Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1985, 4, artículo 04 · http://hdl.handle.net/10481/13782
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Publicado: 1985-12
Orígenes culturales en la vivencia y manifestación de lo religioso, en Andalucía, y su función terapéutica (y 2ª parte)
Cultural origins in the experience and manifestation of religion in Andalusia, and its therapeutic function (Part II)

Urbano Alonso del Campo
Universidad de Granada.


RESUMEN
Se trata de la segunda parte de un trabajo aparecido en el número anterior. El autor realiza un análisis fenomenológico e interpretativo de la religión popular andaluza, para subrayar cómo la experiencia religiosa se convierte en un factor terapéutico.

ABSTRACT
In this second part of the article appearing in the previous issue of this journal, the author carries out a phenomenological and interpretive analysis of popular Andalusian religion, to underline how the religious experience can be a therapeutic factor.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
religion popular | análisis fenomenológico | función terapéutica | Andalucía | folk religion | phenomenological analysis | therapeutic function | Andalusia


Aproximación interpretativa

Al buscar en un análisis interpretativo la significación de esta profunda y variada riqueza de la religiosidad del pueblo andaluz, no queremos, de ningún modo, definir la religiosidad de este pueblo. Los rasgos que hemos destacado y que creemos forman parte de su propia religiosidad y modo de entender la vida son elementos que integran y definen su existencia, pero no como únicos y exclusivos.

Sobre el andaluz se ha dado una imagen que ha contribuido unas veces a destacar sus indiscutibles valores (quizá las menos) y a ocultar otros esenciales. Existe la imagen de un andalucismo epidérmico y colorista, circunstancial y pintoresco; es el andalucismo del baile y la pandereta, muy propio para una fácil exportación. Existe otro andalucismo más verdadero: el andalucismo señero, hecho de interioridad, reconcentrado, llano, recatado y patético; carne viva del anhelo, pozo hondo de emoción, aroma de soledad y eco de silencio, como diría el poeta. Y existe la realidad multisecular del abandono y la vejación que ha sufrido este pueblo.

Independientemente de la realidad social tan adversa para el pueblo andaluz, éste mantiene una elegante sobriedad, y el sentido de lo popular, siente a niveles profundos estas características esenciales de su pueblo. Una profunda vena de romanticismo y dramatismo cruzan su alma. Antonio Machado, que hizo cala profunda en el pueblo andaluz, como ahondó igualmente en el alma de Castilla, escribe:

Y no es verdad, dolor, yo te conozco;
tú eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrellas.

O en su poema del cante jondo, donde escribe:

Yo meditaba absorto, devanando
los hilos del hastío y la tristeza,
cuando llegó a mi oído
por la ventana de mi estancia, abierta
a una caliente noche de verano,
el plañir de una noche soñolienta
quebrada por los trémulos sombríos
de las músicas magas de mi tierra...
Y era el amor, como una roja llama...
Y era la muerte, al hombro la cuchilla,
el paso largo, torva y esquelético
-tal cuando yo era niño la soñaba-.
Y en la guitarra resonante y trémula
la mano brusca, al golpear, fingía
el reposar de un ataúd en tierra.
Y era un plañido solitario al soplo
que el polvo barre y la ceniza avienta.


Un serio documento sobre el catolicismo popular en el Sur de España describe así al pueblo andaluz:
 

«Caracterizan a nuestro pueblo su honradez y limpieza moral y su inteligente laboriosidad; su mesura y buen sentido, su estimación de la cultura y su gozo ante la belleza, la intensidad con que vive el presente y su profunda filosofía de la vida y de la muerte. Se caracteriza también por su cordial capacidad de apertura y acogida, su excepcional facilidad para la comunicación y el diálogo, su generosa y valiente solidaridad, junto con un pronto espíritu de servicio, ayuda y comprensión, su fortísimo y entrañable afecto a la familia. Se caracteriza, en fin, entre otros muchos valores, por su fértil ingenio y viveza rápida de comprensión y de expresión y su gran capacidad de síntesis; una natural distinción y dignidad que revisten de finura, señorío y buen gusto aun a las personas de más humilde condición; un alegre sentido de la fiesta y un inagotable buen humor para sobreponerse a las penas, admirablemente armonizado con su seriedad para afrontar serena y juiciosamente las cuestiones serias de la vida, con su entereza para aceptar reveses y desgracias, y con su larga paciencia para soportar las privaciones, las humillaciones y las discriminaciones injustas que lleva consigo la inveterada y dura situaci6n regional, resultante de muchos avatares históricos, opresiones endémicas y estructuras insolidarias» (1).

