Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1995, 11, artículo 07 · http://hdl.handle.net/10481/13613
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Publicado: 1995-06
Culminación del curso vital. Para una antropogerontología
Culmination of the life cycle: an anthropo-gerontology

Pedro Gómez García
Profesor Titular. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.
pgomez@ugr.es


RESUMEN
Del problema de la edad individual se han ocupado tradicionalmente la psicología evolutiva y la antropología psicológica, marcando en menor o mayor grado la impronta de la configuración cultural de cada grado de edad. Hoy, dada la creciente importancia demográfica --y no sólo-- de los ancianos en las sociedades industriales, está aumentando el interés por el estudio de la fase culminatoria del «ciclo vital», desde la gerontología social y desde (si se permite la denominación) la antropogerontología. Se trata de avanzar en una comprensión de la vejez en una perspectiva antropológica compleja, por referencia a la naturaleza humana, a la diversidad de sistemas culturales que la conforman y a la experiencia psicoindividual. ¿Qué modelo antroposocial prevalece en nuestra sociedad, a la hora de afrontar el envejecimiento y dar un sentido a la vida y la muerte?

ABSTRACT
Traditionally, evolutionary psychology and psychological anthropology have been occupied with the problem of age, defining to a greater or lesser degree the cultural configuration of each stage of maturity. Today, given the growing demographic -and not only demographic- importance of the elderly in industrial societies, interest is increasing for the study of the final phase of the «life cycle», from the social gerontology and (if this denomination is allowed) the anthropo-gerontology perspectives. It is necessary to improve our understanding of age from a complex anthropological perspective, from a framework of human nature, an understanding that encompasses psycho-individual experiences and the systems of diverse cultures. What anthroposocial model prevails in our society when we must confront aging and give meaning to life and death?

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
ciclo vital | curso vital | envejecimiento | antropogerontología | modelos de ancianidad | life cycle | life course | aging | anthropo-gerontology | old age models


El itinerario de las edades de la vida se suele designar como «ciclo vital». Más bien habría que denominarlo curso vital, porque la idea de ciclo o círculo no parece ajustada para ese camino que nadie puede repetir circularmente, que es irreversible para cada individuo. A grandes rasgos, el itinerario vital discurre a lo largo de una serie de etapas. Las más importantes parecen ser estas cuatro: infancia, adolescencia, adultez, vejez. Al estudio de estas etapas y de las transiciones de una a otra se han aplicado perspectivas biológicas, sociológicas, psicológicas, etnológicas...

La observación social nos hace ver la existencia de diversas edades o etapas de la vida y la existencia de ritos que marcan el inicio de cada una de esas etapas, y que le confiere su sentido inseparablemente individual y social: Ritos en el momento del nacimiento, del matrimonio y de la muerte, que han tenido gran arraigo en las costumbres populares.

Los sacramentos de la iglesia católica están concebidos con esa misma intención de consagrar los momentos primordiales de la vida, que significan un cambio o un tránsito: Bautismo de los recién nacidos; comunión en la segunda infancia; confirmación en la adolescencia; matrimonio (o profesión religiosa, u orden sacerdotal) para la adultez; unción de los enfermos; misa de difuntos.

Ahora bien, ni todas las sociedades ni todas las religiones marcan el mismo número de fases ni les otorgan la misma importancia. Así nos lo enseña la antropología.

La aportación específica de la antropología está en el enfoque transcultural, es decir, en el estudio comparativo intercultural de la evolución del curso vital, en cuanto dependiente de la etnicidad y el proceso de socialización o endoculturación.

El principio general es que cada cultura, tomando en consideración ciertos elementos básicos de naturaleza biológica (aquí, el dato de la edad), los reconoce explícitamente y los utiliza y modela socialmente, asignándoles derechos y deberes, tareas, privilegios, un sentido.

