Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1992, 9, artículo 02 · http://hdl.handle.net/10481/13668
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Publicado: 1992-09
Famosas fiestas de san Juan. Análisis de las fiestas de Granada (7)
Famous festivals of Saint John: Analysis of the festivities of Granada (7)

Demetrio E. Brisset Martín
Antropólogo. Granada.


RESUMEN
En continuidad con la serie de análisis de las fiestas granadinas, publicada en números precedentes, el autor se detiene ahora en las fiestas de san Juan. Lleva a cabo una retrospectiva etnohistórica, que rastrea los orígenes benedictinos de la conmemoración, deteniéndose luego en peculiaridades de la fiesta en la corte del condestable Iranzo y de los Reyes Católicos. Resaltan ciertos actos festivos y tauromáquicos asociados a la celebración.

ABSTRACT
Continuing the series of analysis on Granadine fiestas, the author now examines the fiestas of Saint John. An ethno-historical retrospective that touches on the Benedictine origins of the commemoration is given. The peculiarities of the fiestas in the courts of the high constable Iranzo and of the Catholic Kings are examined. Certain festival acts and bullfights associated with the celebration are discussed.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
fiestas de Granada | fiesta popular | san Juan | estudio etnohistórico | festivities in Granada | folk celebrations | Saint John | ethno-historical study



La mañana de San Juan
al tiempo que alboreaba
gran fiesta hacen los moros
por la vega de Granada.
     (Romance de La pérdida de Antequera)

Hasta hace pocas décadas, el alba del gran día del comienzo del verano era motivo para salir al campo a «ver la rueda de santa Catalina» o pelea del sol contra la luna en el amanecer granadino.

Comencemos por recordar las advocaciones litúrgicas que, en el calendario del año 961, se daban para la fecha: «24 de junio: Cuando Josué detuvo el sol; fiesta de la natividad de Juan, hijo de Zacarías» (Anónimo 1873) (1).

En esa época, lo más que se conmemoraba era la hazaña solar de Josué. Este fue el sucesor de Moisés al frente del pueblo hebreo, y pronto demostró tener gran poder al separar las aguas del Jordán para que avanzaran los sacerdotes que transportaban el arca de la alianza, junto con todo el pueblo «elegido por Jehová». Después de conquistar Jericó, al desplomarse sus murallas ante el sonido de los cuernos y gritos hebreos, se enfrentó contra cinco gigantes amorreos, entre ellos el rey de Jerusalén. En la batalla fue apoyado por el mismísimo Jehová, quién mató a muchos enemigos con una tormenta de piedras. Entonces Josué gritó en presencia de los israelitas:

Sol, detente en Gabaón; y tú, luna, en el valle de Ajalón.

Y el sol se detuvo y la luna se paró (...) Y el sol se paró en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse casi un día entero (Libro de Josué 10,12-13).

Y los enemigos fueron aniquilados y los cinco reyes amorreos sepultados en la cueva donde se habían escondido.

En este episodio de la Biblia tenemos un precedente de aquellas batallas de Fernando III el Santo y el cardenal Cisneros, que, al igual que en el caso de Carlomagno en Roncesvalles, se dice que contaron con un día sin noche para dar cumplida cuenta de los infieles. Al conmemorarlo justo la noche más corta del año, se puede deslindar el puro fenómeno estacional del milagro atribuido a la colaboración divina. El «sol de medianoche» del círculo polar no tenía explicación racional para las culturas precopernicanas y el fenómeno pudo influenciar indirectamente las diversas mitologías.

Dejando a los israelitas volcados en la destrucción de todos sus pueblos vecinos, podemos reintegrarnos a la festividad del día mediante otro romance viejo de difusión intercontinental, el del cautiverio de Guarinos:

Van días y vienen días
la fiesta era de san Juan:
en que moros y cristianos
hacen gran solemnidad:
los moros esparcen juncia
los cristianos arrayán,
y los judíos aneas
por la fiesta más honrar.

Lo que este romance refleja es real: la fiesta de san Juan o del solsticio de verano era celebrada por las tres comunidades hispanas, aun cuando cada una se remitiera a motivos religiosos dispares. Y como ya se ha visto, fueron varias las fiestas celebradas conjuntamente por musulmanes y cristianos peninsulares.
 