La religiosidad popular andaluza mantiene, como hemos visto, indiscutibles raíces, rasgos y elementos de religiones no cristianas que acentúan las características de una religiosidad vital y poco racionalizada, de fuerte acento emotivo, tendente a cristalizar en formas culturales y religiosas mágicas y en comportamientos supersticiosos.

En el caso de la religiosidad popular andaluza, cabría hablar más propiamente de un catolicismo popular, aunque muchas veces, su contenido esté deformado, sea incipiente e inmaduro, pues el contenido de la religiosidad del pueblo andaluz procede, básicamente, de la palabra revelada; y aun cuando se hayan multiplicado sus formas de mediación, los mediadores esenciales tienen una dimensión cristiana, y sus contenidos no pertenecen exclusivamente, ni siquiera sustantivamente, a formas de religiosidad natural (cfr. documento citado en la nota 1, núms. 3, 4, 5 y 6).

En lo que tiene de más genuinamente popular, esta vivencia religiosa expresa la resonancia interior que una religiosidad encuentra en el pueblo, a través de unos moldes determinados de cultura.

Esta pretendida aproximación interpretativa queremos hacerla a un doble nivel, el fenomenológico y el analítico.
 

1. Análisis fenomenológico

La religiosidad popular andaluza mantiene unos rasgos característicos de estas formas de vivencia religiosa. Destacaremos los siguientes rasgos:

Ambigüedad y ambivalencia en su expresión religiosa. La vivencia religiosa adquiere a través del propio proceso cultural una sistematización y coloración específica, y su carácter genérico adquiere formas y expresiones muy variadas y hasta contradictorias.

Su carácter ambivalente se origina a partir de la experiencia totalizante e íntima, al mismo tiempo que en la experiencia de separación y lejanía con lo sacro que le acompaña. Por ello la vivencia religiosa encierra en sí elementos que van del acercamiento, la proximidad, la plenitud, la fusión... hasta los que acentúan la angustia y el temor.

Esta ambigüedad y ambivalencia es vivida en la religiosidad andaluza a nivel de un teísmo marcado por unos niveles primarios en una participación cosmovitalista y, al mismo tiempo, bajo el sentimiento de un Dios lejano, trascendente y todopoderoso, desvinculado de las relaciones humanas.

Esta religiosidad se ha orientado prevalentemente, también, hacia los fecundos poderes de la tierra, debido a la tradición agrícola del pueblo andaluz y a su climatología, llena de luz y de sol, acentuando el sentido festivo de las celebraciones mistéricas, participando en la presencia inmanente de un vitalismo creador.

Esta vinculación con lo cósmico sensibiliza para una forma particular de sentir el universo, en que se experimentan las fuerzas inmanentes de lo terrestre.

El peligro de la perversión mágica. La ambigüedad de la experiencia de lo sacral, debido a la complejidad de elementos que lo integran, puede derivar hacia formas mágicas y supersticiosas, como expresiones concretas de la religiosidad. El tabú, la magia y la transgresión sacral pueden ser desviaciones de ese fondo religioso indiferenciado.

En el tabú, un objeto, persona, lugar o rito se revisten de sentido y poder sacral, siendo excluidos, por ello, del poder profano. Constituyen como la morada del Otro. Se le atribuyen los mismos poderes que a lo sagrado. Representa, por ello, lo íntimo y lo lejano, lo alcanzable y lo prohibido. Tiene el poder de «otro nivel» que amenaza la condición misma del hombre.

Las localizaciones simbólicas de lo sacro que constituyen el tabú pueden reducirse a simples objetos de un sagrado inmanente y convertirse en ídolos, y sus gestos en superstición, cuya manipulación puede ser utilizada para producir un efecto benéfico. De esta forma abocamos a la conducta mágica, o al menos, muy coloreada de sentido mágico, tal como aparece en muchas manifestaciones rituales y cultuales de la religiosidad andaluza. En estos casos, se da una especie de conjuro del espíritu, no conservando de su contenido religioso más que unos rasgos anteriores, olvidados, de una experiencia simbólica.

La armonía de contrastes. Ya advertía Ortega, en su ensayo sobre don Juan, que en Andalucía (Sevilla) todo parece ir confundido: risotadas con lamentos, trozos de canciones y tintineo de espadas, carracas de viernes santo y campanas de resurrección.