En líneas generales, podemos describir un esquema cuádruple (infancia- adolescencia-adultez-vejez), de modo descriptivo y provisional, sin prejuzgar que ni su número, ni su duración ni su contenido es universal (puede encontrarse una exposición mejor articulada de las «pautas culturales del ciclo vital» en DeVos 1980: 54-82):

La infancia está vinculada obviamente al nacimiento y a la madre. El nacimiento es el paso de la vida intrauterina al mundo individual y social. Pero cada cultura lo conforma e interpreta. Entre nosotros, el recién nacido no es persona hasta transcurridas las primeras 24 horas, y sólo entonces puede inscribirse en el registro civil. Entre los swazi de Suráfrica, el bebé es una «cosa» durante los tres primeros meses de vida, pues, dado el alto índice de mortalidad infantil, no se sabe si sobrevivirá; si supera los tres meses, se le pone nombre, realizando un rito de acogida en comunidad. En otras culturas, la recién parida y el recién nacido viven al margen de la vida social durante el puerperio, para luego reintegrarse a la sociedad mediante ritos de purificación. Se cuenta que en la Grecia clásica, los hijos de los aristócratas permanecían en el gineceo, con las mujeres, hasta los siete años, edad a la que eran presentados a su padre.

El fin de la primera niñez, entre 5 y 7 años, aparece marcado en numerosas culturas. Nosotros decimos que alcanzan el «uso de razón»; a partir de esa edad hacen la primera comunión. En sociedades preestatales, es frecuente que por esa edad haya ritos de iniciación o comienzos del aprendizaje de alguna tarea u oficio: Los indios mixteca de México consideran que ya se hacen «adultos». Los icholi de Uganda, a esa edad, empiezan a ayudar en el trabajo, como pastores o como sirvientes. El trabajo infantil ha existido hasta no hace tanto en nuestra sociedad, y hoy en el mundo hay cientos de millones de niños que trabajan.

La adolescencia, desde los 12 años hasta la inserción como miembro de pleno derecho en la sociedad, constituye otra fase, más o menos larga, que suele desembocar en el casamiento y el desempeño de una actividad adulta (trabajo). La adolescencia es como una preparación para la adultez, y antropológicamente se entiende como una iniciación o transición hacia la vida adulta.

Puede ser muy breve, o prolongarse enormemente, como ocurre en nuestro medio, por los estudios y la dependencia de los padres por falta de trabajo. En algunas culturas, pasada la pubertad y llegada la edad núbil, casi inmediatamente se contrae matrimonio y se realiza el tránsito a la plena incorporación social. En las culturas preindustriales, los adolescentes se iniciaban en los trabajos agrícolas y ganaderos, como aprendices en los oficios artesanales, como pajes, escuderos, sirvientes, recaderos.

Al parecer la inflexión más valorada y más universalmente reconocida es la que se establece entre la adolescencia y la edad adulta; se marca con rituales de paso (estudiados en la obra clásica de Arnold van Gennep).

El rito de paso, conforme al esquema gennepiano, comprende tres fases, que son separación-liminaridad-reincorporación:

1º. La separación supone una experiencia dolorosa (en los varones: circuncisión, incisiones, tatuajes, rapado del cabello, heridas simbólicas, etc.; en las hembras, al llegar la menarquía, se recluyen en soledad, etc.). Se trata de desconectarlos del entorno materno.

2º. La liminaridad, viviendo un tiempo, quizá algunos meses, al margen, para ser puestos a prueba e iniciados para la vida que les aguarda. A los niños se les instruye en la sexualidad y en las técnicas de caza y de guerra, por ejemplo. A las niñas se les enseña los secretos de la reproducción y las técnicas agrícolas, ganaderas y domésticas. Así se transmiten las tradiciones y se preparan los ánimos para asumir las cargas de la vida.

3º. La reincorporación a la sociedad consiste en desempeñar en nuevo papel. A veces, se celebra en ese momento el matrimonio.

En nuestra sociedad, los ritos iniciáticos siguen existiendo: los estudios, el noviazgo, el servicio militar, sacar el permiso de conducir, presentarse a oposiciones...

En tercer término, la adultez supone tomar posesión de la plena madurez personal y social. Generalmente se inicia al contraer matrimonio o al tener el primer hijo, con la formación de la familia propia, la incardinación en un trabajo, la asunción de un estado, la participación en la vida sociopolítica y la adopción de una mentalidad responsable y autónoma con respecto a la familia de origen.

Suele girar en torno a la familia, el trabajo y la política.

