Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1984, 3, artículo 07 · http://hdl.handle.net/10481/13799
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Publicado: 1984-11
Para criticar la antropología occidental. 1: Etnocentrismo y nueva crítica de la razón
Criticizing Western Anthropology. 1: Ethnocentrism and the new critique of reason

Pedro Gómez García
Departamento deFilosofía. Universidad de Granada.


RESUMEN
He aquí una revisión crítica de la racionalidad y la filosofía predominantes en Occidente. Su pretendida universalidad aparece lastrada por un sociocentrismo que distorsiona la percepción y la acción con respecto a los otros. A nivel epistemológico no se logra el conocimiento objetivo del hombre de otra cultura. Y a nivel ético y político, fracasa el reconocimiento del hombre por el hombre.

ABSTRACT
A critical revision of the rationality and the philosophy dominant in the West is given. The West's sought-after universality appears ballasted by a socio-centrism that distorts perception of and action towards other cultures. On an epistemological level, objective knowledge of other human cultures is not achieved. And from an ethical and political perspective, the recognition of humans by humans fails.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
antropología crítica | etnocentrismo | antropología filosófica | racionalidad occidental | critical anthropology | ethnocentrism | philosophical anthropology | western rationality


La imagen occidental del hombre ha resultado -y aún puede serlo en mayor escala- una de las armas más mortíferas empleadas contra la humanidad. Al definirla desde la razón griega, se pusieron en marcha sucesivamente todos los imperios mediterráneos, con una lógica de destrucción de los pueblos más débiles, tildados de irracionales y bárbaros. Siempre fue razón de estado. Luego la bautizaron con el nombre cristiano, para perseguir a los paganos antiguos y convocar cruzadas contra los infieles musulmanes.

En los tiempos modernos, al redefinir la imagen occidental del hombre desde la «razón» cartesiana, se consagró la era del colonialismo, aniquilador de las culturas llamadas primero salvajes y luego nativas, y del capitalismo, explotador de las mayorías nacionales. Los imperios mundiales se enfrentan y se relevan unos a otros, pero, sobre todo, saquean implacablemente a los pueblos de la periferia del planeta, ahora etiquetados como subdesarrollados (teniéndose el desarrollo como exponente por antonomasia de la racionalidad).

No existe ninguna fisura entre la afirmación de Descartes («yo pienso», como certeza absoluta, equivalente a «la razón soy yo») y la del rey francés Luis XIV: «el estado soy yo». Como tampoco hay contradicción en el hecho de que los máximos logros tecnológicos de esa misma razón sean, hoy, haber articulado los medios para una conflagración capaz de destruir prácticamente todas las sociedades humanas que vivimos en la Tierra.

Según esta tradición, la imagen verdadera del hombre se identifica con la propia; es una imagen centrada en uno mismo, autocéntrica -vicio cognitivo común, si no fuera por su alcance y por su potencia de choque-. Ni siquiera se concibe posible otra vía de acceso al conocimiento de lo real. Poco importa que el origen teórico de este conocimiento sea la intelección o la sensación, que defendamos el llamado racionalismo o el empirismo. Ambas hipótesis apuntan a una racionalidad necesaria y universal, de algún modo constitutiva del yo, definidora de lo humano. Por ello mismo pudo Kant compaginarlas.

El propio Kant sostenía que la razón, constitutiva de la subjetividad, de la humanidad, no sólo tiene intereses especulativos, sino también intereses prácticos, no ya en el plano de los aprioris, sino en el terreno de la vida social e histórica. De ahí que, si los salvajes, nativos o subdesarrollados no razonan conforme a la necesidad universal de nuestra razón, sea legítimo considerarlos infrahumanos. Y en consecuencia, esté justificado imponerles los intereses prácticos de Occidente, negando los intereses de ellos, con la sarcástica pretensión de que, en definitiva, será por su propio bien (!). No es -quede claro- que Kant planteara esto en estos términos, en ningún momento; simplemente confundió la racionalidad europea con toda racionalidad posible. Al igual que Hegel pensó su concepción del Espíritu como universal, y no como la absolutización de la razón prevaleciente en la modernidad europea (1).

