Gazeta de Antropología
Gazeta de Antropología, 1984, 3, artículo 03 · http://hdl.handle.net/10481/13794
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Publicado: 1984-11
Los organizadores de fiestas. Análisis de las fiestas de Granada (3)
The organizers of fiestas. Analysis of the festivities of Granada (3)

Demetrio E. Brisset Martín
Antropólogo. Granada.


RESUMEN
Este nuevo capítulo de la serie de artículos que tienen el propósito de analizar las fiestas de Granada se detiene en los diversos tipos de organizadores de fiestas populares, siempre personajes clave en el desarrollo de la celebración.

ABSTRACT
This new chapter in a series of articles analyzing the fiestas of Granada discusses the many kinds of fiesta organizers, always key characters in the development of the celebration.

PALABRAS CLAVE | KEYWORDS
fiestas | Granada | religión popular | organizadores de fiestas | folk religion | organizers of celebration


Antes de proseguir con el estudio concreto de las fiestas granadinas, creo necesario situarlas dentro de un contexto más amplio, ya que las normas que las han regulado corresponden a directrices macrorregionales. Como parte que son de las fiestas ibéricas, se debe incluir su evolución dentro del marco peninsular.

Toda fiesta, como expresión comunitaria que es, exige un planteamiento organizativo mínimo. Varias personas han de ponerse de acuerdo para cubrir las necesidades festivas y encargarse de los contactos y acciones precisas. En este artículo se prescindirá de las fiestas privadas para enfocar las fiestas públicas o abiertas.

Para hablar con propiedad de los organizadores, vemos que el vigente Diccionario de la lengua española define como tal: «Que organiza o tiene especial aptitud para organizar», siendo así que se ha dado en nombrar organizar al acto de: «Establecer o reformar una cosa, sujetando a reglas el número, orden, armonía y dependencia de las partes que la componen o han de componerla».

Han aparecido conceptos claves como «sujetar a reglas» y «orden», que nos imponen una visión restrictiva e ideológicamente partidista de la función social estudiada. No es casual que se enfatice el aspecto regulador sobre el meramente práctico de «distribuirse las acciones necesarias para el buen funcionamiento de un proyecto colectivo», ya que a nivel histórico han primado los «ordenadores», hasta el punto de impedir las expansiones festivas que no se sometieran a sus normas. Habrá, pues, que comenzar por el análisis de los «ordenamientos festivos» en la Península Ibérica, para situar el estrecho margen de acción tolerado a las actitudes festivas.

De los colonizadores romanos provendrá la primera referencia que conozco respecto al «orden festivo». En tiempos de Julio César, se promulga la Lex Coloníae Genetivae Juliae, que aplicará el derecho de los conquistadores en Hispania. En ella se especifica que los duumviros puedan gastar hasta 3.000 sextercios en dar «fiestas y juegos escénicos en honor de Júpiter, Juno, Minerva, los dioses y las diosas, por espacio de cuatro días» cada una. Por su parte, los ediles deben dar tres días de «fiestas y juegos escénicos a Júpiter, Juno, Minerva, a Venus otro día en el circo o foro... y si sobrara dinero, que se consuma en el templo a cuyo dios o diosa se ha ofrendado» (1).

Más explícito será el III concilio de Toledo (año 589), cuando los obispos y nobles hispanorromano-visigodos imponen de nuevo el catolicismo como religión oficial. En el canon XXIII, bajo el título Que se prohíban los bailes en las fiestas natalicias de los santos, se acuerda: «Debe extirparse radicalmente la costumbre irreligiosa que suele practicar el pueblo en las fiestas de los santos, de modo que las gentes que deben acudir a los oficios divinos se entregan a danzas y canciones indecorosas. Con lo cual no sólo se dañan a sí mismos, sino que estorban a la celebración de los oficios religiosos. Que esta costumbre se vea desterrada de toda España, lo encomienda muy de veras el concilio, al cuidado de los obispos y de los jueces» (2).

