Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1988, 6, artículo 04 · http://hdl.handle.net/10481/13747
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Publicado: 1988-09
Mito, ideología y utopía. Posibilidad y necesidad  de una utopía no mitificada
Myth, ideology and utopia: Possibility and the necessity of a non-mythicized utopia

José Antonio Pérez Tapias
Departamento de Filosofía. Universidad de Granada.


RESUMEN
Los sentidos del mito van variando a lo largo del tiempo. Nuevas mitologías suceden a las antiguas. Las ideologías modernas acaban produciendo mitificaciones, como las que encontramos en la crisis del capitalismo tecnocrático. Los mitos sirven como arma arrojadiza. La izquierda política debe llevar a cabo una crítica y una autocrítica de los mitos. Frente a las mitificaciones, es necesaria una utopía desmitificada.

ABSTRACT
The meaning of myth is variable in time. New mythologies follow old ones. Modern ideologies ultimately produce mystifications, like those found in the crisis of technocratic capitalism. Myths serve as a projectile weapon. The political left should carry out a criticism and a self-criticism of myths. Against mystification, a demythicized utopia is necessary.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
mito | utopía | ideología | utopía no mitificada | crítica de la mistificación | myth | ideology | non-mythicized utopia | criticism of mystification


1. De los mitos a las mitificaciones, pasando por las ideologías

Avatares y sentidos del mito

En la actual civilización científico-técnica, descendiente de aquel mundo griego -aunque no sea éste su único antepasado- en el que se libró la batalla entre el mito y el logos, no sólo perduran y se rejuvenecen ciertos mitos, sino que surgen otros nuevos. La victoria de la razón frente al mito fue -así se revela al cabo de los siglos- parcial, y tanto que en el tiempo que media desde entonces hasta nuestros días el enfrentamiento no ha podido saldarse con una victoria definitiva. El pensamiento -o casi mejor, el comportamiento- mítico ha resistido el embate continuado del discurso racional, Y si éste pareció salir airoso de sus sucesivos intentos de abordaje, también salió «tocado» de ellos, pagando un precio por la pretendida derrota de su contrincante. El proceso de ilustración impulsado por la razón, incoado ya en el mismo mito, queriendo dejar atrás la fantasía mítica, no se iba a ver libre de mitificaciones. La dinámica encaminada a la disolución de los mitos desembocaría en nuevas mitologías (1).

El mito, al parecer inerradicable, acompaña así a la humanidad a lo largo de toda su historia, también a la humanidad occidental. Se concluye desde ahí que el mito hay que «aceptarla cono una dimensión irrecusable de la experiencia humana» (2), afirmación antropológica que puede verse matizada sosteniendo que, al menos, «ciertos aspectos y funciones del pensamiento mítico son constitutivos del ser humano» (3). La constatación de que no hay sociedad o cultura sin mitos viene acompañada además por la afirmación de que «el pensamiento mítico puede sobrepasar y rechazar algunas de sus expresiones anteriores (caídas en desuso por la historia), adaptarse a las nuevas condiciones sociales y a las nuevas modas culturales, pero no logra extirparse» (4).

Tenemos, pues, que, respondiendo a las mismas estructuras de lo humano en que se enmarca la «función mitopoyética», mitos ha habido siempre, A eso hay que añadir que los modos y funciones del mito han variado a lo largo de la historia, jugando en ello mismo un papel fundamental el surgimiento y desarrollo del pensamiento lógico-racional, como contrapuesto al pensamiento mítico: «Frente a la tradición mítica se han constituido luego la filosofía, la historia, y las investigaciones científicas, como saberes críticos y racionales. Se han creado frente a los mitos, en oposición a ellos, en busca de una nueva explicación, fundada en la razón, no en la tradición» (5), Pero la contraposición no es totalmente antagónica, dado que históricamente ya en los mitos subyacían los primeros balbuceos de la razón en su intento de estructurar el mundo y dar cuenta del sentido de la existencia humana, por una parte, y que, por otra, el trabajo de la razón, contaminado por el mito que quería desterrar, da lugar a mitologías de nuevo cuño. Es precisamente esa variación de las creaciones míticas y su compleja relación con la racionalidad lo que dificulta poner orden en la temática de los mitos. Porque, ¿qué tienen que ver los mitos de los griegos y de otros pueblos de la antigüedad, o los mitos de las «sociedades primitivas» que hacen las delicias de los antropólogos culturales, con nuestros mitos, los de nuestra cultura, así denominados con intención claramente peyorativa?

Parece poder afirmarse, parafraseando a Aristóteles, que la palabra «mito» se dice de muchas maneras; encierra, pues, cierta equivocidad que los estudiosas del tema tienen buen cuidado en poner de relieve (6). Pero aun refiriéndose a distintos fenómenos socioculturales de épocas muy diversas entre sí, el hecho de utilizar un mismo vocablo en relación a ellos ya nos induce a pensar que algo han de tener en común. No obstante, la cuestión es complicada porque, además , el término «mito» no es puramente descriptivo, sino que está cargado de connotaciones valoratívas que se acentúan sobremanera en algunos de sus usos. La misma historia del término, del modo como se ha utilizado, nos muestra su empleo en, al menos, dos sentidos fundamentales: el mito como «fábula», «ilusión» o «engaño»; y el mito cono relato inserto en una tradición, conservado en la memoria colectiva, y que en lenguaje simbólico expresa determinadas experiencias cruciales de los hombres. Esta ambivalencia semántica no hay que perderla de vista al hablar de los mitos, de los del ayer remoto y de los de nuestra presente, De ella partimos para tratar de esclarecer la índole de estos últimos.

En la consideración del mito como mera «ficción» pesa sin duda el racionalismo ilustrado, que valoró los mitos de nuestro pasado civilizatorio como «ilusiones» de una forma primitiva de conciencia que aún no había alcanzado la madurez en el ejercicio crítico de la razón. Se trata de una valoración acertada en cuanto que la pretensión de las narraciones míticas de ser, por ejemplo, explicaciones etiológicas de los hechos de este mundo supone una mentalidad ingenua apegada a concepciones animistas y antropomórficas, que a la vez que parte del sentimiento vital de la continuidad del orden natural en que el hombre está inmerso, pone el fundamento de dicho orden en una realidad distinta, trascendente, en la «Realidad» por excelencia que constituye el ámbito de lo «sagrado». Pero lo que olvida esa visión racionalista es la cara del mito recogida en su otro sentido: la expresión simbólica de experiencias humanas profundas. La concepción racionalista se queda, pues, en la valoración del mito coma. algo «deficitario» respecto del conocimiento lógico-racional, pasando por alto su «alteridad», su diferencia, no porque diga mal una cosa, sino porque dice lo que no puede decirse de otra modo (7), aquello que desborda los cauces expresivos delimitados por las reglas de la lógica. Es la carga simbólica del mito que se resiste a la horma del pensamiento racional.

Desde una racionalidad que deja atrás el engreimiento racionalista, la tarea respecto a los mitos no es sólo proceder a la desmitificación para anular sus pretensiones etiológicas, explicativas, como discurso inmediato sobre la realidad, sino también llevar a cabo una tarea hermenéutica capaz de rescatar el «verdadero fondo mítico» (8) o, si se quiere, la verdad del mito, la que encierra su simbolismo con su poder significativo y revelador acerca de la propia condición humana. La falla del racionalismo en este punto, correlativa a la unilateral y desmesurada autocomprensión de la razón, es dejar de lado la herencia del pensamiento mítico, y con ello prescindir de los anhelos y esperanzas, y también de las angustias y temores que en él se expresan.

Abordar los mitos en esa doble dirección supone reconocer su ambigüedad, su poder de revelación y su poder de ocultamiento. Esto quiere decir también que los dos sentidos de «mito» mencionados no se dan por separado en lo que a las mitologías antiguas y «primitivas» se refiere. Lo justo es reconocer en ella las dos dimensiones y no reducirlas a una sola. Se puede dar un paso más sobre lo dicho y afirmar que precisamente la reducción de los relatos míticos a solamente «ficciones» tiene que ver con la recaída en el mito por parte de la misma razón, que se mitifica a sí misma al absolutizarse hasta el punto de excluir al mito como «otro» modo de decir, mitificación que permanece oculta para la «razón racionalista» que no reconoce sus límites.

