronómicos. Ello sería incompatible con la construcción simbólica de un tiempo específicamente humano, totalmente liberado de la soberanía del tiempo cósmico. Los nuevos condicionamientos materiales derivados de la industrialización alienta, por tanto, la posibilidad de la elaboración colectiva de un discurso humano del tiempo desprendido del marco natural preindustrial.

5. No creo que sea necesario insistir en las aportaciones decisivas que, en lo referente a la definición y crisis de las metanarraciones emancipadoras y especulativas, ofreció ya hace tiempo Lyotard en una obra tan conocida como decisiva para la nueva época como La condición postmoderna. Informe sobre el saber (Lyotard 1989).

6. Citado por Juan Ignacio Ruiz de la Peña, en Introducción al estudio de la Edad Media (Ruiz de la Peña 1987: 132).

7. Hago alusión a la obra de Bauman Intimations of postmodernity, citada en Postmodernidad de David Lyon (1996).

8. Recordemos que la historia social de la cultura de Annales atribuía actitudes y comportamientos predeterminados a los individuos, de acuerdo con adscripción a un grupo socio-profesional concreto. En cambio, esta historia cultural de lo social procede de manera mucho menos estática. Las respuestas del sujeto están mediatizadas por una multiplicidad de factores circunstanciales que sitúan aquél en una red de interacciones sociales más complejas: «pertenencias sexuales o generacionales, las adhesiones religiosas, las tradiciones educativas, las solidaridades territoriales, las costumbres de profesión» (Chartier 1995: 54).

9. Cito el relato de «Los dos reyes y los dos laberintos», recogido en el célebre libro El Aleph .

10. También, en este sentido me tengo que referir a las obras ya citadas de Fontana (1982; 1992). Del mismo modo, al capítulo VII, «Sobre la dificultad de (no) ser marxista», del libro, también señalado, de Manuel Cruz (1991).



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Nota
. Comunicación presentada en el VIII Simposio Internacional de la Asociación Andaluza de Semiótica, «Más allá de un milenio: globalización, identidades y universos simbólicos». Huelva, Universidad Internacional de Andalucía, sede de La Rábida, 16-18 de septiembre de 1999.


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