En este concilio se elaboró el marco de referencia que habría de regir la vida social, y por ello es tan importante la condena sin paliativos a los cantos y danzas «indecorosos» en las fiestas. Por aquel entonces, la mayoría de los hispánicos no debían ser cristianos, y ya se lanzaba en gran escala la ofensiva antilúdica. Sólo se permitirían las ceremonias decorosas en los días de fiesta, que para san Isidoro son los «establecidos para los oficios santos de la Iglesia» (3). Por tanto, desde finales del siglo VI, se intenta equiparar fiesta con fiesta religiosa decorosa, y la lucha de los «ordenadores» contra el pueblo pagano y obsceno emprendería una dinámica sin piedad: sólo se permitiría lo que a los gobernantes pareciera bien, sin respetar derechos de tradición ni voluntades mayoritarias.

Sólo de pasada mencionaré un aspecto que considero crucial. La fiesta pública puede ser al aire libre o en espacio cerrado. La primitiva función de los templos debió ser de locales para celebraciones festivas, la primera función colectiva desarrollable en una pequeña comunidad: banquetes, danzas y juegos. Al apropiarse del uso y control de la «casa de la fiesta», la casta sacerdotal se arrogó un poder inmenso sobre la vida cotidiana de la comunidad. No sólo hablaban con los dioses, sino que también custodiaban el local público. No es de extrañar que los inconformes se vieran obligados a acudir de nuevo a las cuevas amplias para sus fiestas clandestinas o aquelarres, y que proliferasen los otros únicos locales con cierta capacidad festiva pública: las tabernas, que ya se regulan en el código de Hammurabi.

El desarrollo social y cultural de los siglos XI-XII aportaría, entre otras novedades, la irrupción de las cofradías o hermandades, a menudo relacionadas con los gremios. Junto a los socorros materiales y espirituales, se dedican a sufragar y organizar las fiestas en su vertiente civil. Mientras que en Arras (condado de Flandes), la burguesía rica y el patriciado se agrupan en torno a una cofradía literaria, el puy, que promueve la poesía, el teatro, concursos y fiestas (4), en la Iberia recristianizada serán las interclasistas cofradías de ánimas las que se encarguen de organizar las fiestas invernales o carnavalescas, además de las obligatorias asistencias a misas y procesiones en las festividades litúrgicas, y el correspondiente pago a predicadores y oficiantes (5).

Respecto a los nobles hispanos, en el siglo XI se funda la congregación nombrada Orden de la Caballería de Santiago, entre cuyas constituciones se pueden destacar:

«Y por más ejercicio y honra de las dos festividades del glorioso apóstol Santiago, nuestro patrón, ordenamos que estos dos días en cada un año hagan los caballeros de la orden fiestas y ejercicios militares, variando unas veces de una manera y otras veces de otra, como se lo fuésemos ordenando» (6). «Han de dar del comer tres veces al año a los pobres de su encomienda, por las octavas de Navidad, Resurrección y Santa María de agosto, por las ánimas de los fieles difuntos» (7).

Tal como correspondía a monjes-soldados, sus fiestas se orientaban hacia la práctica bélica, y a los siervos de sus vastos territorios no les quedaría otro remedio que contemplarlos y, en los tres grandes festejos anuales, acudir al banquete gratuito. Conocida la influencia política de la orden de Santiago, más poderosa que muchos monarcas, y modelo de las otras órdenes militares, su interpretación de cómo habían de ser las fiestas no cabe duda que debió marcarlas durante toda la reconquista.

Con el fortalecimiento de la monarquía castellano-leonesa, Alfonso X se vuelca en la regulación legal de la vida social, plasmando en Las siete partidas el ordenamiento que se extendería al resto de los reinos peninsulares, aplicado apenas sin cambios hasta la imposición francesa del código napoleónico. Ya en la Partida I se define: «Fiesta se llama el día honrado en que los cristianos deben oír las horas, y hacer decir cosas en alabanza y servicio de Dios, y en honor del santo en cuyo nombre se celebra» (8). Luego se clasifican en tres grupos: las que manda guardar la santa Iglesia a honra de Dios y de los santos; las que mandan guardar los emperadores y reyes por su propio honor, como los días de sus nacimientos, o de sus hijos sucesores, o de las grandes victorias contra los enemigos de la fe; finalmente, las ferias «establecidas a beneficio común de los hombres, cuales son los días en que cogen sus frutos». Tiene importancia la equiparación festiva de las solemnidades litúrgicas con las monárquicas, doble tronco sobre el que se asienta el gobierno. Respecto a los otros humanos, magnánimamente se les otorga licencia para que se diviertan en las ferias y mercados donde intentan vender sus cosechas. Siempre que abonen los correspondientes diezmos y alcabalas, claro está. En estas ferias medievales resurgiría la tradición juglaresca y teatral, a la que tan aficionados hemos sido siempre.

