Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1992, 9, artículo 08 · http://hdl.handle.net/10481/13661
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Publicado: 1992-09
Análisis de las antiguas «Relaciones de moros y cristianos de Laroles (La Alpujarra)»
Analysis of the old «Relationships between Moors and Christians in Laroles (La Alpujarra)»

Pedro Gomez García
Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.


RESUMEN
La versión antigua, aquí transcrita y analizada, fue puesta por escrito, el año 1933, por don Antonio Gómez López (fallecido en 1981). El manuscrito fue facilitado por su nieto, Marcos Antonio Gómez Peláez, en 1990. Dicen que hubo otro texto aún más antiguo y más amplio, cuyo paradero es desconocido por el momento, también transcrito por Antonio Gómez. En la actualidad se representa en Laroles, con motivo de las fiestas en honor de san Sebastián y san Antón, una versión de moros y cristianos que acorta la segunda parte y cambia el final, asimilándolo al de las relaciones que acaban con la conversión del rey moro.

ABSTRACT
This old version, here transcribed and analyzed, was put in writing in1933 by Don Antonio Gómez López (died 1981). The manuscript was facilitated by his grandson, Marcos Antonio Gómez Peláez, in 1990. It is said that there was another even older and wider text whose whereabouts are unknown at the moment, also transcribed by Antonio Gómez. Currently in Laroles (Granada, Spain), in the fiestas in honor of Saint Sebastian and Saint Anton, a version of the Moors and Christians is represented which shortens the second part and changes the end, assimilating it into the relationships which ends with the Moorish King's conversion to Christianity.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
dramas de moros y cristianos | Laroles | Alpujarra | Granada | teatro popular | fiestas populares | Moors and Christians' drama | folk theater | popular celebrations


Transcripción textual

El manuscrito que llega a mis manos, caligrafiado en papel rayado de un antiguo libro de contabilidad y encuadernado con gruesas pastas de cartón y lomo de basta tela, se encuentra en un aceptable estado de conservación, con el desgaste propio de haber sido muy utilizado. En la portada figura el título: Relaciones de moros y cristianos del pueblo de Laroles (Las Alpujarras). La escritura del texto, aunque clara, presenta cierta confusión de lectura, debida no sólo a errores ortográficos y grafías arcaizantes, sino a ciertas palabras a primera vista ininteligibles. Todo ello pone de manifiesto fundamentalmente que las relaciones se tomaron de oídas, perdidos tal vez los textos escritos anteriormente existentes.

Para llevar a cabo la transcripción crítica del texto ha sido necesario depurarlo, sin violentarlo, a fin de volverlo aún más coherente consigo mismo. He puesto correctamente los signos de puntuación desde la primera a la última página, y he realizado una paciente labor masorética, que ha consistido en tratar de restaurar el texto escrito, obviando la laxitud ortográfica y las paronomasias, y restañando las palabras truncadas y, en lo posible, unos cuantos versos corrompidos, dejando intactos ciertos pasajes enormemente oscuros.

Desde un enfoque literario, no tienen mayor importancia, dado que reflejan básicamente el habla andaluza popular, con su peculiar fonología y sus archifonemas, las confusiones que llevan a poner b por v; g por j y viceversa; r por l y viceversa; z por s; h por nada y a la inversa; ll por y; o s por x. Simplemente lo he corregido.

Las principales ocurrencias paronomásticas, es decir, de vocablos que han sido suplantados por otros con casi todas las letras iguales, a veces coincidentes con una forma correcta de distinto significado, a veces no, los he restituido de la siguiente manera: «los ignos», a los himnos; «nuestro alverdío», a nuestro albedrío; «el legido», a el egido; «la dalga», a la adarga; «alto», a harto; «en la did», a en la lid; «acovijan», a cobijan; «yelmo», a yermo; «recomiendo», a encomiendo; «arrendirme», a rendirme; «cervín», a cerviz; «lelíes», a lelilíes (1). Para estos cambios, he atendido al contexto, así como a lo que suena al recitar, con el habla de la tierra, lo que está escrito.

Otra serie de palabras truncadas, que aparecen una sola vez, como si el texto hubiera sido copiado a su vez de otro corroido en algunos puntos. Donde dice «sangrien», debe decir sangriento; donde «cier», cierto; donde «mis», mismo; donde «recha», rechaza; y donde «liz», liza.

Las corrupciones textuales identificadas son pocas, expuestas a continuación, y se localizan todas ellas por los fallos que ocasionan en la versificación. Así, el manuscrito pone:

Se juntan igual ardimiento
y circunstancias iguales.

No observamos ninguna incorrección gramatical, pero las exigencias de métrica aclaran una corrección pertinente: El octosílabo requiere que se diga en singular:

Se junta igual ardimiento...

El manuscrito presenta un pasaje muy deteriorado, el de la arenga que pronuncia el Conde como conclusión de la primera parte. Parecería una interpolación, de carácter alegórico, barroco y oscuro, innecesaria para el desarrollo de la acción (que hubiera terminado perfectamente con el parlamento de Guzmán, inmediatamente anterior, y el clímax dramático inducido por el gesto de arrojar el puñal desde el castillo). En este pasaje pone:

¿Por qué no truena el lúgubre cañón,
que con su acento de horror y miedo
los espacios llena? ¿Cómo el clarín sonoro
y el herrado corcel que alza valiente
del rey cristiano el parlamento de oro...

Aquí, las métrica del endecasílabo y el sentido encajan con la siguiente reconstrucción de los versos tercero y cuarto:

los espacios llena? ¿Cómo el sonoro
clarín del heraldo que alza valiente...

Unas líneas más adelante continúa así:

Las vírgenes llorosas
piden venganza en el desierto llano,
en las movibles losas
que cobijan los restos del cristiano.
¡Guerra!, grabado está. ¡Guerra!, murmura
el último gemido del anciano
flotando en la esperanza.

En esta cita, los versos 1, 3 y 7 se hallan evidentemente incompletos, les faltan sílabas, por lo que la reconstrucción ha sido puramente hipotética:

Por su muerte, las vírgenes llorosas
piden venganza en el desierto llano,
sollozando ante las movibles losas
que cobijan los restos del cristiano.
¡Guerra!, grabado está. ¡Guerra!, murmura
el último gemido del anciano
que agoniza flotando en la esperanza.

Lo mismo ocurre en:

y rodará el verdugo
a los pies de la cándida paloma.
Se ha completado con imaginación el verso endecasílabo:
y ajusticiado rodará el verdugo...

Por otro lado, en la antepenúltima página del manuscrito, figuran estos versos:

Vi que te era el honor más que el sol
y al de tu hijo osé. Vi que te dejaste
en Burgos a tu padre sin amparo.
Parece bastante claro que hay que añadir «caro» al primer verso:
Vi que te era el honor más que el sol caro
De este modo, se completa el número de sílabas y se logra la rima, que también faltaba, de caro con amparo.

Por último, hay que hacer notar que, aunque las acotaciones que indican los movimientos de la acción y los rótulos que identifican los parlamentos de cada personaje se refieren al «Rey moro», de nombre Amir, no obstante, en ningún momento dice el texto que Amir sea rey; sólo aparece como «caudillo moro», «tu caudillo» y «jefe Amir». En este punto, la identificación regia resulta no sólo históricamente vacía, sino extraña y exterior al propio texto de las relaciones, como una adherencia ulterior. El paralelismo teatral confronta, más coherentemente, al caudillo o general cristiano, Guzmán, con el caudillo o general moro, Amir (quien, al final, aparece como sedicente enviado de los reyes moros de Córdoba y Sevilla). Por esta razón, y dado que no afecta en absoluto al texto, he rectificado sustituyendo la expresión «Rey moro» por Amir, en los rótulos, y por Jefe moro, en las acotaciones de acción.

En cuanto al estilo poético, resalta una cuidada elaboración, con aportaciones tanto cultas como populares. Sorprende, en términos generales, la buena versificación, el excelente ritmo y la rotundidad de la expresión. Combina dos tipos de verso, el romance octosílabo, que predomina, y el endecasílabo, reservado para los parlamentos más solemnes, sobre todo de Guzmán, con lo que se consigue un efecto de cadencia más pausada y mayor nobleza. Por otro lado, llama la atención la oscilación entre el tratamiento de y el de vos. Y el leísmo intermitente que caracteriza al texto, cosa absolutamente extraña el habla de la región y de la comarca alpujarreña (lo que podría ser indicio del origen no andaluz de alguno de los compositores o redactores). Ambos rasgos los he respetado en casi todos los casos.
 

Análisis estructural

La secuencia de la acción teatral, ritual, casi mítica, presenta, en estas antiguas relaciones, algunas peculiaridades. Por ejemplo, la mención de tres batallas, en vez de las dos consabidas; la ausencia de los graciosos, espías o escuderos, que suelen ser comunes en las versiones de moros y cristianos de la Alpujarra; y el final trágico, con el exterminio del moro, sin lugar para su conversión, como se finge en otros casos. De modo que estas relaciones contienen episodios que faltan en otras, y sin duda otras ofrecen episodios que en éstas podrían bien llenar un hueco, bien reemplazar una variante por otra.

El resumen de la trama es como sigue:

I. El castillo de Laroles está en poder de los cristianos. Guzmán, el caudillo cristiano, arenga a su ejército para el combate, encomendándose al patrón san Sebastián. Llega el Conde y cuenta a Guzmán la batalla en la que han vencido la cruz sobre la media luna, considerándola una gran victoria; pero en ella ha caído cautivo de los moros Pelayo, hijo de Guzmán, junto con otros cristianos. Se acerca al campo cristiano el embajador moro, Aben Comat, para proponer a Guzmán el rescate de su hijo a cambio de la entrega del castillo. Esta propuesta es rechazada. Hay un duelo verbal y desafíos. Aben Comat regresa al campo moro, acompañado por el embajador cristiano, el Conde. Éste trata con el caudillo moro, Amir, sobre el rescate, sin que haya acuerdo. Se repiten las logomaquias, en las que cada parte sólo oye a la otra para exacerbar su oposición. El jefe moro intenta sobornar al Conde, sin éxito. Se desafían a luchar. Amir entrega al Conde un pliego sellado con un mensaje para Guzmán. Luego, da órdenes para que ejecuten al rehén, si él pereciera en el combate. Guzmán recibe el mensaje, que no es sino un ultimátum, según el cual, si no entrega Laroles, su hijo morirá. Guzmán, tras unas vacilaciones, lo rechaza y arroja a los moros su propio cuchillo. (Se desencadena una batalla en la que vencen los moros.)

II. Los cristianos van en retirada y el Conde los recrimina por haber perdido no sólo el castillo sino también la imagen del patrón, san Sebastián. Los moros son ahora dueños del castillo. Guzmán, invocando al santo, les envía su embajador, el Conde, para reclamar la imagen del patrón y la rendición de la plaza. El Conde les cuenta la historia de la rebelión y la derrota moriscas, como sentenciando su adverso destino. Se lanzan acusaciones mutuas. Todo entendimiento resulta imposible. Guzmán arenga a las tropas cristianas y tiene lugar una nueva batalla, que termina con la victoria cristiana y el apresamiento del jefe Amir. Se da un último enfrentamiento verbal entre los dos caudillos. Finalmente, el moro muestra muerto a Pelayo, el hijo de Guzmán. Y éste condena a muerte a Amir y su gente.

