SEMINARIO
Análisis histórico-crítico del islam
  

4. La historia científica de la génesis del islam






- Las fuentes documentales alusivas a la génesis del islam

- Una historia reconstruida mediante trabajo multidisciplinar

- Los reinos de la península de Arabia en la antigüedad

- Los antecedentes del desastroso siglo VI en Oriente Próximo

- El colapso de los imperios y la irrupción de Mahoma

- La cronología de la formación del sistema islámico

- La denominación del sistema islámico

- Bibliografía citada




Las fuentes documentales alusivas a la génesis del islam

 

Ya señalamos el problema de la tardía elaboración y la falta de historicidad que afecta a las fuentes islámicas clásicas, que, no obstante, deben seguir examinándose con rigor. De los doscientos primeros años de la hégira, no se conservan documentos árabes musulmanes que sirvan de base para el estudio de la aparición y desarrollo del protoislam y el islam primitivo, a excepción del Corán, todavía en proceso de composición. De este solamente se han hallado fragmentos de manuscritos antiguos, de final del siglo VII y primera parte del siglo VIII, que presentan variantes respecto a la vulgata llamada de Utmán, y que atestiguan que su redacción no estaba concluida.

 

Es sorprendente, pero real, que no haya quedado, o no hayan dejado, documentación árabe referente a los propios orígenes islámicos, datable en los dos siglos iniciales. La biografía del profeta, escrita por Ibn Hisham, es de la primera mitad del siglo IX. Las colecciones de relatos tradicionales del profeta son de la segunda mitad del siglo IX o principios del siglo X. La explicación más plausible es que el celo de los califas, sobre todo los abasíes, se empeñó en eliminar toda información que pudiera contradecir la versión de la historia oficial auspiciada por ellos.

 

En contraste, sí se han localizado fuentes no musulmanas. Han aparecido abundantes referencias a aquellos tiempos formativos del islam en documentos extramusulmanes coetáneos de los hechos, escritos en diversas lenguas de aquellas regiones: en textos griegos, siríacos, coptos, armenios, siríacos orientales, latinos, judíos, persas y hasta chinos. Tenemos disponible una recopilación de tales textos, reunidos y traducidos al inglés en un grueso volumen, obra de Robert G. Hoyland: Seeing Islam as others saw it (1997).

 

Para conocer mejor los tiempos protoislámicos y primoislámicos, aparte de las fuentes literarias, resultan no menos importantes la geografía histórica, las excavaciones arqueológicas, las inscripciones murales, los petroglifos o textos grabados en roca, las piezas monetarias y cualquier testimonio documental que aporte información de aquella época.

 

Sobre el estudio numismático de las monedas en curso durante el siglo VII, con sus efigies y leyendas, pueden consultarse las teorías de Yehuda D. Nevo y Judith Koren (2003), y Volker Popp (en Ohlig y Puin 2009). Asimismo, las críticas que opone Stefan Heidemann (en Angelika Neuwirth 2010: 149-195).

 

En cuanto a las inscripciones en roca, o petroglifos, abundantes en el desierto de Néguev y en el sur de Arabia, contamos con las investigaciones de Yehuda Nevo (1993 y 2003), Christian Julien Robin (2013). Caso aparte es el estudio de las inscripciones en el Domo de la Roca de Jerusalén, cuya interpretación es muy debatida (cfr. Elad 2008, Kropp 2009, Gibson 2013).

 

 

Una historia reconstruida mediante trabajo multidisciplinar

 

La convergencia de investigaciones en múltiples disciplinas históricas y antroposociales ha trastornado por completo el paisaje tradicional y está obligando a reescribir la narración de los acontecimientos que acaecieron en la eclosión y expansión de aquel sistema político-religioso que, con el tiempo, se denominaría islamismo. De sus comienzos, solo queda fuera de duda el hecho bruto de la conquista sarracena de Arabia, Siria y Palestina, Persia y el norte de África. Apenas sabemos nada fiable de lo que realmente pasó, del cómo y el por qué, más allá de las fabulaciones tardías, exculpatorias y sin fiabilidad histórica, típicas de la apologética musulmana, luego acríticamente repetidas incluso por muchos estudiosos occidentales, de quienes lo más caritativo que puede decirse es que se han dejado seducir.

 

Resulta imprescindible poner en entredicho la tradición, para elaborar un nuevo relato de la historia, a partir de las numerosas piezas que se han venido descubriendo, y tratar de recomponer en lo posible el panorama, forzosamente incompleto y desprovisto de modelo. Solo este esfuerzo permitirá ir dibujando una imagen de perfiles más verídicos, la reconstrucción de una historia que fue soterrada por las insidias del poder califal, la incuria de los cronistas y la credulidad de los exégetas.

 

Aquí, el propósito estriba en desarrollar una especie de narración histórica, que irá tejiendo informaciones procedentes de fuentes documentales, investigaciones de especialistas cualificados y revisiones bibliográficas solventes. No siempre será posible dilucidar cuál es la versión más verdadera o la hipótesis mejor probada, pero al menos se podrá entrever algunos hechos ocurridos y su significado, y descartar lo que carece de todo criterio de historicidad. A veces, se consignarán distintas hipótesis, entre las que no cabe optar, al menos por ahora. Otras veces, se expondrá la que parece contar con un mayor grado de probabilidad, conforme al estado actual de la cuestión y el alcance de mis conocimientos.

 

 

Los reinos de la península de Arabia en la antigüedad

 

De norte a sur, los antiguos dividían la península arábiga en tres partes: Arabia Pétrea, Arabia Desierta y Arabia Feliz, comprendiendo desde Jordania hasta Yemen actuales. Hoy, cada vez parece más claro que Arabia y los árabes no habían quedado fuera del alcance de las civilizaciones vecinas, ni de la dinámica de formación de reinos influidos por aquellas, o aliados con alguna de ellas. Tampoco habían quedado al margen de la difusión del judaísmo y el cristianismo en sus varias versiones. Lejos de la historia hagiográfica sustentada por la tradición musulmana, Arabia, antes de Mahoma, no vivía en absoluto sumida en una tenebrosa situación de «ignorancia», ni extraviada en la idolatría y el politeísmo. No estaba desconectada, sino en interacción secular sobre todo con Etiopía, con Persia y con las provincias orientales del Imperio romano. Hoy es necesario reescribir toda la historia que nos ha legado la tradición califal (Cfr. Djaït 2005).

 

Por fortuna, existe cantidad de hallazgos e investigaciones recientes que aportan piezas para ir recomponiendo el rompecabezas, es decir, el mapa político y la historia previos, coetáneos y subsiguientes al surgimiento del imperio arabomusulmán.

 

Según las indagaciones de Dan Gibson, desde muy antiguo, en tres ocasiones antes de Mahoma, los árabes se organizaron políticamente e irrumpieron más allá de sus tierras para conquistar otras naciones. Lo protagonizaron tres pueblos de estirpe árabe que, por lo demás, se mencionan en el Corán.

 

Primero, el pueblo de Ad, que en la historia de Egipto se conocen como hicsos, mientras la Biblia habla de edomitas y del país de Edom, sus jeques y sus reyes. Durante el segundo milenio antes de Cristo, formaron una confederación tribal poderosa, cuyas huellas se han encontrado en Egipto, Palestina, Irak, Jordania, Omán y Yemen.

 

Segundo, el pueblo de Madián unió de nuevo las tribus árabes y las condujo a la hegemonía sobre otros pueblos más al norte, a finales del siglo XII antes de nuestra era. De ellos se habla en los libros bíblicos del Pentateuco, Jueces y Crónicas.

 

Y tercero, el pueblo de Tamud, que los judíos y los romanos llamaban nabateos. Crearon el Imperio nabateo, entre el 200 a. C. y el 200 d. C. Llegaron a controlar casi toda Arabia, parte de Siria hacia el norte y todo el Néguev hacia el oeste. La parte septentrional fue incorporada por Imperio romano en el año 106. La Biblia alude a ellos en el primer libro de los Macabeos.

 

Gibson concluye, entre otras cosas, que «no era una casualidad que Mahoma se refiriera a estos pueblos. Eran pueblos significativos en el pensamiento de sus oyentes. Esto nos lleva a creer que Mahoma se estaba dirigiendo a una audiencia del norte de Arabia, el solar patrio de Ismael, Ad, Tamud y Madián» (Gibson 2017: 190).

 

En torno a la época en que Mahoma accede a la escena histórica, había en Arabia, aparte de los beduinos de vida nómada, unos reinos árabes que prácticamente recubrían toda la península y que se vieron implicados en la interminable guerra entre los romanos y los persas. Los árabes no andaban, pues, como tribus marginadas de la civilización, sino metidos de lleno en su torbellino, constituyendo Estados y participando en las confrontaciones de los imperios, en la encrucijada entre Europa, Asia y África. Además, por toda Arabia, hacía mucho tiempo que el judaísmo y el cristianismo, con sus diferentes corrientes, no solo eran conocidos, sino que estaban implantados. En torno a este período, los diferentes reinos árabes, que solo presentamos muy sucintamente, eran el gasánida, el lájmida, el kindita y el himyarita.