Por último, la vejez o ancianidad representa la cuarta edad (más que la «tercera»). Como las fases precedentes, tampoco tiene el mismo significado en las distintas culturas. Muy genéricamente alude a los muchos años y a la fase final de la vida. Pero la edad no son sólo los años. No está tan claro cuántos son muchos años, ni tampoco el contenido de esa última etapa biográfica.

La vejez no tiene por qué ir asociada a la idea de retiro o de jubilación, cosa exclusiva de sociedad industrial, y cuya datación a los 65 años es arbitraria. En general, la edad hábil en la familia, el trabajo y la política se ha prolongado hasta la muerte o sus vísperas, siendo los viejos seniles e inhabilitados un grupo escaso y marginal.

En los nómadas recolectores y cazadores, los ancianos gozan de prestigio, son respetados y se les cuida, siempre que las condiciones de vida lo permiten, en los campamentos temporales. Si las condiciones son pésimas, pueden ser abandonados.

En las sociedades tribales, los ancianos mantienen el máximo rango en las familias y los clanes. Su consejo gobierna la vida colectiva. Compensan la disminución de sus fuerzas físicas con la sabiduría necesaria para conservar la cultura y la integración del grupo. Los ancianos suelen disfrutar de privilegios, como en algunas tribus australianas, donde se piensa que el saber y el poder mágico aumenta con la edad. Entre los gitanos, el anciano conserva su autoridad y es tratado con respeto. No obstante, en otras culturas, puede haber excepciones ligadas a una mezcla de funcionalidad y creencias exóticas: por ejemplo, en ciertos pueblos belicosos, los jefes eran ejecutados tan pronto daba señales de flaqueza y falta de vigor.

En las sociedades clasistas, sólo los ancianos ricos y poderosos han podido proseguir hasta el final una vida acomodada. Los campesinos pobres que han llegado a viejos han soportado una dura vida de privaciones, salvo que contaran con el soporte de los hijos. No han tenido protección social.

Por otro lado, sólo en las sociedades modernas han segregado una vejez marginal y han construido asilos, y por contraste son ahora las más obsesionadas por la ancianidad: Porque la jubilación impuesta con tantos años y la longevidad (debida a la higiene y a la mejor alimentación) van a hacer aumentar la clase anciana hasta el 20% de la población. Para el año 2000, los países desarrollados, con un 20% de la población mundial, van a tener el 43% de los viejos del mundo. Esto plantea toda una problemática relativa a la subcultura de las personas mayores, desvinculadas del protagonismo familiar y laboral, que cuentan con menos dinero y más tiempo libre. Además, el voto de los jubilados crece en importancia para los políticos, que se preocupan entonces por las pensiones, la asistencia a la llamada «tercera edad».
 

POBLACIÓN MUNDIAL: GRUPOS DE EDAD
Evolución entre 1975 y 2000
(millones de habitantes)

Total 1975 2000
1975 2000 0-14 15-64 65 + 0-14 15-64 65 +
TOTAL MUNDIAL
   % por grupo
4.090 6.351 1.505 2.368 217 2.055 3.906 390


37% 58% 5% 32% 62% 6%
«Norte» desarrollado
   % por grupo
1.131 1.323 281 731 119 297 859 167


25% 65% 10% 22% 65% 13%
«Sur» subdesarrollado
   % por grupo
2.959 5.028 1.224 1.637 98 1.758 3.047 223


81% 55% 3% 35% 61% 4%

La muerte marca el final del curso vital. Es interpretada culturalmente como un tránsito y acompañada de rituales funerarios y frecuentemente de creencias en una vida más allá. Abundan costumbres de duelo, luto, y diversas formas que conservar el recuerdo de los difuntos y de dar culto a los antepasados, o bien de olvidarlos y mantenerlos lejos de los asuntos de este mundo.

Conformación compleja del curso vital

La gran variabilidad de secuencias vitales se explica por la complejidad de la conformación de la edad y del curso vital, en la que se conjugan dimensiones dispares.