Esta misma automitificación de la razón es la que está a la raíz de la larga serie de mitificaciones que llega hasta nosotros: mitificación de la Historia, del Progreso, del Estado, de la Científicotécnica.... en definitiva de las mismas creaciones del hombre mediante su razón, cuyos aspectos positivos se ven contrarrestados por la negatividad inherente a la lógica de dominio impulsada y mantenida por una razón que ha perdido el norte para quedar reducida a mera «razón instrumental», a inteligencia manipuladora de casas y hombres «cosificados». Es, por tanto, la racionalidad instrumental la que, abdicando de la función crítica definitorio de la racionalidad y limitándose a la calculabilidad, se automitifica y allana el camino a toda suerte de mitificaciones.
 

Antiguas y nuevas mitologías

Se perfila así la distinción entre las narraciones míticas, que se pueden llamar «prerracionales» o «protorracionales» -en cuanto previas a la emergencia de la razón y, por tanto, no meramente «irracionales» o «antirracionales»- y los mitos de la misma razón, sus mitificaciones de la realidad. Estas si que son irracionales, por contrarias a la racionalidad crítica, la racionalidad íntegramente humana que no pasa por encima de la miseria, el sufrimiento y la injusticia -lo que a fin de cuentas queda encubierto en las mitificaciones- y que encuentra, cono razón moral, su principio ético fundamental en la exigencia de considerar siempre al individuo, a todo individuo, como fin y nunca como medio,

Ahora bien, lo que ocurre es que en las mitificaciones de la realidad llevadas a cabo por la racionalidad menguada (y en este sentido cabría llamarlas «posracionales» para diferenciarlas de los mitos primeros) perviven elementos de las narraciones míticas, Como restos no eliminados por el afán desmitificador, pero rebozados y enmascarados bajo la apariencia del discurso lógico, y encajados en un nuevo contexto, distinto de las constelaciones mitológicas de las tradiciones originarias. Las nuevas mitologías así construidas suplantan a las antiguas, y mientras que éstas eran precríticas, aquéllas ahogan la crítica de la mano de sus defensores; que no son otros que los defensores del sistema establecido:

«La superioridad de los partidarios de la mitología sobre sus críticos parece inevitable y natural: es la superioridad de un único mundo existente de cosas sobre la pluralidad de mundos posibles, la superioridad que la ligereza de la caída tiene sobre la dificultad de la ascensión. Notamos esa superioridad cuando vemos la asombrosa velocidad con que las nuevas mitologías ocupan el lugar de las antiguas, lentamente expulsadas. La vida espiritual de la sociedad humana, en la que el mecanismo de la fe tradicional se encuentra ya oxidado, está rebosante de nuevos mitos, que son creados con la máxima facilidad, aunque sea sacándolos de los resultados del progreso técnica y de las ciencias exactas» (9).

Las nuevas mitologías, cuanto más recientes -por tanto, cuanto más se dan junto a un mayor grado de desarrollo científicotécnico como su reverso- menos presentan la ambigüedad detectada en los relatos míticos, es decir, más han resuelto esa ambigüedad decantándola hacia su lado negativo: el mito como mera «ilusión» desfiguradora de la realidad. De aquí que entre las mitificaciones actuales y las narraciones del pasado, el común denominador que Justifica hablar de «mitos» en ambos casos venga dado sobre todo por ese lado negativo, hiperdesarrollado en nuestros mitos, frente a los cuales poco tiene que hacer la hermenéutica y mucho la crítica. Ante el peligrosa poder de los nuevos mitos -baste recordar, volviendo la vista atrás, adónde condujo la mitología fascista-, la tarea de des-mitificación es más urgente que nunca, presentándose como necesaria autocrítica de la razón. El camino para «liberarnos de nuestros propios mitos» pasa Por una teoría crítica de la modernidad y el mundo resultante de ella -el nuestro-, teoría que exige como condición la primacía de la razón moral como instancia crítica capaz de denunciar los estragos de la razón instrumental y cosificadora (10).

Coincidiendo en su lado negativo, el parentesco de los nuevos mitos con los del pasado se evidencia en su función social -sociocultural y sociopsicológica-. En cualquier «mitología» o estudio acerca de los mitos antiguos y «primitivos» aparece de una forma u otra cómo ellos, estructurando una cosmovisión, sirven de soporte legitimador del orden social vigente, de fundamentación del modo de vida y las prácticas de todo tipo en él imperantes, y de factor de cohesión social imprescindible para la inserción de los individuos y grupos en dicho orden. Los ritos, «complemento natural» de los mitos en el que éstos renuevan su vigencia (11), son pieza fundamental en el cumplimiento de tal función social. A través de los mitos y de los ritos en que se vivencian y reactualizan, el hombre entra en contacto con el ámbito de lo sagrado (el tiempo, el espacio, el orden, los personajes... sagrados) en que tiene su fundamento y razón de ser el ámbito profano de la cotidianidad (el tiempo, el espacio, el orden, las instituciones, los hombres concretas y su función... de este mundo).

Al dar cuanta de la realidad remitiendo sus fundamentos al ámbito de lo sagrado -lo trascendente e incuestionable-, los mitos sirven de apoyo a las instituciones y permiten a la vez la integración de la experiencia individual. Sus «explicaciones» a la vez que dan respuesta a los interrogantes suscitados por la condición existencias del hombre, legitiman el orden social en que vive. Su aportación de «sentido» tanto frente a la precariedad de la vida individual como frente también a la precariedad de la misma totalidad social es así inseparable de su «función apologética y glorificadora de la legitimidad vigente» (12).

Representando la mitología «la forma más arcaica de legitimación en general» (13), nos encontramos con que el desarrollo del pensamiento racional a través de la teología, la filosofía y las ciencias -desarrolla que no hay que concebir como una secuencia lineal «a lo Comte»- implica una progresiva desmitificación y la instauración de otros modos de legitimación más sofisticados y acordes con la complejidad social creciente. No obstante, como venimos subrayando, el pensar mítico no es erradicado. Se puede decir que, reprimido, retorna constantemente, mostrando su vigencia como estrato último, ya no única, del «universo simbólico» en virtud del cual el orden institucional queda legitimado en su más alto nivel de generalidad (14).

La remozada perdurabilidad del pensar mítico atestigua que el proceso de «desencantamiento» -dicho en términos weberianos- de la realidad llevado adelante por la racionalización creciente, y de modo más intenso en los últimos siglos de evolución capitalista, no es total, e incluso va acompañado por nuevos «reencantamientos» que no tienen por objeto la naturaleza, sino el orden social. Este aparece como lo «natural» para la racionalidad estratégico-instrumental, hegemónica en el proceso de racionalización (15).

De la mano de tales «reencantamientos» los mitos subsisten, pues, en nuestra sociedad, contribuyendo eficazmente a legitimar su statu quo. Pero en este caso ya no son las elaboraciones de una «pura» conciencia mítica, que encerraban una profunda ambivalencia de verdad y falsedad, sino los resultados de una racionalidad «pervertida» que en sus mitificaciones sólo prolonga y aumenta la falsedad del mito.


Mitificaciones desde las ideologías

Las mitificaciones actuales siguen cumpliendo, por tanto, las funciones de legitimación y de integración psicosocial que desempeñaban los mitos antiguos. Pero la similitud de función no ha de ocultar las diferencias, las cuales hay que verlas desde el grado de complejidad alcanzado a todos los niveles de la sociedad en nuestra civilización accidental, desde la infraestructura económica hasta la superestructura ideológica. Las narraciones míticas del pasado operaban en contextos socioculturales mucho más simples, en relación al nuestro. Articuladas en constelaciones mitológicas, constituían un saber accesible en principio a todos los miembros de la sociedad, y suficiente para garantizar el orden y la adaptación de los hombres concretos a las pautas de comportamiento exigidas, Pero lo que al comienzo era suficiente, va dejando de serlo a medida que el desarrollo de las condiciones económicas, sociopolíticas y culturales conlleva y requiere nuevos modos de conocimiento -de los que se encargan las élites de las clases dominantes en una división del trabajo que entraña una mayor diferenciación de clases-. Los cuerpos de conocimiento resultantes entran en juego en la configuración y mantenimiento del «universo simbólico» de la sociedad. Implican una parcial desmitificación y una complejificación de la legitimación, función que cumplen en la medida en que se engarzan en un saber totalizante explicativo y justificatorio de la realidad dando lugar a las ideologías (16).