El planteamiento inicial da a entender que los cristianos han conquistado el fuerte de Laroles. A diferencia de la mayoría de las versiones (que presentan a los cristianos en sus tierras, amenazados por el desembarco de los moros o turcos), ésta alude, siquiera confusamente, por medio del relato que hace el Conde, a la batalla primordial por la que son los castellanos los que agreden y se apoderan del territorio moro (simbolizado en Laroles). Sin embargo, se pone el énfasis dramático en el cautiverio del hijo de Guzmán, cuyo rescate es el tema que centra todo el desarrollo de la primera parte. Así se desplaza hacia el bando moro el motivo de la disputa, al menos desde el punto de vista cristiano, porque para los moros está siempre claro que el objeto en disputa es la plaza fuerte de Laroles. La primera parte termina con un desenlace provisional y reversible, la batalla contraria a los cristianos; mientras que en la segunda, donde el tema del hijo cautivo pasa a un segundo plano y el litigio se polariza en torno al castillo y la imagen del santo, caídas en manos de los moros, la última batalla consagra, como desenlace definitivo, el triunfo cristiano y el exterminio del enemigo moro, aunque haya sido inevitable el sacrificio del hijo.

El armazón básico coincide plenamente con el de todas las versiones del género moros y cristianos, como señalan diversos estudiosos (Warman 1972; Rodríguez Becerra 1984; Brisset Martín 1984 y 1988; Domínguez Morano 1989), y resulta equivalente al de las danzas de la conquista americanas, tal como sugiere Nathan Wachtel (1971) y como he analizado en otro trabajo (Gómez García 1991). Un estudio comparativo podría reconstruir la secuencia lo más completa posible y hacer ver cuáles son los eslabones paradigmáticamente sustituibles (2). Pero, en este momento, me voy a limitar a un análisis del caso que nos ocupa.

Entre los múltiples códigos que el texto utiliza, cabe realzar el moral, el teológico y el histórico. Los tres ponen de manifiesto un descomedido y exacerbado etnocentrismo: Se sostiene el punto de vista de la sobrevaloración de lo propio y la infravaloración de lo ajeno. Cada bando califica encomiásticamente su propia nación, su fe, sus valores, sus acciones, al par que descalifica en términos que llegan a ser delirantes todo lo referente a los adversarios. Esto se hace patente a nivel léxico y en multitud de expresiones que compactan un verdadero mitema. Sólo los saludos iniciales de las respectivas embajadas adoptan un tratamiento cortes, concretado en estas únicas fórmulas: «noble Guzmán», «castellano insigne», «noble caballero»; y por la otra banda: «generoso Comat», «amigo», «noble moro». Las restantes cualidades morales que se imputan a sí mismos y a los otros son harto elocuentes y sirven para alimentar a una el narcisismo etnocéntrico y la tensión y el odio xenófobos, manteniendo durante toda la representación una tormenta de tensiones que se cargan y descargan hasta alcanzar el apaciguamiento trágico del final. ¿Cómo son los cristianos? Según ellos mismos, bravos, aguerridos, valientes, vencedores, gloriosos, poderosos, leales y duros, superiores al destino, vigorosos, briosos, valerosos, creyentes, osados, fuertes, caritativos, invencibles, esforzados, nobles, honrados, indulgentes y piadosos. Pero, en palabras de los moros, los cristianos son ilusos, necios, de ceguedad funesta, altivos, altaneros, osados, soberbios, furiosos, audaces, arrogantes, infames, malos, insensatos, orgullosos, viles y feroces. Mirando desde el otro bando, encontramos un paralelismo invertido. ¿Qué refieren los moros acerca de sí mismos? Que son clementes, generosos, compasivos, piadosos, fieles, valientes, vencedores, nobles, astutos y vengadores. ¿Y cómo los ven los cristianos? Para éstos, los moros son traidores, impíos, infieles, viles, miserables, crueles, infames, fieros, tiranos, insolentes, altivos, de atroz dominio, canallas malditos, villanos, maldecidos opresores, malvados, de audacia fiera, pérfidos, asesinos, execrables y feroces, perversos, falsos, sanguinarios, parricidas, fementidos, inicuos, feroces, pueblo cobarde, blasfemos, de sangre impura, advenedizos, locos, imprudentes, injustos agresores, inhumanos, de fatal creencia, carniceros, con instintos de fiera, violentos, furiosos, salvajes, osados, paganos, vengativos, ruines, perros, grajos viles y espantados jabalíes. Tremenda colección de epítetos negativamente marcados, que no sólo exceden en virulencia sino que triplican en número a los que los moros lanzan a los cristianos, cosa que no es de extrañar ya que el discurso musulmán se debe a ventriloquia cristiana. Pues, a la vista está, en ausencia de moriscos verdaderos, es el pensamiento hispano en que habla por boca de unos y otros. Sin detenerme en más pormenores, llama la atención la insistencia con que se llama «traidores» a los moros (once veces con ese vocablo). Tal vez se trate de la acusación principal, motivada históricamente por la sublevación morisca de 1568.

El enfrentamiento aparece elevado a la esfera teológica, contraponiendo Dios y Alá, Cristo y Mahoma, la cruz y la media luna, la fe cristiana y la fe islámica. La animadversión les lleva a ignorar las comunes raíces y el monoteísmo compartido (Alá significa simplemente Dios), hasta el punto de tildarse mutuamente de «infieles». En realidad se enfrentan dos visiones del mundo y de Dios emparentadas entre sí por tradiciones religiosas y filosóficas. Tanto Guzmán como Amir invocan varias veces a Dios («¡Vive Dios!», «¡Por Alá!»), cuya omnipotencia se afirma, por quien dicen luchar y cuya voluntad creen acatar. Cada contrincante desacredita al Dios del otro. El caudillo moro ironiza diciendo que el Dios de los cristianos les presta su favor llevándolos al cautiverio y el suplicio, y asegura que ellos vencerán, pese al Dios cristiano. Por su lado, el embajador moro afirma una vez el lema «Dios solo es grande». Pero es, sobre todo, el Conde quien explicita más una teología: Arremete contra el «Dios mentido» de los musulmanes, al que no llega la oración, y les amenaza con la omnipotencia del Dios cristiano, ante el que deben temblar, pues está ya cansado del dominio moro y le prepara un terrible exterminio. La imagen de Dios semeja la de un Júpiter tonante, al decir el Conde que «su rayo vengador» destruirá y reducirá a cenizas «al maldecido opresor». De ahí que la guerra contra el musulmán, tachado de «infiel» y «pagano», la interprete como «santa empresa del cielo», como «santa causa», confiriendo a la conquista el sentido de realización de una misión divina, conforme a la justicia infinita. El cristiano adora al Dios verdadero, que ayuda a los españoles y les dará el triunfo. No deben temer la muerte, porque (como dice a Pelayo para confortarlo) les aguarda la mansión divina, donde disfrutarán la gloria, la vida eterna, el reposo. Mientras que, sobre los enemigos, caerá horrible y destructora la maldición del Eterno.

Lo evidente es que cada parte acude a la lucha con idéntica creencia de cumplir la voluntad divina. El discurso teológico del Conde podía haberlo pronunciado el embajador moro, en los mismos términos, simplemente permutando protagonistas y antagonistas. En ambas mentalidades, el razonamiento subyacente es éste: Puesto que Dios es omnipotente y está con nosotros, nuestra victoria está asegurada. La victoria revelará que Dios está de nuestro lado. Por tanto, el balance de las armas adquiere valor de prueba teológica y apologética. El vencedor podrá decir: Si hemos vencido es que Dios está con nosotros; la nuestra es la verdadera fe...

El Conde menciona dos veces «la fe de Cristo», una confesando que morirá antes de abandonarla, y otra pronosticando que por ella derrotará a los moros y tremolará el pendón cristiano. Mahoma, la contrafigura de Cristo, se nombra tres veces en labios del propio Conde, llamando a los moros «hijos de Mahoma», calificando de fatal su creencia y pronosticándoles que Mahoma se hundirá con ellos en la derrota. Los musulmanes sólo lo mencionan en una ocasión, por boca de su jefe, vaticinando que el profeta humillará violentamente a los soberbios castellanos.

Otras oposiciones que guardan un isomorfismo con las precedentes las encontramos en la parejas cruz/media luna, y Sol/Luna. Los españoles aparecen como «soldados de la cruz»; ellos interpretan, a propósito de la primera batalla narrada al principio de las relaciones, que es la cruz la que venció; y más adelante se dice que Castilla plantó en Laroles la enseña de la cruz. Constituye el emblema por antonomasia de la creencia cristiana. En contraposición, la media luna, nunca mentada por los moros, de la que el Conde dice que llora sus desdichas, envidiosa del triunfo cristiano; a ella se alude para excitar a los castellanos en el momento en que han sido derrotados, señalando cómo la «media luna de Alá» ondea en las almenas del castillo. Al mismo tiempo, el contraste entre los dos astros, el Sol y la Luna, parece cargado de significación. Luna y media luna son, sin duda, lo mismo. Su simbolismo, ligado a los moros, se opone por un lado a la cruz y por otro al sol, una y otro ligados al campo cristiano. Aparte de su sentido ordinario (el sol o la aurora que alumbra el día), se advierte en los parlamentos del Conde una personificación del Sol, que hace aparecer a éste (antítesis de la Luna) como aliado de los cristianos. En efecto, el Conde jura, en la arenga inicial, por el sol y por San Sebastián; el claro sol admira el poderío cristiano; el sol se oculta para no ser testigo de la implacable lucha en la que cae cautivo el hijo de Guzmán. Hay correspondencia, para los cristianos, entre la presencia del sol y la victoria, y la ausencia del sol y la derrota. En cambio, la Luna, también personificada en parte (llora las desdichas moras), aparece vinculada con el hundimiento de los musulmanes: «Al rayo de la luna», sale la sombra fantasmal de Aben Humeya, ya muerto, presagiando el destino fatal de su pueblo.

Cabe rastrear todavía otras oposiciones significativas, que vienen a encajar en el mismo módulo. El día y la noche, la luz y la oscuridad llevan las mismas connotaciones que el sol y la luna. Contrastan también, en un cierto eje, la montaña y el mar: Se exalta la sierra alpujarreña, descrita como un paraíso, cuyas montañas repiten el eco de la victoria cristiana y por cuyas rocas se derrama la sangre mora; sangre que «bajará al hondo seno de la mar bravía», hasta ver «trocar la mar cercana (?) en otro mar de sangre musulmana». En el registro geográfico, se opone España a África. Ésta última se presenta ambivalente, como tentación y como amenaza, es decir, se ofrece al Conde y a Pelayo como horizonte donde alcanzarán una vida opulenta, o bien como lugar de cautiverio y suplicio; pero, en ambos casos, queda delimitada como el territorio propio de los moros, con una amnesia total del islam andalusí, o nazarí --lo que trasluce la visión de los vencedores--.

El código que podemos llamar histórico, por aludir a hechos de la historia de España, nos brinda la oportunidad de calibrar el grado de fidelidad histórica de cada representación de moros y cristianos. Más aún, nos permite comprender el carácter del tiempo específico de estas representaciones, más cíclico que lineal, más mítico que empírico. Aquí no cabe buscar una crónica. Se trata de un mito que da sentido a una historia. Estamos ante una acción ritual que incluye su correspondiente mito. Por eso, el código histórico es utilizado, manipulado (en realidad, como lo son todos los demás códigos), subordinando los hechos históricos concernidos, o fragmentos de tales hechos, como piezas que, sustraídas de su propio orden de verdad, sirven para construir otros módulos, dotados de su peculiar significación. Lo que constituye tergiversación, falsedad y hasta disparate, en el plano histórico, no constituye ningún demérito en el plano mítico-ritual, sino que --suponiendo que toda historia no tenga ya algo de mito-- expresa el resultado de las alteraciones a que el pensamiento simbólico somete los hechos, y el modo como aquél se sirve de éstos.