 

El reino de Gasán, en la región occidental de la Arabia Pétrea, al llegar el siglo VI, era de población árabe cristiana miafisita. Había habido un reino nabateo al menos desde el siglo II a. C., con capital en Petra. Roma lo anexionó en 106 d. C. Más tarde, el reino gasánida fue tradicional aliado de Constantinopla frente a los persas. Los gasánidas rompieron con el emperador romano Mauricio (582-602), al parecer por la disidencia religiosa, pues eran miafisitas. Hubo combates con el rey, régulo o filarca gasánida Al-Mundir IV (rigió 569-581), Alamundaro para los griegos, y también con su hijo Al-Numan VI (reinó 582-583), Naamanes para los griegos. Siguió un período de gran inestabilidad en la región. Los persas arrasaron el reino, al invadirlo en 614. Tras la batalla de Yarmuk (636), los sarracenos mahometanos destituyeron a los gobernantes gasánidas y ocuparon militarmente el territorio, anexándoselo en 638.

 

El reino de Hira, o Lájmida, o de los munadir, con capital en Al-Hira, se extendía por la región oriental de la Arabia Pétrea y al sur de Mesopotamia. Desde 266, era un reino árabe cristiano (nestoriano), veterano aliado de Persia. En 602, el emperador sasánida Cosroes II lo disolvió, anexionándolo como una satrapía de su imperio. Con esto, habían desaparecido los dos reinos que ejercían de barrera entre los grandes imperios, el romano oriental y el persa. De los gasánidas se había escrito que nadie podía superarlos por lo mortífero de su caballería, pero, en 638, serían conquistados por los sarracenos del califa Omar.

 

El reino de Kinda, con capital en Qariat-Al-Fau, en la zona central de Arabia, formado por tribus emigradas de Yemen. Se estableció hacia 425. Daban culto a deidades ancestrales, pero se convirtieron al judaísmo a finales del siglo V. A mediados del siglo VI, hacia 540, fueron anexionados por los lájmidas, para ser poco después (hacia 552) conquistados por Abraha, rey de Himyar, y entrar bajo el influjo del cristianismo.

 

El reino de Himyar, o reino himyarita, u homerita para los griegos, era, desde mediados del siglo IV, la principal potencia en Arabia. Dominaba Yemen y gran parte de Arabia Desierta, antes de expandirse hacia el norte (Robin 2012: 525-553). Hacia el año 500, los reyes de Himyar favorecieron el judaísmo y eran tributarios del reino de Aksum, situado al noreste de África, en la ribera opuesta del mar Rojo (Etiopía), cuyos reyes eran cristianos desde mucho tiempo atrás.

 

En Himyar, entre 518 y 522 gobernó Madikarib Yafur, que era un rey cristiano.

En 522, Aksum puso en el trono de Himyar a Yusuf Dhu Nuwas, un príncipe árabe convertido al judaísmo, pero este se rebeló contra el negus de Aksum. Hacia finales de 523, este Dhu Nuwas perpetró una masacre contra los notables cristianos de Najrán (parece haber un eco de este hecho en la sura 85). Estos eran cristianos anticalcedonienses (según algunos, nazarenos), pero favorables a los bizantinos. Entonces, el cristiano negus de Aksum, Kaleb, reaccionó, desembarcó con su armada, derrotó a Dhu Nuwas (en 525) y emprendió la conquista de Himyar, donde entronizó a un rey cristiano. Regresó a Aksum, dejando la mayor parte de su ejército en Himyar.

 

Pero, poco después de 531, el general que mandaba el ejército aksumita, llamado Abraha, se sublevó y se apoderó del trono de Himyar, rompiendo con el negus. Adoptó la titulatura y le lengua de los reyes himyaritas y llegó a consolidar su poder hacia 548. Luego, en 552, acometió una nueva expedición por Arabia central, calificada de victoriosa en las inscripciones sobre roca.

 

Así, Abraha llegó a conquistar y unificar toda Arabia en un reino cristiano, aliando con Bizancio (en época de Justiniano, 527-565), setenta años antes del surgimiento del islam (cfr. Robin 2012). Es el reino de Himyar ampliado. El cristianismo oficial del reino de Himyar era el jacobita, el mismo de Aksum. Abraha, que reinó de 535 a 565, mandó construir la gran iglesia (Al-Qalis) de Saná, en Yemen.

 

Sin embargo, parece que el rey Abraha modificó su orientación religiosa, abandonó el cristianismo jacobita y se habría adherido a la secta mesiánica judeocristiana de los nazarenos. Así se deduce del cambio teológico que se entrevé en la fórmula de fe que mandó grabar en las paredes rocosas del valle o rambla (wadi) de Murayghan (a 230 kilómetros de Najrán, al suroeste de la península de Arabia). En efecto, las inscripciones de Abraha dicen: «Con el poder de Dios y de su Mesías», cuando otras inscripciones más antiguas decían: «En el nombre y con la salvaguardia de Dios, de su hijo Cristo vencedor y del Espíritu santo» (Robin 2012: 536 y 538). Jesús no se califica ya con las expresiones «Hijo de Dios» y «Cristo vencedor», sino solamente «su Mesías». Podemos advertir cómo concuerda esto con lo que luego formularía la cristología coránica, que a Jesús lo llama Mesías, al tiempo que le niega la filiación divina (cfr. Robin 2012: 540).

 

El historiador bizantino Procopio de Cesarea, en su Historia de las guerras de Justiniano, es una de las fuentes que relatan la conquista aksumita de Himyar y el protagonismo de Abraha. Señala cómo el emperador Justiniano buscó el apoyo de Aksum y de Himyar para su guerra contra el imperio persa sasánida.

 

Las fuentes árabes, por su parte, también mencionan a Abraha, y registran la expedición que lanzó contra La Meca y su templo (pero ¿qué Meca?, ¿quizá Petra?). Pero su ejército, a cuyo frente iba un elefante, fue rechazado milagrosamente, hecho que parece evocado por el Corán, en la sura llamada El elefante (19/105,1-5).

 

 

Los antecedentes del desastroso siglo VI en Oriente Próximo

 

La formación de las condiciones históricas que produjeron el contexto de la emergencia del poder árabe mahometano se entiende mejor, si evocamos los acontecimientos del siglo VI. Esta centuria, en el Imperio romano de oriente, fue la época de los célebres emperadores Justino y Justiniano, pero no serían tiempos tranquilos, sino tempestuosos y agitados. En efecto, sobrevino una interminable cadena de desastres y calamidades: la peste bubónica, una anomalía climática, los terremotos, las plagas de langostas y las guerras incesantes. (El Imperio romano de oriente no se llamaría propiamente «bizantino» hasta las reformas introducidas por Heraclio desde 620, cuando, entre otras cosas, hizo del griego, en vez del latín, la lengua de la administración imperial.)

 

En Oriente Próximo, el siglo VI sufrió azotes de todo tipo, naturales y sociales. Sobrevino lo que se conoce como «pequeña edad de hielo de la antigüedad tardía», un enfriamiento de larga duración, acompañado por tres grandes erupciones volcánicas, entre los años 536 y 547 d. C. Después del óptimo climático romano, «una fase de clima cálido, húmedo y estable en buena parte del corazón mediterráneo del Imperio», que contribuyó a la abundancia de las cosechas y a la prosperidad de la economía, la bonanza acabó abruptamente por culpa de las partículas de ceniza, la reducción de la energía solar que llegaba a la Tierra y la brusca y prolongada caída de las temperaturas. En medio de esa catástrofe surgió otra, la llamada plaga de Justiniano, que asoló el Imperio romano de oriente, según narra el historiador coetáneo Procopio de Cesarea. El primer brote de la mortífera pandemia de peste se inició en Egipto y se propagó por todo el Imperio entre 541-544, afectando al propio emperador. Algunas estimaciones cifran en cuarenta millones las víctimas producidas. La peste se repetiría cíclicamente durante los dos siglos siguientes, con efectos catastróficos para las ciudades y para los campos. En 576, una inmensa plaga de langosta devastó Siria y Mesopotamia.

 

La cultura daba también signos de agotamiento. Desde la segunda mitad del siglo V y a lo largo del VI, se aprecia un descenso en el número y la talla de los escritores cristianos, lo que sin duda concordaba con la crisis general que conmocionaba aquel Imperio romano, tan poderoso otrora. En la parte de occidente, se consumó el hundimiento definitivo de Roma, datado por los historiadores en el año 476, con la deposición del último heredero imperial. En lo que concierne al Imperio romano de oriente, su historia proseguiría durante un milenio más, con altibajos, fieramente hostigado y, a veces, a punto de sucumbir.

 

En la vida de Simeón Estilita el Joven (521-592), compuesta por Nicéforo, maestro de Antioquía, se describe el terrorífico terremoto del año 551, que Simeón vivió allí en Antioquía (Nicéforo de Antioquía 1865, PG, tomo 86). Mucho tiempo después, Teófanes Confesor (758-818) recogía un relato de ese terremoto y maremoto:

 

«El día noveno del mes de julio, ocurrió un terremoto grande y terrible por toda la región de Palestina, Arabia, Mesopotamia, Siria y Fenicia. De modo que Tiro, Sidón, Beirut, Trípoli y Biblos sufrieron muchos daños. Y perecieron muchos miles de personas. En la ciudad de Bosra [Siria], una gran parte del promontorio adyacente al mar, llamado Litoprósopo, fue arrancada y desplazada al mar. Y se formó un puerto idóneo para atracar muchas naves grandes, cuando aquella ciudad no había tenido puerto antes. Además, el agua se retiró mil pasos hacia alta mar, por lo que muchas naves se hundieron en el fondo» (Nicéforo 1865, PG, tomo 86, col. 3086, nota 26).