Historia de san Benito y los bárbaros

La liturgia católica es avara en conmemorar nacimientos. Tan sólo celebra: el de la Virgen, el de Jesús, y el de Juan, hijo de Zacarías. Éste último no se instauró en Occidente hasta el siglo V, en la misma fecha solsticial que en la actualidad (De la Vorágine 1982: tomo 2, 571).

A la hora de rastrear en lo posible la evolución del culto y festejos al Bautista, sería útil comenzar por uno de los pilares de la iglesia católica, el mismísimo Benito de Nursia, «patrono de Europa». A través de la regla monástica fundada por él, y reformada mucho más tarde por Cluny y el Císter, los benedictinos impusieron la liturgia romana en el Occidente europeo, y por ello tienen tanta importancia sus devociones específicas, pues las extenderían desde sus monasterios.

Y el Bautista fue uno de los santos predilectos de san Benito: El núcleo originario de la orden benedictina fue el monasterio de Montecasino (arrasado durante la II Guerra Mundial), situado entre Roma y Nápoles. El abad Benito inició su construcción sobre un monte que albergaba las ruinas de una ciudadela y un templo pagano dedicado a Júpiter. Sobre los cimientos del templo levantó un oratorio dedicado a san Martín de Tours. Y justo donde se alzaba la estatua del Júpiter tonante, edificó otro oratorio en honor de san Juan Bautista. Precisamente, fue éste el lugar donde dispuso su enterramiento, efectuado de acuerdo con sus instrucciones alrededor del año 547.

Las pocas noticias biográficas disponibles sobre san Benito abad son las suministradas por el papa Gregorio el Grande, primer monje que alcanza a tan alta dignidad y quien sentó las bases del poder territorial del Papado (De la Vorágine 1982: tomo 1, cap. XLIX).

Hacia el año 590, este papa contó con el apoyo de la piadosa y cristianísima Teudelina, hija del duque de Baviera y esposa del rey de los lombardos, Agiulfo, para convertirle al cristianismo. Los lombardos, originarios de Escandinavia, dominaban la mayor parte de la península italiana, y en la conversión de su rey también intervino el tributo de 500 libras de oro anuales que el papa san Gregorio se comprometió a entregar. En la zona norte de Italia mantenían su poder los bizantinos, y Teudelina fue la artífice de la firma de una tregua con ellos. Ambos tratados fueron ratificados el día de Juan el Bautista, del que la reina era muy devota y a cuya intercesión atribuía la conversión de la corte. Para conmemorar la efemérides, mandó construir en Modoecia un gran templo dedicado al Bautista. Y desde entonces fue Juan el patrono de los lombardos (De la Vorágine 1982: tomo 2, 806).

Otro pueblo bárbaro, los visigodos, que tras siglos de trashumancia eligieron asentarse en la Península Ibérica, y se convirtieron al cristianismo por las mismas fechas, también se relacionó con Juan. En el río Pisuerga, cerca de Palencia, había una fuente o baños con aguas medicinales, consagrados a las ninfas en la época romana. Atraído por sus propiedades curativas, el rey Recesvinto acudió aquejado de dolores nefríticos. Le fue tan bien con las aguas, que en acción de gracias erigió una ermita bajo la advocación de Juan el Bautista, el año 661. Actualmente es uno de los máximos exponentes de la arquitectura visigótica, puesto que se conserva intacta, y en ella se dice misa en rito mozárabe una vez al año: el domingo más próximo a san Juan.

Ya tenemos dos pueblos nórdicos, donde los solsticios gozan de tanta espectacularidad que se erigen en ejes del ciclo anual, emparentados con el culto al Bautista. Y en los territorios invadidos por ellos, ya en el siglo VII, la devoción o fiesta del 24 de junio estaba muy extendida, por lo que se deduce de los consejos de san Eloy a sus feligreses: «No creáis en las hogueras y no os sentéis cantando, porque todas estas prácticas son obras del demonio. No os reunáis en los solsticios y que ninguno de vosotros dance, ni salte, ni cante canciones diabólicas el día de la fiesta de san Juan, ni de otro santo» (Caro Baroja 1979: 299, citando a J. B. Thiers 1741: 14-15). Se puede suponer que el tesorero de los reyes francos, y luego obispo, lo que considera canciones «diabólicas» sean los cantos «lascivos» que hemos visto prohibidos en Iberia.