Pues bien, yendo al texto, hay razones para suponer que está evocando la guerra de Granada, ocasionada por el levantamiento morisco de 1568, sofocado en 1571. Ese contexto parece plenamente ratificado cuando se habla del asesinato de Aben Humeya (ocurrido en 1569) y de Aben Aboó, su primo, ejecutor y sucesor, abocado a la inminente derrota. En un punto manifiesta esta versión una veracidad mayor que la mayoría de las versiones, y es en la alusión a una batalla previa, que evoca la conquista castellana. Pero ahí parece acabar la fidelidad histórica. Luego, hay que transigir en que se denomine metafóricamente a los españoles, o castellanos, como hispanos y como iberos; y que se tenga a los moros por árabes, sarracenos, agarenos, africanos y beduinos, aunque llamarles «almohades» (invasores de principios del siglo XIII) es excesivo. Lo más curioso es que el planteamiento central de la trama se apropia de la conocida gesta de Guzmán el Bueno, trasladada en el espacio y en el tiempo, haciendo de él el conquistador y defensor del castillo de Laroles (Alonso Pérez de Guzmán, caballero castellano, defensor de Tarifa, durante el reinado de Sancho IV, en 1292, se vio enfrentado al dilema de entregar la plaza a los benimerines o sacrificar la vida de su hijo, apresado por ellos). A la par, el Conde identifica el ejército cristiano como enviado por los Reyes Católicos, Isabel (m. 1504) y Fernando (m. 1516). No se mienta siquiera a Felipe II (1556-1598), que era el rey de España cuando aconteció la rebelión morisca, el destierro de los moriscos fuera del reino nazarí y la repoblación castellana de las Alpujarras. Se alude en presente a Boabdil que suspira por Granada. Y a los reyes moros de Córdoba y Sevilla (ambos reinos tomados por los castellanos en la primer tercio del siglo XIII), como instigadores y aliados del bando capitaneado por Amir. ¡Historia alucinante, onírica, donde las épocas se entrecruzan y personajes extemporáneos se vuelven de pronto contemporáneos de la misma acción en curso! La memoria popular, en cuanto construcción simbólica, ha producido una trasposición anacrónica, dislocada, legendaria, mítica, de la hazañas de Guzmán el Bueno, de los reyes de Córdoba y Sevilla, de Boabdil y los Reyes Católicos, resituados en un contexto que --se supone-- rememora la tragedia de los moriscos granadinos. Casi cuatro siglos prensados en un tiempo indiferenciado, sin duda porque las distintas referencias comportan algo en común: Se trata de situaciones (junto con otras también citadas, como las de Muza y las de don Pelayo el de Asturias, pero puestas correctamente en el pasado) análogas por la semejanza de su función y sentido en la historia de la España, en los enfrentamientos de la Cristiandad con el Islam. Queda patente que la temporalidad del drama difiere del tiempo histórico, aunque tome de éste trozos o episodios con los que elaborar su significación. El tiempo mítico-ritual se convierte en un tiempo paradigmático, en el que coinciden épocas y siglos anteriores, pero que connotan un mismo significado. Este tiempo paradigmático obtiene su sentido más al modo de la armonía musical (combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes), en un corte «vertical» de la historia, que no de la melodía (sucesión de sonidos que, considerados en sentido horizontal, constituyen la base del discurso musical y del desarrollo de una obra). Es como si se condensara armonía y melodía, de manera que, al revés de lo que sucede ordinariamente en la música, donde la melodía tiene una apoyatura en la armonía, aquí lo melódico (la secuencia histórica) se contrae al máximo, como reduciendo toda la pieza no ya a un solo tema sino a un solo arpegio. Esto es, en efecto, lo que se obtiene al esquematizar toda la historia en ese estereotipo de la confrontación entre moros y cristianos, resuelto con la victoria cristiana.

El discurso y la acción de este mito-rito de moros y cristianos se van articulando en torno al tema del rescate (recuperación, reconquista), que guía el hilo argumental. Para el punto de vista dominante, que es el cristiano, el rescate o liberación tiene por objeto al hijo de Guzmán, y luego la imagen del santo y el castillo. Desde el punto de vista del otro, para los moros, no puede ser otra cosa que la liberación o reconquista de su tierra, ocupada por los cristianos. Ahí radica la tensión y de ahí nace el litigio. La visión de los vencidos es, en esto, más correcta, históricamente hablando: El objeto real de la disputa es un mismo territorio, en el que no caben al mismo tiempo las dos etnias, las dos culturas, las dos religiones. La voluntad de conquista castellana es tal que desemboca en la imposibilidad del acuerdo, la insuperabilidad de la contradicción, la inevitabilidad de la tragedia. En el plano de la representación, ambos bandos se arman de motivos para reivindicar la justicia de la causa respectiva. Aunque, en el trasfondo histórico, es innegable la agresión castellana, de la que podría derivarse una conciencia de culpa, cuya prevención explicaría la funcionalidad de las relaciones de moros y cristianos, destinadas a reforzar ideológicamente la legitimidad de la conquista y los sentimientos de buena conciencia por parte de sus beneficiarios. Así, el hecho ficticio del apresamiento de Pelayo, el hijo del caudillo cristiano, es utilizado como recurso dramático para soliviantar los ánimos y encauzar el sentido y el sentimiento de la actuación cristiana hacia un imaginario rescate, que sirve de camuflaje al movimiento real, desplegado por el proceso de conquista del reino musulmán y la subsiguiente eliminación de la cultura morisca.

Al principio, el hijo cautivo podría ser liberado mediante la entrega del castillo de Laroles. La negativa cristiana precipita la batalla en la que pierden además el castillo y la imagen del patrón. Lo han perdido todo, excepto la fe, que nadie --sostienen-- podrá arrebatarles. Esta fe supone una alianza sobrenatural decisiva y una mediación gracias a la cual van a recuperarlo todo, venciendo en la batalla final.

La versión laroleña sometida a análisis viene a confirmar la hipótesis de que no hay propiamente dos tipologías de fiestas de moros y cristianos (una, de pérdida y recuperación del castillo, y otra, de cautiverio y rescate de la imagen del patrono o patrona (3)), no sólo porque se trate de sendos recursos que vehiculan idéntico significado y que, además, pueden emplearse conjuntamente, sino porque el tema del cautiverio y rescate de la imagen, o del hijo, y el tema de la pérdida y recuperación del castillo constituyen temas subordinados a otro principal, siempre latente, que es el tema de la conquista, particularizado como conquista castellana, conquista de Andalucía y del reino nazarí de Granada.

En efecto, el esquema de relaciones plasmado en el argumento fundamental traduce la estructura de relaciones sociales dominantes, impuesta por los conquistadores, y viene a configurar un sentido de la historia, el del vencedor. La estructura global de ese esquema, en la que se insertan los restantes niveles como módulos subordinados a la misma significación global, puede formularse como una doble relación de correspondencia, la segunda de la cuales, en virtud de la mediación que permite pasar de una a otra, queda marcada con un signo de superioridad sobre la primera: A:B < A1:B1

Donde A significa la oposición entre dos civilizaciones/religiones, la cristiana y la musulmana por el dominio de un objeto de vital importancia, el país, al que ambas partes creen tener derecho (ese objeto disputado es sustituido simbólicamente por otros: el castillo, la imagen, el hijo). Intentan negociar, pero no cabe acuerdo. En B, son las armas las que deciden en favor de los moros; los cristianos lo pierden todo, comprueban que los otros son un enemigo serio, que está a la altura y puede derrotarlos. En el segundo miembro, se repite el ciclo, pero a la inversa: A1 plantea de nuevo la confrontación en el reintento de negociación a iniciativa ahora de los cristianos, éstos desde una situación peor, sin que tampoco sea posible un entendimiento. Desembocan, en B1, en otra batalla que concluye con la derrota total del bando moro, atribuida a la mediación divina, lo que viene a demostrar la superioridad de las armas españolas, así como de la religión/civilización cristiana.

El primer binomio ostenta carácter provisional; el segundo, definitivo. Queda establecida la supremacía de los cristianos y de lo cristiano. En el fondo, el tema central es la disputa por la supremacía entre civilizaciones. En esto no hay discrepancia entre unas versiones y otras. De manera que todas las variantes no son más que recursos equiparables, intercambiables, acumulables, para recalcar, recordar, ritualizar esa idea, al gusto de cada localidad, mediante una secuencia de episodios más o menos fragmentaria, y un grado muy relativo de fidelidad a los hechos históricos evocados.

La representación elabora una experiencia traumática, conservada en la memoria colectiva hispana (de hecho traumas semejantes son comunes a muchas otras situaciones de enfrentamiento intercultural). Efectúa una racionalización autojustificadora, que, en definitiva, viene a reafirmar la tragedia como inevitable. Pero, en el plano real, sólo para los musulmanes queda consolidada una pérdida irredimible. La figura del hijo de Guzmán se eleva como héroe de la patria y mártir de la fe, como víctima propiciatoria que acepta valerosamente su propio sacrificio para salvar a su pueblo. Pero no dejamos de entrever que la víctima efectiva fue históricamente la cultura islámica nazarí; los moros han sido los auténticos «chivos expiatorios».

Cada forma sociocultural tiende a vivirse como la «verdadera» humanidad; define su identidad por oposición a otras formas, generalmente consideradas inferiores, al menos en aspectos fundamentales. La identidad cristiana queda recortada por oposición a la identidad mora, admirada y odiada a la vez. No ha cabido una integración conglobadora de las diferencias. La violencia que segregan siempre las diferencias estalló fatalmente, sin poder reconducirse ni fundar un nuevo orden común, ni un mito compartido. El de moros y cristianos pertenece a éstos últimos en exclusiva. La violencia resultante del enfrentamiento por el mismo objeto deseado y en disputa no halló víctima propiciatoria ni mediación sagrada ni política que fueran reconocidas por todos, que hubieran permitido sobrevivir y convivir a unos y otros, a unos con otros, regulando la violencia, fundando un orden intercultural o supracultural. El esquema de la conquista está condenado a la catástrofe, a la tragedia
 

Contexto y mutación simbólica

Prácticas simbólicas como la representación ritual forman parte de las relaciones sociales, de la organización del sistema sociocultural, de la renovación de la vida del pueblo. La lógica interna de rito-mito de moros y cristianos está sometida a las presiones de la lógica externa de sus relaciones con la situación social, que actúa a modo de ecosistema. El plano simbólico conserva y transmite una memoria portadora de una visión del mundo, que interpreta el pasado histórico y lo vuelve presente, además de por sus consecuencias fácticas, por la idea que de él conforma. Así, los actores de la situación social de hoy se comunican, a través de la representación simbólica, a través del pensamiento mítico, con un pasado que da sentido igualmente al presente y al futuro. Pero el contexto actual también imprime su sello y codetermina el significado que el simbolismo alcanza en concreto.

Laroles es un lugar situado en la vertiente sur de Sierra Nevada, a 1.010 metros de altitud y a 131 kilómetros de Granada capital. Cuenta con cerca de mil habitantes. Desde hace años, Laroles se fusionó con Júbar, Mairena y Picena, creando el municipio de Nevada. Sus principales recursos son forestales y su principal producción, agrícola. Es una sociedad eminentemente rural, con un alto porcentaje de desempleo, sobre todo juvenil, y en la que han cobrado importancia los emigrantes retornados, desde finales de los años setenta.