La conformación de las ideologías supone, claro está, el ejercicio de la razón, pues tiene lugar a partir de los saberes especializados que se alejaron del saber mítico unitario. Las ideologías tratan de recomponer, a nivel cognoscitivo, la unidad fragmentada, una fragmentación que no se reduce a la «teoría», sino que se da en ésta correlativamente a la ruptura del orden social. En una sociedad cada vez más escindido y, por consiguiente, internamente más conflictiva, el esfuerzo legitimatorio de las ideologías ha de ser mucho mayor. Y también más precarios sus resultados: las ideologías son más vulnerables que las mitologías a las que reemplazan. A la posible competencia por parte de construcciones ideológicas alternativas se añade el sentimiento de pavor ante la incertidumbre; incertidumbre de los individuos respecto a las cuestiones existenciales (con la muerte como problema crucial), e incertidumbre respecto a los fundamentos del sistema social, el cual puede verse amenazado en su estabilidad desde dentro y desde fuera. Las amenazas al sistema lo son también a los intereses y privilegios de los beneficiarios de su lógica de dominio, esto es, los miembros de la misma clase que impone la ideología dominante.

Para contrarrestar esa precariedad que repercute en una legitimación insuficiente, las ideologías «vuelven» al mito, apoyándose en parte en los residuos míticos que la razón no llegó a extirpar. Se mitifica así la realidad o determinados aspectos de ella, desde las mismas construcciones racionales y como parte de la dinámica de una racionalidad menguada que se retrotrae de su función crítica. Los mitos así mantenidos y generados vienen a llenar el vacío legitimatorio que las ideologías no llegan a cubrir. Desde lo dicho, la afirmación de que «no hay civilización sin mitos» se lee bajo un nuevo enfoque. No es tanto una afirmación antropológica esencial, sino la constatación de un hecho histórico: No ha habido civilizaciones sin mitos. También nuestra civilización occidental, que cuenta en su haber con un desarrollo inigualable del conocimiento racional, ha necesitado y sigue necesitando mitos para apuntalar un sistema social que tiene su médula en la lógica de dominio.

Las mitificaciones de nuestro tiempo están, pues, en estrecha conexión con las ideologías, a las cuales prolongan y condensan. Si lo peculiar del discurso ideológico es hablar de la realidad justificándola al encubrirla, las mitificaciones que de él arrancan llevan esa Justificación y ese encubrimiento al extremo, lo que implica el reforzamiento al máximo de las apariencias. La mitología y la ideología, además, se apoyan y se necesitan mutuamente (17). Se trata de ahondar ahora en su interrelación.

Hemos insistido en que la ideología se conforma a partir de elementos teóricos, lo que supone que ella no es mera falsedad sin más -la diferencia entre ideología y teoría no se identifica del todo con la diferencia entre falso y verdadero, sino que básicamente se trata de una diferencia de función(18)-. El paso de teoría a ideología se da cuando, por la ubicación social y los consiguientes intereses de sus defensores, la teoría, por la función legitimatoria que se le hace desempeñar, se petrifica, se dogmatiza, sacándola del circuito de la discusión racional para integrarla en el de las «doctrinas». Pues bien, este proceso de ideologización ya lleva en sí la semilla de la mitificación. En los mitos se concentra lo incuestionable para la ideología, lo que de ningún modo se somete a crítica, porque ello afectaría a las bases del sistema. En este sentido, en la que se mitifica se refleja lo que fácticamente es lo «sagrado» para una sociedad determinada, lo intocable -y que en gran medida gira en torno al poder: lo que lo da, lo mantiene y lo muestra-. Si la ideología justifica la realidad, la mitología la «sacraliza». Y si la ideología funciona al servicio del poder, los mitos que ella engendra son los mitos del poder, última instancia legitimadora de la situación de dominio (19). Puede resultar paradójico hablar de «sacralizaciones» en un mundo secularizado. Mas sin entrar en este momento en la problemática de la secularización lo que si revelan los nuevos mitos de nuestra sociedad tecnocrática es que lo «sagrado» no ha desaparecido, sino que se ha reubicado; ahora, lo que de hecho los hombres consideran como tal en su comportamiento no se sitúa allende lo profano, sino que es lo profano mismo sacralizado en su negatividad (20).

La ideología tiende irremisiblemente a la mitología. No hay ideología sin mitificaciones. Pero insistiendo en lo que las segundas tienen de «especial», se puede decir que las ideologías van dirigidas a la cabeza de los hombres, mientras que los mitos tienen más en cuenta el corazón. Las primeras son construcciones complejas que, como tales, tienen su ámbito propia entre los «expertos», aunque desde ahí se difundan al resto de la sociedad. En ello los mitos juegan un papel insustituible, ya que al condensar y dar concreción a los componentes más elementales de las ideologías, facilitan su penetración en la conciencia colectiva a través del inconsciente social (21). Mediante lo mitificado llega la ideología del bloque dominante a la mayoría de la población, de manera incluso que ésta gana su homogeneidad como mayoría política debido a la mitología política en la que quedan subsumidos los intereses reales de la multiplicidad de individuos atomizados (22).

Se puede hablar entonces de los mitos actuales como nódulos de la ideologías cargados emocionalmente. Por eso su carácter movilizador y su capacidad para suscitar adhesiones irracionales. Se comprende el interés del poder -descarado cuando es totalitario- en la pervivencia y difusión de los mitos dada su rentabilidad política. Toda mitificación está en las antípodas de la crítica; conlleva una fe irracional que sumerge aún más a los individuos en un estado de alienación que los convierte en piezas bien acopladas a los engranajes económicos, sociales y políticos del sistema.

Todas las mitificaciones juegan a favor de la perpetuación del dominio, reforzando las actitudes de sumisión. Unas se centran en aspectos de la cotidianidad; son las mitificaciones relativas al «modo de vida occidental» -en definitiva, del american way of life-, como por ejemplo la mitificación del consumo como ejercicio de la libertad de cara a la «satisfacción de necesidades», o de la reclusión en la privacidad como «ámbito de realización personal». Son las mitificaciones revividas a cada paso en los «rituales» de la vida diaria. Otras tienen por objeto al sistema en su globalidad o a sus instituciones centrales: mitificación del Estado como institución omnipotente, del mercado como mecanismo autorregulador en virtud de sus leyes, de la ciencia-técnica como saber exclusivo y panacea de todos los males, del progreso como crecimiento lineal e indefinido, etc. Son las mitificaciones reactualizadas en los ritos civiles de la esfera pública. A caballo entre unas y otras están, por una parte, las mitificaciones de figuras de relevancia pública que encarnan como prototipos las virtudes requeridas o ciertos valores hegemónicos (poder, éxito, prestigio, seguridad, obediencia ... aquí entran los líderes mitificados, las «estrellas» del cine, de la canción, etc., e incluso podemos mencionar aquí las mitificaciones de personajes de ficción, de efectos nada despreciables (23). Y por otra parte, hay que contar también con los mitos que perduran al amparo de las instituciones religiosas, que si bien en una sociedad políticamente secularizada tienden a quedar restringidos a la esfera privada, no dejan de tener una relevancia pública, apareciendo a veces bajo nuevas formas de «religión civil», pues la secularización no es ni mucho menos total (24).

Conviene a los mitos actuales lo de que «una imagen vale por mil palabras», si tomamos las ideologías como las «mil palabras», y los mitos generados desde ellas como las imágenes que las reasumen, y que por su plasticidad no sólo son más asequibles, sino que entroncan más directamente con los sentimientos y aspiraciones de los individuos, que son proyectados en ellas. Pero lo proyectado en las imágenes míticas es el sentir de hombres alienados, lo que significa que la aspiraciones y deseos en ellas condensados sean las que responden al tipo de hombre que el sistema necesita. Es así como en tales imágenes se articulan las necesidades objetivas del sistema y las subjetivas del individuo, subordinadas las segundas a las primeras. Su éxito radica, sin embargo, en que entroncan con verdaderas necesidades humanas insatisfechas: necesidad de sentido, necesidad de un «objeto de devoción» que polarice las energías humanas, necesidad de arraigo y pertenencia... (25). Es decir, los mitos hoy vigentes siguen respondiendo formalmente a ciertas dimensiones antropológicas básicas, pero en su contenido no expresan una realización positiva, sino una negación de lo humano, de las posibilidad des del hombre, individual y socialmente, para su autorrealización,

Si el éxito de los mitos se ve garantizado porque son (falsas) respuestas a necesidades humanas, tal éxito se ve incrementado gracias a la potente «industria cultural» de la sociedad de masas de los, países desarrollados. En especial los medios de comunicación ejercen un papel decisivo en la recreación continua de la mitología y en la multiplicación de sus efectos. Los mass media por los que pasan hoy los procesos de mitificación marcan a nuestra cultura con la primacía de la «imagen». Como con todo, no es cuestión de negar las posibilidades que brinda una «cultura de la imagen», pero sí de denunciar su tiranía al anular la capacidad de reacción crítica de los «videntes». Lo cual está en consonancia con el predominio que entraña de la información sobre la formación: se difunde y se baraja una cantidad ingente de información (no obstante seleccionada), p ro sin disponer muchos individuos de la capacidad de organizarla en orden a un Juicio crítico, porque, entre otras cosas, falta el «marco de referencia».
 