Pues bien, en esta clase de confusiones suele ser en la que nos movemos, todavía, respecto a nuestra imagen del hombre, al expresar nuestros puntos de vista ordinarios, pero igual cuando los políticos trazan sus programas y estrategias, e incluso en medio de los sabios discursos de científicos e intelectuales. Desde la vida privada a las relaciones internacionales, podemos sospechar con fundamento que nos (des)orientamos a través de una concepción del hombre fuertemente distorsionada, de una mirada aquejada de miopía y astigmatismo teóricos. No es de extrañar que cuanto más se habla de «racionalizar» esto o lo otro, tanto más se arbitren medios para someter a los demás, haciendo prevalecer los intereses prácticos de la propia razón particular del arrogante racionalizador.

Si conviniéramos en que lo racional es aquello que está estructurado según un orden interno susceptible de analizarse, habremos de aceptar que todo es racional, que en todo hay racionalidad. Pero también que con el orden convive el desorden, y que hay distintas racionalidades, así como diversos usos de la razón (de esa razón universal, patrimonio de la especie, cuya lógica articula y organiza cualquier racionalidad concreta). En este caso, aducir que un hombre es racional, y otro no, entraña un juicio de valor, que suele hacerse desde la referencia a la racionalidad del que juzga, cuando mejor debería hacerse desde el grado de coherencia del que es juzgado con respecto a sus propios esquemas. A no ser que nos propusiéramos ir más allá de ambos paradigmas particulares -lo que suscita otros problemas, que abordaré más adelante-, en busca de algunos criterios de validez reconocible por la universal humanidad concreta.

Toda imagen del hombre crípticamente absolutizada, y cualquiera tiende en principio a ello, se siente con derecho al dominio sobre los otros hombres (menos humanos), sobre todo si cuenta con los medios para lograrlo. Aunque no se trata de una esencia humana -a veces lo formulan así-, no cabe duda de que las imágenes del hombre subyacen en la práctica cotidiana y en la política, la inspiran, guían las relaciones interpersonales, sociopolíticas y pedagógicas. Todo proceso social incuba un proyecto de humanidad, explícito o no. Hay siempre imágenes-proyecto que configuran internamente la práctica en unas condiciones materiales dadas. Por eso, es un asunto de suma importancia. Y porque la propia imagen se convierte en el patrón de medir al otro: aquí surge la distorsión y puede temerse la destrucción.

Cuando nos referimos al extranjero, al forastero, o al vecino, o al hombre en general, difícilmente no estaremos distorsionando nuestra percepción de él, pues vivimos localmente enclavados (en un lugar no sólo geográfico, sino cultural y cognitivo). Nuestro enclave asume un privilegio de centralidad en esa percepción: se produce una valoración según la sensibilidad que nos es connatural, una proyección de las propias experiencias y conflictos, etc. Ahí radican las fuentes de la distorsión. No podemos saltarnos a la torera nuestra posición en la historia, sobre todo como contexto sociocultural, lo que incluye especialmente las prácticas reales con las que se halla vinculado nuestro discurso acerca del otro; ni la posición epistemológica, centrada en los esquemas de conocer de la propia tradición e idiosincrasia.

Las fuentes de distorsión brotan de la subjetividad o de la intersubjetividad, y pueden llevar los nombres de: egocentrismo, sociocentrismo, etnocentrismo, antropocentrismo. Su característica común es el centrismo clausurado en sí (2).

La actitud egocéntrica alude a la del individuo marcado por ese narcisismo inconsciente que presume la propia visión y criterio como la más obvia, normal, natural, razonable y justa. La actitud sociocéntrica puede referirse, con idéntica presunción, a distintos sectores o conglomerados sociales. Al sociocentrismo cultural es al que se llama etnocentrismo: esto es, el referido a un grupo humano en cuanto definido por su cultura, o bien a un área macrocultural (por ejemplo, Europa, o el Islam). Finalmente, el antropocentrismo quiere denotar la postura autoprivilegiada, frente a la naturaleza y las otras especies vivas, de la humanidad, que legitima toda profanación del orden ecológico.