En la Córdoba califal de Abderramán III, que marca el apogeo de Al-Ándalus, la Pascua de Ansara se celebraba con esplendor, con carreras de caballos, ejercicios de destreza, certámenes poéticos y hogueras, a menudo encendidas junto a higueras. En lo tocante a los cristianos cordobeses o mozárabes, se les acusaba de politeístas e incrédulos, ya que en esta noche tenían costumbre de regar sus casas y sacar los vestidos al rocío (De la Granja 1970: 127 y 137). En Sevilla, parece que era famosa la «velada de san Juan» por lo licencioso del comportamiento de sus habitantes.

Pero quizás donde más prodigios ocurrían era en Granada, donde se efectuaba «el milagro de las aceitunas», tal como describe un manuscrito del siglo XIII, basándose en otros documentos más antiguos: En el cerro que domina el Albaicín había una ermita cristiana, una fuente y un olivo. Al despuntar el sol en el día de san Juan, aumentaba el caudal de la fuente y florecía el olivo. A medida que transcurría la jornada se veían nacer y crecer las olivas, y la muchedumbre que subía en romería al monte, «toman cuanto más pueden de aquellas aceitunas y de aquel agua, guardando lo uno y lo otro para sus remedios, y así se consiguen entre ellos grandes beneficios» (2).

De acuerdo con otro manuscrito, en tiempo de los Omeyas no se permitía al público que cortara las aceitunas milagrosas. Se conocen otros olivos prodigiosos en Segura de la Sierra (Jaén), Lorca (Murcia) y, muy cerca de Granada, en Guadix. Este último experimentaba «la fructificación mágica «el 1º de mayo, día del patrono, san Torcuato, introductor del cristianismo en Andalucía. En la actualidad se sigue subiendo en romería al cerro del Albaicín, con motivo de las fiestas del arcángel san Miguel pero no se aprecian milagros.

Respecto a los avatares de esta fiesta en los reinos medievales cristianos, me limitaré a dos ejemplos. En Álava, se reunían el día de san Juan la cofradía de Arriaga, encargada de regular su régimen foral, para elegir a los alcaldes mayores y al justicia suprema (cfr. Caro Baroja 1979: 266) (3). En Jaén, la crónica del condestable Lucas de Iranzo menciona dos festejos diferentes: El primero tuvo lugar en 1458, tras una incursión castellana contra el reino de Granada. De regreso en Jaén, pasaron allí la fiesta «corriendo toros y jugando cañas, y andando a monte de puercos y osos, y recibiendo otros muchos servicios que el condestable le buscaba y hacía a su protector, y posiblemente enamorado, rey Enrique IV».

El segundo es referido, en la crónica de 1464, como actos que se repetían cada año al llegar la misma fecha, y posee un interés excepcional por la descripción pormenorizada de su desarrollo, por su repetición anual de forma que se pudo convertir en tradición, y por la inclusión de escaramuzas entre moros y cristianos, en lo que entonces era ciudad-plaza fuerte de la frontera.
 

Fiesta de san Juan del condestable Iranzo

Antes de amanecer, las calles se regaban, sembraban de juncia y entoldaban; las paredes se cubrían con cañas verdes. Trompeteros a caballo y atabaleros en mulas anunciaban la alborada. Después de oir misa y comulgar, el condestable montaba a la jineta con vestiduras moriscas, y junto con otros caballeros salía hacia el río, adornándose todos con flores y ramas. El resto de los caballeros de Jaén, al mando del alguacil mayor, abandonaban la ciudad fingiendo ser cristianos, mientras el primer grupo representaba a los moros: «Y trataban una fermosa escaramuza, arremetiéndose y fuyendo alternativamente», hasta llegar al mercado del arrabal, donde se acumulaban muchos haces de cañas, y las jugaban «a la manera de la tierra». Al cabo de un buen rato, el condestable y los suyos sacaban las espadas y obligaban a huir a los contrarios, que les arrojaban muchas cañuelas desde lo alto de la torres.