Mitificaciones en la crisis del capitalismo tecnocrático

Al peso de la «industria cultural» hay que sumar un factor más que incide actualmente en la pervivencia y renovación de la mitología política. Tal factor viene dado por la misma crisis del modelo industrial capitalista de Occidente, que si viene de muy atrás, a --partir de la crisis energética del 73 comienza a ser palpable para todos -la que no quiere decir que sea percibido por todos en su profundidad-. De entonces acá no ha hecho sino ahondarse cada vez más. No se trata sólo de una crisis económica, sino de una crisis cultural, de una crisis del modelo civilizatorio de Occidente -vinculado esencialmente al desarrollo capitalista-, que arrastra consigo a la humanidad en su conjunto. No es cuestión de entrar ahora en la temática de la crisis, pero vamos a subrayar algunos puntos que atañen a nuestro tema. El primero de ellos es que, siendo una crisis global, afecta de lleno a los modos de legitimación del sistema. Con palabras de Habermas, «las sociedades del capitalismo tardío padecen apremios legitimatorios» (26).

Sin vernos obligados a penetrar en toda la trama conducente a la crisis de legitimación (27), sí se puede apuntar que la pérdida del potencial justificativo disponible para sostener las pretensiones de legitimidad, aparte de verse enjugada mediante compensaciones conformes con el sistema (28), se ve compensada con un reforzamiento de la mitología. Si ésta llena el vacío legitimatorio que las ideologías no cubren, hay que tener en cuenta que la crisis actual se caracteriza por ser también crisis de las ideologías del pasado reciente, incluida la burguesa-liberal. A la despolitización inherente a la conciencia tecnocrática que gana terreno entre las masas es correlativa la crisis de las ideologías totalizantes, que implicaban una visión de conjunto, por más que ésta fuera distorsionada y distorsionante de la realidad, En su lugar queda un saber cotidiano desarticulado y difusa, privado de referencia a la tradición, saber de una conciencia fragmentada. En este sentido, la conciencia tecnocrática está desideologizada, aunque en su fragmentación permanezca atada a una ideología de fondo, deudora de la configuración de la ciencia y la técnica como primera fuerza productiva del capitalismo tardío:

«La conciencia tecnocrática es, por una parte, menos ideológica que todas las ideologías precedentes; pues no tiene el poder opaco de una ofuscación que sólo aparenta, sin llevarla a efecto, una satisfacción de intereses. Pero por otra parte, la ideología de fondo, más bien vidriosa, dominante hoy, que convierte en fetiche a la ciencia, es más irresistible que las ideologías de viejo cuño, ya que con la eliminación de las cuestiones prácticas no solamente justifica el interés parcial de dominio de una determinada clase y reprime la necesidad parcial de emancipación por parte de otra clase, sino que afecta al interés emancipatorio como tal de la especie» (29).

Nos encontramos, pues, con una ideología de fondo, débil en cuanto construcción teórica -no llega a ser foco de articulación del saber fragmentado-, pero altamente eficaz en su función de justificación y encubrimiento, y ello es debido a que su debilidad queda contrapesada por las mitificaciones generadas desde ella. La ciencia-técnica puede considerarse objeto central de las mitificaciones actuales. El mismo Estado y el sistema capitalista en su conjunto quedan hoy mitificados en su condición de «tecnocráticos».

Por último, cabe señalar que la misma crisis que embarga al sistema es también mitificada. Se la ve cono desencadenada por fuerzas suprahumanas que escapan a todo control y ante las que sólo cabe amortiguar sus efectos. El comportamiento colectivo ante la crisis adolece de la misma irracionalidad que el «hombre tecnocrático» encuentra en el comportamiento «primitivo» respecto a las fuerzas de la naturaleza. Si ante ellas éste invocaba a los dioses, la conciencia tecnocrática trata de conjurar la crisis apelando a los poderes de la ciencia-técnica mitificada, En definitiva, si la crisis actual es un fenómeno bien real, su mitificación oculta sus causas y aleja de las vías de solución, las que pasan -sin desechar ingenua y románticamente la ciencia y la técnica (con minúscula)- por la decisión ético-política por una transformación radical y efectiva de las estructuras y por un nodo de vida distinto del consumiste, egoísta y burgués hoy imperante y también mitificado.
 

2. El mito como arma arrojadiza. Crítica y necesaria autocrítica desde la izquierda

Las páginas precedentes pretendían a la vez conectar y deslindar los mitos actuales de los relatos míticos del pasado, dando cuenta del por qué del uso normal del término «mito» referido a fenómenos de nuestra cultura, con las connotaciones de «irracional», «ilusorio», «falso»..., un uso que, a nuestro juicio, queda esclarecido y Justificado desde la conexión de los procesos de mitificación con las ideologías que los alientan. La tarea de desmitificación implica, en consecuencia, la crítica de las ideologías. Esta, desde la Ilustración, y más en concreto en el contexto de la sociedad burguesa capitalista, ha sido tarea de los «intelectuales de izquierda», con Marx a la cabeza de ellos; tarea en parte asumida en la tradición marxista por los partidos como -por extensión- «intelectuales colectivos».

Pues bien, sucede que la concepción de mito correlativa a la crítica de las ideologías ha pasado también al pensamiento conservador. De ahí que todo el mundo pueda hablar de mitos en sentido peyorativo, pero normalmente para referirse a los de los demás. En consecuencia, el mito, en distintas direcciones, se ha convertido en arma arrojadiza. La derecha arremete contra lo que supone mitos de la izquierda, y ésta centra buena parte de sus esfuerzos en la denuncia de los mitos de aquélla. ¿Cómo situarse ante ese fuego cruzado en que se concentra la batalla ideológicas Es una cuestión que, en coherencia con la expuesto, sólo se puede abordar desde la izquierda -añadiendo a renglón seguido que una respuesta consecuente conlleva la exigencia de la necesaria autocrítica de la izquierda-. Quede claro, pues, que ante ella no se trata de buscar un punto medio desde el que dirimirla. Se trata de, tomando partido, aducir razones. No existe, por ejemplo, ese punto equidistante en que Mannheim situaba a los intelectuales como sector «desinteresado» y por ello capacitado para una visión «objetiva» (30). Afrontamos, por tanto, el problema desde una perspectiva de izquierda que quiere ser crítica y coherente.

Hemos visto cómo los procesos de mitificación juegan a favor del sistema establecido. La función social de los mitos es conservadora, al «sacralizar» lo dado, sustrayéndolo a la crítica y absolutizándolo en una imagen paradigmático. Donde hay mitificaciones, hay pensamiento conservador, portador de toda la ideología- que las respalda. Pero nos encontramos con que el pensamiento conservador -la derecha-, siendo incapaz de afrontar sus propias mitificaciones, resulta que sale hablando de los mitos de la izquierda. ¿Se puede decir entonces que ésta ha sido lúcida para detectar los mitos de la derecha, pero no así los suyos propios? Hay que recoger el guante y entrar en el debate. Supuesta la crítica a las mitificaciones de la derecha -todas las que hemos ido mencionando lo son (31)-, centramos el problema en las peculiares de la izquierda.

Es obligado reconocer que lo que ha sido y es la izquierda, entendiéndola ahora como el sector constituido por los colectivos autoubicados en ese «espacio» sociopolítico, no se ha vista libre de caer en mitificaciones, en la misma medida que sus planteamientos teóricos han sido ideologizados, convertidos en «doctrina». No hay ortodoxia sin mitos. ¿Esto qué quiere decir? Primero, que los partidos de izquierda no han aplicado a sí mismos algo que es definitorio de ella: la crítica ideológica y la desmitificación. Segundo, que eso ha supuesto sucumbir a la ideología y los mitos dominantes, o dicho en términos de resonancias weberianas, al «espíritu del capitalismo». Tercero, que en la medida que eso ha ocurrido y sigue ocurriendo, la izquierda deja de ser tal, por más que se conserven las denominaciones. La autoubicación en la izquierda no inmuniza automáticamente contra el dogmatismo y las mitificaciones. Al fin y al cabo, la izquierda es una posición relativa (a la derecha) que se puede perder para pasar a la contraria. Y cuarto, que, tras todo lo dicho, en rigor habría que sostener que la expresión «mitos de izquierda» entraña una contradicción: en tanto que mantiene mitos, la izquierda no es tal. Para ser coherente y también eficaz en sus proyectos de transformación, la izquierda (digamos real) ha de afrontar su propia historia, emprender constantemente la autocrítica y aplicarse la desmitificación a sí misma.