Si estas centraciones preconceptuales aquejan a todos, no escapa a ellas el pensamiento occidental, ni la antropología filosófica, ni siquiera gran parte de la antropología científica. Habrá que indagar su correlación histórica con la explotación del tercer mundo y de las clases populares, con el enfrentamiento mundial entre bloques y con la degradación del planeta: resultados incontestables de una misma racionalidad, obcecada en el monólogo de su propio subjetivismo.

Dada la importancia de la imagen del hombre, y de la razón que lo esclarece, no sólo como expresión de las prácticas sociohistóricas, sino como catalizador y guía de esas prácticas, se hace urgente un cuestionamiento de nuestros hábitos de civilización, por otra parte en crisis. Urge insistir en una antropología crítica, que combata a fondo las parciales y caricaturescas imágenes del hombre (de su subjetividad y su razón), que descerraje las falsas clausuras de la «humanidad» y abra paso a la construcción teórica y práctica de un nuevo hombre, a la vez pluricultural y planetario, ese hombre aún desconocido.
 

Sociocentrismo cultural de la razón occidental

La especie humana es una. Pero los grupos socioculturales son muy numerosos. Una etnia la constituye una población humana caracterizada fundamentalmente por su tradición cultural. Las diferencias, que estriban sobre todo en la cultura, oponen a la especie consigo misma, de modo que cada núcleo deja de reconocerse en los otros, los desconoce, los desprecia y hasta los asesina. Frecuentemente, con buena conciencia: El otro no es plenamente hombre, puesto que «lo humano» se ha vaciado de antemano en los moldes de la propia cultura. Se deduce que si yo soy verdaderamente hombre, ¿qué puede ser ese otro, sino inferior, infrahumano? Así, el derechista, que se considera a sí mismo patriota, es incapaz de ver al comunista más que como traidor a la patria.

Semejante actitud se halla extendida por todo el mundo: En diverso grado, cabe decir que todas las sociedades son etnocéntricas. No es exclusiva de los civilizados llamar bárbaros a los demás. En tribus y bandas, es también típico el uso de calificativos equiparables, para rehusar al otro el mismo grado de humanidad que uno posee. Lo que hace decir a Claude Lévi-Strauss que «el bárbaro es primeramente el hombre que cree en la barbarie» (3). Aunque, sin duda, nadie como el civilizado occidental ha llegado tan lejos en ese rasgo de barbarie, elaborando sistemáticamente toda una ideológica nomenclatura de epítetos descalificadores. Nos lo indica con clarividencia Ivan Illich: El bárbaro de la antigüedad se trasmuta en el pagano, como no cristiano que hay que bautizar; en la edad media, aparece el infiel musulmán; hasta que los colonizadores de la modernidad inventan al salvaje; para integrarlo mejor en la administración colonial, lo transforman en nativo; y finalmente, en subdesarrollado, dentro del marco económico impuesto tras la descolonización (4). Siempre, una imagen del extranjero como hombre deficitario, que necesita ser «ayudado» por Occidente.

Tal actitud obstaculiza las relaciones interculturales, planteando un doble problema. A nivel epistemológico, el conocimiento objetivo del otro hombre. A nivel ético y político, el reconocimiento del hombre por el hombre.
 

Distorsión del conocimiento

Aquí está el origen del problema, en la falta de verdad, de objetividad, que suele padecer la mirada etnocéntrica sobre el otro. Quien conoce es necesariamente un sujeto. Para buscar la objetividad, tendrá que preguntarse si existen fuentes de distorsión en la propia subjetividad: por ejemplo, implícitas valoraciones, proyecciones o centraciones. Tendrá que detectarlas y tratar de desprenderse de ellas, así como de los estados afectivos concomitantes.

La purificación del proceso cognitivo, es decir, la busca de objetividad, exige que uno trascienda la propia subjetividad individual, egocéntrica, con su rémora de deseos, filias, fobias y angustias personales. Pero no basta. Porque también estamos condicionados por las ideologías subyacentes a nuestro sistema social, a pesar de que individualmente no seamos conscientes de ello. Formamos parte de una subjetividad colectiva, etnocéntrica, y estamos impregnados de una afectividad social, sensibilizada a valores, necesidades, intereses, objetivos. Por eso, es también menester eliminar las desfiguraciones provenientes del sujeto colectivo.