El ejercicio despertaba al apetito, y para calmarlo se ofrecía un gran festín, a base de fríos vinos finos, frutas y pan. Después de yantar los caballeros, invitaban a todos los asistentes.

Luego, para una buena digestión, se organizaba un torneo de cañas, «y echaban cañas a un pandero que allí muy alto estaba colgado».

Para satisfacer la piedad, oían otra misa, seguida por un nuevo juego de cañas. La jornada culminaba con otro banquete (Anónimo 1940: 18; y cap. XV).

La enigmática personalidad de Lucas de Iranzo (cfr. Brisset Martín, y Parrondo 1989: 43-49) explica que este adalid cristiano gustara de ejercicios para fortalecer las habilidades militares de sus huestes. En las fiestas de san Juan le vemos yendo al río y enramándose, dos de la actividades propias de la jornada a lo largo de los siglos. Respecto a las escaramuzas divididos en bandos de moros y cristianos, es la primera mención que las entronca con las fiestas solsticiales. Pero es posible que fuera una diversión habitual en los reinos musulmanes, aunque no conozco ningún dato que lo corrobore. De todas formas, celebrar al Bautista con juegos de cañas y escaramuzas tuvo gran éxito.
 

Las reliquias de los Reyes Católicos

Puede ser que la devoción al Bautista de los Reyes Católicos les impulsara a fomentar su festividad a lo largo y ancho de la península. Cuando tomaron posesión de la entregada Granada, el día de los Reyes Magos de 1492, recorrieron triunfalmente el Albaicín para detenerse en una mezquita que consagraron bajo el título de San Juan de los Reyes, en memoria del nombre que llevaban sus respectivos padres, Juan II de Castilla y Juan II de Aragón. Su hija heredera también se llamará Juana.

Al año siguiente envían un oficio al cabildo de Ciudad Rodrigo: «Por las dichas cuentas de los dichos gastos parece que cada año gastan y distribuyen muchas cuantías de maravedís de los propios y rentas de esa ciudad en comidas y bebidas y colaciones (...) mandamos no gastéis (...) excepto el día de san Juan de junio, que se pueden gastar hasta 3.000 maravedís» (Sierro 1980).

En 1500, están de nuevo en Granada y se despiden de su hija Catalina que marcha a Inglaterra a casarse con el príncipe heredero (que muere antes de consumar la cópula matrimonial y ella se casará con su hermano, Enrique VIII, coronado ya rey, con el que no tuvo hijos varones, lo que fue causa del primer divorcio del monarca y su ruptura con Roma). La reina Isabel queda triste por el viaje de la hija, a la que ya no volverían a ver, y para alegrarla dispuso Fernando: «El día de san Juan salieron de gala a la Vega. El rey hizo una escaramuza y jugaron cañas. Luego cenaron en la Alhambra» (Bermúdez de Pedraza 1638: 198).

Otra prueba de la afición de Fernando al Bautista, viudo ya de Isabel, es la fiesta que presidió en Valladolid, el 24 de junio de 1523, eufórico tras la reciente anexión de Navarra:

En una explanada se habían levantado dos castillos de madera, figurando el uno ser Rodas --en poder de los caballeros hospitalarios de san Juan y el otro Jerusalén, en manos de los turcos--. De la fortaleza turca salió un ejército de niños dispuestos a asaltar la contraria, defendida por Fernando de Habsburgo, de 11 años, hermano de Carlos V y por lo tanto, nieto del rey Fernando. Las huestes infantiles fernandinas consiguieron no sólo rechazar el ataque, sino también apoderarse de Jerusalén, ante el aplauso general (Ricard 1959: 288 --citando una relación del poeta Martín de Ibarra impresa en 1513--). Si bien este ejercicio debió servir para forjar el temple del futuro emperador Fernando I, el simbólico desenlace no pudo ser más opuesto a la realidad: A los 9 años Rodas sería tomada por los turcos y los hospitalarios expulsados. En cuanto a Jerusalén, permanecería más de 400 años bajo la bandera de la Media Luna, hasta que entrasen las tropas británicas al término de la I Guerra Mundial.