Efectivamente, en la religiosidad andaluza, se destaca el doble elemento que acompaña a lo sacral: la majestad y la gloria se unen a los sentimientos de sumisión y acatamiento. Es notorio el tono festivo, de gloria y exaltación, de casi todas las procesiones de la semana santa andaluza, si se exceptúan las enlutadas y oficiales del santo entierro. Lo dramático se acompaña de alegría y fiesta. Jesús crucificado se convierte en «nuestro Padre Jesús» (2).

En los rostros ag6nicos de sus Cristos, el pueblo percibe una sonrisa, y las Vírgenes lloran y ríen a la vez.

El tono festivo es el clima de la semana santa andaluza. En realidad, como expone Ortega, para los nativos todo es un poco de fiesta y no lo es del todo nunca. En semana santa, se reúnen las familias de los que están fuera, se estrenan vestidos y zapatos, se hacen dulces y comidas especiales, se blanquean las casas y se hace limpieza general.

La mezcla de dolor y de alegría, de pasión y de resurrección -de vida y muerte- se personifica en las imágenes de los pasos de semana santa. Nadie diría que los Cristos de la escuela sevillana, aunque estén en la cruz, son Cristos muertos. Sus cuerpos parecen haber escapado de la muerte, dándonos la impresión de atletas que acaban sudorosos, después de una terrible pelea, pero que se alzan victoriosos o, simplemente, descansan sobre sus pies.

Los Nazarenos se nos presentan humillados, ensangrentados, pero el pueblo les ha colocado una corona de espinas de plata, un manto de rey y una cruz igualmente de plata.

La imagen de María, en una infinita gama expresiva de llanto y de sufrimiento, se ve rodeada de flores y cirios, de joyas y coronas, dentro de los palios y doseles.

Las advocaciones -los nombres que se dan a las imágenes- expresan los aspectos antagónicos de justicia/misericordia, amor/temor, juicio/gracia:

Jesús del Gran Poder - Cristo de Pasión
Jesús del Amor - Cristo de las Penas
Cristo de la Salud - Cristo de la Sangre
Cristo del Silencio - Cristo del Socorro
Virgen de la Soledad - Virgen de la Gracia
Virgen de la Tristeza - Virgen de la Alegría
Virgen del Desamparo - Virgen de la Esperanza

La actitud con que se presentan estas imágenes lleva en sí esta armonía de contrastes:

Cristos muertos - llenos de belleza
Cristos humillados - vestidos de reyes
Coronas de espinas - con «potencias»: signo de la divinidad
Cruces-patíbulos - revestidos de plata
Corazones lacerados - con espadas de plata
Puñales - de oro y pedrería...

La mañana del viernes santo, en muchos de los pueblos de la geografía andaluza, presenta un carácter gozoso y alegre. En casi toda la región rural de Andalucía, es la fiesta mayor del año.

Las formas que tiene el pueblo de acercarse a este drama del viernes santo son muy variadas, pero con unas constantes permanentes. En algunos pueblos, se lleva la imagen del Nazareno al calvario, o a una plaza, desde donde da la bendición. En otros, se acompañan de curiosas representaciones con alusiones al Antiguo testamento (Adán y Eva, sacrificio de Abrahán...), en las que intervienen las imágenes del Nazareno, la Virgen, San Juan, la Verónica... con personajes vivos (sayones, apóstoles, soldados romanos, turbas...) que se desfiguran con caretas, pelucas, etc., donde el pueblo interviene activamente.

La asistencia multitudinaria del pueblo, incluso la de los sectores más ocultos o marginados en el orden social o político, constituye un acontecimiento único y singular. No hay distinción entre clases sociales, creyentes o religiosamente indiferentes. Sirva de ejemplo esta letrilla que se cantaba en Puente Genil, por los años de la II República española:

Llegando el viernes santo
no hay que dudar:
hasta los socialistas
van a alumbrar.

Se da una identificación del pueblo con sus Vírgenes y sus Nazarenos; es algo que pertenece a su propia historia y a su propio ser. Hablar mal de la imagen o ir en contra de ella se considera una ofensa, es hablar mal del pueblo o ir en contra de la propia comunidad.