 

Da la impresión de que la polémica con las herejías pasaba a un segundo plano, mientras había que afrontar problemas más acuciantes, como eran la resistencia contra los desastres de la naturaleza y la interminable confrontación armada con los persas, a lo que aún había que añadir las invasiones de los pueblos ávaros, eslavos y lombardos por el este de Europa, así como las incursiones de los árabes sarracenos, cada vez más frecuentes, acaso como lóbrego pródromo de la invasión que se consumaría al siglo siguiente.

 

Hay un episodio que prefigura algunos acontecimientos posteriores. Yusuf Dhu Nuwas, un rey árabe de Himyar, a quien ya nos hemos referido, se había convertido al judaísmo y quiso imponerlo por la fuerza, desencadenó una guerra contra los cristianos, masacrando a muchos en la ciudad de Najrán (año 523). Lo significativo es que su proyecto declarado era establecer un reino «davídico» independiente, en el extremo suroeste de Arabia. No es difícil caer en la cuenta del carácter netamente mesiánico de este propósito, que evoca el nazarenismo. Como ya hemos indicado, el negus de Aksum, al parecer con apoyo de Justino, el emperador de Constantinopla, entró en acción y depuso a Dhu Nuwas. Ya por entonces, no solo las confrontaciones armadas, sino los debates ideológicos sobre judaísmo y sobre distintas interpretaciones del cristianismo se extendían por las tierras de los sarracenos. No parece que quedara mucho espacio para la idolatría politeísta, ni que las diatribas mahométicas fueran en absoluto una novedad.

 

En el año 570, los persas invadieron el sur de Arabia, le dieron el nombre de Yemen y se lo anexionaron. Destruyeron la catedral de Saná. En Yemen permanecerían hasta que, en 628, fueran derrotados por los bizantinos. Y no mucho después, ante el avance sarraceno, su gobernante se unió a Mahoma.

 

El mismo año 570, los sasánidas lanzaron una gran campaña contra la provincia romana de Siria. De modo que, en 572, se recrudeció la guerra entre los emperadores Justino II (565-578) y Cosroes I (reinó 531-579). Este último rompió la paz firmada con los griegos en 540. Unos años más tarde, avanzaba por Siria en 573. Constantinopla reaccionó y obtuvo la victoria en Metilene, en 576. Pero esto tampoco significó el final de la guerra.

 

En las provincias romanas de Oriente, la guerra no se limitaba a la confrontación con el Imperio persa, sino que, cada vez más, implicaba el enfrentamiento con los árabes de la frontera meridional y los procedentes del desierto. La población árabe asentada por Siria, Palestina, Sinaí y Nabatea estaba en buena medida romanizada y cristianizada. La región Nabatea era conocida como «provincia de Arabia», que, en el siglo VI, dependía del patriarcado de Antioquía. En cambio, los sarracenos de la Arabia Desierta, más al sur de la frontera, estaban paulatinamente más alejados, pero de ninguna manera desconectados de constantes intercambios con los imperios.

 

 

Procopio de Gaza

 

El filósofo y hermeneuta cristiano Procopio de Gaza (465-528), residente en la ciudad de Gaza, es un buen testigo de cómo, en el primer tercio del siglo VI, llegaban de más allá de la frontera no solo algunos camelleros, sino también agresivas partidas de saqueadores. Traduzco aquí un pasaje de su Panegírico del emperador Anastasio (que reinó de 491 a 518, predecesor de Justino), donde narra cómo el emperador «venció a los árabes que atacaban las provincias de Oriente». Su discurso se dirige al emperador:

 

«Después de haber recibido el poder, estimaste conveniente expulsar a todo malhechor y bárbaro lejos de tu imperio, a fin de asegurar la libertad de tus súbditos. Ordenaste hacerlo y pronto se obtuvo el éxito. Pues comprendiste que Oriente, parte privilegiada del imperio, estaba siendo perturbada por ciertos bárbaros fronterizos, hombres soberbios y feroces, que únicamente reconocían como virtud el atacar los bienes de los demás. Y en verdad irrumpían velozmente y se replegaban velozmente, y, para reponerse, se escondían con facilidad. Además, no tenían ni lugar ni ciudad definidos para vivir, sino que cada cual lleva consigo toda su casa, montando una cabaña destartalada dondequiera que esté. Tales hombres ¿de qué fechoría se abstendrán? A su depredación estaban expuestas ciudades antes afortunadas y espléndidas, que entonces se hallaban desprovistas de auxilio y privadas de defensores. De ellas, unas ya habían caído y otras estaban a punto de ser capturadas, y la población civil ya había huido. Pero más que la misma calamidad los angustiaba el miedo por el futuro. Pues un rumor aciago atormentaba los oídos de todos, anunciando cosas todavía más horrendas. Se oía decir que la ciudad sería derrotada, las riquezas arrebatadas, las mujeres raptadas para violarlas, los niños tratados nefandamente, los ancianos deshonrados, la juventud arrastrada y las mocitas conducidas no al lecho gozoso de un esposo afortunado, según las esperanzas antes concebidas, sino al placer voluptuoso del enemigo bárbaro y de aspecto repugnante. Todo esto era patente» (Procopio de Gaza 1865, PG, tomo 87, col. 2803 y 2806).

 

 

Leoncio de Bizancio

 

El teólogo griego Leoncio de Bizancio (485-543) nos da noticia de un hecho sorprendente, que los árabes, al menos determinadas tribus y reinos del norte de la península arábiga, eran «sarracenos cristianos», algunos, por lo que se sabe, desde mucho tiempo atrás. Pero los cristianos estaban en conflicto entre sí. Algunos árabes habían sido ganados para el miafisismo (también llamado monofisismo), iniciado por Eutiques, un siglo antes, y difundido por el monje Jacobo el sirio. Así, pues, continuamos encontrando interesantes informaciones acerca de las sectas que permanecían activas por Siria, Palestina y regiones árabes más al este y al sur.

 

«Los sarracenos profesaban los dogmas de los jacobitas y acostumbraban a vivir del mismo modo que ellos. Estos jacobitas predican que hay una sola naturaleza en Cristo y vagaban por los desiertos acompañando a los sarracenos, y les prestaban diligentemente su ministerio y dedicación» (Leoncio de Bizancio 1865, PG, tomo 86, col. 1899 y 1902).

 

Procopio de Cesarea

 

Tenemos un cronista excepcional en el historiador romano oriental Procopio de Cesarea (500-565), coetáneo de Justiniano, el emperador de los romanos (reinó 527-565). Procopio fue testigo ocular de las grandes campañas bélicas del general Belisario. En los volúmenes de sus Historias (publicadas en el Corpus scriptorum historiae byzantinae), narra las guerras en Mesopotamia, contra los persas; en África, contra los vándalos; en Italia, contra los ostrogodos. Allí aparecen los árabes, denominados de manera general sarracenos, organizados en diversas tribus y reinos, bajo jeques y reyes, unos defendiendo la frontera imperial romana, como el rey Aretas de los gasánidas; otros aliados con los persas, como el rey Al-Mundir III de los lájmidas.

 

Este Procopio da noticia, en su Historia de las guerras, de la alteración climática súbita que sobrevino desde el año 536, como ya dijimos, que arruinó las cosechas y provocó una inmensa hambruna y mortandad:

 

«Durante este año, tuvo lugar el más terrible portento. Pues el Sol daba su luz sin brillo, como la Luna, durante el año entero, y parecía completamente como el Sol en un eclipse, porque los rayos que emitía no eran luminosos, ni como suele emitirlos. Y desde que aconteció este desastre, ni la guerra, ni la peste, ni ninguna otra cosa que llevara a la muerte abandonó a los hombres. Fue en el tiempo en que Justiniano llegaba al décimo año de su reinado» (Procopio de Cesarea 1924, libro IV, cap. 14).

 

Podemos encontrar una copiosa información en Procopio. Había sarracenos cristianos en reinos y tribus árabes. Habla de sus costumbres y habilidades, y describe su propensión belicosa y depredadora.

 

«Llegaba el equinoccio de invierno, y en esta estación los sarracenos siempre dedicaban unos dos meses a su dios, y durante este tiempo nunca emprenden ninguna incursión en tierra de otros» (Procopio de Cesarea 1924, libro II, cap. 16). [Esta costumbre se evoca en el Corán 113/9,5.]

 

«Porque los sarracenos son por naturaleza incapaces de escalar una muralla, pero los más inteligentes en el saqueo» (Procopio de Cesarea 1924, libro II, cap. 19).

 

«Mientras, los sarracenos sometían sin cesar a pillaje durante todo este tiempo a los romanos de Oriente desde Egipto hasta los confines de Persia, y su devastación fue tan continua que todas aquellas regiones quedaron prácticamente despobladas. Según creo, nunca podrá un hombre, por más que lo investigue, llegar a descubrir el número de personas que murieron así» (Procopio de Cesarea, La historia secreta, 1927, cap. 18: 22).