Volvamos a Granada. En 1515, el Cabildo decide que los seis toros que se corrían el día del Corpus por la tarde, posiblemente desde la vega hasta la plaza mayor o de Bibarrambla, pasen al día de la fiesta de san Juan, por acuerdo capitular del 11 de mayo (cfr. Garrido Atienza 1889: 16).

Poco después fallece el rey Fernando, quien había supervisado personalmente los planos del mausoleo que serviría para albergarlo a él, a su difunta esposa Isabel y a sus descendientes: la capilla real de san Juan Bautista y san Juan Evangelista. Su nieto Carlos V se encargó de cumplir su última voluntad e inhumar allí los cadáveres.

El túmulo de mármol que acoge en su cripta las urnas de plomo (se dice que vacías desde la invasión francesa) de los reyes conquistadores muestra la siguiente inscripción: «Los postradores de la secta de Mahoma, y extinguidores de la herética pravedad Don Fernando rey de Aragón y Doña Isabel reina de Castilla, están enterrados en este túmulo».

En la capilla, joya de la arquitectura renacentista, se conservan valiosos objetos personales de sus majestades: la espada de Fernando; estandartes del ejército conquistador; pinturas de primitivos flamencos y alemanes; el misal, la corona y el cetro de Isabel; las reliquias veneradas por ellos y otros monarcas de la familia.

Estas reliquias se guardaban en unos altares colaterales, cerrados con ocho llaves, y se manifestaban a los fieles en tres ocasiones a lo largo del año: el día de san Juan Bautista; el del Patrocinio de Nuestra Señora en honras galanas a 7 de mayo; y el de Todos los Santos. Una extensa relación de dichas reliquias fue publicada en 1764:
 

Reliquias de la Capilla Real

- Tocantes a Cristo Nuestro Señor:

Un poco de sangre; un pedazo de la cruz; un clavo; once espinas; parte de la esponja y caña con que le dieron a beber; trozo de la sábana en que le bajaron de la cruz; de la columna donde lo azotaron; de la mesa en que cenó con los apóstoles; del pan que se cenó; de la bacía en que les lavó los pies; del sudario; de la piedra del sepulcro; uno de los treinta dineros por los que le vendió Judas; tierra del pesebre donde nació; tierra del río Jordán donde fue bautizado (...)

- Tocante a la Virgen Nuestra Señora:

Leche de sus santos pechos; cabellos; tierra del lugar donde la saludó el ángel; parte de una piedra donde estuvo sentada en Egipto; trozo de la mesa donde comía (...)

- De santos y mártires:

El brazo derecho de Juan el Bautista y mechón de sus cabellos; camisa de uno de los Niños Inocentes; saeta con la que hirieron a Sebastián; una de las piedras con las que apedrearon a Esteban; trozo de la cruz del Buen Ladrón; de la vara de Aarón; de la puerta áurea del Templo de Salomón; cabellos de María Magdalena y una amplia colección de huesos de: Daniel y Jonás, profetas; Pedro, Pablo, Santiago, Andrés y Tomás, apóstoles; Lucas; Quiteria; Elena, madre de Constantino (...) (Chica 1764).

Los restos de los Reyes Católicos permanecían así en acogedora compañía. Y aunque no sea ortodoxo pensar que la santidad se transmite por impregnación o contagio, en reiteradas ocasiones se ha solicitado al Vaticano la concesión de la cédula de santidad para tan fervorosos defensores del catolicismo, que hasta le habían regalado al papa Inocencio VIII cien esclavos, hombres y mujeres gomeres, cautivados en la toma de Málaga (Francisco de Luque 1858: 271). Bien cierto es que estos gomeres se convirtieron y bautizaron debidamente, al igual que los otros cincuenta que regalaron a la reina de Nápoles, hermana de Fernando.