Alfonso el Sabio no se limitó a clasificar las fiestas, sino que también organizó lo que se podía celebrar dentro de los templos, al permitir en las grandes ciudades devotas representaciones litúrgicas (nacimiento y resurrección de Jesucristo especialmente), y prohibir taxativamente «los juegos de escarnio» (9). Estos juegos, que debían ser burlescos y lascivos, han sido la «bestia negra» de los probos ordenadores a lo largo de toda nuestra cruenta historia. El hecho de que a pesar de las incesantes persecuciones a las que fueron sometidos no pudieran ser suprimidos, hasta que en nuestra época sus restos localizados en los «juegos de vendimia o de cortijo» entregaran la herencia a los grupos de teatro independiente y aficionado, demuestra lo fuertemente anclados en el inconsciente colectivo que han estado y están. La burla a las autoridades y divinidades; la reivindicación del placer sensual; he ahí la expresión cultural de los deseos de gran parte de los humanos, perseguida y ahogada hasta el punto que apenas surja públicamente. Pero no se ha conseguido destruir.

Tras la digresión de los denostados «juegos de escarnio», puede ser útil comparar las leyes alfonsíes con otro ordenamiento sólo unas décadas posterior: el código de Yusuf I, rey nazarí de Granada. Así podremos contar con las normas imperantes en la cultura andalusí, heredera de las más antiguas sociedades asentadas en la Península Ibérica.

Hacia 1350, emprende Yusuf I la tarea de regular la vida del reino nazarí. Para uniformar el culto dicta una serie de Ordenanzas, entre las cuales:

«Las fiestas para celebrar las pascuas de ruptura del ayuno y de las víctimas han sido causa de alborotos y escándalos, y en ellas las loables alegrías de nuestros mayores han degenerado en locuras mundanas. Cuadrillas de hombres y mujeres circulan por las calles arrojándose aguas de olor, y persiguiéndose con tiros de naranjas, limones dulces y manojos de flores, mientras tropas de bailarines y juglares turban el reposo de la gente piadosa con zambras de guitarras y dulzainas, de canciones y gritos: Se prohíben tales excesos» (10).

A pesar de la mayor tolerancia en las costumbres adoptadas por los monarcas musulmanes hispánicos, esta prohibición de la alegría pública parece calcada de la adustez y tristeza cristiana. Yusuf I en su afán moralizador llega aún más lejos, al proponer el modo en que sus súbditos debían divertirse: «En los días festivos todo creyente usará sus mejores vestidos ... tratará con hombres sabios y prudentes o conversará con amigos sobre leyendas apacibles y virtuosas» (ibídem). El programa no parece ser demasiado apetitoso, y su aplicación exigiría la alta tecnología del Gran Hermano que a punto estamos de alcanzar seiscientos y pico años después. Nos parece realista estimar que sus buenas intenciones se quedaron en el papel de las Ordenanzas, y que los granadinos siguieron bailando y bebiendo.

Con el siglo XV, último peldaño en la recristianización forzosa, el reino de Castilla se permite el abandono temporal de la dedicación exclusiva a la lucha, y destacarán dos condestables o jefes supremos del ejército real por su imaginación festiva. El primero, don Álvaro de Luna, también maestre de la orden de Santiago, «fue muy inventivo y muy dado a hallar invenciones, y sacar entremeses en fiestas, o en justas, o en guerra» (11).

El segundo es su sucesor, don Miguel Lucas de Iranzo, quien convierte su corte de Jaén en emporio festivo, gracias a los copiosos botines que sus correrías por la frontera le aportan. No deja de ser extraño que ambos tuviesen mal fin: don Álvaro es condenado y degollado en la plaza mayor de Valladolid, mientras que don Miguel será asesinado mientras oraba en la catedral de Jaén. Los nobles compiten por entonces en el boato y esplendor de sus cortes palaciegas, y pronto llegarán a contratar dramaturgos u organizadores profesionales de fiestas, como hará el duque de Alba con Juan del Enzina.