De una manera general, Roy Preiswerk y Dominique Perrot (5) denominan sociocentrismo a ese enfoque deformante, inherente a la propia subjetividad social, al grupo con el que se identifica uno. El sociocentrismo lleva consigo una referencia favorable al propio grupo (endogrupo) a la par que una referencia hostil a los grupos exteriores (exogrupos), tomando como criterio los esquemas peculiares del endogrupo.

El etnocentrismo no constituye más que una de las formas posibles de sociocentrismo: el «centrismo» cultural. Ya en 1906, William G. Summer definía el etnocentrismo como «una visión de las cosas según la cual el propio grupo es el centro de todo, y todos los otros se miden por referencia a él... Cada grupo alimenta su propio orgullo y su vanidad, proclama su superioridad, exalta a sus propias divinidades y mira con desprecio a los profanos» (6). La diferencia cultural marcada por el rasgo distintivo centro/periferia, o dentro/fuera, va investida con la valoración superior/inferior, respectivamente. Un concepto equivalente nos lo aporta el mencionado Roy Preiswerk: «En una primera aproximación, el etnocentrismo se define como la actitud de un grupo, que consiste en atribuirse un puesto central con respecto a los otros grupos, en valorar positivamente sus propias realizaciones y particularismos, lo que lleva a un comportamiento proyectivo frente a los exogrupos, que son interpretados a través del modo de pensar del endogrupo» (7). Los esquemas y la idiosincrasia sociocultural del sujeto se convierten sin más en el canon, en el metro para medir a toda otra sociedad: ocupan el puesto de la razón universal; lo usurpan.

Como las culturas se suelen escalonar y englobar en ámbitos de extensión creciente, desde microetnias a macroetnias, el etnocentrismo puede manifestarse igualmente en diferentes niveles (8). Encontramos un microetnocentrismo a escala de tribu, de pueblo, o de minoría étnica (gallegos, andaluces, gitanos, vascos, etc.); un mesoetnocentrismo, a nivel de área cultural más amplia (hispana, eslava, germánica); y un macroetnocentrismo, en la extensión más vasta de una tradición histórica (Occidente, China, el Islam, Amerindia, África Negra). Por otra parte, el prejuicio etnocéntrico puede expresarse en mayor o menor grado: sea de forma directa y declarada, como el tachar al otro de «salvaje»; sea de forma implícita, por ejemplo, al hablar de países «en vías de desarrollo», en lo que subyace una valoración superior de un modelo socioeconómico exterior, todavía no alcanzado; o bien de forma indirecta, cuando la valoración elogiosa dirigida al grupo ajeno se hace tan sólo en cuanto se asemeja al propio grupo (porque reconocemos en el otro, en su arte, en su organización, etc., rasgos coincidentes con los nuestros).

Un aspecto más del etnocentrismo radica en el hecho de que, en determinados contextos, es susceptible de adoptar una forma invertida (9). En su presentación normal, hay -como he dicho- una referencia positiva al endogrupo, una autoglorificación, que se corresponde con una referencia negativa al exogrupo. Pues bien, a veces prevalece una versión excepcional, en la cual la referencia al endogrupo es desfavorable, de autodenigración, correlacionada con una referencia al exogrupo en términos de valoración positiva. En ambas permanece idéntica estructura, aunque cambian los signos: es el caso del colonizado que interioriza en su conciencia el punto de vista del dominador. Tampoco es menor aquí la distorsión cognitiva.