Hay una edad cronológica y biológica (que tampoco es del todo coincidente: con el mismo número de años uno puede estar más o menos joven biológicamente hablando). La funcionalidad genital, menarquía y eyaculación, puede presentarse más precoz o más tardía. El matrimonio puede llevarse a cabo a los 14 años en algunas culturas, o en torno a los 25 años. La esperanza de vida puede oscilar enormemente de una sociedad a otra, entre los 30 y los 80 años. A comienzos de nuestra era, en el Imperio Romano, estaba en torno a los 35 años; la vejez era más bien rara. En la raíz, encontramos una clave genética. Se habla de «relojes» biológicos, genéticamente programados, codificados en el genoma humano (como en cualquier otra especie viva); pero lo cierto es que pueden adelantarse o atrasarse, según el medio ecológico y el modo de vida, dentro de unos límites quizá no definitivamente fijados.

Hay también una edad psicológica o mental. Jean Piaget (1966 y 1970) estudió la génesis de las estructuras cognitivas. Otros han descrito el desarrollo emocional, como hizo Erik H. Erikson (1968) señalando ocho fases, conforme al grado de autonomía, la responsabilidad y la identidad del sujeto. Pero, en realidad, más allá de cierta predeterminación biológica, la experiencia psíquica es psicosocial, esto es, depende de los patrones culturales, de las etapas que jalonan el curso vital. Aquí entran en juego otros «relojes», exteriores a la información genética, de carácter sociocultural. Se da una configuración cultural del desarrollo psicológico, que necesariamente requiere un contexto social.

Por último, hay una edad sociocultural, socialmente organizada, teniendo en cuenta variables dadas biológicamente y psicológicamente. Cada cultura instaura su propia secuencia de fases, cronometra la vida, asignándole a cada fase diferentes papeles, y dando lugar a peculiares subculturas.

La antropología del desarrollo individual se interesa en el estudio de la «cultura» (mejor subcultura) propia de cada edad: la cultura de la infancia, la cultura de la adolescencia, la cultura de la adultez, la cultura de la ancianidad --como se estudian la culturas del trabajo, según el oficio, o las culturas del género, según el sexo, etcétera--.

Se suelen utilizar las categorías de «grado de edad» y «clase o grupo de edad». Se llama grado de edad a cada una de las etapas del curso vital establecido, con sus derechos y obligaciones. Mientras que el grupo de edad se refiere al conjunto de individuos que, en un momento dado, se encuentran en un grado de edad; a veces forman agrupaciones o asociaciones propias del grado de edad, con denominaciones, distintivos, vestimentas y ceremonias. Cada grupo de edad va atravesando sucesivamente por la serie de grados de edad.

Cada cultura establece su periodización del itinerario vital. La secuencia es variable entre unas culturas y otras, y en el seno de una misma cultura a lo largo del tiempo.

El análisis comparativo pone de manifiesto cómo la cultura construye, determina y configura socialmente múltiples diferencias relativas a la edad: Diferencias en el número de etapas sucesivas y discontinuas; en el momento de inicio y en la duración cronológica; en las normas y papeles sociales propios de cada edad; en la concepción, las actitudes y los sentimientos inducidos; en las pautas de salud, morbilidad y mortalidad.

El número de grados de edad varía mucho de una sociedad a otra. Por ejemplo: La secuencia mínima diferencia niñez-adultez, señalando el paso a la edad adulta. La mayoría de las secuencias implantan un número mayor: Los masai de Kenia distinguen, para los varones: adolescentes sin circuncidar, jóvenes circuncidados, hombres casados. Pero sus colindantes, los nandi, establecen hasta siete grados de edad. La secuencia clásica romana, recogida por Cicerón en su obra De senectute, reconoce infancia-juventud-senectud. También los gusii, pueblo del este de África Central, cuentan con tres fases, pero muy heterogéneas, pues a los ocho o nueve años empieza la juventud y a los trece o catorce la plena adultez. A los ocho o nueve años se someten a la iniciación de la pubertad; niños y niñas se someten a ritos que conllevan respectivamente la circuncisión y la clitoridectomía; dejan de ser «niños pequeños» para ser «hombre joven» y «mujer joven», y empezar a vivir en plan adulto:

Entre los gusii, las niñas, una vez iniciadas (...), se espera de ellas que sean pulcras y vayan bien arregladas en vistas al matrimonio dentro de pocos años. Establecen relaciones próximas con otras niñas iniciadas el mismo año, y trabajan y van al mercado juntas. Los niños, después de la iniciación, asumen las responsabilidades adultas. Antes de la iniciación ya se unían a otros adultos en la defensa de los rebaños de ganado así como en las incursiones. Después de la iniciación van a trabajar a las plantaciones de té o a la ciudad. Transitan permanentemente entre la casa de su madre y su propia choza, situada en las inmediaciones, y se convierten en 'hombres jóvenes' (omomura. Se espera de ellos que sean más respetuosos y obedientes con sus padres que durante los alocados años que precedieron a la iniciación (DeVos 1980: 49).