La mujer, en la procesión del Nazareno en la mañana del viernes santo, no tiene una participación activa y directa, aunque sí hay una presencia en el ánimo del varón, cuando éste va «santeando», tocando el tambor, o vestido de «figura». Se siente orgullosa de que su hombre está contribuyendo a la creación del universo simbólico en que se desenvuelven el «santero» lucentino, el «judío» baenense, o la «figura» pontana (3).

La tarde del viernes santo, como profundo contraste, es siempre de silencio y recogimiento. El entierro del Santo Cristo causa siempre respeto. El sonido de los tambores se hace lúgubre y el desfile de los encapuchados más lento y severo.

La vinculación a los valores inmanentes -la fecundidad de la tierra, lo vegetativo, el paisaje, el sol, el mar, el cielo- (4) matizarán esta religiosidad con las características aproximativas a esta forma de religiosidad. Se vive en un marco determinado de calles, plazas,, montes (calvarios), jugando un valor de primer orden lo vital y sensitivo: la luz (horas de procesiones: amanecer-atardecer-mediodía), cirios, faroles, antorchas; las flores (predominantemente claveles rojos y blancos); el olor (azahar de los naranjos, hierbas olorosas, hierbabuena); el sonido (trompetas, campanillas, canto -saetas-, bandas de música); el silencio (procesiones de madrugada...); el cromatismo (túnicas de los cofrades, mantos de las Vírgenes, palios de los pasos, brillo de los bordados, orfebrería, joyas ... ); el movimiento (Cristos que «bendicen», que parece que andan, ritmo de los costaleros (diferente para los pasos de los Cristos y para las Vírgenes, sin palio o con él); el vino (al cantaor, a los costaleros...).

Se une a muchas manifestaciones de semana santa el valor de la virilidad (costaleros, santeros, soldados romanos) , basada en la fuerza o con un matiz de rudeza masculina. A la Virgen se la piropea; a Jesús se le llama el «más macho».

J. L. Luque afirma que el viernes santo es como un retablo vivo de cada uno de estos pueblos. «En clave simbólica y condensada, representa un punto de máxima exteriorización, de toda una manera de ser, de convivir, de entender la vida» (5).

Los elementos que integran esta armonía de contrastes y bipolaridad de sentimientos expresan la doble cualidad de lo sacral: su inmanencia y su trascendencia. Se manifiesta en sentimientos que son una síntesis de respeto y pudor (dos sentimientos con acento de distancia) y de admiración que acentúa la confianza.

Hay una vinculación, en esta religiosidad del pueblo andaluz, entre lo cósmico y lo profano, que contiene una experiencia del universo, una percepción del mundo en la que los objetos del universo se ven como habitados por lo sagrado, convirtiéndose este universo en una especie de teofanía, por su vinculación directa con lo sacro.

En este contexto, cuando la idea de Dios forma parte de la conciencia religiosa de una forma impersonal e indiferenciado, su práctica corre el riesgo, como hemos indicado anteriormente, de convertirse en idolatría y en magia. La degradación de los símbolos en ídolos es la amenaza permanente de una religiosidad vivida a nivel de la participación afectiva (6).

Imagen paterna y religiosidad andaluza. El Dios, en algunas manifestaciones de la religiosidad andaluza, debido, como hemos indicado anteriormente, al influjo de la cultura y religión grecorromana e islámica, y en ocasiones a una predicación deformada de la religión cristiana, que reproducen el sentido de lo inexorable y la consiguiente sumisión al arbitrio de una voluntad todopoderosa, da origen en la vivencia religiosa a una intensa ambivalencia afectiva, manifestada en conductas alternantes de sumisión/rebeldía, de agresión/inhibición, culpabilidad/ reconciliación, para iniciar de nuevo este nuevo círculo desde la renovada ambivalencia.

La rebeldía expresada en la blasfemia es una de las formas a través de las cuales se manifiesta esta ambivalencia de lo sacral, y cuando no es posible romper esta ambivalencia del odio y del amor, aparecen los actos obsesivos rituales, como formas de compromiso entre las dos tendencias opuestas, manifestando la dinámica de la rebelión y la culpabilidad.

Otra de las manifestaciones de esta ambivalencia es la transgresión sacral. A través de ella y a través de la pluralidad de formas que puede presentarse, el hombre pretende acercarse a lo prohibido, buscando el acceso al Dios lejano, entrar en relaci6n con ese poder superior, e incluso elevarse hasta el nivel de lo sacral. El sentido orgiástico que, más o menos intensamente, acompaña a estos ritos, significa la transgresión mítica del tabú y la participaci6n ritual en el Otro (7).
 