Quizá no exista otro siglo con mayor influjo en la evolución festiva que el siglo XVI. A nivel europeo, Flandes sigue siendo uno de los polos de diversiones públicas. Proliferan las Cámaras de retórica, formadas por aficionados a la poesía y la declamación, que colaboran en la organización de las fiestas. Al nacer el emperador Carlos, Gante cuenta con cinco de tales cofradías literarias (12). El mismo Brueghel el Viejo participó en la de Amberes, interviniendo en los desfiles cívicos locales con el diseño de carros y personajes alegóricos. Al llegar a España el césar Carlos con su corte flamenca y borgoñona, no sería raro que favorecieran iniciativas similares, especialmente para el ornato de la gran festividad callejera del Corpus Christi.

Las cofradías se multiplican por entonces, y los burgueses exigen mayores parcelas de poder. La madre Iglesia, tras la pérdida reformista de parte de sus dominios, se pone en guardia. En el concilio de Trento se dictamina que los obispos deben visitar a menudo las cofradías, para controlar sus cuentas y actividades. Al aplicarse las orientaciones tridentinas en los distintos concilios provinciales, se concretan las prohibiciones. La nómina resulta demasiado abundante, por lo que me limitaré a mencionar una disposición del concilio de Valencia, reunido a los tres años de la clausura de Trento:

«En qué lugares y tiempos se prohíben las danzas con música: Hay algunos que juzgan falsamente que se da culto a los santos bailando y danzando enfrente de los altares. Se prohíbe, bajo pena de excomunión, que en las calles o plazas se lleven las danzas ante ellos ni tampoco en las casas de cofradías en las que hay capillas y altares. Veda también del todo los bailes nocturnos en las casas de cofradías, ya por no convenir al culto de las festividades, ya porque de esto se derivan muchos males» (13).

Aunque algunas cofradías mantuvieran abiertas casas para sus reuniones, el largo brazo episcopal intervenía en su funcionamiento, prohibiendo los bailes nocturnos, al igual que en otros concilios se prohibían las velas nocturnas en ermitas y santuarios. El atávico miedo de los ordenadores ante las efusiones noctámbulas no explicita «los males» que se pretenden atajar, aunque es harto probable que se relacionen con la sensualidad y el erotismo.

Otras dos intervenciones cruciales para encarrilar o sujetar a normas las fiestas aparecerán en ese mismo Siglo de Oro a cargo de S. M. Felipe II y de la Compañía de Jesús. En lo que respecta al prudente autócrata, que gozó de más poder que nadie tuviera antes o después en Iberia, sus aficiones predilectas fueron la comedia y las escaramuzas de moros y cristianos. Bastó su apoyo para que ambas diversiones se extendieran a lo largo y ancho del imperio. Y durasen hasta nuestros días, pues puedo atestiguar la celebración de «relaciones» o comedias rurales de moros y cristianos, con la inevitable conquista del castillo, prácticamente iguales a las de su tiempo. Tan sólo los parlamentos, transmitidos oralmente, han variado en la forma, que no en el fondo.

En cuanto a los jesuitas, su marca sobre nuestras festividades públicas tampoco se ha borrado. Muy pronto se apercibieron de que la generalizada afición teatral podía ser manipulada al transformar los teatros en púlpitos, y convertir las comedias en sermones disfrazados:

«Y por eso es menester

con lo sabroso envolver

lo que amarga

porque no nos sea carga

lo que nos cumple saber»,

escribirá en el prólogo de una comedia el P. Acevedo, hacia 1560 (14). No serán sólo sus discípulos, Lope de Vega y Calderón, quienes descuellen por su producción dramatúrgica, sino que un buen número de miembros de la Compañía compusieron obras, tanto para ser representadas en sus iglesias y colegios como en las calles y plazas. A partir de la beatificación de su fundador, en 1610, alcanzada la función de «consejeros de los gobernantes» y con sus centros rebosantes de bienes, se lanzan a organizar festividades públicas, con fastuosas mascaradas mitológicas y resonantes batallas entre el castillo de los cristianos y el de los herejes, con danzas y soldadescas. Su asumida política de sincretismo cultural les llevó a aprovechar cualquier medio espectacular con tal de atraer al público a sus iglesias.