No se puede documentar el origen de la fiesta de moros y cristianos; pero se conserva una fotografía de 1889, publicada por Amparo Gil (1988), que atestigua la gran solemnidad que revestía el acto. Con la conmoción de la guerra civil de 1936, se interrumpieron las funciones de moros y cristianos. Cuando las recuperaron, en los años cuarenta, el texto sufrió una adaptación, una mutación, que sin duda fue seleccionada por las nuevas condiciones surgidas tras la victoria nacionalista. Alteraron los parlamentos de la segunda parte con una serie de interpolaciones e incorporaron un final «feliz», al uso de otras versiones, con la conversión del caudillo moro y sus huestes.

Tal como pueden observarse hoy día, las relaciones de moros y cristianos larolenses, siempre «cosa de hombres» y envueltas en un derroche de pólvora y estruendo, complementan el aspecto ritual, que no se reduce estrictamente a lo que acotan los papeles. En la actualidad, unos y otros hacen gala de un estilo muy diferente. El día de la víspera, por la tarde, la escuadra cristiana, con ropas militares modernas, desfila por las calles, al son de tambores y acompañando a la banda música, disparando sin cesar arcabuzazos. El primer día de fiesta, dedicado a san Sebastián, a media mañana, se congrega la tropa cristiana, tras su bandera roja con lazo amarillo, y recorre todo el pueblo; más tarde da escolta al altar, durante la misa. Mientras tanto, la tropa mora se reúne aparte y marcha a su aire, yendo de un lado a otro de manera desordenada y anárquica. Concluida la misa, sacan a la plaza las imágenes de los patronos y comienza la función, con la arenga de Guzmán, a caballo. Se organiza la procesión por la carretera que bordea el pueblo. Ya en las afueras, por las eras del egido, se enfrentan moros y cristianos en una guerrilla sin cuartel, disparando a discreción, bajo los almendros floridos. Los moros arrebatan la bandera a los cristianos, que huyen. De regreso a la plaza, los cristianos están en posesión del castillo (levantado como escenario). Allí prosigue la representación. Al terminar la primera parte, se escenifica la batalla adversa a los cristianos en el centro de la plaza, entre estampidos y humo de disparos. El segundo día, dedicado a san Antón, de nuevo sale la procesión y, llegados al egido, se desata otra batalla campal, en la que los cristianos recuperan su bandera y capturan la de los moros (verde con lazo rojo y media luna), obligándolos a huir. Al volver la procesión a la plaza, se reanuda el combate en el punto donde había quedado, allí mismo, el día anterior: los moros vencedores expulsan a los cristianos del castillo. Éstos ponen su campamento en un extremo de la plaza y empieza el segundo acto, hasta finalizar, como es sabido, con la rendición de los musulmanes. A continuación, el «Rey moro» y los suyos abrazan la fe cristiana, veneran a san Sebastián, y unos y otros marchan tras el santo, formando un solo ejército. Esta variante actual del drama culmina en el hermanamiento de moros y cristianos, entre los aplausos de todos los asistentes.

A primera vista, la pluralidad de batallas de esta representación de Laroles resulta extraña y hasta incongruente. Sin embargo tiene una explicación sencilla. Las escaramuzas en el egido no son más que un doblete, un desdoblamiento o réplica de la acción principal, desarrollada en la plaza. Representadas al margen del texto escrito, cada uno de los dos días, reproducen prolépticamente el argumento de esa jornada, anticipándolo en el monte, de modo vivaz y espontáneo, e introduciendo la bandera como otro equivalente simbólico del objeto en disputa.

La variación o sustitución, aunque sea parcial, de un texto por otro, puede estar motivada por la pretensión de dar más brillantez a la representación. En general, se nota cierta tendencia hacia la adopción de textos más extensos y floridos, de atuendos y despliegues más vistosos. Por otro lado, la identidad del estereotipo argumental vuelve perfectamente intercambiables las distintas versiones (sus orígenes raramente se despejan, y cada una es ya un precipitado de arreglos coyunturales, de recreaciones o adaptaciones a las obligadas referencias locales). Pero quizá haya motivos más profundos. La modificación de la segunda parte y sobre todo del final, precisamente en los años cuarenta, después de la traumática guerra civil, cobra sentido en cuanto proyección de la ideología de la «unidad de España». Un pensar que procede mediante analogías y correspondencias establece sin dificultad la analogía entre moro y rojo, ambos «enemigos de España». La conversión final del moro vencido, como conversión ejemplar, encaja a la perfección con el deseo de integración sumisa de los vencidos en la vida nacional de posguerra. Esta hipótesis se confirma cuando se averigua que eran los más pobres (previsiblemente los más rojos) quienes representaban los papeles de moros. Con posterioridad, las transformaciones de los últimos decenios han relajado las tensiones sociales y, en consecuencia, también la función y el significado de la fiesta de moros y cristianos se ha deslizado hacia otra parte. Ahora son más bien algunos emigrantes y gente joven los interesados en actuar de moros, acumulando cierta connotación de mayor permisividad. (Quizá todo esto explique el poco esmero con que los nuevos actores asumen el estudio de los papeles y la representación.) El carácter polisémico de lo simbólico le lleva a actualizar nuevos significados, a veces a virtualizar otros, aun cuando todavía se preserve un núcleo invariante. La sociedad que organiza periódicamente el rito se autoorganiza por medio de él. La rememoración de la violencia desatada, que en aquel tiempo desembocó en un final catastrófico, sirve para canalizar, regular y conjurar la carga de violencia siempre latente en las relaciones de convivencia, para generar solidaridad en la población, para reforzar los fundamentos del orden social, para hacer presente una identidad común por encima de las diferencias.

Sólo queda esperar, en estos tiempos en que se agita el fantasma de la xenofobia y el racismo, que las representaciones de moros y cristianos nos enseñen su trágica lección, que nunca se perviertan en fanático culto de la propia ideología, de los propios ídolos, en cuyas aras se está dispuesto a sacrificar, sin piedad, a los otros como enemigos.




Texto de las relaciones

Primer día: Primera parte

(En estas relaciones, llega primero Guzmán con la tropa. Arenga de Guzmán para echarla en la puerta de la iglesia. Esta arenga se dirá al salir la procesión, partiendo la tropa en dos filas, y San Sebastián allí presente.)

Guzmán. Soldados, acabáis de ingresar en un ejército bravo y aguerrido, en el ejército de España, cuyo renombre llena ya el universo. Vuestra fortuna es grande, pues habéis llegado a tiempo de combatir al lado de estos valientes. Hoy mismo marcharéis con ellos sobre el enemigo.

Soldados, vuestra responsabilidad es inmensa. Estos bravos que os rodean y que os han recibido con tanto entusiasmo son los vencedores de veinte combates. Han sufrido todo género de fatigas y privaciones, han luchado con el hambre y con los elementos, han hecho penosas marchas con el agua hasta la cintura, han dormido meses enteros sobre el fango y bajo la lluvia, han arrostrado la tremenda plaga del cólera. Y todo, todo lo han soportado sin murmurar, con soberano valor, con intachable disciplina. Así lo habéis de soportar vosotros. No basta ser valientes. Es menester ser humildes, pacientes, subordinados. Es menester sufrir y obedecer sin murmurar. Es necesario que correspondáis con vuestras virtudes al amor que yo os profeso, y que os hagáis dignos con vuestra conducta de los honores con que os ha recibido este glorioso ejército, de los himnos que os ha entonado esa música, del general en jefe bajo cuyas ordenes vais a tener la honra de combatir; del bravo Conde que ha resucitado a España y reverdecido los laureles patrios. Y también es menester que os hagáis dignos de llamar camaradas a los soldados del segundo cuerpo con quienes viviréis en adelante, pues he alcanzado para vosotros tan señalada honra.

Y no queda aquí la responsabilidad que pesa sobre vosotros. Pensad en la tierra que os ha equipado y enviado a esta campaña. Pensad en que representáis aquí el honor y la gloria de vuestro pueblo. Pensad en que sois depositarios de la bandera española y que todos vuestros paisanos tienen los ojos fijos en vosotros, para ver cómo dais cuenta de la misión que os han confiado. Uno solo de vosotros que sea cobarde labrará la desgracia y la mengua de España. Yo no lo espero.

Recordad las glorias de vuestros mayores, de aquellos audaces aventureros que lucharon en Oriente con reyes y emperadores, que vencieron en Palestina, en Grecia y en Constantinopla. A vosotros os toca imitar sus hechos y demostrar que los españoles son en la lid los mismos que fueron siempre.

Y si así no lo hiciereis, si alguno de vosotros olvidase sus sagrados deberes y diese un día de luto a la tierra en que nacimos, yo os lo juro por el sol que nos está alumbrando, y por San Sebastián que está presente, ni uno solo de vosotros volvería vivo a vuestro pueblo. Pero si correspondéis a mis esperanzas y a las de todos vuestros paisanos, pronto tendréis la dicha de abrazar otra vez a vuestras familias, con la frente coronada de laureles. Y los padres, las madres, las mujeres, los amigos dirán llenos de orgullo, al estrecharos en sus brazos: Tú eres un bravo español.

Y tú, insigne Patrón,
de Laroles muy querido,
defiende a tus guerreros
en el combate enemigo.
No dejes que sean vencidos
ni que mengüe su valor,
dales fuerzas y energía
con que venzan al traidor.
¡Soldados!,
y ahora, para obtener
del santo su bendición,
un viva a San Sebastián
y otro viva a San Antón.

(Llega el Conde solo. Al llegar al castillo, dice el Conde a Guzmán.)

Conde. Terminó la batalla. El ancho río
corriente lleva de la sangre mora.
El claro sol que las campiñas dora
admiró del cristiano el poderío.
Venció la cruz contra el poder impío.
La media luna sus desdichas llora,
y mañana, al brillar la nueva aurora,
envidiosa verá nuestro albedrío.
Turbar quiso en su loca fantasía
la fiesta popular. ¡Vana quimera!
Ni el mismo infierno contener podría
el gozo singular que aquí impera.
Soldados de la cruz, vuestra alegría
esparcid por el bosque y la pradera.

Guzmán. Mas decid cómo fue vuestra victoria
y entonad, ¡entonad himnos de gloria!

Conde. Silencio reina en las tiendas.
Sólo se escucha alejarse
el alerta que repite
en las avanzadas distantes;
pero al derramar la aurora
su tenue luz por los valles,
el campamento se anima
y a vida nueva renace.
De pronto se escuchan gritos
y dolor de tristes ayes,
ruido de armas y jinetes,
voces de duelo y coraje.
Cual la tempestad violenta
que todo al paso lo barre,
así los tercios cristianos
se abren entre plomo calle;
y al lanzarse al enemigo,
que precaverse no saben,
se traba horrible la lucha,
con un ímpetu salvaje.
Saltan del acero chispas,
las fuertes lanzas se blanden
y, tras de breves momentos,
es general el combate.
Su casco embotan los potros
en charcos de fuego y sangre,
y aspiran ansiosamente
la atmósfera sofocante.
La victoria está indecisa,
porque al valor de ambas partes
se junta igual ardimiento
y circunstancias iguales.
La fuerte caballería
ora vence ora se abate,
y son después vencedores
los que eran vencidos antes.
Bandadas de aves siniestras
rasgan osadas los aires
y baten sus alas negras,
buscando en donde pararse.
El humo que los mosquetes,
vomitando muerte, esparcen
estrecha del horizonte
los limites naturales.
Y el sol, velado en su marcha,
su disco oculta en celajes,
no queriendo ser testigo
de aquella lucha implacable,
donde el valor nada sirve,
donde el arrojo no vale,
porque da la muerte a un héroe
el mosquete de un cobarde.
Y vuestro hijo don Pelayo,
que ve el éxito nublarse,
y teme que la derrota
corone al fin sus afanes,
lánzase a caballo al punto,
le destroza los ijares,
y penetra en lo más recio,
circundado de sus grandes.
Pero su valor heroico
trócase al punto en coraje,
al ver que obstruyen su paso
los heridos y cadáveres.
Reina a su lado la muerte
y apenas pasa un instante
sin que caigan moribundos
sus más fuertes capitanes.
Garcerán, que le acompaña,
quiere del riesgo escudarle,
pero una bala en su pecho
camino a la muerte abre.
Todo en torno suyo es presa
de la parca inexorable,
hasta su mismo caballo,
compañero en el combate,
herido también de muerte,
lanza un rugido salvaje:
Encabrítase un momento,
retrocede vacilante
y cae al suelo en seguida,
para jamás levantarse.
¡Victoria! claman doquiera
nuestros tercios indomables.
¡Victoria! repite el eco,
en las montañas distantes.
Y aquellas alegres voces
forman extraño contraste
con los ayes que despiden
los que moribundos yacen.