Sosteniendo que toda mitificación o procede de un pensamiento conservador o supone una derechización, se puede hablar de mitificaciones que históricamente han sido acogidas, compartidas e incluso incubadas por la izquierda. Arraigando en su entramado Ideológica, han sido -y son, cuando perviven- igualmente distorsionantes y legitimadoras, justificando las prácticas de la izquierda. Aunque no hayan ido directamente encaminadas a apuntalar el poder establecido cuando ella no lo ha detentado, han operado a favor del sistema, fomentando su mantenimiento y reproducción por el mismo hecho dé lastrar y obstruir la viabilidad de los proyectos transformadores.

Donde encontremos en el discurso de la izquierda determinadas categorías que han sido arrancadas de su contexto teórico inicial para ser utilizadas no crítica, sino enfática y ceremonialmente, podemos decir que estamos ante los síntomas de una mitificación. Así, por ejemplo, en la izquierda se ha mitificado- la «Historia», como proceso cuya marcha está determinada por encima de los hombres, que sólo tendrían que acoplarse a sus leyes; el «Proletariado», como clase a la que se otorga esencialistamente la condición de sujeto mesiánico; el «Partido», como encarnación de la verdad; la «Revolución», como línea divisoria entre el bien y el mal, concibiéndola en tonos apocalípticos como alumbramiento doloroso y violento de la fase final de la historia; el «Futuro», convertido en ídolo en cuya altar todo puede ser sacrificado; el «Pueblo», al que se apela sin precisar demasiado de quién se trata -por lo que se puede prescindir de él cuando convenga-, tomándolo como entidad superior depositaria de una supuesta voluntad popular. También se han mitificado determinadas realizaciones: Tal es el casa del mito del «socialismo real», cuando se toman por realización de metas utópicas lo que se ha quedado en colectivismo burocrático (32).

Todos estos mitos -cuya enumeración no pretende ser exhaustiva- han funcionado en la izquierda, lo que no quiere decir que se hayan dado por igual en todo momento ni lo mismo en todos sus sectores. Ciertamente muchos de ellos han caído por la fuerza de los hechos, algunos perviven bajo nuevas variantes y, también otros nuevos pueden añadirse a ellos, En todo caso, para una izquierda en crisis sus mitificaciones se convierten en fácil refugio en el que atrincherarse ante una situación de la que no sabe por donde salir (33).

Sólo una izquierda liberada de mitos que obturen el análisis crítico y encubran lo que hace a lo que no hace, está en condiciones de ganar la batalla ideológica a la derecha. A lo que cabe añadir ahora que sólamente una izquierda desmitificada, y por ello con capacidad desmitificadora, puede, frente a los mitos y al sistema que necesita de ellos, defender la utopía. Con la misma fuerza con que se afirma que, en tanto mitifica, la Izquierda deja de ser tal, hay que decir que «la izquierda no puede existir sin utopía» (34).

Resulta, sin embargo, que una de los puntos en que el pensamiento conservador concentra sus andanadas contra la izquierda, por más que ésta avance en la autodesmitificación, es en el tema de la utopía. La derecha, que no puede sostener ninguna utopía, identifica utopía con mito. En consecuencia acusa a la izquierda de «utopismo» -en el sentido negativo del término-, juzgando la utopía como resultado de una mitificación, como falsa ilusión carente de fundamento. Estamos aquí, por tanto, ante una de esas cuestiones en las que se muestra la línea divisoria entre lo que es un pensamiento conservador y uno crítico-racional, haciéndose patente su antagonismo insoluble (35).

Una izquierda sin mitos priva a la derecha de buena parte de sus argumentos. Pero como a pesar de todo ésta le va a seguir echando en cara «el mito de su utopía», la izquierda ha de argumentar racionalmente en contrario: la utopía no es un mito. Es más, puede llevar sus razones hasta la consideración de la utopía como baluarte contra las mitificaciones. Como se puede entrever, en este asunto, definirse (de izquierda y por lo mismo a favor de la utopía) implica también definir(36), esclarecer qué se entiende por utopía y por qué podemos hablar de la utopía como de algo más allá de mitos y mitificaciones.
 

3. La utopía contra las mitificaciones. Por una utopía desmitificada

Si nuestro tiempo lo es de crisis y de ésta no se ha librado el utopismo, lo que ciertamente no está en crisis -quizá por lo anterior- es la literatura sobre la utopía y el pensamiento utópico. Después de los ríos de tinta que se han vertido sobre ellos, no es tarea fácil tocar el tema de la utopía, desde el ángulo que sea, con brevedad y concisión. No obstante, vamos a intentarlo, tomando como primer objetivo el justificar la afirmación de que «la utopía no es un mito».

La primera dificultad es que «los perímetros del concepto de utopía resultan difíciles de precisar» (37). ¿Qué se entiende por utopía? La salida del atolladero la ofrece el concepto intencional de utopía brindado por Horkheimer: lo que tienen en común las diversas formas en que se ha expresado el pensamiento utópico -o las diversas formas en que se ha planteado la utopía- es su intencionalidad, la cual se explicita en las dos vertientes en que siempre se ha desplegado, aunque haya sido de distinto modo: la crítica de lo existente y la propuesta cae lo que debería existir (38).

Desde la visión, explicitada o implícita, de lo que debería existir se juzga la situación existente como contraria a lo que serían unas condiciones de vida conformes con la dignidad del hombre -todo planteamiento utópico conlleva una valoración ética y se apoya en una concepción antropológica desde la que se estima la que es adecuado o no para el desarrollo de las potencialidades inherentes a la condición humana-. La utopía es entonces la visión de una forma de vida justa y digna de la sociedad y del individuo (39), que se contrapone a la «distopía», a la situación dada como «lugar de la negativo».

Tal visión toma cuerpo en la propuesta, que en las novelas utópicas renacentistas sobre la organización del Estado ideal se plantea todavía en términos ahistóricos, pero que después, cuando la utopía se articula con la filosofía ilustrada de la historia, y más aún cuando lo hace con una concepción histórica de cuño dialéctica, pasa a expresarse en términos procesuales (de «u-cronía» en vez de «u-topía», si atendemos a los significados etimológicos) (40). Es entonces la propuesta de lo que «aún no es»: la sociedad sin.. clases, sin dominio ni explotación de unas hombres por otros o, dicho positivamente, la sociedad organizada conforme a las exigencias de la razón, cuyas condiciones posibilitan la autorrealización de los individuos. Es así como es lanzada por la «tradición socialista» en general, en la que se convierte en problema crucial el de las mediaciones, es decir, «las condiciones y caminos que conducirían a su pronta realización» (41), siendo motivo de divergencia entre sus distintas corrientes -la del socialismo utópico» primero, las del marxismo y el anarquismo después- la solución a dicho problema.

Pues bien, si las mitificaciones lo que hacen es apuntalar y legitimar lo dado, la utopía implica todo lo contrario: el cuestionamiento radical del orden/desorden existente. Funcionalmente, mito y utopía son contrapuestos, mas con esto no queda dicho todo sobre su relación.

Por una parte, la utopía diverge de las mitificaciones no sólo en su función; también en su contenido, pues éste se refiere a cómo ha de ser ese orden distinto del que aquéllas «sacralizan». Y si las mitificaciones arraigan en las ideologías, el suelo nutricio de la utopía es de suya la teoría crítica de la sociedad. Si ésta se ve reemplazada por la ideología, es cuando la utopía a su vez deriva hacia el mito.

Por otra parte, en la utopía se expresa el anhelo de una vida mejor, de una vida plenamente «humana» para todos (42). En este sentido expresa un «sueño», una ilusión, que requiere un simbolismo adecuado. Y es en este punto donde la utopía guarda relación con los mitos del pasado, considerados en su función positiva (43). La utopía es heredada de ellos (del mito, al parecer universal, del paraíso, de los mitos escatológicos del judeocristianismo, de los mitos griegos de la edad de oro y la ciudad ideal...), asumiéndolos de forma secularizada e integrando su legado en una nueva perspectiva: poniéndolo al «frente» y no atrás, como lo «nuevo» y no lo viejo, como lo «último» y no lo primero (44). En definitiva., sacando el legado de los mitos de la nostalgia del pasado para insertarlo en la tensión presente-futuro.