Esta deformación etnocentrista no se reduce a ser un vicio de la opinión vulgar e irreflexiva, sino que -como he señalado ya- se infiltra hasta el pensamiento intelectual y científico. Serían interesantes análisis críticos en este sentido. Como botón de muestra, voy a mencionar aquí el conocido caso de la imagen del andaluz que proyecta José Ortega Gasset, en su Teoría de Andalucía (10). La distorsión se agrava no tanto por el tópico cuanto por el empeño de consagrarlo teóricamente, elevándolo nada menos que a categoría antropológica. En efecto, en ese escrito, el filósofo atribuye el atraso andaluz no a causas económicas o políticas, sino a la idiosincrasia del pueblo, a la estructura misma de su cultura: Sin parar mientes en la «quincalla meridional» (cante jondo y presunta alegría) que el andaluz muestra como farsa a los turistas, lo profundo de Andalucía reside en ese «darse como espectáculo» que nos «revela un sorprendente narcisismo colectivo» que llega incluso a «hacer amanerado al andaluz», ese pueblo, por ventura el más viejo del Mediterráneo, comparable al vetusto pueblo chino, y que es «de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya» (11). Un rasgo esencial de la cultura andaluza es el de «amputar todo lo heroico de la vida» -continúa Ortega-. Se trata de una cultura campesina, de cortijeros, que «de la agricultura hace principio e inspiración para el cultivo del hombre». Por ello, el pueblo andaluz desdeña la guerra, cede a los violentos: Su ideal es pacífico, propiamente «vegetativo». Y Ortega coloca este epígrafe: «El ideal vegetativo». Y explica que es esa sutil ley del mínimo esfuerzo la que guía la cultura andaluza. Ahí está la forma andaluza de existencia colectiva: la «holgazanería», que es acuñada como categoría antropológica fundamental, con que Ortega presume dar con la clave del hombre andaluz. Al pie de la letra: «El andaluz lleva unos cuatro mil años de holgazanería, y no le va mal». Esta holgazanería «ha hecho posible la deleitable y perenne vida andaluza. La famosa holgazanería del andaluz es precisamente la fórmula de su cultura» (12). Andalucía «vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia». Todo el que desee comprender bien a Andalucía necesita meditar -aconseja Ortega- que la pereza «antes que vicio y defecto, es nada menos que su ideal de existencia». No es cualquier nimiedad: «la pereza como ideal y como estilo de cultura». Por supuesto, esta pereza no excluye por completo el trabajo, pero lo inspira y le da su aire. En definitiva: «El pueblo andaluz posee una vitalidad mínima, la que buenamente le llega del aire soleado y de la tierra fecunda. Reduce al mínimo la reacción sobre el medio porque no ambiciona más y vive sumergido en la atmósfera deliciosa como un vegetal» (13). Para tan conspicuo filósofo, este rincón del planeta es como la última reserva del Edén, donde el andaluz, «vegetal paradisíaco», deja pasar, aspirando a no hacer nada, una vida en tono menor, arraigado míticamente en su tierra... Ideal que les parece, a gentes más del norte, «demasiado sencillo, primitivo, vegetativo y pobre». Ortega dixit.

A la vista de unas tesis tan rotundas como éstas orteguianas, resulta poco menos que incomprensible -cabe redargüir- que tamaña holgazanería haya sido pieza importante para la industrialización de Cataluña y del País Vasco, y que alrededor de dos millones de andaluces hayan sido empujados afuera, durante los años sesenta y setenta, como mano de obra eficiente para el desarrollo europeo. La brillantez literaria no disculpa la tergiversación histórica ni el escamoteo de las verdaderas causas de una indolencia que no explica nada sino que debe ser explicada por el expolio, el paro y el hambre endémicos. El éxito de una antropología andaluza de tal porte queda asegurado, sin duda, por los responsables, a quienes viene como anillo al dedo a la hora de apaciguar su mala conciencia.

Los efectos de la actitud etnocéntrica se revelan, pues, en la distorsión del conocimiento; la imagen del otro se desfigura, convertida en fantasma de la propia preconcepción, a menudo inconsciente, que baraja datos observables recomponiéndolos subjetivamente; la realidad del otro casi se reduce a marioneta con la que se representa el ventriloquio de los propios miedos y anhelos.

Cabría añadir que una estructura de pensamiento y comportamiento similar a la que aparece en el etnocentrismo es la que reencontramos -sin que deban confundirse- en otras ideologías, tales como el nacionalismo (sociocentrismo de nación), en el clasismo (sociocentrismo de clase social), y en el racismo (sociocentrismo de «raza»). Entre ellas puede comprobarse un isomorfismo fundamental: el grupo exterior, diferente, sólo es visto desde la propia lente, de donde se sigue el conocimiento falseado y la maledicencia, la discriminación y a veces la segregación física, culminando en último extremo en la persecución y aun en el exterminio.