Guzmán. Gloria eterna al ilustre caudillo
que a las huestes españolas guió
y al ejército bravo, aguerrido,
noble orgullo del pueblo español.
Cristianos: que sea Laroles el fuerte
hoy, júbilo todo, placeres sin fin.
En justas y cañas probad vuestra suerte
y dulces licores nos brinde el festín.
Mañana, sonora la trompa guerrera
al campo nos llame tal vez del honor.
Gozad de este día, que ya nos espera
la lid afanosa con muertes y horror.
Jacob ambicioso legiones de infieles
sobre estas orillas se presta a lanzar
e intenta de Muza los negros laureles,
a España fatales, audaz renovar.
Mas no como entonces el pueblo en sus muros
cobarde abriga la infame traición;
encierra soldados leales y duros,
que al moro preparan acerba lección.
¿Dijiste, buen Conde, que mi hijo querido
en fuerte contienda lució su valor?
Mas ¿no viene? ¿Acaso, en la lucha herido,
lanzada enemiga su vida acabó?

Conde. El hierro cobarde del vil sarraceno
no hiere los pechos de noble infanzón.
Vedle, ya se acerca; mas nubla su frente
ráfaga sombría de agudo dolor.
(Llega el hijo que en el egido quedó prisionero.)

Guzmán. ¡Hijo de mi alma!, ¿qué pesar te aflige?
¡Ven a mis brazos! ¿Por qué tu aflicción?

Hijo. ¡No puedo!

Guzmán. ¿No puedes?

Hijo. Hoy mismo, señor,
me marcho.

Guzmán. ¿Dónde?

Hijo. Señor, no me atrevo
a pronunciarlo.

Guzmán. ¿Pues qué sucede?

Hijo. Si os he vuelto a ver, si os hablo, lo debo,
señor, sólo a la piedad del contrario.

Guzmán. ¿A su piedad?

Hijo. En mí ves
un miserable esclavo.

Guzmán. ¡Pues qué! ¿Acaso prisionero?

Hijo. ¡Si!

Guzmán. ¡Desgraciado!

Hijo. En la refriega,
cayó muerto mi caballo.
Entonces, de la morisma
por todas partes cercado,
contra tantos enemigos
procuro luchar en vano.
Rota en mil trozos la adarga
y rodando en tierra el casco,
sobre mi frente desnuda
vi cien alfanjes alzados.
Un moro me reconoce
y grita al punto: «¡Apartaos!
Respetad a este guerrero,
pues le defiendo y le guardo».
Era Aben Comat, a quien
en días menos aciagos,
con vos, después de vencido,
unió de amistad el lazo.
Mas llega el caudillo moro:
«Eres mi esclavo, cristiano»,
dice, y al punto me cercan,
y mírome desarmado.
Sabiendo quién soy, pretende
ahora entrar con vos en trato
sobre mi rescate, y ahí tiene
Aben Comat este encargo.
No está muy lejos de aquí,
vuestro seguro esperando.

Guzmán. ¿Aben Comat? ¡Venga! Id.
Traedle; ya le aguardo.
(Se va el ayudante.)

Hijo. A su sincera amistad
debo el placer de abrazaros,
pues que aquí le acompañara,
del jefe Amir ha alcanzado,
mi palabra de volver,
cuando él regrese, empeñando.
(Llega el moro.)

Embajador moro. Salud, noble Guzmán.

Guzmán. Dame los brazos, generoso Comat.

Embajador moro. ¡Dios sólo es grande!
Él te protege, castellano insigne.

Guzmán. Cuán dulce es mi amistad, estrecharte
sobre este corazón. Tú solo, amigo,
la memoria de Fez grata me haces.
De los lazos que allí con vil perfidia
me tendiera un traidor, tú me libraste.
Y hoy, deteniendo los mortales golpes,
la prenda de su amor vuelves a un padre.
Gratitud para siempre.

Embajador moro. Amistad santa
nuestras almas, Guzmán, por siempre enlace.

Guzmán. Y bien, Aben Comat, di tu embajada.
Si a proponerme vienes el rescate
del hijo que idolatro, hablar ya puedes.
Estados tengo que señor me llamen,
ricos tesoros en mis arcas guardo,
que a comprar todo un reino son bastante.
Si Amir los apetece, suyos sean.
Pues mientras este acero no me falte
y existan en España pueblos moros,
riquezas, vive Dios, no han de faltarme.

Embajador moro. No exige tanto Amir, antes desea
que esos estados y tesoros guardes.
Al hijo te dará y a par, si quieres,
con él nuevos estados y caudales
que, en África encumbrando tu fortuna,
a los más altos príncipes te iguales.
Una cosa no más pide.

Guzmán. ¿Cuál es?

Embajador moro. De Laroles el fuerte has de entregarle.

Guzmán. ¿Yo entregar a Laroles?

Hijo. ¿Eso a Guzmán propones? ¡Miserable!

Guzmán. Dale gracias, Comat, a ser mi amigo
y a que el seguro que te di te ampare,
pues nadie osara hacerme tal propuesta
sin que la torpe lengua le arrancase.

Embajador moro. Modera ese furor, Guzmán, y advierte...

Guzmán. Sólo advierto que quieres infamarme.
¿Tú proponerme a mí? ¡No me conoces!
¿Qué harías tú, si en mi lugar te hallases?

Embajador moro. ¡Yo! Dejemos inútiles preguntas.
¿Puedo acaso saber?

Guzmán. Harto lo sabes.
Y que cual yo rehúso tú rehusaras
diciendo está el rubor de tu semblante.

Embajador moro. Sólo de quien me envía los mandatos
fiel debo cumplir y sin examen.

Guzmán. Pues lleva a quien te envía por respuesta
que, cual cumple a mi gloria y a mi sangre,
para entrar en Laroles ha de servirle
de sangriento camino mi cadáver;
y que sus condiciones yo desprecio,
como también desprecio a quien las hace.

Embajador moro. Piénsalo bien, Guzmán: Tuyo es Laroles,
tú solo con valor lo conquistaste;
ahora con tus tesoros lo sostienes;
lo defienden tus deudos y parciales.
Nada a tu rey le debes.

Guzmán. Ten la lengua:
Que no discurren tanto los leales.
A Laroles guardar juré en su nombre
y nunca hombres cual yo juran en balde.

Embajador moro. ¡Ah! Duélate el destino que le espera
en el África a tu hijo. ¿Que allí arrastre
la vil cadena dejarás? ¿Que a un tiempo
sus fuerzas mengüe y su deshonra labre,
mientras en la abundancia aquí tú goces?
¿Que sufra, dejarás, la sed, el hambre,
y lejos de su patria acaso encuentre
temprana sepultura entre arenales?

Guzmán. Moro: Como quien es, al hijo mío
en el África yo espero se le trate.

Hijo. ¿Y qué importa, señor? Dejad que apuren
esas fieras en mí sus crueldades.
Trátase del honor, de patria y gloria,
¿y en mi triste existir puede pensarse?
Un inútil guerrero que, sin fuerzas,
rendir se deja en el primer combate
¿con la suerte de un reino osara acaso
ponerse en parangón un solo instante?
¡No, no, jamás! Señor, a vuestro hijo
ya no miréis en mí. ¡Soy un infame!
¡Un vil esclavo soy! Mi cobardía
con la cadena vil justo es que pague.
Y en tamaño baldón, no pertenezco
a la sangre inmortal de los Guzmanes.

Guzmán. Bien, hijo, muy bien. ¡Ven a mis brazos!
Eres digno de mí, eres mi sangre.
¿Lo ves, Aben Comat? Puedes la infamia
a otra parte llevar, que aquí no cabe.

Embajador moro. Ilusos, ¡deliráis! ¿Pensáis acaso
que ni aún así Laroles ha de salvarse?
Perderéis por él libertad y vida.
¿Para qué, si es su ruina inevitable?
 Mirad esas legiones que lo asedian:
pequeñas muestras son de las falanges
que pueden, cual torrente irresistible,
sobre España lanzar los almohades.
Ya se congregan en inmensas huestes
los hijos del desierto. Ya el alfanje
desnudan vengador cuantos respiran,
desde el fecundo Nilo hasta el Atlante.
Y tantos son que, con sus flechas pueden
oscurecer el día sus enjambres.
¿Contra tanto poder Laroles acaso
espera resistir? ¡Espera en balde!
Caerá, logrando sólo entre sus ruinas
sus necios defensores sepultarse.

Guzmán. Mas caerá con honor. Pero, cayendo,
nuestra fama y virtud será más grande.
No es la gloria tan sólo del que vence;
eslo también del que lidió constante.
Y, tal vez sobre ruinas, más lozanas
suelen crecer las palmas inmortales.
También cayó Numancia: en sus escombros
las alas tendió el águila triunfante;
mas sólo, allí, vergüenza alcanzó Roma;
y Numancia es honor de las edades.
¿Piensas que nuestros pechos amedrentas
de ese inmenso poder haciendo alardes?
Moro, te engañas. Españoles somos,
que do más riesgo hay menos se abaten;
su muerte cierta ven, y no desmayan;
pueden vencidos ser, mas no cobardes;
y, siempre superiores al destino,
lauros, donde otros mengua, encontrar saben.

Embajador moro. ¿Luego, hoy, tus esperanzas llegan sólo
a perecer con gloria en el combate?

Guzmán. ¡No, que aspiro a vencer! Dios, por quien lidio,
me prestará la fuerza que me falte.
Y, dispuesto a morir, la palma aguardo.
De tus inmensas huestes no te jactes.
¿Ves los pocos guerreros que me cercan?
Del triunfo en la esperanza todos arden,
y, ser un héroe cada cual creyendo,
de los tuyos por mil piensa que vale.

Embajador moro. Guzmán, te admiro; aunque a la par me duele
tu ceguedad funesta.

Guzmán. No te canses,
que esto exige mi honor, y esto resuelvo.
Vuélvete, Aben Comat, a tus reales
y lleva a tu caudillo mi respuesta.
Conde, le seguirás y del rescate
tratarás con Amir. Cuantos tesoros
hoy tengo en mi poder ofrezco darle.
Pero si, despreciando mis ofertas,
a devolverme el hijo se negase;
si, cual esclavo al África le lleva,
del África yo mismo iré a sacarle.
(Se van los tres al campo moro y Guzmán sube al castillo.)

Amir. Y bien, Aben Comat, ¿cuál su respuesta?
¿Entregará a Laroles por rescate?