La fiesta barroca, propugnando un arte efímero y circunstancial, «teatralizó a la política y convirtió un rito como la entrada de un príncipe en una pantomima popular y en una representación alegórica», dirá Octavio Paz, para interrogarse luego por los motivos de la persistencia de la fiesta pública en la cultura hispánica: «Se trata sin duda de un rasgo premoderno, uno más, ligado a la relativa debilidad de nuestras burguesías: tenemos fiestas por la misma razón que no tuvimos Ilustración» (15). Si bien esta afirmación se corresponde con la casi extinción de las fiestas populares en las culturas de la Europa occidental, puede ser que exista otro factor: la tendencia hispánica, de carácter surrealista o libertario, a la «locura festiva». Y en lo que dice de la falta de Ilustración, terminaré el recorrido histórico de los ordenadores de fiestas, que apenas han de variar en esencia desde el siglo XVII, con un Edicto arzobispal de 1778, donde se prohíbe, bajo pena de excomunión mayor, entre otras actividades:

«- Que se vistan los hombres de mujeres y las mujeres de hombres.

- Todos los bailes públicos de noche, pues deberán cesar al toque de oraciones.

- Los bailes secretos y públicos. (... )

Y mandamos que celen y estorben tan enormes y detestables abusos todos nuestros vicarios, beneficiarios y eclesiásticos; y exhortamos, y rogamos en el Señor a todos los alcaldes y justicias, que velen, estorben e impidan semejantes desórdenes, castigando a los contraventores conforme a las leyes y cédulas de S. M., señaladamente la despachada en San Lorenzo, el 19 del XI de 1771, prestando el brazo y auxilio» (16).

En efecto, cualquier parecido con la era de la Ilustración es pura quimera.
 

Los otros organizadores

Se ha visto el entusiasmo digno de mejor causa con el que monarcas y jerarquías eclesiásticas ordenaban las fiestas. Sus instrucciones eran aplicadas por los cabildos o ayuntamientos, mediante licencias y ordenanzas municipales, y el nombramiento de comisarios o mayordomos encargados de hacerlas cumplir. A veces las posturas divergían, y en cabildos con mayor preocupación por el interés comunitario se adoptaban con flexibilidad las normas emanadas del poder, lo que fue motivo de bastantes enfrentamientos con quienes exigían su estricto acatamiento. Esta oposición se agu dizó al reformar las municipalidades los Reyes Católicos, fortaleciendo al estado sobre el común. Los plebeyos enarbolaban la defensa de «usos y costumbres inmemoriales» para conservar sin variación sus fiestas, mientras que la fuerza de la ley y las armas actuaban en su contra. Un capítulo más de la eterna lucha por las libertades colectivas.

En ocasiones, las costumbres tuvieron que enmascararse bajo ropajes devotos para poder subsistir, hasta el punto que la mayoría de las fiestas tradicionales conservadas han sufrido tantas modificaciones que apenas se puede intuir el modelo lúdico del que descienden. Su interpretación es arriesgada y problemática, y serán necesarios muchos datos para sostener las construcciones teóricas.

A veces, por cumplimiento de un voto o promesa, una personalidad local se ofrece para costear la fiesta. El prestigio social que consigue, revalidando a menudo un ascenso clasista, es motivo suficiente como para compensar sus desvelos.

En el caso de las comisiones de fiesta municipales, lo habitual era echar mano de los tercios y alcabalas, y de los fondos propios de la villa, como podían ser los montes comunales y sus rentas. En la medida que los vecinos hubiesen conseguido defender los bienes comunales de la rapiña de nobles y Hacienda real, mayores lucimientos festivos resultarían.

Respecto a las cofradías, los recursos para conseguir los fondos festivos eran diversos: desde los bailes de puja, donde los hombres pagaban por elegir su pareja, hasta la rifa de cerdos y embutidos (propio de las cofradías de san Antón), pasando por las simples cuestaciones callejeras, envueltas en sones musicales y buen humor. Con lo recaudado (que podía consistir en lana, trigo, seda...) se concertaban danzas y música, tiros y cohetes, y el inevitable toro sin cuya presencia la fiesta desmerecía.

El toro merece un apartado. La capea y el encierro son quizás nuestras diversiones más populares. Junto a la emoción y la muestra del valor de los vecinos, aparece otro factor de peso: una vez muerta o sacrificada ritualmente la res, su carne y despojos se pueden subastar, y al mismo tiempo que se preparan banquetes, se recolecta dinero. Es el releo o puja de las mandas de carne en el Pirineo, y el agés o subasta de Soria, en sí mismos poseedores de carácter ceremonial o paralitúrgico.