 

 

Timoteo Presbítero de Constantinopla

 

Timoteo el Presbítero (datado hacia el año 600), es conocido por su obra sobre los diferentes modos de acceder a la fe cristiana, ortodoxos y desviados. Al tratar de las herejías, mantiene en su catálogo a los ebionitas y los cerintianos, que, como ya sabemos por otros autores, pertenecen a la cuerda de los nazarenos. En su exposición, reitera las características que se les venían atribuyendo desde tiempos de Ireneo, aunque con alguna variante, como que «Cristo ciertamente fue crucificado, pero aún no ha resucitado, sino que resucitará en el tiempo de la resurrección universal» (Timoteo Presbítero 1865, vol. 1, PG, tomo 86, col. 27 y 30). También afirma expresamente que estaban entre los grupos que practicaban el bautismo (col. 70).

 

La Iglesia imperial o melquita se atenía al dogma del concilio de Calcedonia (451), pero no logró imponerlo a todas las iglesias. Tenía dos grandes rivales. Primero, la Gran Iglesia de Oriente, llamada Iglesia nestoriana, o diofisita, que se extendería más allá de Siria y Palestina, por Mesopotamia, Persia, hasta India y China. Segundo, la Iglesia miafisita, o jacobita, denominada así por Jacobo Baradeo, obispo de Edesa (de 543 a 578), cuya actividad infatigable creó una red eclesiástica paralela. Se dice que consagró dos patriarcas, veintisiete obispos y miles de presbíteros y diáconos. A ella pertenecen los coptos. Se cuenta que Jacobo Baradeo evangelizó a los árabes gasánidas.

 

Con tales desencuentros, las tensiones entre las Iglesias dentro del Imperio no cesaban de agravarse, pese a los esfuerzos de los emperadores constantinopolitanos por encontrar una fórmula de consenso. Al finalizar el siglo VI, todo el Creciente Fértil parecía desmoronarse. El reino gasánida y el lájmida se derrumbaban. La guerra con los persas se cernía en el horizonte. Y nadie sospechaba que un nuevo atroz enemigo surgiría llevando la situación de caos al paroxismo.

 

 

El colapso de los imperios y la irrupción de Mahoma

 

A fin de insertar históricamente el surgimiento de la religión que con el tiempo se llamaría islamismo y se vincularía a Mahoma, exponemos sumariamente algunos hechos de los que marcaron aquel primer tercio del siglo VII. Entre otros cronistas, está el poeta épico Jorge de Pisidia (580-635), quien nos narra los avatares de la vida del emperador Heraclio y sus expediciones bélicas (sobre él hay una excelente tesis doctoral, de Gonzalo Espejo Jáimez, 2015).

 

Por lo que respecta a los árabes de aquel tiempo, hemos de insistir en que no andaban aislados de la civilización, ni vivían en la «ignorancia», puesto que llevaban como mínimo tres siglos bajo la influencia de persas y romanos. En lo religioso, no solo convivían con judíos, con cristianos de lengua hebrea, griega y aramea, sino que la mayoría de la población árabe, lejos de ser politeísta, se había convertido al judaísmo o al cristianismo, en alguna de sus ramas. Al norte de la península arábiga se asentaban dos reinos cristianos, el gasánida y el lájmida, en tanto que al sur se situaba el reino de Himyar (homeritas de Yemen, la Arabia Feliz) y, a la orilla occidental del mar Rojo, el reino de Aksum (en la actual Etiopía), ambos también cristianos. No obstante, cada uno de los reinos árabes se adscribía a distinta confesión cristiana, ya que los gasánidas, aliados de los romanos, eran monofisitas, mientras que los lájmidas, lindando con los persas, eran nestorianos de la gran Iglesia de oriente.

 

Los especialistas señalan que había tres núcleos principales de la cristiandad árabe. Uno por los Altos del Golán, en Siria, y también entre los gasánidas. El segundo, en la ciudad oasis de Najrán, al suroeste de Arabia, cerca de la frontera con Yemen. Y el tercero en la ciudad de Hira, capital de los lájmidas, ubicada al sur del actual Irak (cfr. Bridger 2015: 3).

 

La situación geopolítica a gran escala venía marcada, como ya hemos visto, por la intermitente, pero interminable confrontación entre los imperios, persa y romano oriental, que se había agudizado en tiempos de Justiniano, ante los ataques de Cosroes I en 531. No iba a terminar hasta 628, con la derrota de Cosroes II frente a Heraclio.

 

Cuando ascendió al trono sasánida Cosroes II, en 591, prometió inicialmente mantener la paz con Constantinopla. Pero, al alba del siglo VII, la secular confrontación se reanudó. Cosroes II (que reinaría hasta 628) rompió su compromiso de paz, en 603, y comenzaron las hostilidades. Pese a la reacción del emperador Heraclio (reinó entre 610-641), los formidables ejércitos persas vencieron a los romanos en Emesa, en 611, y conquistaron Antioquía; luego tomaron Damasco, en 613, y Jerusalén, en 614, con apoyo de los judíos de Persia y de Galilea, así como de los nazarenos. También ocuparon Egipto, en 619 (que permanecería bajo poder persa hasta 628). Y se adentraron en Anatolia con la intención de llegar hasta Constantinopla.

 

El año 614, al tomar Jerusalén, los persas se apoderaron de la reliquia del verum lignum crucis, la reliquia de la cruz de Cristo.

 

En medio de aquel contexto de la insidiosa guerra entre romanos y persas, señalan las crónicas un levantamiento de judíos palestinos en Tiberíades (años 613-617), esta vez contra el emperador romano Heraclio, en el bando de los persas. Cuando cayó Jerusalén, el poder persa puso como gobernador de la ciudad a un «judío». Muchos cristianos fieles a ortodoxia de Constantinopla se vieron obligados a huir, otros intentaron la resistencia y fueron aplastados. Sofronio de Jerusalén, que años más tarde sería patriarca de la ciudad, describió en un poema las masacres que siguieron a la toma por los persas (citado en Qadr 2019: 228).

 

Otro aspecto relevante es que, en esa misma guerra, es muy probable que nos encontremos ante una temprana aparición en escena de los árabes sarracenos seguidores de Mahoma, integrados con los nazarenos judíos, como tropa mercenaria de los persas. Una hipótesis histórica es que el mismo Mahoma estuviera implicado de alguna manera en esa guerra, y que (a diferencia de la tradición islámica que habla de la huida desde La Meca), la huida a Yatrib (Medina) no fuera sino la escapada hacia el desierto, al sur, ante la noticia del contraataque iniciado por Heraclio precisamente en el año 622, el año de la hégira. En tal caso, los aliados de Mahoma en Yatrib, mencionados en las fuentes musulmanas como «auxiliares», posiblemente serían los judíos nazarenos con quienes compartían la misma fe y las mismas batallas.

 

Lo cierto es que los romanos de Constantinopla, con su emperador Heraclio a la cabeza, emprendieron una gran contraofensiva en 622. Ese mismo año vencieron a los persas en Capadocia y los expulsaron de Anatolia. Acometieron la reconquista de Siria y Palestina. Hicieron retroceder a Cosroes II hacia el interior de su imperio y lo derrotaron definitivamente en la batalla de Nínive, en diciembre de 627. Poco después, Cosroes sería asesinado por los suyos y el Imperio persa sasánida entró en una fase de inestabilidad y descomposición, para desaparecer completamente, en 651, bajo la ocupación árabe.

 

Heraclio entró triunfalmente en Jerusalén, en 629, para devolver a su lugar la reliquia de la vera cruz. Este mismo año, según las historias musulmanas, Mahoma habría hecho capitular a los jefes de La Meca. Lo históricamente cierto es que los mahometanos emprendieron el ataque a la Arabia Pétrea, pero fueron derrotados por los romanos en la batalla de Muta, en septiembre de 629. Ante este descalabro, los sarracenos huyeron otra vez a refugiarse en el desierto, con el fin de recomponerse, por lo que más tarde se vería.

 

En efecto, los ejércitos de Mahoma (y pudiera ser que él en persona), con sus aliados los judíos nazarenos, volvieron a la carga, en 634, e infligieron una grave derrota militar a los ejércitos de Heraclio en Gaza. Esta sorprendente victoria les allanó el camino hacia Palestina y Siria, hacia Jerusalén, que quedaba a poco más de cien kilómetros de distancia. Por lo que narran algunas fuentes, podría deducirse que fue entonces cuando ocurrió la muerte de Mahoma.

 

Los lugartenientes del califa Omar prosiguieron, a sangre y fuego, el avance desde Gaza a Cesarea. El mismo año 634, los mahometanos se apoderan de la fortaleza romana de Bosra, al sur de Siria y al oriente del Jordán. En 635, cayó Damasco. Hacia el este, acometieron la agresión contra Mesopotamia y Persia (635-642), cuyo imperio, herido de muerte, acabó colapsando del todo, irreversiblemente.