La salida de una fase y la entrada en otra se conceptualiza como «tránsito», marcado por ritos de paso y de iniciación, que no son sino procesos de endoculturación. Existen además rituales de estado y papel social, característicos de cada grado de edad. La estructura social impone a cada fase tiene su iniciación, sus atributos y comportamientos sociales, incluso su sintomatología, su patología y su terapia indicada.

El problema de la edad, y de las etapas del curso vital, debe entenderse no desde un enfoque unilateral, sino multidimensional y complejo. Por tanto, no al reduccionismo cronológico (el número de años). No al reduccionismo biopsicológico, que ha trazado estadios de desarrollo muy rígidos y supuestamente universales o pretendidamente determinados por los genes. Tampoco se trata, claro está, de reducirlo todo a influencia cultural... La clave está en las interrelaciones entre todos esos factores.

Como señala George DeVos, la personalidad humana, que va cambiando constantemente, combina en sí tres aspectos íntimamente relacionados: «El yo cambiante posee tres componentes: la fase fisiológica o de maduración, las estructuras psicológicas internas, y las definiciones sociales de los estatus y roles del individuo» (DeVos 1980: 25).

Es necesario pensar el bucle recursivo:

Podemos representarlo mediante este triángulo:

Estos tres niveles de análisis suponen, cada uno, su propia dinámica subyacente al comportamiento y su específica transformación en el tiempo. El plano biológico entraña una dinámica genética, fisiológica, de mecanismos biopsicológicos; su transformación temporal consiste en el proceso de maduración orgánica. El plano psicológico pone en acción mecanismos de adecuación y mecanismos de defensa, en un proceso de desarrollo psicosocial, mediante asimilación cognitiva y acomodación (según Piaget), y mediante crisis libidinales (según Erikson). Y, en fin, el plano social/cultural moviliza mecanismos de interacción adaptativa y promueve las transiciones temporales por medio de los ritos de paso.

Los tres niveles, que abarcan a su vez una pluralidad de variables, constituyen dimensiones interdependientes, en un proceso causal complejo. Pero la correspondencia entre características biológicas, psicológicas y sociológicas no es estricta ni necesaria. Ninguna de ellas determina linealmente a las restantes. No hay paralelismo, ni sincronía entre ellas. Hay umbrales de indeterminación. Y es esto lo que permite las diferentes periodizaciones o secuencias del curso vital.

En la mayoría de los casos, las estructuras psicológicas, las facultades de maduración y las definiciones sociales varían conjuntamente, y están más o menos relacionadas entre sí. Sin embargo, el desarrollo fisiológico o psicológico no siempre concuerda con transformaciones en los roles y estatus del individuo o viceversa (DeVos 1980: 25).

Así, a muchas personas ya jubiladas sin duda no es muy apropiado considerarlos viejos. En cambio, en nuestra sociedad, a los jóvenes, fisiológicamente maduros, no los consideramos adultos. O, por ejemplo, en el medio rural tradicional de Irlanda, donde la propiedad del campo es clave para definir el estado adulto, puede haber individuos de 45 años a los que llaman «muchachos» (boys), por carecer de propiedades; por la misma razón no se les permite casarse ni asumir otras funciones del estado adulto (DeVos 1980: 70).

Generalizando, podemos afirmar que se da cierta prioridad (o determinación en última instancia) de lo biológico (geno-feno) sobre lo cultural, a lo que se impone un umbral; y prioridad de lo cultural sobre lo psíquico. Pero también, en dirección inversa: el individuo modifica la cultura, sirviéndose de las herramientas culturales; y la cultura es factor de selección y de remodelación del tipo genético (filogénesis, genotipo individual) y de ciertos rasgos fenoménicos del individuo biológico (ontogénesis, existencia como viviente).