2. Nivel analítico de interpretación

Puede resultar desconcertante la aparici6n de tantos elementos extraños y contradictorios que encontramos en ciertas manifestaciones de la religiosidad andaluza, cuando se los examina a nivel de la expresión manifiesta. Un análisis desde una perspectiva más profunda revela la significaci6n de estas expresiones simbólicas.

Desde una interpretación analítica, sabemos que los afectos no siempre van ligados a las representaciones, debido a los mecanismos psicológicos de condensación y desplazamiento que actúan a niveles inconscientes. La idea, la imagen o el recuerdo, en estos casos, no suscita un afecto correspondiente sino que produce otro que debiera vincularse a otra representación. A nivel inconsciente, los afectos pueden pasar de una representación a otra a través de los citados mecanismos, incluso con alteración de los esquemas espaciotemporales.

La representación de la muerte de Jesús, en los rituales de la semana santa andaluza, tiene un sentido festivo, debido al mecanismo de la condensación, y a la disociación que se establece entre representaci6n y afecto. Así mismo la imagen de Jesús, como hermano, se convierte en «nuestro Padre Jesús», debido al mecanismo de desplazamiento. Los acompañantes de un Dios salvador, en los desfiles de los nazarenos, se cubren el rostro y se asemejan a la máscara del verdugo.

La elaboración de unos conflictos psíquicos, la realización de determinadas fantasías inconscientes, justifica y explica el derroche de riqueza y entusiasmo en la realización de los pasos de semana santa y de toda su compleja ornamentación, vistosidad y lujo, que acompaña a sus Cristos y a sus Vírgenes, en gran contraste con la gran pobreza y miseria del pueblo.

El andaluz del barroco, por medio de la sublimación estética, y con una cierta dimensión obsesiva por la práctica de un ritual meticuloso, está intentando dar cauce, del mejor modo posible, a sus propios conflictos psíquicos.

La muerte de los Cristos andaluces (en una increíble profusión de formas expresivas, exhibidos profesional y públicamente o expuestos como retablo viviente en su capilla penitencial y cofradiera) tiene un profundo arraigo en el pueblo, que vive el gran dramatismo de la muerte de Dios.

La ambivalencia afectivo-religiosa vivida por el pueblo, ante un Dios amor y terrible al mismo tiempo, es vivida, a través de una elaboración ritual y simbólica, como medio para solucionar inconscientemente sus propios conflictos internos. «La Andalucía del barroco, a partir de su proceso cultural, de unas frustraciones presentes y de unas necesidades de supervivencia, necesita representar, repetir y celebrar la muerte de Jesús. Esto supone representar los propios conflictos, liberar toda una serie de fantasías, interpretar unos papeles en el drama que ponen en juego la realizaci6n de determinados deseos inconscientes» (C. Domínguez).

En este nivel interpretativo se ha querido descubrir la significación inconsciente de determinadas expresiones de la religiosidad del pueblo andaluz, como puede ser, a título de ejemplos profundamente significativos, la romería del Rocío, particularmente el «rapto» de la imagen por los almonteños, tras la misa del alba, o el desfile procesional de la imagen de nuestro Padre Jesús» en ciertos pueblos de Andalucía, constituyendo una magnífica representación la fantasía inconsciente del asesinato del padre (8).
 

3. Efectos terapéuticos

Cualquier forma de religiosidad se define por su valor último salvífico, que especifica su carácter religioso dando sentido a la existencia.

Por otra parte, la experiencia religiosa, a pesar de la diversidad de elementos que la integran, mantiene una unidad significativa, lo cual da a la existencia humana una apoyatura de esperanza y liberación que pueden ser elementos terapéuticos, preventivos y ayudadores de la salud psíquica. Y tanto será más profunda cuanto esta experiencia nace (enriquecida a su vez con otros valores) de la vivencia que el hombre tiene de la realidad del mundo, unido a su sentido temporal e histórico.

El valor simbólico de lo femenino y maternal de la religiosidad andaluza evoca el mundo del bienestar, del encuentro y de la paz gratificante, en una búsqueda del fondo originario y de las fuentes de lo vital. Esta fuerza permanecerá en la religiosidad como una base activa de su propio ser psíquico, constituyendo una fuente de seguridad personal. Esta vinculación primordial, al reproducir las experiencias psicológicas anteriores en una unión de fusión afectiva, vivencia la experiencia de felicidad en una totalidad difusa de seguridad, de prolongación del ser hasta las fronteras de lo inexistente, avivando el sentido de las cosas y de la persona en medio del mundo.