 

En 636, el cuerpo expedicionario de Heraclio se disponía a frenar a los sarracenos, pero, traicionado por una parte de sus aliados en mitad de la contienda, acabó derrotado en la batalla del río Yarmuk, situado al sureste del mar de Galilea, cerca de Damasco, de modo que toda la provincia de Siria quedó indefensa.

 

«En el año 947, indicción 9 [equivalente al 635-636 d. C.], los árabes invadieron toda Siria, marcharon hacia Persia y la conquistaron. Los árabes subieron a la montaña de Mardin y mataron a muchos monjes de [los monasterios de] Cedar y Bnata. Allí murió el hombre bendito Simón, portero de Cedar, hermano de Tomás el sacerdote» (Tomás el Presbítero, Crónica, citado en Hoyland 1997: 119)

 

«En enero, [la gente de] Homs dio su palabra [de sumisión] para salvar sus vidas y muchas aldeas fueron arrasadas por la matanza de [los árabes de] Mahoma (Muhmd) y muchas personas fueron masacradas y hechas prisioneras desde Galilea hasta Bet (Escitópolis, en Judea).

En el vigésimo sexto [día] de mayo, el Tesorero salió de las inmediaciones de Homs y los romanos los persiguieron [a los árabes].

En el décimo día de agosto, los romanos huyeron de los alrededores de Damasco [y allí fueron muertos] muchos, unos diez mil. Y en el cambio de año los romanos llegaron. El vigésimo día de agosto, en el año novecientos [cuarenta y] siete, se concentraron en Gabita (Yarmuk, 636) [una multitud de] romanos, y muchas personas de los romanos fueron muertas, unas cincuenta mil» (Tomás el Presbítero, Fragment on the Arab Conquests, ll. 8-11, 14-16, 17-23. Hay palabras ilegibles que se han sustituido por conjeturas entre corchetes. Tomado de Hoyland 1997: 117).

 

A finales de 637, se rindió Jerusalén, después de dos años de duro asedio por parte de las huestes sarracenas. En enero de 638, el califa Omar entraba triunfalmente en Jerusalén a lomos de una burra, y haciéndose aclamar como Redentor.

 

Una epidemia de peste bubónica, que había castigado la región en los años 614 y 628, se abatió de nuevo en 638, agravando las hecatombes producidas por las guerras.

 

En Constantinopla, el año 638, Heraclio y el patriarca Sergio, con el afán de superar de una vez la división existente entre ortodoxos calcedonianos y monofisitas, patrocinaron y promulgaron una fórmula cristológica de compromiso (conocida como monotelismo: que en Cristo había una sola voluntad y actuación teándrica), pero este último intento no contentó a ninguna de las partes y terminó en un fracaso rotundo e irremisible.

 

Las guarniciones bizantinas, abandonadas a su suerte, ya no podían contener a los ejércitos árabes conquistadores. En 641, ocuparon Egipto. En 642, cayó Alejandría, donde el piadoso Omar mandó destruir la gran biblioteca alejandrina. En 643, sus tropas saquearon Trípoli.

 

Más adelante, los árabes asediaron Cartago por tierra y mar, en 698, arrasaron la ciudad, y masacraron a espada a la mayoría de sus habitantes. En 711, invadieron el reino visigodo de Hispania.

 

Un factor que, sin duda, favoreció la conquista árabe fue el malestar generado, desde hacía mucho tiempo, por la persistente disidencia religiosa en las provincias de Oriente. Según algunos, frente a las disensiones inveteradas, aparecía un nuevo orden promovido por una nueva religión. Pero no parece que entonces nadie pensara que era una nueva religión. Más bien, solo era el inesperado triunfo de una herejía marginal, ya presente desde tiempos pretéritos. De hecho, durante mucho tiempo, la mayoría de la población continuó siendo cristiana, cada cual según su respectiva iglesia, mientras que la religión de los nuevos amos era vista como una secta más, en la que se podía reconocer un extraño parecido con el nazarenismo.

 

La repercusión a gran escala de la violenta irrupción del milenarismo sarraceno supondría el completo colapso del mundo antiguo y la fractura entre la ribera norte y la ribera sur del Mediterráneo, que perdura hasta hoy. Bizancio se quedaba sin sus provincias orientales y norteafricanas. El historiador Peter Brown nos ofrece una instantánea:

 

«Hacia el año 700, el Estado del antiguo Imperio universal de la Roma de Oriente, llamado Rum por los musulmanes, había disminuido dolorosamente de tamaño. Había perdido las provincias orientales y las tres cuartas partes de los ingresos que había percibido hasta entonces. Durante dos siglos, hasta 840 aproximadamente, casi cada año hubo de hacer frente a los ataques del Imperio islámico, un Estado diez veces más grande, con un presupuesto quince veces mayor que el suyo, capaz de reunir unas fuerzas militares que superaban a los ejércitos de los rumi en una proporción de cinco a uno» (Brown 1996: 205).

 

 

La cronología de la formación del sistema islámico

 

Los anales y la cronología de la formación del sistema islámico, de su gestación y desarrollo durante los primeros tiempos, uno o dos siglos, permanecen en una densa penumbra, agravada por las narraciones fantasiosas de los autores de la tradición oficial abasí, elaborada muy tardíamente. Por fortuna, hay cada vez más investigaciones que nos permiten efectuar una reconstrucción, inevitablemente fragmentaria y con diferentes grados de probabilidad, pero esclarecedora desde el punto de vista histórico. Establezcamos las principales fechas, a fin de recrear la sucesión de acontecimientos y comprender mejor el proceso.

 

595: Según la datación tradicional, el futuro Mahoma contrajo matrimonio con Jadiya, una rica comerciante para la que trabajaba. Ella era una judía probablemente nazarena. Pocos años después, hacia el 600, los judeonazarenos habrían comenzado a adoctrinar a sus vecinos árabes, consiguiendo adeptos en el clan de Mahoma.

 

603: Cosroes II rompió el compromiso de paz con Constantinopla y pronto se desataron las hostilidades, que se prolongarían hasta 628.


610: Subió al trono constantinopolitano Heraclio, emperador romano. Algunas poblaciones árabes cristianas, como los gasánidas, son aliados de Constantinopla.

 

610: Los persas sasánidas de Cosroes II acometieron la guerra contra las provincias orientales del imperio de Constantinopla. Invadieron Siria y Asia Menor, hasta Calcedonia. Por entonces, el proselitismo judío nazareno logró transmitir entre algunos clanes árabes su mesianismo escatológico, apocalíptico y milenarista. En este proceso, desempeñó un papel destacado un predicador al que más tarde llamarían Mahoma.

 

611: Los formidables ejércitos persas, con tropas auxiliares de mercenarios judíos (quizá nazarenos), y al parecer con apoyo de la descontenta población judía de Siria, vencieron a los romanos en Edesa y conquistaron Antioquía.

 

613: Los persas sasánidas prosiguieron su campaña: tomaron y saquearon Damasco, la capital siria.

 

614: En mayo, los persas de Cosroes II se dirigieron a Jerusalén, gobernada por los cristianos. Con el ejército sasánida iban tropas de judíos (rabínicos o talmúdicos), en su mayoría de Babilonia, bajo el mando del exilarca Nehemías. También colaboraron fuerzas de los nazarenos, compuestas de judíos nazarenos y árabes conversos (¿quizá Mahoma?). Y contaron con el apoyo de los judíos de Galilea. Tras un asedio de solo veinte días, tomaron la ciudad. Jerusalén permanecería en poder persa hasta el año 628, cuando caiga ante Heraclio. Los persas, tras conquistarla, se apoderaron de la reliquia de la santa Cruz, el verum lignum crucis, destruyeron gran cantidad de iglesias y monasterios cristianos.

 

En 614, los persas confiaron el gobierno de Jerusalén a los judíos (rabínicos) y su exilarca, cuyo plan era la reedificación del templo y la entronización de un sumo sacerdote para restaurar el culto. Pero el plan de los nazarenos era otro: querían reconstruir el templo con el fin de acelerar el descenso del Mesías y el apocalipsis. Cuando estos nazarenos, judíos y árabes, iban a poner manos a la obra fueron detenidos por los judíos rabínicos que obstruyeron su camino hacia el monte del templo. Como consecuencia, se rompió el pacto con los judíos rabínicos, que expulsaron a los nazarenos de Jerusalén y luego de Palestina (Lafontaine 2020: 39-40).