Cabe hablar, pues, del pensamiento utópico como superación del pensamiento mítico, superación que conserva la herencia positiva de los mitos, negando el pensamiento mitificante de la realidad. Frente a la irracionalidad de las mitificaciones se destaca la racionalidad de la utopía. Sin entrar en los pormenores de las características de la razón utópica, como razón dialéctica, razón crítica (lo que implica una «dialéctica abierta» y no cerrada al modo hegeliano) y razón moral, nos limitamos a hacer hincapié en una diferencia: si la imagen mítica es una visión clausurado de la realidad, la imagen utópica, por el contrario, es una visión abierta -apertura que la teoría crítica que la respalda recoge al elucidar las condiciones reales y las posibilidades de transformación-. Como visión abierta despliega un horizonte que no constriñe, sino que orienta las acciones y modos de comprensión. Por ello la utopía no ahoga la discusión racional, sino que la exige (45).

De lo dicho se desprende que el antiutopismo conservador yerra en el objeto mismo de sus ataques. Al emprenderla con la utopía como mito confunde los términos, le traiciona su inercia mitificadora. Cuando desde el pensamiento conservador se ataca la utopía como peligroso ideal irrealizable o, desde el neoconservador-liberal, como fuente de prácticas totalitarias, aparte de caer en la identificación inaceptable de utopía y mito, lo que subyace a su argumentación es la defensa del orden que la utopía impugna, dejando a salvo en medio de la confusión las mitificaciones que subyacen a las invocaciones al «realismo» (46). Pero, ¡ojo!, hay que pasar de nuevo a la necesaria autocrítica de la izquierda; porque el espejismo conservador tiene un punto de apoyo que se lo ha dado ella misma con su mitificación de la utopía. Esa ha sido una de sus grandes debilidades.

Se puede decir, en primer lugar, que el planteamiento utópico que no aborda con rigor el problema de las mediaciones degenera en mitología («utopismo»). En tal caso la utopía se ve reducida a «utopía abstracta», sin un sujeto sólido tras de ella y sin referencia a lo posible-real (47). Y, en segundo, que al no afrontar dicho problema, la utopía o retorna al cielo del que bajó (se «reescatologiza»), quedando hipostasiada como algo trascendente sin incidencia histórica, o pasa a concebirse como algo que ya está ahí al alcance de la mano (mito de la factibilidad plena de la utopía (48). Al mitificarse la utopía en uno u otro modo, se convierte en irracional, apta para cumplir la función apologético propia del mito. Agnes Heller y F. Feher nos hablan de ello en estas líneas que no tienen desperdicio:

«Es preciso distinguir entre utopías racionales y utopías irracionales (míticas). Se puede resumir la distinción en los siguientes términos: Una utopía es racional precisamente en la medida en que en tanto idea reguladora, sirve para guiar una acción presente en consonancia con las metas establecidas y su dinámica real. En cambio, una utopía es irracional si es una mera fachada apologético de una acción que apunta a objetivos totalmente diferentes, a menudo contradictorios. Si los actores creen sinceramente en una utopía, pero no consiguen vivir de acuerdo con sus expectativas, sino que actúan de acuerdo con principios muy distintos, entonces «irracionalizan» su propia utopía en tanto que la inutilizan para «dar buenas razones» de sus propias acciones. Si alguien apoya una dictadura con sus acciones y argumentos, pero defiende la «abolición de los estados» en calidad de principios utópicos, la utopía personal no es otra cosa que un credo místico por la sencilla razón de que no regula la acción» (49).

En coherencia con el perfil que vamos trazando del concepto de utopía, habría que matizar diciendo que una «utopía irracional» ya no cabe llamarla utopía, sino lisa y llanamente mito, con lo cual se evitan equívocos.

La mitificación o «irracíonalización» de la utopía es contraproducente por donde quiera que se la mire. Si es en la línea blanda de la «reescatalogización», la utopía queda espiritualizada, ascendida al lugar privilegiado del «espíritu» y de la moral idealista, neutralizada en su poder crítico y en sus virtualidades emancipatorias (50). Si es en la línea dura de la plena factibilidad, entendiéndola como inmediatamente realizable, deriva hacia mito legitimador de prácticas totalitarias; sea a través del futura como «fin (que necesariamente se va a cumplir) que justifica todos los medios», sea a través del presente absolutizado como consecución perfecta de las metas que otrora se pusieron en el futuro. Por ambos caminos se pasan por alto las condiciones efectivas y las posibilidades reales, y también -lo que es lo más importante- aquello que nunca ha de reducirse a medio: el individuo (51). La denuncia del aplastamiento de la individualidad es el momento de verdad que encierra la falaz crítica conservadora-liberal, si se toma en relación no a la utopía, sino a su mitificación; en tal sentido este momento de verdad ha sido desarrollado no por la derecha, sino por quienes han sostenido una lúcida autocrítica desde la izquierda, precisamente para que no se derechice (52).

Si en la historia del pensamiento utópica la utopía ha nacido y crecido entrelazada con el mito (53), es hoy cuando podemos y debemos exigirnos en la izquierda una utopía depurada de mitos, como verdadero paso adelante en esa historia. Una utopía no mitificada es la que: 1) Responde a un planteamiento verdaderamente dialéctico; 2) se mantiene fiel al impulso ético de liberación que anima la intención utópica; 3) puede articularse sin trabas en la doble dimensión de crítica y propuesta; 4) puede configurarse como utopía antropológica.

Lo primero, porque entendemos por planteamiento verdaderamente dialéctico el de una dialéctica «abierta», no determinista, que no cuenta con garantía alguna respecto a la consecución de las metas utópicas. Tal dialéctica habla del fin de la historia, el que le confiere sentido, pero no habla del final como logro consumado de ese fin.

Lo segundo, porque si el mito «sacraliza» lo que «es», anula toda pretensión ético-política de «deber ser». En la utopía, por el contrario, es el «deber ser» el que señala el camino al «ser», siendo el impulso ético que late en ella lo que hace percibir la distancia entre «el mundo como es» y «cómo debe ser el mundo».

Cuando el pensar utópica recae en el mito se incapacita para esa percepción, a la vez que la ética humanista propia de la «utopía racional» se ve desbancada por una ética autoritaria que hace de la obediencia la virtud suprema (54).

Sobre lo tercero, lo relativo a la articulación crítica-propuesta, hay que subrayar que sólo la utopía no mitificada conserva su virtualidad crítica y la capacidad de ser matriz de proyectos de futuro, ¡que lo son para el presente!, al no absolutizar ningún presente histórico.

Y por último, respecto al punto cuarto, hay que decir que la mitificación de la utopía supone siempre una parcialización que la desvirtúa totalmente. La utopía entraña una visión de lo que ha de ser una sociedad a la medida del hombre, teniendo su centro como propuesta global en el individuo, el hombre concreto. Desde ahí reciben su sentido las transformaciones económicas, sociales y políticas para lograr unas condiciones de vida que permitan a todo hombre vivir con dignidad y no ver frustradas de raíz sus posibilidades de autorrealización (y en ese sentido, de felicidad). Por eso la utopía es utopía antropológica, respondiendo a la compleja realidad humana en sus dos dimensiones de utopía sociopolítica y utopía individual. La utopía supone la interacción recíproca entre imagen de hombre e imagen de la sociedad. Por ello todo planteamiento utópico, así como le es consustancial la tensión dialéctica presente-futuro, implica una concepción dialéctica de la interrelación individuo-sociedad, que se hace presente tanto en la crítica como en la propuesta. Una cuestión crucial para dicha concepción es la representada por la temática antropológica de las «necesidades humanas» (55). Precisamente el meollo de la crítica al orden social establecido, como injusto y alienante, es que impide la satisfacción de las necesidades de todos, sean las relativas a la supervivencia, sean las relativas a la vida con dignidad.

Pues bien, cuando la utopía se mitifica se absolutiza un aspecto (degenerando, según los casos, en individualismo espiritualista burgués, colectivismo burocrático, exaltación del futuro o del presente), de manera que los otras salen malparados. La utopía sólo se mantiene en el difícil equilibrio de un pensamiento profundamente dialéctico.