Regresando a los sagrados huesos, hay algunos especialmente singulares, como el del profeta Jonás, o el brazo con el que san Juan bautizó a Jesús. La reliquia del muro del templo de Salomón puede ser un recuerdo mítico de la mesa de oro del mismo rey, que los invasores árabes arrebataran a los godos en Toledo, y que hoy día puede tener su equivalente en los numerados trozos del muro de Berlín, esparcidos por todo el orbe occidental. Respecto a la «leche de la Virgen» aquí venerada, es más sugerente que sus «meaos» que se ingieren por los fieles en una romería de la cordobesa Montoro (Luque-Romero y Cobos Ruiz 1982: 26). Y otras curiosas reliquias debían custodiarse, porque tal como afirmaba el cronista: «Hay otras muchas más de las aquí referidas, cuyos títulos no se pueden leer por haberlos consumido el tiempo» (Chica 1764).

Para fomentar el culto de la capilla, Carlos V obtuvo numerosos jubileos e indulgencias, entre los que destacan los conseguidos por cada vez que se entrara a lo largo de la jornada del día de san Juan.
 

Mascaradas de moros y vascos

La descripción de una singular fiesta de san Juan, celebrada en Granada, se encuentra en manuscrito de finales del siglo XVII, que cuenta la historia de la casa de Mondéjar. Ésta fue una de las más poderosas familias de España, que entre otros cargos públicos ostentó los virreinatos de Nápoles, Navarra, Perú, Nueva España y Granada. En 1562, don Luis, IV marqués de Mondéjar y V conde de Tendilla, fue solemnemente proclamado Tenente del reino de Granada, recibiendo el pleito-homenaje de los súbditos en un tablado en la Alhambra.

Entre los festejos organizados en su honor, o «demostraciones en servicio de la casa de Mondéjar, porque en esta ciudad eran ordinarios los regocijos, y grande la estimación de los señores de ella», consiguieron gran renombre las Fiestas del día de la natividad de san Juan Bautista. Su centro estuvo en una isla artificial en el río Genil:

Los días que tardaron en disponerlo fue parte de la fiesta que se prevenía; y toda la ciudad bajaba a ver los moriscos, y los disfraces y músicas con que venían (...) bajaron de la Alhambra 500 a caballo, 1.000 arcabuceros y 400 moriscos (...) venían éstos en calzones de lienzo largos hasta los tobillos, y en camisa, bonetes de colores, paños de tocar, y muchas hondas, y lanzuelas en las manos con sus banderillas, mezclados unos con otros (...) 12 caballeros a la jineta ricamente ajaezados llevaban 12 esclavos turcos (...) don Luis con calzones a la morisca de damasco leonado y marlota (...) A primeras horas de la mañana fueron acercándose los dos campos, metiendo sus mangas de arcabuceros que trabaron la escaramuza, fingiéndose muertos de la una parte y la otra (...) Dispararon las torres de la Alhambra el artillería (...) llegaron los de a caballo, trabándose diestra y airosamente los unos con los otros (...) con tantos alaridos de las moros que pareció viva y reñida batalla (...) Gran banquete luego» (Ibáñez de Segovia 1696: tomo II, parte IV, 441-442).

Quizás sean éstas las fiestas de san Juan de Granada cantadas en los romances del XVI, herederas de la tradición local que los nazaríes habían conservado. Es chocante leer que a los moriscos se les confunde con los moros, cuando en realidad eran cristianos nuevos, nacidos bajo la corona imperial. También se aprecia una distinción entre ellos y los turcos, sujetos aquí a simbólica esclavitud. En todo caso, es la única referencia que conozco en la que sean moriscos auténticos los contrincantes festivos de los caballeros españoles.

Respecto al disfraz de los moriscos, si les sustituimos las hondas y lanzuelas por escopetas, son idénticos a los que usan en algunas representaciones actuales de moros y cristianos en la Alpujarra. Lo que no cuenta el cronista es si se intercambiaban retos y parlamentos, que no sería improbable.