 

En Jerusalén, se desató una guerra abierta entre los gobernantes judíos (rabínicos) impuestos por Persia y los cristianos (leales a Constantinopla). Estos últimos mataron al exilarca, a su consejo y al sumo sacerdote. La reacción judía perpetró la terrible matanza de Mamilla, cerca de Jerusalén, en la que masacraron a unos 34.000 (según otros, hasta 60.000) cristianos desarmados, hombres, mujeres y niños, y arrojaron sus cadáveres en numerosas cuevas de los alrededores. El monje Antíoco de Palestina relató aquellos acontecimientos en su obra La toma de Jerusalén:

 

«Entonces, los viles judíos, enemigos de la verdad y llenos de odio a Cristo, cuando percibieron que los cristianos habían caído en manos del enemigo, se regocijaron en extremo, porque detestaban a los cristianos; y concibieron un plan malvado de acuerdo con su vileza con respecto a la gente. A los ojos de los persas su importancia era grande, porque eran los traidores de los cristianos. Y entonces, en esta ocasión, los judíos se acercaron al borde del estanque y llamaron a los hijos de Dios, mientras estaban encerrados allí, y les dijeron: ‘Si queréis escapar de la muerte, haceos judíos y negad a Cristo; y entonces saldréis de ese lugar y os uniréis a nosotros. Os rescataremos con nuestro dinero, y os beneficiaremos’. Pero su conjura y deseo no fueron satisfechos, su trabajo resultó ser en vano; porque los hijos de la Santa Iglesia eligieron la muerte en nombre de Cristo antes que vivir en la impiedad: y consideraron mejor que su carne fuera castigada, en vez de arruinar sus almas, de modo que no estuvieron de parte de los judíos. Y cuando los sucios judíos vieron la firme rectitud de los cristianos y su inamovible fe, entonces se agitaron con ira viva, como bestias malvadas, y luego imaginaron otra conjura. Desde antiguo ellos habían comprado al Señor de los judíos con plata, y así mismo compraron a los cristianos del estanque; porque dieron plata a los persas, compraron a un cristiano y lo mataron como a una oveja. Sin embargo, los cristianos se regocijaron porque estaban siendo asesinados en nombre de Cristo y derramaban la sangre por su sangre, y asumían la muerte por su muerte...»

 

«Cuando la gente regresó a Persia, y los judíos se quedaron en Jerusalén, comenzaron con sus propias manos a demoler y quemar las iglesias sagradas que habían quedado en pie...»

 

«¡Cuántas almas fueron asesinadas en el estanque de Mamel! ¡Cuántos perecieron de hambre y sed! ¡Cuántos sacerdotes y monjes fueron masacrados por la espada! ¡Cuántos niños fueron aplastados bajo los pies, o perecieron por el hambre y la sed, o languidecieron de miedo y horror al enemigo! ¡Cuántas doncellas, rechazando sus abominables ultrajes, fueron entregadas a la muerte por el enemigo! ¡Cuántos padres perecieron delante de sus propios hijos! ¡Cuánta gente fue comprada por los judíos y masacrada, y se convirtieron en testigos de Cristo! ¡Cuántas personas, padres, madres y tiernos infantes, que se habían ocultado en fosas y cisternas, perecieron por la oscuridad y el hambre! ¡Cuántos huyeron a la iglesia de la Resurrección, a la de Sión y a otras iglesias, y fueron masacrados y consumidos por el fuego! ¡Quién puede contar la multitud de cadáveres de los que fueron masacrados en Jerusalén!» (citado en Conybeare 1910: 508-509).

 

Al parecer, hay ecos de estos acontecimientos en el Corán. Pues unos versículos (Corán 89/3,123-127) que la tradición musulmana entiende como referidos a la batalla de Badr, primera victoria de los seguidores de Mahoma, supuestamente acaecida en 624, no se han interpretado correctamente. Según algunos especialistas actuales, se trata de un error de comprensión, porque lo más probable es que esos versículos se refieran a la toma de Jerusalén por los persas, el año 614.  En aquella ocasión, el poder persa habría expulsado a sus mercenarios sarracenos, que de este modo habrían quedado a salvo del combate posterior (Bonnet-Eymard 1988. Véase la nota de Sami Aldeeb al versículo 89/3,123).

 

614-617: Hay noticias poco claras de que se libraron combates por la conquista de la explanada del templo jerosolimitano. Probablemente esto se corresponde con lo que ya hemos contado, del enfrentamiento entre judíos ortodoxos y nazarenos.

 

617: Hasta este año la administración de Jerusalén estuvo en manos de judíos rabínicos. Debió ser tan conflictiva que las autoridades persas los despojaron del gobierno. Mientras tanto, los sarracenos había huido al desierto de Arabia (¿Petra?), donde se reagruparon en torno al predicador mesiánico apocalíptico, más tarde apodado Mahoma.

 

619: Los persas en su avance ocuparon Egipto, que permanecería bajo su poder hasta el año 628. Al mismo tiempo, se iban adentrando en Anatolia, con las miras puestas en Constantinopla.

 

622: Heraclio, emperador de los romanos orientales inició la contraofensiva: organizó un gran ejército y emprendió la campaña militar contra los persas sasánidas, logrando invertir el curso de la guerra e infligir una derrota tras otra a los persas.

 

622: Este mismo año se suele marcar como el de la hégira de los árabes "emigrados en el camino de Dios". Pero ¿cuál es el acontecimiento que conmemora esta fecha, para que el califa Omar la designara como el inicio de una nueva era? ¿Qué es lo que hicieron realmente los sarracenos y Mahoma diez años antes de la muerte de este? Ya habían sido empujados hacia el sur. ¿Huyeron más al sur (hégira a Petra, a Hegra, o al oasis de Yatrib), ante el avance de las tropas imperiales romanas?


624-625: Los ejércitos de Heraclio fueron penetrando en Persia.

 

626: Mientras el emperador Heraclio se hallaba en plena campaña contra Cosroes en Persia, una confederación de los ávaros atacó por el oeste (los Balcanes) y asedió Constantinopla. El patriarca Sergio organizó con éxito la defensa de la ciudad.

 

627: En la batalla de Nínive, Heraclio derrotó a los persas. Este mismo año, Heraclio tomó Jerusalén. Se cuenta que expulsó de la ciudad a los judíos, que habían colaborado con los persas. Mientras, en Yatrib, Mahoma organizaba una coalición militar de sus árabes nazarenos con los judíos nazarenos. (Mucho después, la historia califal ocultaría estos hechos, fabulando episodios imaginarios de enfrentamientos con tribus judías de Yatrib.)

 

627-629: Los romanos vencedores acordaron tratados de paz con los persas, poniendo fin a 25 años de guerra ininterrumpida con ellos.

 

628: Heraclio derrotó a los persas en Jerusalén y restauró allí el poder romano. Este mismo año 628, los ejércitos de Heraclio expulsaron a los persas de Egipto.

 

629: La batalla de Muta. Un ejército expedicionario de Mahoma (coligado con los judíos nazarenos) se enfrentó a las tropas de la guarnición romana en Muta, al sureste del Mar Muerto. Pero los sarracenos fueron derrotados.

 

630: En marzo, Heraclio entraba triunfante en Jerusalén, portando y restituyendo la vera cruz recuperada.

 

632 / 634: La muerte de Mahoma. Algunos historiadores piensan que no está clara la fecha del fallecimiento del profeta, pues una crónica de la batalla de Gaza lo menciona. Según esto, habría muerto en 634, quizá en un ataque a Jerusalén. Si esto fuera así, Abu Bakr nunca habría sido califa, sino que le habría sucedido directamente Omar. Otra hipótesis sostiene que Mahoma acabó asesinado en un complot tramado, en 634, por Abu Bakr, Omar y Abu Ubaida, con la complicidad de Aisha (cfr. Lammens 1910). El relato del envenenamiento por una judía de Jaibar y el posterior fallecimiento el 8 de junio de 632 se habría inventado para camuflar lo ocurrido y, de camino, prestigiar a Abu Bakr y su familia.

 

632: Habría accedido al poder como primer califa, Abu Bakr (632-634), si no es cierta la conjura del «triunvirato» señalada por Lammens.

 

634: La batalla de Gaza. En la primavera de 634, las tropas de Mahoma derrotaron al ejército romano y mataron al candidato Teodoro, jefe supremo del ejército romano. La crónica de Tomás el Presbítero, del año 640, da a entender que los árabes iban comandados por el propio Mahoma. Esta gran victoria al este de Gaza dejó expedito el camino hacia Jerusalén. ¿Tal vez los sarracenos llegaron hasta luchar en Jerusalén y allí habría muerto Mahoma? Es una de las hipótesis.

 

634: Califato de Omar Ibn Al-Jatab (reinó 634-644).

 

636: La batalla del río Yarmuk, cerca de Damasco, donde los ejércitos sarracenos de Omar vencieron sobre los ejércitos del emperador romano Heraclio.

 

637: La ciudad de Jerusalén, sitiada, pactó su rendición a las tropas de Omar.

 

638: Entrada triunfal de Omar en la Jerusalén conquistada, a lomos de un asno y haciéndose llamar Redentor (Al-Faruk).

 

638-640: Los nazarenos emprendieron una precaria reconstrucción del templo, donde ofrendaron sacrificios animales conforme a la ley mosaica. Según la crónica del obispo Sebeos: los judíos (nazarenos) se construyeron un lugar de culto en la explanada del monte del Templo, pero los ismaelitas, celosos, expulsaron de allí a los judíos, que tuvieron que contentarse con un sitio marginal (cfr. Leila Qadr 2019: 270).

 

640: Se consumó la ruptura de los sarracenos de Omar con los «judíos» (nazarenos). De modo que Omar los expulsó de la ciudad y luego de toda Arabia.

 

641: Los sarracenos conquistaron el Egipto romano.

 

644: El califa Omar fue asesinado.

 

644: Califato de Utmán Ibn Affan (reinó 644-656). Utmán habría mandado compilar una versión oficial del Corán y destruir todas las demás.

 

647: Los sarracenos prosiguieron la guerra, atacando el exarcado romano de Cartago.