En otras palabras, las conformación biológica y la evolución de las estructuras psicológicas son reconocidas y utilizadas por la cultura, que reproduce su organización social por medio de rituales de transición (muy elaborados en las sociedades tradicionales y a veces elusivos en la sociedad moderna). De tal modo que la adecuación psíquica y hasta la maduración biológica están influidas por el contexto cultural.

Las categorías de edad, los conceptos concretos de cada escala de grados de edad son construidos culturalmente, como modelo adaptativo al contexto social. Algunas categorías que a nosotros nos parecen evidentes y fundamentales pueden simplemente carecer de vigencia social. Según algunos especialistas, durante el medievo europeo, no existía la infancia como etapa de la vida con entidad propia, sino que los niños eran considerados pequeños adultos (citado en DeVos 1980: 74). Y este punto de vista no está tan lejano de nosotros: Sólo cuando, en el siglo XIX, cayó la demanda de mano de obra infantil y su importancia económica, y fue aumentando la asistencia a la escuela, sólo entonces se empezó a considerar a niños y adolescentes como cualitativamente distintos de los adultos y a segregarlos de las instituciones adultas. De manera semejante, hay culturas donde los viejos no existen socialmente.

En definitiva, las diferencias cronológicas o biológicas de edad unas veces sirven para la organización social y son tenidas en cuenta, y otras veces no significan nada.

La vejez, culminación del curso vital

La constitución del curso vital nos permite comprender mejor qué es la vejez, su variabilidad, sus límites y posibilidades. La vejez se presenta como la última, la etapa final, terminal, por lo que da lugar a una problemática muy peculiar y exclusiva. Recientemente ha adquirido una importancia aún mayor por su prolongación...

Como en las etapas que la preceden, en la vejez, las dimensiones constitutivas son múltiples y, por ello, deben concebirse sin reduccionismos ni simplificaciones.

La definición de la vejez, y el modo particular de combinarse lo bio-psico-socio, es diferente en cada contexto cultural; obedece a formas culturales. Depende a la vez de potenciales biológicos, genéticos. Y de disposiciones psicológicas. Y de modelos culturales. Y de condicionantes ecológicos. Comporta un estado fisiológico del organismo, un grado de desarrollo psicológico y una transición social.

De la vejez se nos ofrece un retrato triste, desolador, aun en el texto científico de la enciclopedia:

[La vejez] produce un enlentecimiento de las principales funciones vitales, a consecuencia de la aparición de procesos patológicos o simplemente del desgaste. El envejecimiento va acompañado de la aparición de una serie de signos morfológicos y funcionales, algunos muy típicos. Entre los más aparentes, destacan las arrugas cutáneas, muy constantes, la canicie y calvicie, mucho más irregulares, la disminución de la agilidad, también irregular aunque bastante constante; la progresiva limitación de la movilidad de las articulaciones; la disminución de la agudeza de los órganos de los sentidos (presbicia o vista cansada; sordera progresiva, etc.); las alteraciones intelectivas, principalmente la disminución de la memoria, etc. Incluso desde un punto de vista puramente histológico es posible apreciar el envejecimiento de un tejido. Éste es tanto más joven cuanto más rico es en células y más pobre en fibras. Los tejidos muy esclerosos (...) suelen ser propios de las personas de edad avanzada (del artículo vejez, en la Gran Enciclopedia Larousse).

Ni una sola palabra de las determinantes culturales y su incidencia en la vejez.

Cierto día le escuché a una mujer mayor: «No es la edad que uno tiene, sino el ánimo de la persona». Esto expresa que la vida intelectual, emocional y activa resulta decisiva. Pero ésta, a su vez, no siempre está en manos del individuo, sino que generalmente se mueve en el campo de condiciones impuesto socialmente.

Como en las demás etapas, el proceso de transición a la vejez, como nueva definición social del yo (cfr. DeVos 1980: 48-49) implica:

1º. El emplazamiento por parte de la sociedad, que incita a una crisis, a la necesidad imperiosa de pasar de un papel social a otro, a menudo mediante ceremonias, ritos o trámites.