Embajador moro. Imposible, señor. Aquí está el hijo
y el Conde, en su nombre, viene a hablarte.

Amir. ¡Alá te guarde!, noble caballero.

Conde. ¡Y a ti te guarde Dios, que sólo es grande!

Amir. ¿Qué he sabido?
¿Estorbar Guzmán quería
que su hijo vuelva conmigo?

Conde. ¿Cuándo, moro, que un Guzmán
faltare a su fe has oído?
Ahí está para seguirte,
abierto tiene el camino.

Hijo. Moro, ¿qué quieres de mí?
Si la muerte intentas darme,
(Con dignidad.)
¡a sufrirla sin quejarme
me tienes dispuesto aquí!

Amir. No soy tan cruel y fiero,
noble joven, cual juzgáis,
y que pronto conozcáis
quién es Amir espero.

Conde. Posible es que con su duelo
os mostréis, Amir, clemente.
¿Qué interés podéis tener
en hacer triste su suerte,
ni qué os valdrá el sacrificio
de un joven tan inocente?
Dejadle que, con su Conde,
a las españolas huestes
parta libre, y vuestro nombre
bendecirá eternamente.
Y de su padre amoroso
obtendréis ricos presentes,
siendo con munificencia
compensado dignamente.

Amir. Cristiano, yo a él le ofrezco
lo mismo que tú me ofreces
y, sin embargo, mis fines
altivo rechaza siempre.
No esperes que yo me rinda,
si él primero no cede.

Conde. En vano tanta ventura
queréis, moro, que acepte.

Amir. Ved que vuelan los momentos
y decidirme es forzoso.

Hijo. Esfuerzo tan repugnoso
es mayor que los tormentos
que prepares rencoroso.
¡Toma mi vida primero
y, con tu corva cuchilla,
acorta mis días, fiero!
Mas que le digan no quiero
lo que a los dos nos mancilla.

Conde. Refrena tu ardor, Pelayo,
que te pierde tu osadía.

Amir. (Con calma.)
Conozco la altanería
del osado castellano.
Pero el profeta lo humilla
con su santa omnipotencia,
y ante él caerá con violencia
la soberbia de Castilla.
Yo aquí pudiera vengarme
de sus insultos cruelmente,
mas prefiero ser clemente,
y generoso mostrarme.
Yo desprecio ese furor
que a vos fulmina en vano,
que siempre será el cristiano
despojo de mi valor.

Hijo. ¡No! Si lo piensas, vilmente
estas, tirano, engañado,
que nunca aliento esforzado
me ha de faltar suficiente
para dejarte asombrado.
Porque en España, al nacer,
nace el varón vigoroso
y, con el humano ser,
recibe también, brioso,
irresistible poder.
Bajo su cielo sereno,
con el valor nos nutrimos
de que tiemble el agareno,
y ese valor recibimos
de nuestra madre en el seno.

Amir. ¡Silencio, osado rapaz!
Que, si tu edad no mirara,
la existencia te quitara,
entre mis manos, audaz.
(Dirigiéndose al Conde:)
¿Quieres librar este día
a su hijo de suerte impía
que abrojos a sus pies brota?

Conde. ¡Ah! ¡Mi sangre gota a gota
por lograrlo vertería!

Amir. No será tal sacrificio
preciso para salvarle;
y, en vez de fiero suplicio,
un inmenso beneficio
obtendrás por libertarle.
Sigue, osado, mis pendones
y abjura tu religión
y, en vez de torpes prisiones,
tú serás de mis legiones
el más noble campeón.
En el África obtendrás
oro, honores y poder;
grande, opulento serás
y en la vida gozarás
inagotable placer.
Allí, superior esfera
que en vuestra patria os espera.
Venid, gozadla los dos,
acatados por doquiera.

Conde. ¡Basta, basta, vive Dios!
Me admiro de la paciencia
con que he podido escuchar
tan inaudita insolencia,
ese borrón que estampar
pretendes en mi existencia.
Nunca de Cristo la fe
podré, infame, abandonar.
Antes por él moriré
y con mis manos sabré
mi corazón destrozar.
Esta es la joya luciente
que da vida al español;
y es tal su brillo esplendente
que, al tocarla levemente
la ajan los rayos del sol.
Vosotros no la tenéis,
ni su alto fuego sentís.
Vida al desierto debéis,
donde entre fieras crecéis
y como fieras vivís.

Amir. ¡Por Alá! Mi indignación
yo no sé cómo contengo
a vista de tal tesón.
Pero al contemplaros tengo
de vosotros compasión.
La suerte reflexionad
que, a no ceder, os espera,
después que, en batalla fiera,
hoy de España la maldad
humille ante mi bandera.
Conmigo a Córdoba iréis
y, al África trasportados,
en ella siervos seréis
y, en tormentos redoblados,
vuestras vidas finaréis.
Sí. Decid a los cristianos
que, esperando los tormentos,
tengo más de cuatrocientos
cautivos entre mis manos.
Que vean cuál su favor
su Dios les presta propicio,
llevándoles al suplicio
sin consolar su dolor.
Que sufran por él constantes
y esperen su salvación,
mientras corto a discreción
sus cabezas arrogantes.
Y decid que, si librarlos
pretenden de sus prisiones,
(Con orgullo.)
¡vengan sus fuertes legiones
en la lid a rescatarlos!

Conde. Sí vendrán, y esa altiveza
en el suelo postrarán,
y osados abatirán
tu valor y tu fiereza.
El Dios que adora el cristiano
triunfar su fe santa hará,
que siempre airado será
azote del africano.
Y por él el español,
en la lid fiera ayudado,
su honor verá acrisolado,
antes que luzca otro sol.
Muy presto rescatará
a los cautivos que perdió,
y el baldón que recibió
con tu muerte lavará.
Y estos campos, que tiñeron
con su sangre generosa
y de la acción desastrosa
testigos inmobles fueron,
en breve presenciarán
el triunfo de su valor
y del árabe traidor
la derrota mirarán.
(Con ardor.)
¡Sí! Su arrojo y fortaleza
del moro sabrá triunfar
y en ninguno ha de dejar
sobre el cuello la cabeza.
Y cuando el campo sembrado
de cadáveres esté,
tremolará por la fe
de Cristo el pendón sagrado.

Amir. Que vengan, pues, y veremos
si, de su Dios a pesar,
en la lid que han de trabar
nuevamente los vencemos.

Conde. Te engañas, que Dios, cansado
de sufrir tu atroz dominio,
contra tu tropa indignado,
hoy su terrible exterminio
tiene por fin preparado.
Marcado este día está
por su justicia infinita:
Su indignación tronará
y hoy Mahoma se hundirá
con su canalla maldita.
Hoy los fuertes castellanos
vengar su afrenta sabrán
con sus contrarios villanos,
y ese campo de africanos
cadáveres sembrarán.
Y, con su sangre traidora,
tal esa fértil llanura
fecundizarán ahora que,
empapada en sangre mora,
será eterna su verdura.
¡Sí! Tiemble sólo el cruel
que atormenta la inocencia
y en ella vierte su hiel.
Tiemble de la omnipotencia
del Dios que desprecia infiel,
que su rayo vengador
sobre él suspendido está,
amagando destructor,
y en cenizas tornará
al maldecido opresor.

Amir. ¡Infame! Ya mi piedad
en rabia se ha transformado.
Pues, con tan fiera maldad,
mi alto nombre has ultrajado.
¡Tú llorarás mi crueldad!
(Le da un pliego cerrado al Conde.)

Hijo. No tengas, buen Conde, miedo.
Di cuál es su voluntad.
A arrostrarlo todo estoy
resuelto y determinado;
no temo el rigor del hado
ni cuantos suplicios hoy
prepare el moro malvado.
Y si la tierra estuviera
abierta para tragarme,
viérame su audacia fiera
en su centro sepultarme,
sin inmutarme siquiera.
Ni la tormenta terrible,
lanzando abrasador rayo
sobre esta frente impasible,
podrá, con su estrago horrible,
intimidar a Pelayo.

Amir. (Dirá con furia.)
¡Basta ya! ¡Presto venid,
o temed de mi furor!
Tanta audacia y tanto ardor
podéis mostrarme en la lid.
(Dirigiéndose a Pelayo:)
Vosotros, aquí esperad
en tanto, sin resistencia,
que dicte vuestra sentencia
mi omnímoda voluntad.

Hijo. ¡Pronto anhelo morir!
Ya la cuchilla homicida
puedes mandar prevenir.
Ese tormento inhumano
no sorprende al alma mía,
y sabré arrostrarlo ufano.
¿Qué más esperar podía
de un pérfido mahometano?

Amir. ¡Infame! Basta de injuria
que no tolera mi ardor.
Al combate asolador
parto a humillar, entre furia,
del castellano el valor.

Hijo. ¡Valor! Yo parto a ceñirme
del martirio la corona
y a sufrir voy de los justos
la muerte dulce y honrosa.

Conde. ¡No temas! En la mansión
donde el divino Dios mora,
en breve nos uniremos,
disfrutando de su gloria
toda una vida eternal,
angélica y venturosa.
¡A Dios! Y bendita sea
su justicia bienhechora,
que del tormento mundano
reposo te proporciona.
¡Y maldito el vil tirano
que, con rabia asoladora,
asesina la inocencia
y en su padecer se goza!
¡Hombre execrable y feroz,
caiga horrible y destructora
la maldición del Eterno
sobre tu frente alevosa!
(Se va el Conde al castillo. Y el Jefe moro dice a su embajador:)

Amir. Sí, sí, mas morir vengado
del todo el alma ambiciona.
Este cristiano te entrego.
Si sucumbo en la derrota,
de un clarín aquí cercano
sentirás la voz sonora.
Y al escucharla, a ese joven
darás una muerte pronta.
Pues quiero, cuando triunfante
venga esa canalla odiosa,
presentarle su cadáver,
bañado en su sangre propia,
y gozarme en mi agonía
en su aflicción horrorosa.
Parto a triunfar. Mas si muero,
sin titubear le inmolas.
(Desde el castillo dirá Guzmán al Conde:)

Guzmán. ¿Y mi hijo?

Conde. Vive, señor,
sin que su sangre desmienta.

Guzmán. Pero, ¿qué suerte...?

Conde. Este pliego
os dirá lo que le espera.

Guzmán. ¿Ese pliego? ¡Dadme pronto!
Veamos... ¡Cielos!

Conde. ¿Te alteras?

Guzmán. ¡Ay! Sí, que un ascua encendida
mi mano en él tocar piensa.
¿Qué contendrá? ¡Con espanto
mirándolo estoy! Se hiela
mi sangre, al pensar que aquí
mi vida o muerte se encierra.
Abramos por fin. ¡La vista
se ofusca! ¡La mano tiembla!
No puedo.

Conde. ¡Valor!

Guzmán. Decid:
¿A Amir le viste?

Conde. Por fuerza.

Guzmán. Y ¿él os dio?

Conde. Con propia mano.

Guzmán. Su faz, entonces...

Conde. ¡Perverso,
como siempre!

Guzmán. ¿Sus miradas?

Conde. ¡Falsas!

Guzmán. Y ¿brillaba en ellas
algún gozo?

Conde. Sí, el de un tigre
cuando la sangre olfatea.

Guzmán. (Con impaciencia.)
Pero... tú, ¿tú no adivinas
lo que este pliego contenga?

Conde. Amir me habló de rescate.

Guzmán. ¿De rescate? ¡Si así fuera!

Conde. ¿Qué otra cosa puede ser?