Creo que el sistema de organización festiva más simple es el espontáneo. En los mismos Pirineos se ofrecían los llamados «mozos del gasto», que elegían entre ellos un mairal o mayoral que los coordinara, para montar las fiestas. Podría ocurrir que varios grupos de amigos compitieran por la tarea, y para resolver esta situación en la Bastetania aún se realiza el llamado «robo del santo»: aquel grupo que se apodere del crucifijo procesional, o de los pañuelos atados a las andas de la imagen del patrono, será el encargado de organizar las fiestas del siguiente año. Para la recogida de fondos, utilizarán los mismos medios que las estructuradas cofradías.

En realidad, las fórmulas organizativas son múltiples, puesto que la cofradía puede constituir el marco legal o núcleo de acción tolerado que sea aprovechado por vecinos ateos para impulsar sus fiestas. Como ejemplo, veamos varios de los sistemas utilizados hoy día para organizar fiestas de moros y cristianos: El primer mozo que lo solicita al ayuntamiento (Maqueda); mayordomos nombrados por el párroco entre los vecinos (Valverde del Júcar, Trevélez, Válor) ; los mayordomos salientes designan a los entrantes (Murtas); serán mayordomos quienes más dinero o mandas ofrezcan al santo patrono (varios pueblos). El sistema de mayordomía posee gran complejidad y aún no se ha estudiado a fondo.

Para terminar, se estima que el 10% de los habitantes del antiguo reino de Valencia son festeros activos, participando de las numerosas comparsas de moros y cristianos. Para costearlas, el 10% proviene de subvenciones; el 20% de rifas, loterías, etc. ; y el 70% restante de las cuotas de los socios (17). Aquí, la comparsa festiva ha vuelto a ocupar el rol que las cofradías religiosas habían usurpado a las mocedades.



Notas

(1) Esta ley se conserva en los llamados «Bronces de Osuna», expuestos en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.

(2) Concilios visigóticos e hispanorromanos, edición y traducción de José Vives. Madrid, CSIC, 1963: 133.

(3) Las etimologías de san Isidoro romanceadas, edición de J. González Cuenca, Universidad de Salamanca, León, CSIC, 1983, t. I: 293.

(4) Jacques le Goff, La baja edad media. Madrid, Siglo XXI, 1971: 262.

(5) Parece documentada la existencia de cofradías de ánimas desde el siglo X (J. L. Pérez de Castro, «Las 'ánimas' y su presencia en la etnografía del Eo», Revista de Dialectologia y Tradiciones Populares, Madrid, CSIC, 1980, t. XXXIV: 282, citando a C. A. Ferreira de Almeida, «Ementaçao das almas», Revista de Etnografía, Porto, 1964, t. I, vol. 3, núm. 5). En cuanto a su intervención en los carnavales, son numerosos los informes y documentos que lo prueban, desde el siglo XIV.

(6) Constituciones de la religión de Santiago, cap. I-III-10.

(7) Ibídem, cap. I-IV-14.

(8) Partida I, Título XXIII, Ley 1.

(9) Partida I, Título VI, Ley 34.

(10) M. Lafuente Alcántara, Historia de Granada, Granada, 1846, t. III: 165 y sigs.

(11) Crónica de don Álvaro de Luna, condestable de los reinos de Castilla y León, edición de J. M. de Flores. Madrid, 1784: 182.

(12) Ponencia de A. van Elslander, en Fêtes et cerenionies au temps de Charles V. París, CNRS, 1960.

(13) Colección de cánones de la Iglesia española, traducción y notas de Juan Tejada, Madrid, 1849, t. V: 306.

(14) Othón Arróniz, Teatros y escenarios del Siglo de Oro. Madrid, Gredos, 1977: 32.

(15) Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. Barcelona, Seix Barral, 1982: 198-199.

(16) Edicto del arzobispo de Granada don Antonio Jorge y Galbán, cartel impreso en Granada el 20 enero 1778.

(17) Joaquín Barceló, en su ponencia «El problema económico», presentada al I Congreso Nacional de Fiestas de Moros y Cristianos, Villena, 1974.


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