2º. La transformación de la percepción de uno mismo y del mundo entorno, aparejada al nuevo papel social y al cambio de responsabilidades (nuevas que deben asumirse, o por el contrario que deben declinarse).

3º. El conflicto subjetivo que desencadena la tesitura de tener que abandonar el estado anterior y afrontar el futuro. Este conflicto se resolverá más favorablemente si el nuevo estado es más deseable y ofrece compensaciones y gratificaciones. Si ocurre al revés, el problema se agrava. De ahí la problemática de la ancianidad en una sociedad como la nuestra que la inicia con ese ritual de descenso de estatus (terminología inspirada en Victor Turner 1969) que representa la jubilación forzosa: una transición vertical hacia abajo, sin duda más traumática que los mismos achaques corporales.

El envejecimiento, la vejez y la muerte dependen en gran medida de los modelos de curso vital dominantes socialmente. Y éstos dependen a su vez de la organización del parentesco y la familia, de la estructura económica, demográfica y política, de los sistemas de creencias compartidas y del sentido/sentimiento con que se interpreta la propia vida.

Cuando predomina un tipo de familia extensa, en la que conviven estrechamente relacionadas hasta tres generaciones, el abuelo es patriarca respetado, máxime si de él depende la toma de decisiones y la economía. En cambio, en la familia nuclear el papel de los abuelos tiende a eclipsarse, tanto más cuanto más estén dispersos y lejanos los núcleos familiares.

Los ancianos con posesiones y que se reservan resortes de poder decisorio, cuyo ejemplo más claro son los gerontócratas de todas las épocas, pero no sólo ellos, nunca se jubilan; no ejercen de viejos, aunque lo sean biológicamente. Sin embargo, los parados no muy mayores y los jubilados, en nuestra sociedad, ya han recibido su condena, con suerte atenuada por pensiones y cierta atención pública. Algo mejor que el antiguo asilo, versión mitigada de la práctica de los esquimales del noroeste de Canadá: Hasta los años 1920, en las temporadas más duras, cuando escaseaba comida, los esquimales más viejos, que ya no podían seguir al grupo de cazadores, quedaban abandonados a la muerte, en ocasiones a petición propia, siguiendo una pauta social aceptada por todos. Entonces, el criterio de supervivencia se cifraba en ser capaz de valerse por sí mismo. Hoy, el estado canadiense proporciona pensiones y servicios sociales, y nadie abandona a los viejos. Lo mismo pasaba con los yakuta del noreste de Siberia: cuando el autoritario padre perdía facultades, sus hijos se repartían sus pertenencias y lo abandonaban. Algo parecido se cuenta de los sirono de la selva de Bolivia con respecto a los ancianos sin medios de subsistencia. Como caso extremo, en algunos pueblos, se ha podido eliminar directamente a los ancianos incapacitados. A pesar de todo, lo más común es acompañar a los viejos y enfermos en su infortunio y rodear su muerte con la celebración de ritos funerarios.

Por otra parte, las mitologías recubren la vida social ofreciendo multitud de significaciones con las que legitimar y sancionar las prácticas seguidas por los ancianos y las que se acometen con ellos. Uno llega a dejarse enterrar vivo, si cree a pie juntillas que así se garantiza la vida y la abundancia para la comunidad. La creencia en que esta vida ha merecido la pena, la creencia en otra vida, o en la reencarnación, o sus contrarias, no son indiferentes a la hora de definir socialmente la vejez y a la hora de encajarla personalmente.

Desde el punto de vista de la historia de las culturas, no se puede decir que haya un esquema evolucionista de las formas de concebir y vivirse la vejez. Desde la irrelevancia social al máximo rango de jerarquía, desde la eliminación o la marginalidad al cuidado más cariñoso, la condición del anciano siempre está expuesta a las inclemencias y la erosión de la vida, si es que no a la incuria de la sociedad, incluso en esta época en que constituyen cada día más una clase (de edad) ascendente. La vida cotidiana de los ancianos muestra altibajos y hasta prácticas contradictorias dentro de una misma tradición cultural. Hay leyendas esquimales muy edificantes sobre el respeto y esmero que merecen los ancianos.