Toda esta dinámica afectiva puede ser traicionada, al quedarse en la experiencia englobante e indiferenciado del deseo y, por tanto, fijado a niveles de estructuras infantiles, incapaces por sí mismas de progresar hacia actitudes personales y adultas; pero en sí constituye la base imprescindible para la seguridad personal y para una diferenciación posterior, a través de una adecuada introyección de la imagen masculina, siendo la garantía de un mundo gratificante, que es el mejor antídoto de toda originaria ansiedad.

Sin la presencia de los valores que encierra el símbolo de lo materno, el deseo humano se apaga y agosta. Por el contrario, su vivencia garantiza el sentimiento de seguridad, e felicidad, de integración originaria, sin los cuáles no puede permanecer el anhelo y la esperanza, ni puede dibujarse un proyecto de futuro, pues éste adquiere sentido sobre el fondo de una esperanza arcaica que lo prefigura.

La vinculación a los contenidos del simbolismo materno hace que la persona adquiera un poder afectivo e imaginativo, que necesita para lograr una visión simbólica del mundo. La vivencia religiosa exige esta sensibilización para reconocer en el mundo, en la vida, en la existencia, una cierta manifestación de lo trascendente, cuya presencia va más allá de todo lo visible, orientando el futuro del hombre. Esta percepción simbólica presupone una vinculación fundamental y dinámica entre el hombre y el universo, no alcanzable a no ser por medio de la vivencia de unión y de felicidad.

La imagen materna, como símbolo polivalente (lo materno se simboliza en la naturaleza, en la tierra, el agua, el mar, la casa, el hogar...) da origen, en la religiosidad, a manifestaciones que encarnan esa multitud de valores. La madre es el símbolo de la totalidad primordial, de la armonía cósmica, de la fuente de la vida, de la felicidad que apacigua todas las nostalgias.

Desde la perspectiva de una psicología motivacional de la religiosidad natural, es conocida de todos la explicación psicoanalítica de la religión y su función terapéutica. La religión, entendida como respuesta a las frustraciones, estaría vinculada al mundo del deseo, integrando en su estructura tres componentes efectivos: el instinto de conservación, que llevaría al hombre a superar su angustia de la muerte por la creencia en el más allá; el narcisismo, originando la creencia (manifestada en la omnipotencia del pensamiento y del deseo) a través de la cuál el hombre adulto, lo mismo que el niño, confía en la realización efectiva en el orden real de sus aspiraciones de protección, recompensa y eternidad; y, en tercer lugar, la nostalgia del padre, como consecuencia de la dependencia infantil, que permite al adulto crear una figura paterna todopoderosa.

Conviene precisar, una vez más, que la religiosidad popular andaluza no se sitúa sólo a nivel de una religiosidad natural; mantiene, es cierto, rasgos y elementos muy arraigados de religiones no cristianas, acentuándose en ella las características de una religiosidad vitalista y poco racionalizada, de fuerte contenido emotivo vivencial y con tendencia, como en toda religión primaria, a formas mágicas y supersticiosas. El contenido esencial de la religiosidad del pueblo andaluz procede, en su forma actual, fundamentalmente, de una raíz cristiana. Aunque esta religiosidad, a nivel incluso de vivencia actual, haya multiplicado sus formas de mediación, los mediadores esenciales proceden del cristianismo: Cristo y María, no como simples sustitutos de los dioses y diosas de las religiones precristianas, sino con todo lo específico que proviene del cristianismo. Esta influencia cristiana pondrá el acento más en lo personal y comunitario de la existencia humana.

El simbolismo de lo materno (tanto por lo que tiene de herencia de religiones precristianas, como por lo derivado de la fuente cristiana) mantiene una dialéctica de complementariedad con los contenidos del simbolismo paterno, integrándose ambos en un proceso madurativo adulto. El eros, en sus ansias de gratificación sin límites, debe cambiar su deseo originario, a través del simbolismo de lo paterno, hacia un sentido de la realidad que rompa su mundo indiferenciado y oceánico, conduciéndolo hacia una adultez que lo oriente por lo personal responsable.