Por eso, no le falta razón a la sentencia que afirma que el etnocentrismo conduce al etnocidio y desemboca, no rara vez, en genocidio.
 

Extorsión del reconocimiento

No se sabe qué sería antes, pero el hecho probado es que la distorsión teórica lleva a la extorsión práctica del otro hombre. Y a la inversa. Extorsión y distorsión se fecundan recíprocamente, engendrando una ética y una política negadora de la humanidad. Quien no conoce verdaderamente al otro, imposible que lo reconozca. Y quien no reconoce el derecho del otro a ser diferente, tampoco conoce de él más que los resortes para borrar la diferencia, para dominarlo, para destruir su identidad.

El discurso etnocéntrico ha sido siempre el discurso encubridor o legitimador de la guerra del hombre contra el hombre, desde los conflictos intertribales hasta las conflagraciones internacionales de nuestro siglo, pasando especialmente pos esos quinientos años de salvaje colonización de la civilización occidental sobre miles de culturas extraoccidentales. Por otra parte, el colonialismo interno, que supone la escisión social en clases, la marginación de regiones subdesarrolladas del mismo estado y la discriminación de la mujer, o de minorías étnicas, constituyen otras tantas comprobaciones. Todos los caminos sociocéntricos conducen a la destrucción de la comunidad humana posible, una vez que existen interacciones. La especie no se reconoce a sí misma: una fracción odia y mata a otra como enemiga. No reconoce a los demás como congéneres, y antes que nada como seres vivos (14); sobrevalora la disparidad sociocultural por encima de todo, hasta el punto de olvidar, de rechazo, la propia identidad de viviente.

No es de extrañar, en tales coordenadas, que la postura etnocéntrica halle su réplica, como última impostura, en el antropocentrismo del hombre frente a la naturaleza, que lo aboca a la profanación de los elementos y a la destrucción también de ritmos y ciclos de los ecosistemas naturales. Una lógica demencial parece compeler a las etnias más poderosas de la tierra a socavar los cimientos que nos sustentan en la biosfera, perpetrando, más allá aun del etnocidio y el genocidio, un monstruosamente colosal ecocidio planetario.

Sin ofrecer recetas inexistentes, el antídoto indicado para la distorsión del conocimiento habrá de incluir el conocimiento de la distorsión; y para la extorsión del reconocimiento, el reconocimiento de la extorsión que de hecho existe.



Notas

1. Para una revisión crítica del paradigma antropológico dominante en la filosofía europea, desde la Ilustración hasta el siglo XX, incluyendo sugerentes intentos de superación puede consultarse mi capítulo «La antropología filosófica como antropología negativa», en Jesús Muga y Manuel Cabada (coord.), Antropología filosófica: planteamientos. Madrid, Luna, 1984: 193-208. Constituye un preámbulo algo más amplio a la problemática de este artículo.

2. Cfr. Roy Preiswerk y Dominique Perrot, Ethnocentrisme et histoire. Paris, Anthropos, 1975.

3. Claude Lévi-Strauss, Anthropologie structurale deux. Paris, Plon, 1973: 384.

4. Ivan Illich, «Alternativa al desarrollo», El viejo Topo, nº 44, mayo 1980: 8.

5. Cfr. Roy Preiswerk, op. cit.

6. William G. Summer, Folkways. New York, Ginn, 1953: 18.

7. Roy Preiswerk, op. cit.: 49.

8. Ibídem: 50-51.

9. Ibídem, consúltese el esquema que trazan los autores, en la pág. 59.

10. José Ortega Gasset, «Teoría de Andalucía» [1927], en Obras completas, tomo VI. Madrid, Revista de Occidente, 1952: 111 y ss.

11. Ibídem: 113.

12. Ibídem: 116.

13. Ibídem: 118.

14. Cfr. Claude Lévi-Strauss, Le regard éloigné. Paris, Plon, 1983: 45-48 y 374-375.


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