 

651: Las tropas califales ultimaron la conquista de Persia.

 

656: El califa Utmán fue asesinado.

 

656: Califato de Alí Ibn Abi Talib (reinó 656-661), primo hermano y yerno de Mahoma.

 

656-661: La primera guerra civil (o fitna), por la sucesión al califato.

 

661: El califa Alí también fue asesinado. Su hijo Hasan firmó un tratado de paz con Muawiya, el poderoso gobernador de Siria.

 

661-684: Comenzó la época sufiánida, en la que acceden al califato descendientes de Abu Sufyan, de la familia Omeya, parientes lejanos del profeta.

 

661: El califa Muawiya I (reinó 661-680). Instauró en el poder a la dinastía omeya.

Sobre el califato Omeya puede consultarse en Internet:

https://wiki2.org/es/Califato_Omeya

 

661: Un terremoto destruyó el templo de Jerusalén levantado por Omar, y Muawiya lo reconstruyó.

 

670: Hasan, hijo de Alí, fue asesinado por envenenamiento.

 

680: El califato de Yazid I (reinó 680-683), hijo de Muawiya.

 

680-692: La segunda guerra civil. Contra el califa omeya se rebeló Husain Ibn Alí y luego Abdallah Ibn Al-Zubair.

 

680: Husain, el otro hijo de Alí, fue asesinado en Kerbala.

 

680: Abdallah Ibn Al-Zubair (reinó 680-692) se proclamó califa. Se estableció y se hizo fuerte en La Meca. Hubo una larga guerra contra Yazid I y sus sucesores.

 

683: El califa Muawiya II (reinó 683-684), hijo y sucesor de Yazid I. Abdicó en 684.

 

684-750: Se pasó a la época marwánida, a la que dio nombre Marwan I, procedente de otra rama de los omeyas (a la que pertenecía Utmán).

 

684: El califa Marwan I (reinó 684-685).

 

685: El califa Abd Al-Malik (reinó 685-705). Condujo la guerra contra el anticalifa, o califa rival, Ibn Al-Zubair, a quien finalmente derrotaría. Abd Al-Malik promovió la arabización y la islamización paulatina del Estado. Con él se extendió la idea de considerar al califa como lugarteniente de Dios en la tierra. En contra de la actitud anterior, más contemporizadora, se empezó a concebir que había una sola revelación verdadera, exclusivamente árabe, la del libro sagrado árabe, el Corán. Asimismo, un profeta árabe, transmisor de la revelación, Mahoma. Y una ciudad santa árabe, La Meca, aunque, durante un tiempo, todavía siguió teniendo la preeminencia Jerusalén, como lo demuestra la construcción allí de la Cúpula o Domo de la Roca.

 

685: Aparece, por primera vez, una efigie de «Mahoma» en monedas del califa disidente Abdallah Ibn Al-Zubair (m. 692), que era nieto de Abu Bakr y sobrino de Aisha. El dato más sorprendente es que, con anterioridad al año 685, no se encuentra ninguna mención de Mahoma en documentos árabes.

 

685-690: El nombre de Mahoma (MHMD) apareció acuñado en monedas del califa omeya Abd Al-Malik y, más tarde, en algunas inscripciones del Domo de la Roca.

 

692: El general Al-Hayyay Ibn Yusuf, a las órdenes de Abd Al-Malik, combatió, derrotó y, por último, decapitó al anticalifa Al-Zubair.

 

692: Se inició la construcción del Domo de la Roca que imitaba el edificio de la iglesia del Kathisma (es decir, del Trono de María), con el fin exaltar la supremacía de Abd Al-Malik. Este santuario de la Roca, reconstruido y reformado más de una vez, aparece decorado con numerosas inscripciones murales, cuya significación sigue siendo objeto de debate hoy día.

 

705: Al morir Abd-Al-Malik, el paleoislam y el Corán estaban en fase de configuración y consolidación, que, en unos decenios, darían paso al islam clásico, desde el 720 en adelante. Anotamos, a continuación, solo algunos datos significativos para el contexto de la construcción histórica del islamismo, sus fuentes, sus leyes, su tradición.

 

708: Se introdujo el mihrab en las mezquitas, el nicho que marca la dirección o quibla para el rezo.

 

713: Un fuerte terremoto destruyó la ciudad de Petra, quizá la ciudad donde realmente nació y vivió Mahoma (cfr. Dan Gibson 2011 y 2017).

 

744-747: Tercera guerra civil. Enfrentamiento entre omeyas y abasíes, del que estos últimos salieron vencedores.

 

745: Escritos de Juan Damasceno, en los que alude a Mahoma y a sus seguidores sarracenos, contra cuya doctrina argumenta.

 

746: Un gran terremoto arruinó de nuevo Petra, y fue abandonada.

 

750: La dinastía abasí se alzó con el poder. Trasladó la capital a Bagdad, en el territorio del antiguo imperio persa.  El islam, árabe desde su fundación, empezaría poco a poco a desnacionalizar su sistema semiótico, tratando de presentarse como un mensaje universal. Pero no logró superar, sino que agudizó, la oposición al judaísmo y al cristianismo; y al mismo tiempo reintrodujo una fuerte división entre particularismo y universalismo, en el plano de la contraposición radical entre los «creyentes» y los no creyentes.

 

La primera gramática del árabe apareció a final del siglo VIII, lo que facilitó su enseñanza e imposición sobre el griego y el arameo.

 

Para la cristiandad, los siglos VII y VIII fueron siglos oscurecidos por una doble irrupción: la de los eslavos y la de los sarracenos mahometanos. Después, hubo en Bizancio una época de esplendor, el imperio medio, entre 867 y 1204.

 

787: El concilio de Nicea II, con la emperatriz bizantina Irene de Atenas, declaró herética la doctrina iconoclasta (mimética con el islam), aunque esto no terminó con la crisis de la cristiandad.

 

813-819: La cuarta guerra civil (o fitna), esta vez entre los abasíes, enfrentados por la sucesión en el califato.

 

843: La emperatriz Teodora, regente del emperador Miguel III, restauró definitivamente el culto a los iconos en el Imperio bizantino.

 

850: El califa Al-Mutawakkil (reinó 847-861), reprimió a la escuela racionalista de los mutazilíes, e impuso el nuevo dogma del Corán como libro increado (Mraizika 2018: 16).

 

923: Se fueron componiendo las colecciones de hadices, con miles de relatos de hechos y dichos de Mahoma, con la pretensión de ser «auténticos».

 

930: Ibn Muyahid introdujo la normalización ortográfica en la escritura del Corán, hasta este momento defectiva y ambigua.

 

Para completar este prontuario histórico con la sucesión de los acontecimientos precipitados por la expansión árabe y musulmana, tiene fundamental importancia considerar la historia desde el punto de vista de la yihad, siguiendo el hilo de sus batallas a lo largo del tiempo, para lo cual tenemos que remitimos a una cronología histórica de la yihad, que abordaremos en otra parte.

 

En líneas generales y en síntesis, proponemos distinguir tres fases en el proceso de aparición y evolución ulterior del sistema islámico en cuanto ensamblaje de ideas que interpretan y regulan la práctica social:

 

1ª. El protoislam surgió, con toda probabilidad, a partir de un movimiento judeocristiano, la secta mesiánica de los nazarenos, difundida entre ciertas tribus árabes, como la de los curaisíes, a cuyo clan Banu Hasim pertenecía Mahoma. Hay pruebas de que estos belicosos mesianistas, árabes y judíos conjuntamente, tomaron parte en las batallas entre el Imperio romano oriental y el Imperio persa sasánida (610-629). Más tarde, empezaron a actuar por cuenta propia, quizá desde 629. En la batalla de Gaza, en 634, resultaron victoriosos y, a partir de ahí, emprendieron el camino hacia Jerusalén. Tras la conquista de Damasco y la victoria de Yarmuk (en 636), tomaron Jerusalén (a fines de 637). En medio de una oscura disputa, quizá por el control del templo, se produjo una ruptura (639-640) de los arabonazarenos con sus aliados judeonazarenos, alzándose los árabes con la hegemonía.

 

2ª. El islam primitivo como religión específica de las tribus árabes que configuraron un Estado militar controlado por la minoría árabe. Este proceso debió estar en ciernes poco después de la muerte de Mahoma y se potenció tras el éxito de las primeras conquistas. La facción de los muhāŷirūn o sarracenos, una vez que rompió con los judíos nazarenos (hacia el año 640), se reafirmó recomponiendo su ideología político-religiosa con un carácter étnico, propiamente árabe. Esta fase se consolidó en el reinado de Abd Al-Malik (685-705) y culmino en el de Omar II (m. 720). Abd Al-Malik reconfiguró y reorganizó el poder, promoviendo entonces la islamización: la arabización lingüística de la administración, la mitificación de Mahoma como profeta de los árabes y la canonización del Corán como libro sagrado en árabe. Se desarrollaron las escuelas de jurisprudencia más antiguas.