Los rasgos señalados, de la mano de una dialéctica «abierta» nos llevan a una concepción de la utopía como horizonte o, si se prefiere, como punto último de referencia: es la imagen de plenitud humana que condensa el sentido de la historia como quehacer del hombre y que señala lo que debe ser, conforme a su dignidad. Como imagen la utopía es la visualización de un ideal, que en cuanto imagen de plenitud señala algo que no es del todo posible. Sin embargo, lo imposible que entraña es necesario, incluso condición de posibilidad, para la realización de lo en cada momento posible (56), pues señala -por contraste entre la imagen de plenitud y lo que tácticamente es- qué hay que transformar y en qué dirección. La utopía abre la realidad y desde lo imposible muestra sus posibilidades.

La utopía es así, como horizonte o punto de referencia, ideal orientador de la praxis histórica de los hombres, individual y colectiva, Ideal intrahistórica, meta para la historia real (es lo que diferencia a la utopía de la escatología (57); no final asegurado, sino fin que se intenta Ir realizando. Esto supone el esfuerzo de «acortar distancias» entre la plenitud señalada y la realidad, transformándola desde las posibilidades que brinda. Es tarea del análisis crítico detectar esas posibilidades como posibilidades reales en la intersección de condiciones objetivas y condiciones subjetivas en cada coyuntura histórica. Desde el análisis hay que resolver el problema de las mediaciones idóneas de todo tipo, para articular un proyecto de cambio global en que quede concretizada la propuesta que encierra la imagen utópica (58).

La imagen utópica, además de ideal orientador es también instancia crítica respecto a las mismas realizaciones que se inspiran en y aspiran a ella. Por esta doble condición la utopía es principio o idea regulativa de la praxis, en cuanto que es criterio para un modo de vida -que, a distintos niveles, es objeto de opción ética por parte de los individuos y de opción políticamente mediada desde el punto de vista de la colectividad- y para unas acciones transformadores que han de ser coherentes con el ideal. En la medida en que el modo de vida mantiene esa coherencia y en que las transformaciones pretendidas tienen lugar, cabe hablar de «anticipaciones» del ideal en cuanto meta, Pero, como la meta es de plenitud, siempre habrá un hiato entre ella y lo logrado -la utopía no puede pasar por encima de la finitud humana (59)-. Con otras palabras: el horizonte nunca está «aquí», sino siempre «más allá» (60), desplazándose con nosotros y reclamando constantemente la crítica y la reformulación de la propuesta.

La utopía, por tanto, como horizonte, como condición de posibilidad, como ideal intrahistórico, como instancia crítica y como idea regulativa: por aquí se delinea una utopía no mitificada, baluarte contra las mitificaciones y punto de apoyo para la transformación radical del sistema hacia una sociedad que no necesite de «nuevos mitos» porque la constituyen hombres libres que cuentan con la utopía (61). A la altura de nuestro tiempo, y en medio de una crisis sin precedentes por su envergadura y por lo que en ella está en juego, sólo una utopía sin mitos puede revitalizar a la izquierda, Perfilarla es tarea colectiva de diálogo racional, sostenido desde el convencimiento de que la superación de la «crisis de la izquierda» (condición para salir de la crisis) pasa por la recuperación de la utopía. Sin ella, la izquierda no podrá articular un proyecto viable de transformación social y permanecerá desarmada ante un capitalismo tecnocrática tan automitificado como destructor.



Notas

(1) Son las dos tesis de Horkheimer y Adorno, expresadas con la rotundidad que les caracteriza: «el mito es ya iluminismo, el iluminismo vuelve a convertirse en mitología» (Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, 1970: 12).

(2) J.-P. Vernant: Mito y sociedad en la Grecia antigua, Madrid, Siglo XXI: 198.

(3) M. Eliade: Mito y realidad, Barcelona, 1985: 189.

(4) Ibídem: 184.

(5) C. García Gual: La mitología, Barcelona, 1987: 35.

(6) A título de ejemplo, cf. M. Eliade: ob. cit.: 7; y C. García Gual: ob. cit.: 9.

(7) Cf. J.-P. Vernant: ob. cit.: 188.

(8) Es la tarea de «desmitologización» que propone Ricoeur frente a la mera «desmitización» que, desde una perspectiva racionalista y unilateral, es incapaz de acceder a la dimensión de verdad del mito. Cf. Finitud y culpabilidad, Madrid, 1982: 316 y 414; y también «Démythiser l'accusation», en Le conflict des interprétations. Essais d'herméneutique, París, 1969: 330-331.

(9) L. Kolakovski: El hombre sin alternativa, Madrid, 1970: 315.

(10) Fue el proyecto de los «frankfurtianos» en general y que hoy retoma Habermas desde su noción de razón comunicativo. También autores de otras corrientes insisten en «liberarnos de nuestros mitos» desde una teoría crítica de la modernidad, pero con la tendencia a asimilar la utopía al mito (posición que será criticada más adelante). Cf. X. Rubert de Ventós: Filosofía y/o política, Barcelona, 1984: 94.

(11) Cf. G. Widengren: Fenomenología de la religión, Madrid, 1976: 135; M. Eliade: Lo sagrado y lo profano, Barcelona, 1985: 88 ss.

(12) F. Savater: «Más allá de la utopía: El mito (Respuesta a Ernst Bloch)», en Para la anarquía y otras enfrentamientos, Barcelona, 1984: 54. Savater no pone en la «función apologética» lo esencial del mito, sino en lo que el mito recupera para el presente: «la fuerza que en cada momento el hombre necesita para lograr cumplir lo libre, en lugar de someterse al condicionamiento de lo necesario» (p. 55); desde ahí él propugna la defensa del mito como superación de la utopía «futurista». Por nuestra parte, a la vista sobre todo de los «nuevos mitos», sostenemos una perspectiva totalmente distinta, reconociendo las valiosas aportaciones de Savater. Por ello nos hacemos eco de su planteamiento para darle la vuelta.

(13) P. Berger - T. Luckmann: La construcción social de la realidad, Madrid, 1986: 141.

(14) Sobre el «universo simbólico», su concepto, y el origen y función que desempeña, sus componentes, etc., véase la obra citada de Berger y Luckmann, pp. 135 en adelante.

(15) Es denunciada por Habermas la Insuficiencia del planteamiento de M. Weber, que quedó cogido en las mismas redes que trataba de desenmarañar, al no distinguir, en último término, entre racionalidad orientada al éxito (estratégico-instrumental) y racionalidad comunicativo -según la denominación del mismo Habermas-. Cf. J. M. Mardones:Razón comunicativa y teoría crítica, Bilbao, 1985: 213.

(16) Tomamos, pues, el término «ideología» con el sentido peyorativo acuñado por la tradición marxista, pero empleándolo ahora con amplitud y no en el sentido estricto que restringe la ideología propiamente dicha a fenómenos de la sociedad burguesa-capitalista exclusivamente.

(17) Su interrelación es tal que algunos hablan de los mitos como «un caso especial de ideología» (L. Kolakovski, ob. cit.: 26). Afirmando la conexión, nos inclinamos por diferenciarlos para destacar lo «especial».

(18) Cf. L. Kolakovski, Ibídem.

(19) En cuanto «sacralizantes», los mitos nos remiten al tema de la idolatría. Se pueden ver al respecto los documentos del V Congreso de Teología (Madrid, sep. 1985), recogidos bajo el título «Dios de vida, ídolos de muerte», publicados por Misión Abierta, n. 5/6 (1985).

(20) Es lo que Horkheimer y Adorno denuncian, teniendo a la vista el positivismo en que ha degenerado la razón ilustrada: «En el mundo iluminado la mitología ha atravesado y traspasado lo profano. La realidad completamente depurada de demonios y de sus últimos brotes conceptuales, asume, en su naturaleza esclarecida, el carácter numinoso que la prehistoria asignaba a los demonios. Bajo la etiqueta de los hechos en bruto la injusticia social de la cual éstas nacen es consagrada hoy como algo eternamente inmutable, con tanta seguridad como era santo e intocable el mago bajo la protección de sus dioses» (ob. cit.: 43).

(21) Para toda esta cuestión sigue resultando muy esclarecedora la teoría del carácter social -que implica u inconsciente social- de Erich Fromm. De entre sus obras se pueden destaca los siguientes lugares como puntos e los que ofrece una síntesis de ella «Método y función de una psicología social analítica» en La crisis de psicoanálisis, Buenos Aires, 1979: 166-200; El miedo a la libertad, Buenos Aires, 1980: 303-325 (Apéndice); Beyond the chains of illusion, New York, 1962, c. VIII y c. IX.