Guzmán. Es verdad. No sé qué idea.
Mucho pedirá... ¡No importa!
¡Llévese allá mis riquezas!
Todas se las doy gustoso,
como el hijo me devuelva.
Eso será, sí. Veamos...
Mi alma a respirar empieza.
(Lee el pliego.)
¡Cielos! ¡Maldición! Hoy mismo,
si, al toque de clarín,
no se le entrega esta plaza,
al pie del muro veré
caer su cabeza.

Conde. ¡Infame!
(Guzmán, abismado en su dolor, vuelve a desdoblar el pliego y lee de nuevo.)

Guzmán. «Mañana, si, después del tercer toque de clarín, no me habéis entregado a Laroles, la cabeza de vuestro hijo caerá sin remedio, al pie de los muros que obstinadamente me negáis.»
Sí, no hay duda, esto dice. En vano
vuelvo a leer este fatal escrito.
Palabras busco en él que lo desmientan.
Estas líneas de sangre sólo miro.
No me engañan mis ojos. ¡Desdichado!
Parricida o traidor ser es preciso.
¿Esto a un padre propone? ¿Esto quiere
de un noble, de un soldado? ¡Fementido!
Pero no puede ser. Un vano amago
es, sin duda, un ardid con que ha creído
mi constancia vencer. ¡Ah, lo conozco!
Y es de ello capaz su pecho inicuo.
¿Le matará el traidor? ¡Cielos! ¡Tan joven!
¡Tan valiente! ¿Y habré de consentirlo?
¿Lo entregaré yo mismo a sus verdugos?
¿Quién me puede imponer tal sacrificio?
¡Nadie! Perdona, oh Rey; perdona, oh patria;
en vano lo pedís. No he de cumplirlo.
Ya mi deuda os pagué. Ya en cien combates
mi sangre por vosotros he vertido,
y con ella, doquier en toda España,
mi lealtad y valor se hallan escritos.
¿Queréis aún más de mí? ¿Queréis los muros
del poder musulmán, bello residuo?
¿A Granada queréis? Pues ¡a Granada
os daré por Laroles! Mas, ¿qué digo?
¡Necia, vana ilusión! ¿Hazañas sueño
y a darles voy con la traición principio?
¿Y aún espero vencer, cual si quedara
valor alguno en pecho envilecido?
¡No! La infamia, Guzmán, será tu suerte:
tu preclaro blasón verás marchito,
y el hecho de Julián, fatal a España,
infiel renovaras. Y aborrecido,
con ese hijo que salvar pretendes,
te ocultarás entre ignorados riscos.
¡No! Más vale morir. ¿Qué es él? Tan sólo
sangre mía que está es vaso distinto.
¿Y de ella avaro me verán ahora,
cuando tanto otras veces la prodigo?
La patria la reclama, suya sea.
No tengo yo valor para impedirlo.
Viviendo, a eterna infamia lo condeno.
Muriendo, a mejor vida lo destino.
Y tú, Amir, si mi lealtad pensaste
pérfido quebrantar, mal has creído.
Un hijo diome Dios para mi patria;
su apoyo debe ser, no su enemigo.
Pereciendo por ella, eterna gloria
le aguarda. Y solo a ti, baldón indigno.
Para que te persuadas cuán distante
estoy de faltar al deber mío,
si es que arma no tienes para matarle,
toma, allá va, verdugo, mi cuchillo.
(Arroja el puñal, y se oculta del castillo.)

(Esta arenga la dirá el Conde a los soldados después de bajar Guzmán del castillo:)

Conde. ¡Soldados!: No sufra Guzmán el Bueno.
¿Cómo las armas, en alas del viento,
no llevan al cristiano al campo moro?
¿Por qué no truena el lúgubre cañón,
que con su acento de horror y miedo
los espacios llena? ¿Cómo el sonoro
clarín del heraldo que alza valiente
del Rey cristiano el parlamento de oro,
no va cruzando la abrasada tierra,
al grito rudo de venganza y guerra?
[Por su muerte] las vírgenes llorosas
piden venganza en el desierto llano,
[sollozando ante] las movibles losas
que cobijan los restos del cristiano.
¡Guerra!, grabado está. ¡Guerra!, murmura
el último gemido del anciano
[que agoniza] flotando en la esperanza.
¡A ellos, cristianos! El feroz beduino,
temblando, guarda en la caverna impura
la copa y el puñal del asesino.
Sacudan nuestros míseros hermanos,
ante la luz que en Oriente asoma,
de ese pueblo cobarde el torpe yugo,
y [ajusticiado] rodará el verdugo,
a los pies de la cándida paloma.
Y su valor veremos transformarse
en innoble baldón y eterna mengua,
cuando en sus grutas lóbregas entremos
a turbar el festín de los blasfemos
y azotarles el rostro con la lengua.
Al fiero galopar de sus corceles,
que fecundan los campos vendavales,
se cubrirán sus yermos arenales
de espesísimas selvas de laureles.
Y su sangre, a torrentes derramada,
impura huyendo de la luz del día,
de la montaña llenará las bocas
y bajará rodando por las rocas
al hondo seno de la mar bravía.
Y si alguno, arrostrado en la pelea,
bajo el alfanje infiel pierde la vida,
cantos eternos le dará la historia,
gloria los mundos, y los cielos gloria.
(Fin de la arenga.)
 

Segundo día: Segunda parte

(Los cristianos asistirán a la procesión del mismo modo que en la 1ª parte; pero, en llegando a la calle Real, irán haciendo fuego en retirada.)

(El Conde dirá a los soldados:)

Conde. Con cólera, avergonzado,
lleno de furor e ira,
vuestro general hoy mira
al débil infiel soldado;
al cobarde que faltó
al juramento prestado;
al que huye desalado,
sin nobleza y sin honor.
¿Dónde está, pues, la bravura
del soldado castellano
que entrega como un villano
esa bandera tan pura?
¡Y que ondee en las almenas
la media luna de Alá!
¡No consentirlo jamás,
si aún hay sangre en vuestras venas!
Pensad que aquí nos mandó
el alto y pesado cetro
de Isabel y de Fernando
con el nombre de guerreros.
Confío en vuestra bravura,
y en la fe de caballeros
que juramos en Granada
delante del mundo entero.
No desmentirlo, soldados:
que el que falta a un juramento
ni promete con valor,
ni puede llamarse bueno.
La sangre no vale nada
delante de los dicterios.
¿Qué merece el que abandona
santas empresas del cielo?
(Los soldados bajarán la vista.)
¡Alzad la frente, soldados!
Mirad el hermoso suelo
que nos quiere arrebatar
el insolente agareno.
Es la invencible Alpujarra,
la tierra de los guerreros,
de las altivas montañas
y de los valles amenos.
Es Laroles, cuya cima
ciñen las nubes del cielo,
y arrojan sus verdes faldas
infinitos arroyuelos.
Ya veis si es santa la causa
que a vuestra fe os encomiendo,
pero es más santa, más grande,
la causa de estos momentos.
Esos hijos de Mahoma,
que a nada tienen respeto,
nos han robado también
a nuestro patrón excelso.
¿Lo profanarán, cristianos?
¿Se reirán los sarracenos
de su virtud y grandeza?
(Contestarán los soldados:)

Soldados. ¡Eso no! ¡Vamos a ellos!

Conde. Esperad, que aquí se acerca
nuestro valiente Guzmán.
(Llega Guzmán, y dirigiéndose al Conde dirá:)

Guzmán. Ve al castillo, embajador,
su rendición a intimar;
no tienes que desplegar
ni un alarde de valor.
Di a ese Muza que es urgente
su irremediable abandono;
que se rinda, y le perdono
la vida y la de su gente.
No le insultes, aunque en vano
se ría de tu presencia.
¡Hay una gran diferencia
entre un moro y un cristiano!
El Santo guíe tu valor
e ilustre tu pensamiento.
No vuelvas al campamento
sin nobleza y sin honor.
(Va el Conde al castillo, y dice al pie de éste:)

Conde. ¡Ah de este castillo! ¡Ah de sus almenas!
(Aparece el Jefe moro en el castillo.)
¡Dios te guarde, noble moro!

Amir. ¡Alá te guarde, cristiano!

Conde. En este castillo, en vano
guardáis el mejor tesoro
que adora el pueblo cristiano.
Nulos los medios serán
que en su defensa presiento.
Piden de aquel campamento
nuestro patrón Sebastián.

Amir. No creas cristiano en sueños.
De esta fortaleza armada
somos nosotros los dueños
y la tenemos cercada.
Cercada por mil valientes,
que la sabrán defender,
y antes la verás arder
que en poder de vuestras gentes.

Conde. Siento, moro, que tan duro
recibas a esta embajada.
Si quieres la mano armada,
la tendrás, yo te lo juro.
Pero cumple a mi deber
de cristiano caballero
el revelarte primero
lo que tú debes saber.
Granada, ciudad bella,
por la que Boabdil suspira,
hasta con desprecio mira
al traidor Aben Humeya.
Sangre real su corazón
circula y de ella blasona,
pero busca una corona
en la negra rebelión.
Y en desesperada liza
elige la altiva sierra,
para provocar la guerra
con tu gente advenediza.
Su planta infame vacila,
y cuando el grito lanzó,
coronan a Aben Aboó
en la vega de Narila.
Así sus locos afanes
tuvieron por resultado
morir de un pino colgado
por sus mismos capitanes.
Y Aben Aboó, la esperanza
que a vuestro valor abona,
ha perdido la corona
sin realizar su venganza.

Amir. Cristiano, ¿será verdad
la muerte de Aben Humeya?

Conde. Oye lo que dicen de ella,
oye por curiosidad:
. Existe una cueva impura
donde dicen los pastores
que sus súbditos traidores
le dieron la sepultura.
. Y se deseriza el vello,
cuando, al rayo de la luna,
sale su sombra importuna
con el vil dogal al cuello.
. Todo el que lo ve se aterra,
porque su sombra es tan leve
que sin desflorar la nieve
cruza el alto de la sierra.
. Así sus huestes escasas,
perdido todo valor,
han ido a esconder su honor
bajo el techo de sus casas.
. Esta es la verdad sin flores,
que no te digo por saña,
piensa que de toda España
sólo te queda Laroles.
. No esgrimas, moro atrevido,
tu sangrienta cimitarra,
ni esperes que la Alpujarra
sirva a los moros de nido.
. Vuélvete al África ardiente,
sin mengua de tu alma entera,
no faltará una palmera
que brinde sombra a tu frente.
. Y si tu pecho desgarra
tenaz y agudo el tormento,
(Con orgullo.)
¡vente a respirar el viento
de la risueña Alpujarra!

Amir. Por Alá, calla insensato,
no aceleres mi agonía,
que es chica la mente mía
para abarcar tu relato.
No te perdono la calma
ni la manera fatal
con que has clavado el puñal
en el fondo de mi alma.
¡Mis reyes y mis amores,
mis sueños y mi alegría,
se han marchitado en un día
para brotar mis dolores!
Siente mi alma un desmayo
que no puedes calcular;
hasta me atreví a soñar
ser un segundo Pelayo.
Él de Asturias a Granada
lanzó de valor sus furias.
Yo conquistaría Asturias
desde la Sierra Nevada.
Y en Granada la gentil
buscara un florido espacio,
para un soberbio palacio,
entre el Dauro y el Genil.
¡Sueños de gloria!, volad
de mi acalorada mente.
Lucha, corazón valiente,
contra la fatalidad.