 

3ª El islamismo como religión imperial del califato. En la época del califato abasí (a partir de 750), el islam empezó a presentarse como religión con pretensiones de poseer un mensaje universal. Florecieron las escuelas de jurisprudencia, que codificaron la ley islámica. Luego, en el siglo IX, se hicieron las últimas revisiones del texto coránico, se redactó la biografía de Mahoma, se elaboraron las colecciones de relatos del profeta y se redactaron las exégesis clásicas del Corán. Desde entonces, el poder musulmán animó, y a veces forzó, la conversión al islam de gentes procedentes de otras naciones y religiones: árabes, persas, judíos, egipcios, norteafricanos, hispanos, indios, chinos.

 

En resumen, Mahoma, que habría sido un «predicador» del mesianismo nazareno y un jefe militar ocasional, pasó a ser exaltado como el héroe nacional árabe, proclamado como fundador de la nueva religión mahometana o islámica. El Corán, sin embargo, solo en las suras más tardías, atribuidas al período de Medina, habla supuestamente de él como «enviado» y «profeta» de Alá, consagrado mediador definitivo de la voluntad de Dios y abanderado de la dominación de la ley divina, o sea islámica, sobre el mundo entero. De esta misión, arrebatada a sus mentores nazarenos, derivaron Mahoma y sus adeptos la presunta legitimidad que los autorizaba a imponer la supremacía de su religión por medio de la espada.

 

 

La denominación del sistema islámico

 

Durante el siglo VII y primer tercio del VIII, la religión de los árabes seguidores de Mahoma y gobernados por los primeros califas no se la conoció con el nombre de islam o islamismo, ni sus adeptos se llamaban musulmanes.

 

En los primeros tiempos, en la época del protoislam (Mahoma tras la hégira) y del islam primitivo (califas omeyas), se empleaban diferentes etnónimos o calificativos para los árabes invasores: sarracenos, agarenos, ismaelitas, tayeye, mahgrāyē o muhāŷirūn.

 

La voz sarracenos aludía a gentes procedentes del desierto, que habitaban en tiendas. Se ha dicho también que su etimología podría proceder de Sara, la esposa de Abrahán, pero no es probable.

 

El vocablo agarenos menciona a los supuestos descendientes de Agar, la esclava egipcia concubina de Abrahán y madre de Ismael, el patriarca putativo de los árabes. De Ismael deriva el apelativo de ismaelitas o ismaelíes.

 

La palabra tayeye o tayaye procede del gentilicio de una importante tribu del norte de Arabia, utilizado a menudo en lengua siríaca para designar al conjunto de los árabes.

 

La designación más antigua con un carácter específico para referirse a los seguidores de Mahoma parece ser la de mahgrāyē (en siríaco), con su equivalente muhāŷirūn (en árabe), y μαγαρίται (en griego), que significa los «emigrados», indicando los de la hégira, los árabes que habían ido con Mahoma y habían invadido como conquistadores Palestina y Siria, dominándolas violentamente, y se habían expandido luego a Egipto y Persia.

 

Solo con posterioridad (quizá desde mediados del siglo VIII) se emplearon los apelativos «mahometano», «islámico», «muslime» y «musulmán». El mismo título de «Mahoma», aplicado al antiguo predicador árabe, no habría aparecido antes del año 691, cuando lo hizo en algunas monedas y en el Domo de la Roca. La palabra «musulmán» no adquirió el significado actual de miembro de la religión islámica hasta el año 775 (cfr. Mraizika 2018: 80-81).

 

A mediados del siglo VIII, en la literatura tanto helénica como romana, la religión de Mahoma se conocía como «la fe de los ismaelitas». Por esa época, en textos griegos y en sus traducciones latinas, encontramos escrito el nombre de Mahoma como Μάμεδ, o Μουχαμὲθ (en griego), Mamed, Mahumetus, Muchamethus, Mohammedes (en latín). En cuanto al sistema religioso o doctrinal se denominaba con el término μαγαρισμὸς (en griego), margarismus (en latín), término que seguramente procedía del siríaco mahgrāyē (literalmente, emigrado) La traducción griega μαγαρίτης llegó a adquirir el sentido de «renegado» o «apóstata», y con ella los bizantinos designaron a los seguidores de Mahoma, en especial a los cristianos conversos al magarismo o agarenismo. Por último, de manera también tardía, se acuñó el vocablo eslamismus (en latín), es decir, islamismo, así como el apelativo musulmán o muslime con el significado de seguidor de la religión coránica.

 

En la versión latina de las controversias entre un sarraceno y un cristiano, escritas por Juan Damasceno, hacia el año 745, se lee: «In sequenti vero tempore, cum venisset Machumethus Margarismum Eslamismumve annuntians» [«un tiempo después, cuando vino Mahoma anunciando el magarismo o islamismo»] (Juan Damasceno 1791: 87).

 

A principios del siglo IX, Teodoro Abucara, o Abu Qurra (m. 820), escribió sus propios tratados contra los adeptos de Mahoma, que por entonces eran aún considerados como una herejía del cristianismo: «in Syria episcopatum inter Mahummedanos, Nestorianosque, et Jacobitas haereticos gessise» [«en Siria ejerció el episcopado entre los herejes mahometanos, nestorianos y jacobitas»] (Abucara 1791: 82). Así pues, a mediados del siglo VIII, cuando el califato de Damasco llegaba a su ocaso, el islamismo era percibido por los cristianos como una herejía o secta de los mahometanos, del mismo modo que las iglesias nestorianas (diofisitas) y las jacobitas (siriaca miafisita, o monofisita). Se categorizaba como una corriente religiosa propia de los árabes, lo que parece indicar que aún no se presentaba claramente como una nueva religión, ni mucho menos con la pretensión de universalidad, aspectos que se irían desarrollando más tarde, bajo el imperialismo califal abasí.

 

En el Nomocanon de Juan de Antioquía, en el siglo XI, aún se habla de «contaminado de agarenismo» («Agarenismo pollutus», traduciendo en paralelo al griego μαγαρίσας) (Cotelerius 1677: pág. 157), aunque por entonces ya se los denominaba «musulmanes», y además se hace una oportuna aclaración: «magarismo, esto es, agarenismo, sarracenismo, mahometismo» (Cotelerius 1677: nota de la columna 728).

 

Los contemporáneos del islam primitivo no lo vieron nunca como una nueva religión, y, como he indicado, ni siquiera utilizaban las palabras islam y musulmán. Todo esto se fraguó posteriormente a partir de los acontecimientos políticos y de unas hojas coránicas coleccionadas y reinterpretadas: «El islam que nosotros conocemos está fundado sobre un texto remodelado como consecuencia de un arduo descifrado de un corpus de fragmentos bíblicos, canónicos o no, luego coranizados por una civilización persa, extraña a la revelación cristiana, que reconstruyó con todas sus piezas un sistema político-religioso, fuera del contexto tribal y árabe» (Leila Qadr 2019: 366).

 

En el Alcorani textus universus, publicado por Ludovico Marraccio, a finales del siglo XVII, que incluye una vida de Mahoma, se utilizan las expresiones latinas: «eslam» (Marraccio 1698: 2 y 42), «eslamiticam sectam» (p. 27), «fidem eslamiticam» y «eslamismum» (p. 28). No tiene mucho sentido el intento de algunos que hoy pretenden establecer una distinción entre islam e islamismo, porque, en realidad, da exactamente igual, mientras esté fundado en el mismo Corán y en el mismo Mahoma.

 

El «islamismo» es, evidentemente, la doctrina o fe del islam, palabra cuyo significado etimológico y más directo no es otro que «sumisión». Más acá de la ideología, el significado pragmático no conlleva tanto sumisión a Dios cuanto sometimiento a Mahoma y al poder musulmán. Y no se trata de obediencia, que podría ser voluntaria, sino, en realidad, de sometimiento coercitivo y al dictado de un poder terrenal, que se disfraza arrogándose el poder de Dios, a fin de imponer por la fuerza un sistema de leyes y costumbres, premios y castigos.

 

      Para entender más a fondo la gestación del sistema islámico, es necesario profundizar en un estudio actualizado. Los descubrimientos, las indagaciones, los análisis y, por supuesto, las polémicas, han girado y giran hoy en torno a una inmensa variedad de temas concernientes a todos los aspectos del sistema islámico. Entre los más significativos y esenciales para el conocimiento de la gestación y formación del islam, están los que vamos a tratar en los próximos capítulos:

 

El origen judeonazareno del islam. La reconstrucción del surgimiento del islamismo como movimiento político-religioso a partir del mesianismo de la secta judía de los nazarenos, cuyos antecedentes se remontan hasta los macabeos y los zelotas.

La composición del Corán. El proceso de formación del libro, al hilo del auge de un nuevo poder, con el análisis de sus materiales iniciales, sus etapas de elaboración, sus estratos redaccionales y semánticos.

– Los fundamentos del sistema islámico edificado sobre el Corán, donde se sustentan sus postulados sagrados últimos, su mitología, sus rituales y sus esquemas legales de comportamiento ético y político

La historia de Mahoma. La búsqueda del Mahoma histórico y su papel en la fundación del sistema. Se cuestiona la fiabilidad de la biografía y las compilaciones de la tradición del profeta. Se duda de la localización de la ciudad La Meca donde vivió el profeta, que probablemente fuera una población distinta de la constituida más tarde como ciudad santa y centro de culto para los musulmanes. Se estudia la evo­lu­ción de su mensaje y su significación en la vida de los creyentes.

 

 

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