Las relaciones de buena vecindad entre los descendientes de los granadinos y sus conquistadores, que evidencia la fiesta en honor de su «vicerrey», se truncarían muy pronto por la intolerante política adoptada por Felipe II (instigado por el arzobispo Guerrero y su mística tridentina). Al responder los moriscos con la rebelión, su enclave más firme fue la Alpujarra, en donde destruyeron las iglesias y objetos de culto. Sin embargo en Válor, cuna del proclamado rey de la insurrección, Aben Humeya, respetaron la iglesia de san Juan Bautista: «Por ser su amigo el señor san Juan Bautista», se dice en el Libro de la Hermandad del Santísimo Cristo de la Yedra, año 1695.

A finales del mismo siglo, en el extremo opuesto de la península, los vascos también honraban al santo con mascaradas.

En el navarro Lesaca, el visitador del obispado prohibió la tradición de elegir dicho día rey moro y cristiano, llevarlos a la iglesia e incensarlos durante la misa. Según parece, al amanecer los jóvenes se dividían en dos bandos, correspondientes a dos barrios, elegían un jefe por cada parte y salían a pedir aguinaldos acompañados por dos simulacros o imágenes que representaban a los dos reyes (Caro Baroja 1979: 261).

En el Arte de brujería y relación del auto de fe celebrado en la ciudad de Logroño (1610), que contiene las declaraciones del célebre proceso contra las brujas de Zugarramurdi, paradisíaca cueva pirenaica, se pone en boca de la torturada bruja Juana de Tellechea, que no pudo asistir al aquelarre de la noche de san Juan de 1609 (uno de los más importantes del año), porque a su marido le habían elegido rey de los moros en las fiestas del pueblo, y ella como reina estaba obligada a preparar el convite (Caro Baroja 1979: 262). Por un lado se nos informa de la elección de reyes moro y cristiano en la fiesta, y por otro que era una de las fechas preferidas para los aquelarres. Ya era previsible que las «ceremonias del sexo» u orgías estuvieran en el fondo de las costumbres sanjuaneras, lo que parcialmente se ratifica en estas declaraciones. Siendo la cueva de Zugarramurdi tan espaciosa, fácil de calentar por hogueras y con un riachuelo que la atraviesa, ¿no parece lógico que atrajese a muchos vecinos en el solsticios de la agradable noche más corta del año? Y no sólo allí. Hay muchas cuevas en Granada y otros reinos peninsulares, apropiadas para incitar a las danzas del lascivo fuego sanjuanero.

Otra curiosa connotación de las fiestas vascas de san Juan es la aparición de enmascarados y personajes carnavalescos. En el siglo XVII, el ayuntamiento de Oyarzun prohibía que los «mozorros» o enmascarados que salían en carnaval, en tal fecha como hoy, llevasen armas o palos para defenderse u ofender. Poco después se les prohibiría hasta disfrazarse.

En el pueblo navarro de Torralba, varios cofrades de san Juan, que portan viejos arcabuces, persiguen a otro disfrazado de moro, llamado «Juan Lobo». Una vez capturado, lo llevan atado sobre un caballo hasta la plaza, donde se le somete a un juicio ridículo que le condena a muerte, lo que se finge cumplir a lanzadas (Caro Baroja 1979: 264). Esta parodia es típicamente carnavalesca, como el «Pero-Palo» extremeño, y se podría emparentar con los juegos de escarnio.

Finalmente, en Tolosa, se baila una danza de bordones, encabezada por el pregonero portando una espada desenvainada y cubierta de claveles y rosas. En otras muchas localidades vascas se ejecutan danzas de palos o espadas, organizan alardes y tremolan banderas. No se piense que es una característica vasca, sino que en «el día de san Juan (...) salen comparsas de hombres armados en una gran porción de Europa» (Caro Baroja 1979:273), y estas mascaradas arcaicas y bailes de espadas deben tener un origen remotísimo, anterior a la edad media.
 

La embestida del toro ibérico

Hay dos catedrales en las que se festejan las reliquias del Bautista: en la de Palencia, con reparto de tomillo bendito; y en la de Coria (Cáceres), donde se conservan su mandíbula inferior y un diente, con la corrida nocturna de un toro. De madrugada, se cierra el recinto antiguo y se suelta un toro que es acosado y herido con dardos. Después del amanecer será sacrificado y su carne compartida.