Una cultura y una religión en las cuales la ley y la norma no son elementos negativos, sino que constituyen una promesa de futuro, no sólo contribuyen a la seguridad personal, sino que, al abrirle a una gozosa esperanza, contribuyen como un servicio terapéutico.

Los valores culturales de la religiosidad andaluza necesitan, manteniéndose, liberarse de sus limitaciones: de la posesión e indiferencia del psiquismo, que provienen de su vinculación al simbolismo materno indiferenciado por una parte y del fatalismo y temor que tienen su origen en una imagen de un Dios castrante y vengativo.

Esta revisión supondría caminar hacia formas más personalizadas y comunitarias que estuviesen más en consonancia con las exigencias y aspectos básicos de la persona. Orientaría, en concreto, a la persona hacia formas de convivencia menos autoritarias y más tolerantes, menos individualistas y más comunitarias, sensibilizándola hacia aquellos problemas que atañen a nuestras actitudes éticas y existenciales de la humanidad, como por ejemplo, la sensibilización ante los problemas de solidaridad humana, de justicia, de libertad, de fraternidad, de actitudes antibélicas, de reacción frente a situaciones de desigualdad entre las clases sociales y los diferentes pueblos, frente al problema del hambre en el mundo, el racismo..., frente a una moral victoriana y farisaico.

Al mismo tiempo, esta religión y cultura serán positivas para el hombre y la sociedad, si logra recomponer la unidad de la realidad y devolver al mundo empobrecido de símbolos, su verdadera realidad simbólica. Entonces y sólo entonces habrá logrado una de las formas de promoción más nobles y dignas del hombre. Como ha escrito acertadamente el profesor Aranguren: «Cuando se tiene contacto con lo religioso, cuando se ha tenido una experiencia religiosa, como en toda otra clase de experiencias estrictamente humanas, todo sucede en el plano simbólico. El temor y el horror, la angustia y la paz, el amor y el sentimiento de solidaridad, el bienestar y la felicidad no se convierten en experiencias religiosas ni tan siquiera en sentimientos propiamente humanos si no son transferidos a un plano simbólico, es decir, por encima del particularismo de la acción concreta en la que se experimentan. La religión, lejos de ser en principio el opio del pueblo (aunque realmente pueda ser utilizada como tal), es precisamente la condición necesaria para elevarse por encima de lo particular y alcanzar una proyección general, universal: la religión ha sido el primer universal» (9).



Notas

(1) Cfr. Obispos del Sur de España, El catolicismo popular en el Sur de España. Madrid, PPC, 1975, núms. 6,3).

(2) El sermón de la plaza, en Baena (Córdoba), por ejemplo, hace alusión al «origen de la dolorosa muerte de nuestro Padre Dios».

(3) Carlos Domínguez, en la interpretación analítica del desfile procesional en la mañana del viernes santo de Priego (Córdoba), advierte, al analizar el acto de la violencia contra Jesús-Padre que supone la subida al calvario, cómo en ese intento de que todo sea como aquella mañana de Jerusalén en la conciencia del pueblo, se comete un olvido, un acto fallido sumamente revelador: María, la madre, está excluida del calvario; ella no asistirá al ritual de la violencia contra «nuestro Padre Jesús». La imagen de María se queda abajo en el pueblo, sin asistir al viacrucis, esperando la llegada de «nuestro Padre Jesús».

   Rafael Briones, en su estudio sobre la semana santa de Priego (Córdoba), y José Luis Requerey a través de sus análisis histórico-antropológicos sobre el viernes santo en Puente Genil, Priego, Baena y Lucena, han dejado sobradas pruebas de estas expresiones religiosas de la semana santa andaluza (cfr. R, Briones, La semaine sainte de Priego de Córdoba: Langage, fonctions psychologiques et dimension chrétienne d'un rituel populaire. Paris, 1979; J. L. Requerey, Antropología cultural andaluza. Córdoba, 1980).

(4) Ortega ha escrito: «Vive este pueblo referido a su tierra, adscrito a ella de forma distinta y más esencial que ningún otro. Para él, lo andaluz es primariamente el campo y el aire. Vive de su tierra no sólo materialmente como todos los demás pueblos, sino que vive de ella en idea y aun en ideal... Este pueblo donde la base vegetativa de la existencia es más ideal que en ningún otro, apenas si tiene otra idealidad...» (Teoría de Andalucía, pp. 33 y 35).

(5) Cfr. J. L. Requerey, o. c.: 131.