(22) Cf. I. Illich: La convivencialidad, Barcelona, 1978: 135.

(23) Un análisis sugerente del «mito de Supermán» lo encontramos en U. Eco: Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Barcelona, 1968: 275 ss.

(24) Cf. A. Fierro: Teoría de los cristianismos, Estella (Navarra), 1982: 283 ss.

(25) Sobre las necesidades humanas, cf. E. Fromm: Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Madrid, 1978: 30-61.
 

(26) J. Habermas: La reconstrucción del materialismo histórico, Madrid, 1981: 287.

(27) Véase al respecto la última parte de la obra de Habermas anteriormente citada.

(28) Tales compensaciones tratan de satisfacer las expectativas de los diversos sectores sociales, referidas a las «necesidades privatizadas» que hay que atender para mantener la lealtad de las masas (cf. J. Habermas: ob. cit.: 288; y Ciencia y técnica como «ideología», Madrid, 1984: 98.

(29) J. Habermas: Ciencia y técnica...: 96.

(30) Cf. K. Mannheim: Ideología y utopía, Madrid, 1966: 162-163.

(31) Cf. Misión Abierta, nº 4 (1987), número monográfico dedicado al análisis de los «nuevos mitos».

(32) Un análisis crítico y detallado de algunas de estas mitificaciones lo tenemos en A. Heller - F. Feher: Anatomía de la izquierda occidental, Barcelona, 1985, c. II.

(33) En este sentido pueden operar las mitificaciones de determinadas realidades, en concreto de procesos revolucionarios de América Latina, que convertidas en mitos pueden ser una vía de -escape para una izquierda incapaz de ser efectiva en un contexto sociocultural muy distinto.

(34) L. Kolakovski, ob. cit.: 159.

(35) Cf. Ibídem: 312.

(36) Es lo que subraya A. Neusüss en «Dificultades de una sociología del pensamiento utópico», introducción a la obra colectiva por él editada con el título de Utopía, Barcelona, 1971: 23-24.

(37) F. E. Manuel - F. P. Manuel: El pensamiento utópica en el mundo occidental, Madrid, 1984: 18.

(38) Cf. Horkheimer: «Utopía» en Neusüss, ob. cit.: 97. Horkheimer, desde su concepción dialéctica negativa, subraya la primacía indiscutible de la crítica sobre la propuesta. No hace falta insistir en la rotunda negativa de él y Adorno a trazar imágenes de futuro, a ir más allá de la crítica; negativa en la que no les siguió Marcuse, y que estuvo también a la raíz de las divergencias entre ellos, y Fromm. Habermas y Apel, por su parte, recogiendo la herencia de la «teoría crítica», tratan de sacarla del callejón sin salida en que la metió su negativismo, apuntando desde sus planteamientos una rehabilitación de la utopía también en su cara positiva de propuesta (Cf. A. Cortina: Crítica y utopía: La Escuela de Frankfurt, Madrid, 1985: 32.

(39) Cf. Neusüss, ob. cit.: 24.

(40) Sobre dicha articulación y sus consecuencias, cf. I. Sotelo: «Razón de Estado y razón utópica», Revista de Occidente, 33/34 (1984): 20 ss.

(41) I. Sotelo: «Crítica de la utopía política» en: Utopía hoy, Instituto Fe y Secularidad, Conferencias, nov. 1984: 37.

(42) Es condición sine qua non de la utopía su universalismo,

(43) Cf. F. E. Manuel - F. P. Manuel: ob. cit., I: 3 0.

(44) Sobre «frente», «novum» y «ultimun» como categorías del pensar utópico, cf. E. Bloch: El principio esperanza, Madrid, 1977: 190 ss,

(45) Cf. Heller-Feher, ob. cit.: 60.

(46) Como representante del antiutopismo conservador liberal es obligado citar a K. Popper. En esa línea argumenta a lo largo de toda su obra La sociedad abierta y sus enemigos, sintetizando sus puntos de vista en el artículo «Utopía y violencia», en Neusüss, ob, cit.: 129-139.

(47) Cf. Bloch, ob. cit.: 134.

(48) Así aparece señalado en F. J. Hinkelammert: Crítica a la razón utópica, San José de Costa Rica, 1984: 261.

(49) Ob. cit.: 143.

(50) Es así, por cierto, como el pensamiento conservador ha integrado a veces la utopía en su concepto positivo (para un análisis de los autores representativos de esta postura, véase Neusüss, ob. cit., «Introducción»: 33 ss).

(51) La primera vía es la que hoy padecemos debido a los grupos terroristas, cuya ofuscación tiene en su base el haber trocado la utopía por un mito. La segunda es por la que han transcurrido buena parte de los mecanismos legitimadores del «socialismo realmente existente».

(52) Es el caso de quienes -como Bloch, Horkheimer, Marcuse, Fromm.... hoy Habermas...- han revitalizado la dimensión utópica del marxismo al superar la visión científico-tecnocrática del mismo, que entraña una concepción determinista, sea en la versión socialdemócrata o en la leninista.

(53) Podemos hablar propiamente de pensamiento utópico a partir del renacimiento; es un producto de la modernidad, lo que no quiere decir que antes no hubiera otras manifestaciones de la «función utópica» en otros campos de la cultura. Sobre este punto, nos remitimos a Bloch, ob. cit., I: 131-168.

(54) La contraposición entre ética humanista y ética autoritaria es un punto especialmente desarrollado por Fromm a lo largo de toda su obra, Como botón de muestra: Ética y psicoanálisis, capítulos I y III.

(55) Es un tema recurrente en todo el pensamiento utópico, desde Tomás Moro hasta nuestros días, pasando por el mismísimo Marx (al respecto: A. Heller: Teoría de las necesidades en Marx, Barcelona, 1978). El caso de Fromm es otro ejemplo ilustrativo.

(56) «Quien no se atreve a concebir lo imposible, jamás puede descubrir lo que es posible. Lo posible resulta del sometimiento de lo imposible al criterio de la factibilidad» (Hinkelammert, ob. cit.: 26). En sentido similar, aunque con matices diferentes, se pronuncia también Kolakovski (ob. cit.: 160).

(57) Una clara delimitación conceptual entre escatología y utopía no dice nada en contra de su articulación desde una perspectiva creyente. Por el contrario, tal articulación saldrá enriquecida siempre que se parta de un planteamiento nítido de las problemas que permita esclarecer la relación, desde la diferencia, entre utopía y escatología. A este respecto, cf. J. A. Pérez Tapias: «Utopía y escatología en Paul Ricoeur», comunicación presentada en el Symposium Internacional Paul Ricoeur. Autocomprehensión e historia, Granada, 23-27 de noviembre de 1987.

(58) De la no distinción entre utopía y proyectos o programas resulta un enfoque distorsionado, cono el que encontramos, a pesar de sus interesantes aportaciones, en I. Friedman: Utopías realizables, Barcelona, 1977 (ya el título es indicativo).

(59) Un pensamiento utópico no mitificador puede afrontar el problema del «mal radical», de la «alienación esencial»... (resolverlo es harina de otro costal). A él apunta, por ejemplo, Fromm al distinguir entre contradicciones históricas (superables) y contradicciones existenciales (no superables, aunque ello no exima al hombre de dar una respuesta ante ellas). Véase, por ejemplo, Ética y psicoanálisis, México, 1977: 56 ss. No obstante, el problema de la muerte será siempre «la cruz del utopismo».

(60) Cf. D. Bonet: «Prólogo» a La utópico y la utopía, Barcelona, 1984: 12.

(61) Una dialéctica abierta «conduce a una aproximación a una concepción trascendental (no trascendente, insista) de la utopía. Esta es una de las vías por las que hay va siendo reganada la utopía para la política desde la reflexión ética. También en la autorreflexión del pensamiento utópico nos tropezamos con una vuelta a Kant, a mejor, con una «reasunción de Kant» desde la tradición marxista. Habermas y Apel se pueden citar de nuevo al respecto. Este último aborda la cuestión, entre otros lugares de su obra, en «¿Es la ética de la comunidad ideal de comunicación una utopía?», en Estudios éticos, Barcelona, 1986, pp. 175-219; y «Ética y utopía» en la ya citada publicación del Instituto Fe y Secularidad, en colaboración con el Instituto Alemán de Cultura de Madrid, Utopía hoy.


 Gazeta de Antropología