¡El culto al toro no podía faltar en día tan señalado! Son varios los pueblos vascos que celebran esta festividad con el «sokamuturra» o toro enmaromado que recorre las calles. Y en Soria tienen lugar antiquísimas fiestas en honor del toro bravo.

Si deseáramos conocer la herencia festiva de los iberos, uno de los emplazamientos claves puede ser junto al accidente geográfico que les impuso el nombre: el padre río Ebro, Iberus antes de Cristo. En una pequeña comarca en sus márgenes centrales, que comprende Zaragoza la Vieja, el monasterio de Rueda y los baños de Belchite (la Belia de los griegos), se superponen a lo largo de los siglos: ruinas ibéricas; el dominio feudal de los caballeros de san Juan, que custodiaban en Caspe un gran trozo de la vera cruz; el pueblo natal de Goya; y las colectividades o comunas libertarias de la revolución de 1936, disueltas por el ejército del PCE.

Además, esta comarca fue uno de los núcleos de representaciones populares de moros y cristianos que gozaron de mayor esplendor, hoy en día olvidado. Será en el pueblo fluvial de Pina de Ebro, donde a mediados del siglo XIX aún se celebraba el «alarde de san Juan», en el que encontremos unidos la mayoría de elementos que debieron intervenir en las fiestas solsticiales ibéricas:

Organizado por los mayordomos de la cofradía de san Juan, la noche la pasaban en la calle con rondallas y albadas, y tras la misa del alba se repartía pólvora a los casi trescientos cofrades, que no cesaban de disparar. La procesión o «alarde» era encabezada por el «toro de sogas», un toro bravo adornado con un collarín de cintas y campanillas, amarrado por dos sogas o maromas. En varias calles se suspendían peleles que enfurecían al toro y provocaban su ataque. La imagen del santo era custodiada por los sargentos con alabardas y los abanderados, de riguroso uniforme militar del siglo XVIII, y en torno suyo danzaba una cuadrilla de moros y cristianos. Al llegar a la plaza, la comitiva evolucionaba para formar la figura de «la caracola», enroscándose las filas. Dos personajes de pastores, el mayoral y el rabadán, elogiaban la vida y virtudes del santo, recitando los «dichos de san Juan». A veces, antes del baile general, se representaba la pantomima llamada «la bruja»: un danzante se hacía el muerto, con una perla de patata en la boca, que le quitaba «la bruja» (otro danzante), y se volvía a repetir hasta que «la bruja» le asía de una pierna y le arrastraba, agarrándose «el muerto» de la mujer más cercana, que a su vez hacia lo propio con la vecina, hasta formarse una larga cadena. En la procesión, parecida a las de san Marcos, se cantaba:

Matutes de Pina
Matutes serán
que llevan el toro
delante san Juan
   (Caro Baroja 1979: 268-270; Larrea 1952).

Río, albadas, danzantes, guerreros, procesión con un toro, diálogo de pastores y pantomima de «la bruja», peleles carnavalescos, música, banquetes y bailes: la mezcla es explosiva. Los cronistas no mencionan las hogueras, pero es de suponer que se encenderían.

Aún se podrían contar muchas más cosas del día de San Juan, fecha en la que vencían los contratos de arrendamiento y salían los clérigos en busca de los diezmos, conocedores de que los agricultores cerealistas se hallaban en plena siega, como indica el refrán: «Al clérigo y a la trucha, por san Juan le busca». Pero no se debe alargar en exceso el artículo.



Notas

1. Desaparecido el original, se conserva una traducción latina del siglo XVIII. Su santoral es el más completo de todos los calendarios góticos y mozárabes que actualmente se conservan.

2. Según el granadino Abu-Hamid el Andalusí, que vivió en el S. XII (cfr. Simonet 1896: 71-72). Esta información la retoma Caro Baroja 1979: 201.

3. Caro Baroja cita una obra de fray Juan de Vitoria, escrita hacia 1587, que también informa que se formaba una procesión con soldadesca o «suizas» que iban con «estruendo militar, haciendo correrías y regocijos de guerra, soltaban la artillería, corrían toros».



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 Gazeta de Antropología