(6) A través de este ritual religioso hay una incorporación de lo sagrado. El tiempo se sacraliza, a su vez, dejando de ser profano; hay una transformación proyectándose más allá del tiempo. La estructura espacial queda sacralizada, así como su desarrollo temporal. En este espacio terrestre, homogéneo, la presencia del objeto sagrado introduce un centro de referencia en el que se funda y del que depende el espacio entero. La imagen de la Virgen o del Cristo y el lugar donde se hallan se convierten simbólicamente en el punto central de referencia. La persona se sitúa en un medio significativo y válido, donde se encuentra la presencia simbólica de lo sagrado (rasgo esencial de las religiones naturales), participando y realizándose en ello, a través de una experiencia existencias inmediata, y a través de la cual lo sagrado recubre todo lo humano, actualizándose esta presencia en todas las formas simbólicas y rituales de la fiesta.

(7) La transgresión sacral no se presenta sólo bajo las formas primitivas de la orgía religiosa. El medio cultural modifica sus formas expresivas. El hombre moderno parece buscar en la transgresión de la ley y del tabú una exaltación vertiginosa que le sitúa más allá del bien y del mal, asemejándose a los dioses. El sentido amoral de nuestros días puede ser u-na fon-na de transgresión sacral. Se indica con ello la hostilidad y la oposición entre la mística humanista y la religión de lo trascendente.

   El «rapto» de la imagen de la Virgen del Rocío, tras la misa del alba, como inicio de la procesión por la aldea de las hermandades, o el de «nuestro Padre Jesús Nazareno» en la mañana del viernes santo, en diferentes pueblos de Córdoba (con diferencias significativas distintas: a la imagen de Jesús Nazareno se la rapta celebrando un ritual de violencia; a la Virgen del Rocío se la rapta para una fiesta de alegría desencadenada y desbordante) son dos formas que expresan esa transgresión sacral, motivada por oscuros deseos inconscientes.

   Carlos Domínguez ha descrito así este «rapto»: «Esa talla velada casi en su totalidad y que sólo un grupo de escogidos tienen el privilegio de vestirla y desvestirla, es auténticamente raptada por un grupo más amplio de hijos, privilegiados también (los almonteños), para hacerle la fiesta procesional en un verdadero paroxismo de emociones. Durante la noche del domingo al lunes, estos hijos privilegiados de Almonte van ocupando las primeras posiciones en el templo mariano. Tras la verja que separa al pueblo de la imagen y de su altar, se celebra la eucaristía. Al final de ésta, a veces adelantándose a los últimos momentos, en una ceremonia ritual, los hombres de Almonte saltan la verja, con una rapidez y violencia increíbles, para hacerse con la imagen y sacarla a la calle en una pasión rociera indescriptible. Todo un rito de ruptura con el orden establecido, en el que el espacio acotado del templo es invadido y en el que la celebración de la misa podría simbolizar muy bien el rito opuesto del orden y de la institución. La Virgen del Rocío es arrebatada, ritualmente, a las autoridades (clero y hermandad) que durante el resto del año tienen el dominio y el control de la misma. Frente a la ley, suma expresión de lo paterno, la pasión desencadenada de los hijos que se hacen con la madre» (véase o. c.: 139-140).

(8) El proceso de este «parricidio» ha sido estudiado en sus lineas estructurales básicas, a través del análisis del desfile procesional de «nuestro Padre Jesús Nazareno» de Priego (Córdoba), por Carlos Domínguez, con particular agudeza (cfr. l. c.: 143-146).

   La ambivalencia frente a la imagen paterna origina una actitud de violencia; ésta genera un sentimiento de culpabilidad y una necesidad de reconciliación. La dramaturgia de la muerte de Jesús, de «nuestro Padre Jesús», sería una representación imaginaria y ritual del parricidio. En este majestuoso ritual aparecería, en un primer momento, la rebelión contra el padre a través de la negación de la autoridad y de la ley, máximos exponentes de lo paterno, usurpando la imagen de la custodia del clero y de la hermandad, que han regulado su custodia y culto. En un segundo momento, en la subida de la imagen al calvario, el padre es objeto de violencia y destrucción, para realizar, en el tercer momento ritual, la reconciliación con el Padre a través del gesto simbólico de la bendición.

(9) J. L. Aranguren, «Cambios culturales en la juventud con respecto a la religión», en Cambio social y religión en España, Madrid, Alianza, 1975: 173.


 Gazeta de Antropología