Conde. ¿Qué profieres, imprudente?
Cuando vence la razón,
sólo la resignación
señala al hombre valiente.
Y según yo te contemplo,
si entregas la fortaleza,
más que parecer bajeza
fuera de valor ejemplo.
Laroles te debería
la sangre de sus hermanos.

Amir. Tus empeños serán vanos
contra la decisión mía.
Quizá la batalla pierdo
y la existencia en la lucha,
pero ten calma y escucha
de mi país un recuerdo.
En el África encendida,
cuando al león se acorrala,
ruge y lucha hasta que exhala
el aliento de la vida.
Yo también soy africano,
hijo del ancho desierto,
y prefiero quedar muerto
que rendirme a ti, cristiano.
Y Alá que este lance quiso,
allá desde la creación,
ante mi vil rendición,
me cerraría el paraíso.
No, cristiano, que la llama
de valor que arde en mi pecho
tenga al menos el derecho
de un recuerdo de la fama.
¿Qué es una vida sin gloria,
para un caudillo de honor,
ni qué pruebas da el valor,
cuando es fácil la victoria?
Marcha al campamento tuyo,
y prueba que eres valiente.
¡Quizá pueda con mi gente,
domar tu feroz orgullo!

Conde. No es orgullo lo que el pecho
de un cristiano ha de sentir,
si le obligan a vertir
sangre, aunque tenga derecho.
Que la caridad cristiana,
de la religión señora,
dice que aun la sangre mora
la tratemos como hermana.
Manda perdonar la ofensa;
pero al injusto agresor
quiere oponer el valor
que da la propia defensa.
¿Y se da más injusticia
que tener a nuestro Santo,
cuando le queremos tanto,
en la agarena milicia?
¿Juzgas que este pensamiento
que torturáis inhumanos
no enardece a los cristianos
del cercano campamento?
Los verás venir terribles,
alentados de esta idea,
seguros que en la pelea
los hará el Santo invencibles.
Ríndete, moro, esta tarde.

Amir. ¡Es imposible a los dos!

Conde. Pues ¡queda, moro, con Dios!

Amir. Cristiano, ¡que Alá te guarde!
(Regresa el Conde a su campamento, y dirigiéndose a Guzmán dice:)

Conde. Inútil fue mi embajada
y, al volver al campamento,
me acompaña el sentimiento
de no haber servido nada.
Ni la caridad, ni el ruego,
ni la justicia ofendida,
ni el aprecio de la vida,
ni los horrores del fuego,
su altiva cerviz no doman,
ni el grito de la conciencia.
¡Es fatal esa creencia
de los hijos de Mahoma!

Guzmán. Fatal es y carnicera
gente que a nada se abate
y al provocar el combate,
muestran instintos de fiera.
Y ¡vive Dios!, que se nota
en esa altivez violenta
algo de injuria y de afrenta
por la pasada derrota.
(Al terminar de hablar esto, tocarán llamada a tropa y Guzmán dirá a los soldados esta arenga:)
¿Oís, soldados? La sonora trompa
nos llama a la lid. Corramos luego
y, alarde haciendo de guerrera pompa,
al brazo no hay que dar paz ni sosiego.
Pechos infieles nuestras espadas rompan;
sus tiendas de oro y seda trague el fuego,
y veamos trocar la mar cercana,
en otra mar de sangre musulmana.
No os asusten los fieros escuadrones
que en torno al muro su furor ostentan,
que al número no atienden los leones,
cuando en débil rebaño se ensangrientan.
Siempre los esforzados corazones
sus contrarios combaten, no los cuentan.
¡Seguidme y, descargando golpes ciertos,
los contaréis mejor después de muertos!
¿Españoles no sois? Pues sois valientes.
A fuer de castellanos, sois leales.
Antes que aquí rendidos, hoy las gentes
verán nuestros honrosos funerales,
renovando con inédita constancia
las glorias de Sagunto y de Numancia.
Sí, castellanos, si el rigor del cielo
negase a nuestras armas la victoria,
en el trance fatal, para consuelo,
nos quede siempre de morir la gloria.
Guarde este ardiente, ensangrentado suelo
de Laroles tan sólo la memoria,
y conquiste el árabe entre asombros
montones de cadáveres y escombros.
¡Fuego! ...
(Se da la acción y, al quedar los moros prisioneros, principia el Jefe moro:)

Amir. ¡Maldecido destino! Desarmada
en esta lid mi diestra vencedora,
otro alfanje traed, turba menguada,
y aún temblarán de la pujanza mora.
Quiero lidiar hasta el postrer momento,
¿y he de morir sin gloria en este día?
¡Ah! siento no poder hoy con mis manos
por cada gota de la sangre mía
verter a ríos la de los cristianos.
Pero a lo menos moriré vengado,
si llego de la vida a despojarme,
¡que los cuellos ya el hacha habrá segado
de esos viles que osaron ultrajarme!
Mas, ¿qué es esto?
(Llega el Conde con la escuadra y lo pillan prisionero.)

Conde. Depón esa altivez, moro atrevido,
que a buen precio has pagado ya tu ultraje,
y lava en el Jordán ese ropaje
que con sangre de creyentes has teñido.
En vano luchas: A tu Dios mentido
no alcanza la oración ni el homenaje.
Y en ti falta la fe, moro salvaje,
para humillar la enseña del Ungido.
Y ¡guay de ti!, si tu furor mañana
tal vez a nueva lid osado intenta
provocar la nobleza castellana.
(Llega Guzmán y, dirigiéndose el Conde a él, dirá:)
Y tú, a quien infaustas las arenas
dieron tumba de rey y caballero,
alza la frente y mira el pueblo ibero
vengar tu honor, con sangre de sus venas.
Duerma ya en paz tu sombra, que no en vano
de nueva y torpe afrenta la mancilla
el coraje encendió del pecho hispano.
Junto a la nuestra tu venganza brilla,
que en Laroles, con victoriosa mano,
la enseña de la cruz plantó Castilla.
(Guzmán y el Jefe moro quedan un momento contemplándose con altivez, y Guzmán dice al moro:)

Guzmán. Contemplándote estoy, y a vueltas ando,
¡vive Dios!, con la saña que me inspiras
y el desprecio que siento por tu bando.

Amir. No temo tu desprecio ni tus iras.
Al árabe el horror nació contigo,
como el horror a tu nación, cristiano,
el día en que nací nació conmigo.

Guzmán. ¿Aún te atreves a hablar, traidor pagano?
¿Olvidas que me han dicho esta mañana,
en la gruta del viejo israelita,
tu venganza misma, tu traición villana?,
¿que tu presencia mi furor excita
y que el recuerdo de tu ruin ultraje
tu sangre está pidiendo a mi coraje?

Amir. No receles que el miedo entre en mi pecho.
Contrario tuyo hasta el postrer suspiro,
cuanto osé contra ti doy por bien hecho.
Ni me arrepiento ni a perdón aspiro.
¿Tú me desprecias? ¡Yo también!

Guzmán. Me espanta
el ver que en solo un hombre caber puede,
con tan grande traición, audacia tanta.

Amir. Guzmán, a la tuya mi altivez no cede.
Nunca esperé de ti más que ira y guerra,
no esperes más de mí que guerra e ira.
Si ira a mi grey tu corazón encierra,
ira a tu grey mi corazón respira.

Guzmán. Ira noble, ¡pardiez!, guerra tan sólo
digna de infieles cual vosotros, lucha
cobarde y baja, de traición y dolo.

Amir. Propia contigo de mi raza. ¡Escucha!
No de esa ira vulgar que al fin se acalla,
sangre enemiga sin piedad vertiendo
en el ciego furor de una batalla.
No. ¡Más ansiaba mi furor tremendo!
Mi padre, mis hermanos, mis amigos
cayeron al furor de tu cuchillo
en buena lid, cual nobles enemigos,
de cara a los pendones de Castilla.
Cuanto adoré me lo arrancó tu guerra:
padre, amor, amistad. Y otra esperanza
no quedándome ya sobre la tierra,
abrásame la sed de la venganza.
Velé, inquirí, maquinador y astuto.
A los reyes de Córdoba y Sevilla
de mi venganza interesé en el fruto,
y vengarles juré con tu mancilla.

Guzmán. ¡Traidor!

Amir. ¡Tú me desprecias! Oye ahora
cuánto ha podido mi venganza mora.
En tu tierra y palacio introducido
mirándote leal, franco y valiente,
que ha de ser a tu orgullo, he deducido,
mayor venganza la que más te afrente.
Vi que te era el honor más que el sol [caro],
y al de tu hijo osé. Vi que te dejaste
en Burgos a tu padre sin amparo,
cuando a su autoridad te rebelaste,
y a tu padre apresté sorda emboscada,
y en ti cayó la culpa de su muerte.
Tu gloria y tu fruto dejo manchado,
castellano feroz. Escarnecerte
puede el vulgo en tu hijo agonizado
y de tu padre en la sangrienta suerte.
Todo esto es obra mía. Sacia ahora
tu sed de sangre con mi sangre mora.

Guzmán. Sí haré. Mas antes enseñarte quiero,
pues tu furor encomias africano,
mi limpio honor para guardar entero
lo que puede el furor de un castellano.
(El moro le enseña a su hijo, espantado.)

Amir. Mira: ¡Tu hijo!

Guzmán. ¡Sí! ¡Contempla ahora
con qué sed beberé tu sangre mora!
Sólo con ella mi baldón se lava.
Mas no basta la tuya sólamente,
africano traidor. En ti se acaba
mi indulgencia y piedad para tu gente.
Para nadie la habrá, no. Esos dos reyes
que para mí te dieron credenciales,
al abrigo poniendo de mis leyes,
de sus embajadores los puñales,
hoy me conocerán. ¡Perros traidores
que el campo abandonáis de las batallas
y pagáis asesinos vengadores
detrás de vuestras torres y murallas!
Veo que, a vuestros nobles vencedores,
vuestro favor servil, no hallando vallas,
apresta una venganza más segura
envuelta en noche de traición oscura.
No he de olvidarlo. Vuestra raza entera
la mancha blanqueará de esta mancilla.
¡Grajos viles que espanta mi bandera
son los reyes de Córdoba y Sevilla!
Y yo haré con sus reinos una hoguera
a cuya luz, delante de Castilla,
irán como espantados jabalíes
al salvaje compás de lelilíes.

Escrito por Antonio Gómez López,el año 1933, en Laroles.



Notas

1. Lelilí. «Gritería que hacen los moros cuando entran en combate o celebran sus fiestas».

2. Por ejemplo, las distintas variantes del desenlace final connotan el mismo significado, ya se represente la condena a muerte de los moros, o se les mande al destierro, o se ahogue a Mahoma en la fuente de la plaza, o se conviertan a la fe cristiana y lleven fervorosamente la imagen del patrón. Esta última forma, más irenista, no altera el sentido de negación de la identidad de los otros, sino que incluso la lleva más lejos.

3. En este caso, ¿habría tal vez que agregar otro «tipo»: el del cautiverio y sacrificio del hijo? Por importante que sea un tema puesto en primer plano, creo que no basta para clasificar una «familia» de textos como distinta de otra, máxime teniendo en cuenta que con frecuencia el tema del castillo y el de la imagen coinciden en la misma versión.



Obras citadas

Brisset Martin, Demetrio E.
 1984 «La toma del castillo: análisis de las escaramuzas de moros y cristianos de Granada», Salvador Rodríguez Becerra (coord.): Antropología cultural de Andalucía. Sevilla, Consejería de Cultura, 481-488.
 1988a Representaciones rituales hispánicas de conquista. (Tesis doctoral). Madrid, Universidad Complutense.
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 Gazeta de Antropología