Como principio general, las sociedades o las épocas con abundancia de alimentos y recursos tienden a tratar mejor a su clase anciana, atribuyéndole funciones consonantes con su edad. Así ocurrió en la antigua China, en el antiguo Israel, o en el imperio Inca. Por el contrario, las vacas flacas fácilmente significan privaciones para los niños y los viejos, y pueden conducir a formas más o menos encubiertas de geronticidio. Entonces, aunque nadie los mate físicamente, el ostracismo cae sobre ellos y la muerte social precede a la muerte biológica en la que desemboca. Tal vez, salvo en hipótesis de extrema necesidad, todo gravite sobre el grado de obligación moral por parte de la familia, de solidaridad social y de protección jurídica por parte de las instituciones públicas. Influyen más las condiciones económicas y sociopolíticas que las ideas, aunque éstas, a la larga, tienen una gran importancia para la formación de las actitudes.

Históricamente ha habido concepciones peyorativas de la vejez. El viejo ogro y la vieja bruja son estereotipos nada lejanos del desprecio, el miedo, la fealdad y hasta la malicia que hoy mismo proyectamos sobre la imagen del anciano, que en el fondo no es sino la amenaza de nuestra propia vejez. Sin embargo, también ha habido concepciones favorables de la vejez, en mitologías como la amerindia, en la tradición hebrea («Honra a tu padre y a tu madre», Éxodo 20,12), en la doctrina confuciana, etc. En la Grecia clásica, la vejez es maldita y mal vista; pero Platón elogia vivamente sus virtualidades. En la Roma antigua, el paterfamilias viejo es zaherido por sus allegados; pero Marco Tulio Cicerón escribió un tratado sobre la vejez, en el que Catón hace una auténtica apología. Durante la Edad Media, la situación de los ancianos no debió ser muy afortunada; pero el papa y doctor de la Iglesia Gregorio Magno (fines del siglo VI), en sus Diálogos, los tiene en gran consideración. Desde el Renacimiento y el humanismo, una cosa es el ideal y otra el trato real a la ancianidad. Es muy diferente ser viejo rico y ser viejo pobre, en cualquier tiempo.

En nuestro contexto más cercano, habría que examinar más detenidamente los rasgos cambiantes de la mentalidad social, los modos de actuación de la familia, y la intervención de la iglesia, el estado y el sistema médico.

La novedad más importante es el incremento demográfico de la clase de edad anciana. La conjunción de la prolongación de la vida y de la anticipación del retiro han dado nacimiento a una nueva vejez, no terminal, desconocida en casi todas las culturas, todavía mal estructurada. A lo largo del último siglo ha mejorado, gracias a ciertas instituciones caritativas, a la solidaridad social y sindical, a los seguros de desempleo, enfermedad y vejez, a los sistemas estatales de seguridad social y de servicios sociales. Pero nada de esto es irreversible. Hoy la población mayor se vuelve interesante para el mercado y onerosa para el estado. Esto entraña sus riesgos. Pues cuanto más terreno ocupe el mercado, más fácilmente se penderá sobre nuestros viejos (y sobre nosotros un día) la amenaza de que la desigualdad, la desprotección y la miseria resuciten peores tiempos pasados. La partida en juego entre valoración social positiva y negativa, entre rechazo y prestigio, permanece sin resultado decisivo.

Tres modelos posibles, ya ensayados en otras coordenadas etnográficas o históricas, se presentan ante nosotros a partir de ese momento formal de la jubilación: A) La vejez como condena (modelo esquimal), que recorta los recursos a la persona mayor, echada fuera del trabajo, fuera del afecto familiar o amistoso, empujándola insensiblemente hacia una expulsión, desintegración y muerte, más o menos camuflada. B) La vejez como retiro (modelo estatal o sindical), que garantiza ciertas prestaciones, servicios y atenciones a los ancianos, en cuanto seres improductivos, desvalidos, reducidos a una segunda infancia regresiva, cuyas dolencias hay que aliviar y cuyos ocios hay que entretener. C) La vejez como plenitud (modelo ciceroniano), que concibe al anciano como sujeto activo de su propia existencia, que queda abierta a múltiples posibilidades de realización, como una especie de segunda adultez llena de sentido, socialmente integrada y sin miedo a la muerte.




Bibliografía

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 Gazeta de Antropología